Pablo, que ya se había rendido, se limitó a situarse al lado de
su díscolo hermano, el verdadero origen de todos los problemas, y a esperar.
Pelayo comenzó a llorar en sus brazos. Otra vez aquel olor
tan desagradable. Pablo estaba muy cansado y ya todo le daba igual, así que
dejó que Pelayo bajase al suelo. El pequeñín, por fin liberado del abrazo de su
hermano mayor, sentó su pañal en la reluciente superficie. En el mismo instante
en el que lo hizo, el oscuro suelo comenzó a perder tono y a cambiar con
rapidez del color caramelo inicial a un asqueroso y pálido verde amarillento.
El círculo de decoloración, cuyo epicentro se encontraba justo bajo las
posaderas del risueño Pelayo, ganaba tamaño a cada instante que pasaba.
Los colosos mecánicos trataron de alejarse de aquella
repugnante ola que les alcanzaba, pero eran tan grandes y sus reacciones tan
lentas, que no pudieron realizar la maniobra evasiva con la suficiente rapidez.
Pablo fue testigo de cómo aquella enfermedad teñía a los dos en un instante, a
velocidad de vértigo.
Pablo estaba perplejo. ¿Qué era lo que estaba sucediendo a su
alrededor? El niño contempló atónito cómo los miembros de los gigantes cayeron
laxos a sus costados. Sus cuerpos perdieron ligeramente la verticalidad y
comenzaron a moverse con cortos vaivenes. Como si se hubiesen vuelto tontos.
Fue entonces cuando Pablo se dio cuenta de que lo que sucedía
y de cual era el origen de la pestilencia. El olor que llegaba a sus narices
tan sólo era el preludio de lo que estaba por venir. Del mismo modo que las
emanaciones sulfurosas de las fumarolas precedían a una erupción volcánica, el
Cacatoa, que era así como le llamaban sus hermanos, estaba a punto de estallar.
Por eso el pequeñín estaba tan intranquilo y nervioso. Su hermano Pelayo estaba
haciendo caca.
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