viernes, 1 de febrero de 2013

PANTANO


Publicado en http://surcandoediciona.wordpress.com/2013/02/01/pantano/


Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano

Ezequiel detuvo su penoso caminar. El agua le llegaba por encima de las rodillas y necesitaba ver dónde pondría el pie para dar el siguiente paso. La luna salió entre las nubes e iluminó de nuevo el pantano. El chico miró hacia atrás y vio a Louis, que le observaba tumbado en la balsa, y a Thomas, que le hacía señas con las manos para que avanzase. A pesar de las sombras, le pareció distinguir una sonrisa maligna en las caras de los hermanos. Ezequiel reanudó la marcha. Ya era tarde para volver atrás. En el pantano o estabas con los hermanos Monatrie o te convertías en su presa, y ya tenía bastantes problemas en su vida como para añadir uno más.
            La prueba que le habían propuesto para entrar en la pandilla era una putada. Acercarse hasta la cabaña de Mama Mohana y traer una prueba de que lo había hecho era algo que sólo se le podría ocurrir al retorcido cerebro de Thomas. Si por lo menos hubiesen dejado que lo hiciese de día… El reto parecía mucho mas fácil de realizar con la claridad filtrándose a través del manglar que a la luz de la luna. Aunque prefería esta prueba a la de su amigo Pierre, al que habían obligado a pasar la noche encerrado en uno de los panteones del viejo cementerio francés. Todo el mundo sabía que no se debía molestar a los muertos, y tampoco se debía tentar a la suerte. Pierre no habló con nadie de aquella noche, pero no hacía falta que lo hiciese, nunca volvió a ser el mismo. Algo había cambiado en su interior. Quizás hubiese visto alguno de los espíritus perdidos de los que hablaban los abuelos, aquellos que vagaban entre este mundo y el otro buscando a alguien que les acompañase al más allá; quizás algo peor. Al pensar en ello, a Ezequiel se le erizó el pelo de la nuca y no pudo evitar que un escalofrío recorriese su espalda. El chico giró nervioso sobre sí mismo mientras imaginaba oscuros terrores acechándole entre las raíces del manglar. Su mano apretó con fuerza el amuleto que colgaba de su cuello y comenzó a recitar el salmo contra el mal de ojo que le había enseñado su abuela.
            Tenía que tranquilizarse. Ezequiel recordó todas las ocasiones en las que había ido con su padre a pescar cangrejos por la noche. Nunca se habían tropezado con espíritu o demonio alguno, y además conocía el pantano como la palma de su mano. Su padre siempre le decía que no había nada que temer del pantano, que sólo los hombres podían hacer daño a otros hombres.
            El chico echaba de menos a su padre, al que habían encerrado seis meses atrás por traficar con whisky. En casa todo estaba más tranquilo desde que faltaba, sin esos arranques de ira que la mayoría de las veces acababan con morados en el cuerpo de los chicos o de su madre, pero no era lo mismo. Al final las personas acababan acostumbrándose a todo, hasta a la violencia. Era como la humedad del pantano, que siempre estaba ahí, pegada a tu cuerpo. Cuando no se conocía otra cosa, ¿por qué iba a preguntarse qué hubiese sido de su vida sin ello? Y Ezequiel necesitaba a su padre. Además, esas tormentas siempre duraban poco tiempo. Tan sólo había que apretar los dientes y aguantar un rato. Después, cuando los vapores del whisky desaparecían, su padre hacía lo imposible por expiar sus pecados y les pedía perdón por casi todo. En alguno de esos momentos, Ezequiel casi había llegado a ser feliz. Ahora su madre estaba borracha casi siempre y lloraba todo el día. Con el arresto, el sheriff le había dejado al mismo tiempo sin padre y sin madre.
            Para evitar que el terror volviese a apoderarse de él, todo lo que tenía que hacer era mantenerse alejado de sitios como el viejo cementerio.
            O la cabaña de la bruja, pensó mientras recordó cuál era el reto que le habían propuesto.
            Ezequiel respiró profundamente y reanudó su marcha. Los cánticos de los animales nocturnos le envolvían y disimulaban los chapoteos de su avance. Cada paso que daba era una sorpresa. A veces el agua le llegaba por los tobillos y en ocasiones se hundía hasta casi la cintura. La humedad hacía que sudase copiosamente y pegaba la camisa a su pecho como una segunda piel. Había decidido que lo mejor sería avanzar por la orilla del pantano, arropado por el ramaje del manglar. Las lianas le servirían de apoyo y le protegerían de las nubes de insectos y de los murciélagos. Además, los caimanes, cuyos ojos flotaban en el agua como pequeñas estrellas, no se atreverían a atacarle en aguas poco profundas. La luz de la luna volvió a iluminar con claridad el pantano y le confirmó algo que ya sabía: que su sentido de la orientación era extraordinario. A un centenar de metros pudo ver luz en la ventana de la cabaña. Unos pequeños vahos neblinosos flotaban alrededor de la construcción y desdibujaban el contorno, envolviéndola en un halo de misterio. Escondida entre las sombras de la noche, la pequeña y retorcida cabaña parecía aguardarlo agazapada.
            Nunca se había acercado tanto a la cabaña de Mama Mohana y no conocía a nadie que lo hubiese hecho. Nadie estaba interesado en aquellas tierras envenenadas por el mal, o en comprobar si las leyendas que contaban sobre magia negra y vudú eran ciertas. Había un acuerdo no escrito entre las gentes del pantano y la bruja. Ninguna de las dos partes se entrometería en los asuntos de la otra, y así había sido desde mucho antes que Ezequiel naciese. Es cierto que habían desaparecido animales, e incluso algún niño, en los poblados de los alrededores, y que había quienes apuntaban con el dedo acusador a Mama Mohana, pero nunca se había podido demostrar nada.
            El pantano cambió. El agua se volvió más densa y el fondo más cenagoso. A Ezequiel le costaba trabajo dar nuevos pasos porque el lodo intentaba atrapar sus pies descalzos. El aire, excesivamente húmedo, se volvió casi irrespirable y un olor a podrido hizo que arrugase la nariz. En el pueblo contaban historias que decían que el vudú mantenía aquella parte del pantano muerta para las criaturas de Dios. Y por lo que Ezequiel veía en su avance, bien podía ser cierto. Ya no se escuchaban los cánticos de los sapos. Sucias telas de araña colgaban de las ramas muertas de los árboles y el chico se veía obligado a avanzar con las manos extendidas por delante para apartarlas de su camino.
            A pesar de la suciedad de los cristales, Ezequiel vio una silueta moviéndose a la luz de las velas. El chico buscó con urgencia a su alrededor. No quería estar en aquellas aguas más tiempo del necesario. Aliviado, encontró su objetivo. Esa misma mañana, mientras planeaban la prueba, los chicos se habían acercado a una distancia prudencial de la cabaña con los prismáticos que los gemelos habían tomado "prestados" a sus padres. Desde su escondite habían visto al jorobado introducir unos enormes cangrejos en una jaula de madera como las que usaban los pescadores para guardar las capturas. En eso consistía la prueba: Ezequiel tan solo tenía que robar los cangrejos de la bruja y llevárselos a los gemelos. Algo tan sencillo como eso.
            La jaula flotaba medio oculta en el agua, no muy lejos de donde se encontraba. Era ahora o nunca. La adrenalina aguzó sus sentidos. Ezequiel aguantó la respiración y abandonó la seguridad del manglar para sumergirse hasta la barbilla en el agua pútrida. No quería que pudiesen verle si se asomaban a la ventana. Después avanzó con cuidado para no llamar la atención. Cuando llegó a la jaula, encontró con rapidez el cierre y cortó las cuerdas con una pequeña navaja. El chico miraba nervioso las luces de las ventanas mientras desenrollaba el saco que llevaba atado a la cintura. Después, y con la pericia de alguien que está acostumbrado a manejarlos, sacó uno a uno los cangrejos de la jaula y los introdujo en el saco. Al cerrarlo se alegró de que todo hubiese sido tan fácil.
            Días después, al volver la vista atrás hasta ese momento, no podría recordar qué fue lo que pasó por su cabeza para empujarle a dar el siguiente paso. Lo único cierto era que la euforia desatada por haber logrado su objetivo nubló su razonamiento. Ni siquiera la leyenda de la bruja del pantano hizo mella en su valor. Quizás no hubiese bruja después de todo, pensó, y se dijo que, después de haber llegado tan lejos, no podía irse sin echar un vistazo al interior de la cabaña. Cuando contase a los demás lo que había hecho, sin duda merecería más respeto por parte de los gemelos.
            La cabaña estaba construida sobre unos postes que se enterraban en el lodo del pantano, así que Ezequiel se encaramó al entramado de madera y escaló hasta llegar a una de las ventanas. El chico asomó la cabeza con precaución. La estancia estaba abarrotada de estanterías con frascos de muchos tamaños y colores, y del techo colgaban abalorios y plantas secas a diferentes alturas, lo que dificultaba la visión y convertía la habitación en una especie de bosque invertido. Pero cuando la mujer se movió, los asombrados ojos de Ezequiel se abrieron hasta casi salirse de las órbitas. Había esperado encontrase con una vieja horrible y fea, pero aquella mujer era hermosa, muy hermosa. Y estaba desnuda.
Ilustración de Sonia del Sol

            Ezequiel nunca había visto a una mujer desnuda, porque la prima de Thomas, a la que habían espiado mientras se apartaba para hacer sus necesidades en el bosque, no contaba. Además en aquella ocasión apenas había visto nada. Esto era diferente.
            La mujer se movía con la seguridad de alguien que conocía a la perfección la tarea que estaba realizando, y no prestaba atención a nada que no fuese lo que tenía dispuesto sobre las mesas. Mezclaba sustancias en morteros y líquidos en vasijas, y se movía con rapidez por la habitación. Su piel caoba brillaba con el sudor. Su cuerpo, joven y hermoso, contrastaba con la suciedad y la herrumbre de todo lo que la rodeaba. Ezequiel notó que algo crecía contra su voluntad en la entrepierna. La mujer cambió de lugar y el chico la perdió de vista, así que se arriesgó a cambiar de posición para continuar observándola. Pero al hacerlo, la madera podrida a la que estaba sujeto se deshizo entre sus dedos. El chico, aterrorizado, perdió el equilibrio y se cayó de espaldas al agua del pantano.
            Empapado por completo, Ezequiel recogió del agua el saco con los cangrejos y nadó para esconderse entre los postes que formaban los cimientos de la cabaña. Justo en el momento en el que las sombras lo envolvían, escuchó con claridad cómo se descorrían unos postigos y el chirriar de unas bisagras. Sobre su cabeza sonaron los pasos irregulares de alguien que arrastraba un pie, seguramente el jorobado. La luz de un farol se derramó a su alrededor y descubrió un agua verdosa y en calma. Después la luz iluminó la jaula de madera y, tras un instante que pareció interminable, desapareció junto con los pasos irregulares de nuevo al interior de la cabaña. Ezequiel tenía muchos defectos pero, afortunadamente para él, uno de ellos no era el desorden. Eso era lo que le había salvado cuando decidió cerrar de nuevo la jaula con los trozos de cuerda que había cortado. El chico decidió no tentar más a su suerte y avanzó con esfuerzo hacia la salvación de la barcaza, en donde lo esperaban los hermanos Monatrie.

                                                                      ***     

            Mama Mohana dejó el herrumbroso cuchillo sobre la mesa e interrogó a su lacayo con la mirada.
            —Quizás alguna rama. O una pelea de caimanes... —contestó el jorobado mientras cerraba la puerta.
            —Alcánzame el sacaojos —ordenó la mujer.
            La bruja dio por buena la respuesta, confiada en que nadie osaría acercarse a la cabaña y menos aún de noche, así que mojó las manos desnudas en un ungüento blanquecino y aceitoso, y comenzó a pintar el cuerpo del hombre muerto que reposaba sobre la mesa con las runas del renacimiento. Era la fase más delicada del proceso y no podía dejar que nada la interrumpiese.

                                                                      ***

            Mientras se acercaba al lugar de reunión, por la cabeza de Ezequiel pasó la idea de que los hermanos lo hubiesen abandonado en el pantano. Eran capaces de eso y de más, pero se tranquilizó al ver la forma familiar de la balsa unos metros más adelante.
            —No me lo puedo creer. El cagón lo hizo, robó los cangrejos de la bruja. ¿Qué te parece, Louis?
            Thomas alzó uno de los cangrejos. A la luz de la luna se podían ver con claridad unos extraños símbolos escritos en el lomo de los animales.
            —Lo que me parece es que hoy cenaremos cangrejo, hermano. ¿Cuántos has traído?
            —Pues... Creo que son cuatro —respondió Ezequiel orgulloso.
            —Muy bien, muchacho. Ya eres de los nuestros. Serán dos para mí y dos para Louis. Nada más llegar a casa los coceremos y nos los comeremos a tu salud.
            Ezequiel estaba a punto de protestar, pero el cansancio hizo que se callase. Además, ¿de qué le hubiese servido? Los Monatrie conseguían siempre todo lo que querían. Por lo demás, estaba seguro de que cumplirían su palabra y lo admitirían en el grupo, y eso era lo único que importaba. Bueno, eso y la visión de la mujer de la cabaña, algo que jamás contaría a nadie porque no quería que la bruja supiese que él la había espiado.
                                  
                                                                      ***

            Mama Mohana terminó el cántico y se sorprendió al ver que los espasmos recorrían el brazo del hombre antes de lo esperado. Se trataba de un cuerpo fuerte, y esta vez no estaba tan deteriorado como entras ocasiones. Tenía que darse prisa.


Ilustración de Sonia del Sol

            —Rápido, Lohmú. Ve a por los cangrejos.
            El jorobado salió raudo de la cabaña dispuesto a cumplir la orden de la bruja.
            Antes de obligar a un cuerpo muerto a volver a la vida, era necesario capturar cuatro espíritus, uno por cada una de las extremidades, y encerrarlos en algún ser vivo. Ese era un proceso extenuante que en el mejor de los casos duraba varios meses, y que requería del uso de poderosos sortilegios cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos. Cuando el zombi despertase animado por un hambre insaciable, era preciso que lo primero que devorase fuesen aquellos animales en los que estaban atrapados los espíritus. Después obedecería todas sus órdenes como si fuese una marioneta.
            —¡No están, señora! ¡Han desaparecido! —gritó el lacayo aterrorizado.
            Al oír a su sirviente, la mujer se giró lentamente y dio la espalda a la mesa. Sus ojos destellaban odio, sus pechos temblaban por la ira contenida.
            —¡Cómo dices, imbécil! Eso es imposible.
            Ahora la bruja tenía miedo. Había desatado una fuerza demasiado poderosa como para no poder controlarla. Pero ella todavía podía salvarse. Solo tenía que alcanzar el círculo de sal dibujado en el suelo de la habitación y esperar a que el peligro pasase. El zombi hambriento devoraría todo a su paso, y no encontraría la paz hasta que diese con los cangrejos a los que estaba vinculado por los signos pintados en su cuerpo. Caminaría incansable hasta que diese con aquellos que se los habían llevado. Los encontraría en el mismísimo infierno. La bruja dio el primer paso hacia el círculo protector, pero no pudo avanzar más. Una mano férrea sujetó su brazo y unos músculos poderosos envolvieron su espalda, rompiéndola al instante. Su cuerpo se derrumbó sobre las tablas del suelo. Los dientes del zombi se clavaron en su cuello y arrancaron la carne. No dolía. Desde su posición pudo ver cómo el lacayo se abalanzaba sobre el zombi para intentar separarlo de ella, pero el viejo jorobado no tenía la más mínima posibilidad. Mama Mohana no pudo evitar pensar en lo gracioso de la situación. Durante doscientos cincuenta años había logrado sobrevivir a los indios, a los cazadores de brujas y a la peste, y al final moriría devorada por su propio hijo.

                                                                      ***

            El zombi obedecía órdenes más viejas que el pantano. Tenía hambre y podía oler que la comida estaba cerca. Los pequeños caimanes se apartaban a su paso mientras avanzaba incansable. Sus ojos opacos permanecían fijos en el pequeño embarcadero al que estaba amarrada la balsa, al pie de la casa de los Monatrie.