martes, 29 de agosto de 2017

LOS COSECHADORES DE ESTRELLAS (7): MUNDO FLICK

El miedo, si es que alguna vez habían llegado a sentirlo, había desaparecido al tocar a Flik. Algún proceso desconocido había hecho que todas sus dudas se evaporasen. Era como si conociesen a su nuevo amigo de toda la vida. Los niños se sentían seguros, tranquilos y confiados.
Pero también había sucedido algo más. Pablo ya no estaba en su jardín, ni siquiera en la Tierra. Volaba alto, muy alto, pero sin vértigo alguno, como si lo hubiese hecho toda su vida. No era como ver imágenes de película en la televisión, era como estar allí. Olía a fruta dulce y madura, olía a aire fresco. Pablo podía sentir la huella del viento en su cara. Giró la vista a su derecha, y de alguna forma supo que quien volaba a su lado era su hermano Rodrigo. Físicamente no era él, ya que había adoptado la forma de una simpática seta que se mecía dejándose arrastrar por la suave brisa, pero era Rodrigo. Pablo sentía que su hermano estaba disfrutando de las vistas sin ningún tipo de temor. Giró la vista a su izquierda, y también sintió que quien estaba junto a él, a ese otro lado, era Flik bajo la forma de otra seta un poco más pequeña. Así que asumió que él también había adoptado la forma de un hongo volador, porque al volver la vista atrás, comprobó que en realidad ellos tres sólo eran la avanzadilla de una gran bandada de setas flotantes.
Sin palabras, Flik estaba intentando enseñarles su mundo, o más bien lo que había sido su mundo cuando todavía era hermoso.
Pablo se concentró en lo que veía.
Muy abajo, una enorme extensión de lo que lo parecía una hierba escarlata se ondulaba mecida por la misma brisa en la que flotaban. Sobre la hierba se deslizaban, muy lentamente, unos enormes bloques irregulares que a Pablo le parecieron trozos de hielo de un profundo color azul, y que dejaban tras de sí una estela del mismo color de la que bebían muchos otros animales. La pradera bullía de vida, de tal forma, que era imposible captarlo todo. Pablo fijó su vista en unos gigantescos seres, mezcla de elefante y buey pero con seis poderosas patas, que pastaban sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor. Mientras tanto otros con aspecto de canguro saltaban desplazándose a gran velocidad, cruzando raudos la pradera. Sobre todos ellos, subían y bajaban de forma vertiginosa lo que parecían unos pequeños pañuelos que se enredaban entre sí en una danza sin fin. La luz disminuyó su intensidad, y Pablo elevó su vista. El cielo, de un azul mucho más tenue que en la tierra, se había oscurecido por la presencia de una espesa nube en forma de ancha cinta, que barría el cielo con rapidez de derecha a izquierda. La nube dejó una fina capa de agua verde sobre todo y todos al desplazarse, y no  tardó mucho tiempo en desaparecer en el horizonte. El paisaje volvió a iluminarse con la luz de dos estrellas, una pequeña y azul, y otra mucho más grande y de color rojo sangre.
La visión cambió de forma repentina. Ahora volaban, en la misma formación, bordeando unos acantilados de roca roja por los que se precipitaba sin cesar un torrente de miles de flores. Los colores se fundían de forma increíble y a Pablo, maravillado por la belleza de las imágenes, le costaba arrancar la vista del espectáculo. Las flores, una vez que alcanzaban el borde, flotaban mientras caían y se perdían muy abajo, más allá de una niebla impenetrable.
De nuevo volvió a cambiar todo. Pablo esta vez se encontró, junto a sus compañeros de viaje, sobrevolando lo que parecía un inmenso mar de color turquesa. Hasta donde alcanzaba la vista, y a intervalos irregulares, unos gigantescos hongos emergían del agua hacia el cielo. Pablo se dirigió hacia uno de ellos obligado por la brisa que les transportaba. Cuando llegaron suficientemente cerca, se dio cuenta de que aquel hongo era en realidad una descomunal fuente del mismo agua turquesa del que emergía. Por alguna razón, en esos lugares el agua flotaba liviana hasta una gran altura y luego caía en forma de fina lluvia. Dentro del hongo, cientos de criaturas de las más diversas formas danzaban sin orden aparente. Aquel micromundo, invisible desde afuera, rebosaba de vida en su interior.
De nuevo cambió el paisaje. Ahora Pablo se encontraba sobrevolando un espacio de luces y sombras en el que, por encima y por debajo de él, frondosas copas de descomunales árboles reflejaban la luz de las dos estrellas con los brillos de sus hojas. De las ramas de estos árboles cristalinos, de formas y colores muy diferentes, colgaban frutos que destellaban como diamantes con pulsantes luces interiores. Pablo sintió algo que no podía describir con facilidad. Si la bondad pudiese materializarse en algún lugar, aquel podría haber sido su hogar. En aquel bosque de cristal, Pablo entendió lo que Flik les había dicho sobre los árboles sabios. 
Las imágenes se apagaron tan rápidamente como habían aparecido.
Los dos niños se quedaron con ganas de más.
–Del mismo modo que vuestra raza envía datos en una cápsula, para llevar lo más hermoso de vuestro mundo y que así os puedan conocer otras civilizaciones, yo os he enseñado un poco de cómo era mi planeta antes de que las máquinas lo abandonasen a su suerte –les dijo Flik para romper el hielo, pensando que los niños necesitarían una explicación tras volver a la realidad–. No sé si os hubieseis atrevido a hacerlo si os lo hubiese propuesto antes. Tenéis que disculparme por no haberos pedido permiso. Algo así no volverá a suceder nunca, os lo prometo.
–Mooooooooolaaaa pila –dijo Pablo.
–Sí, lo sé, era un mundo muy hermoso –la voz de Flik reflejaba ahora su tristeza–, pero confío en que vuelva a ser así algún día. Es por eso por lo que estoy aquí y por lo que necesito vuestra ayuda.
–No, no. Lo que mola es el vuelo. ¿Cómo lo has hecho Flik?
–Quelo volal otla vez, Flik. Fiúúúúúúú, fiúúúúúúú –Rodrigo extendió los brazos como un avión y voló inclinándose a un lado y a otro sin moverse del sitio.
–Oye, Flik, ¿por qué no nos enseñas como está tu planeta de pocho ahora? –se le ocurrió a Pablo.
–No puedo. Para poder ver eso tendréis que acompañarme. La verdad es que hemos invertido una gran cantidad de esfuerzo y recursos en mostraros cómo era de hermoso mi mundo. Preferí que pudieseis ver por vosotros mismos que merece la pena luchar por él. En vuestro mundo tenéis una frase para expresarlo, “una imagen vale más que mil palabras”. ¿No os parece que no podemos dejar que muera? Además, este proceso también está diseñado para que crezca vuestra confianza en mí.
Pablo se dio cuenta de que, antes del viaje virtual, pretendía pedir explicaciones a Flik para intentar que Rodrigo se sintiese más tranquilo. Miró a su hermano. Sonreía.
–¿Rodrigo? –preguntó.
–Tenemoz que ayudal a Flik –las palabras sobre la valentía que había pronunciado Pablo unos instantes antes, sumadas a la confianza que le había proporcionado el viaje, habían vencido todos sus recelos y sus miedos. No podían dejar en la estacada a aquella indefensa ranita–, y tene que zel lápido.
Pablo sabía que las imágenes que Flik les había enseñado habían hecho mucho más que mostrarles un mundo hermoso y diferente. Habían disipado sus dudas. Algo dentro de sus cabezas había hecho clic y con ello sus temores se habían esfumado por completo. La reacción de su hermano menor, antes tan negativa, no hacía más que confirmar esa idea.
–¿Y cómo vamos a ir a tu mundo de verdad, Flik?
–Es mucho más sencillo que lo que os he mostrado antes. Fijaos en este roble.
Los dos niños se giraron para mirar al árbol.
–¿Y qué hay que ver?, ¿nunca has visto un árbol? –preguntó Pablo.
–Eze puntito. Ze mueve.
–Ahí justamente, Rodrigo, en ese punto de la corteza que oscila.
–¿Qué hace el puntito, Pabo?
–Oscila, que se mueve –comentó Pablo, un poco molesto por no haber sido él el primero en fijarse en ese detalle–, lo veo, lo veo. ¿Y ahora qué?
–Ese es el portal de entrada a mi mundo. Cuando lo traspasemos, el tiempo se detendrá aquí para vosotros y quedará congelado hasta vuestra vuelta, momento en el que todo volverá a cobrar vida de nuevo. Mientras estéis en mi mundo no pasará ni uno de vuestros segundos de la Tierra. Así no tendréis que dar explicaciones a vuestros padres. En este momento el portal está abierto sólo para nosotros, y la llave del mismo está al otro lado. Vuestra especie no tiene todavía la capacidad para abrir portales a otros lugares del Universo, aunque estéis muy cerca de obtener el conocimiento necesario para lograrlo. Y eso a pesar de que no permitís que vuestros árboles vivan el tiempo suficiente como para que alcancen la sabiduría necesaria. Pero ese es un problema que trataremos de resolver en otra ocasión. Ahora a lo que nos ocupa. Debido a la urgencia de la situación, y porque precisamos de vuestra ayuda, hemos realizado un esfuerzo enorme para influir en el pensamiento de tu padre. Hemos organizado sus ideas para llevarle a concebir uno de los descubrimientos más importantes de vuestra historia. Aunque él piense que su experimento ha fracasado...
–Ah, ya entiendo. La explosión de hoy por la mañana....
–Exacto, Pablo. Para lograrlo necesitábamos que, desde vuestro mundo, tu padre nos ayudase a abrir el portal. El experimento ha sido un éxito total, a pesar de que él sigue preguntándose qué es lo que ha fallado.
–Lo que yo no entiendo es por qué no quieres que nuestros padres te ayuden. Son personas muy listas y muy buenas.
–La verdad es que no considero todavía a vuestros mayores preparados para encontrarse con otros seres diferentes a ellos. Sois tan... tan... arrogantes...
–Oye Pabo, ¿noz eztá inzultando ezta lana zabihondilla?... –susurró Rodrigo al oído de su hermano sin apartar la vista de Flik.
–Cuidado Flik, sin faltar al respeto. No la vayamos a liar –le dijo Pablo espoleado por su hermano e hinchando el pecho, mientras trataba de retener en su memoria la última palabra pronunciada por Flik para preguntarle a su madre el significado–. ¿Qué te hace pensar que nosotros somos eso que dices?
–Mi intención no es la de ofenderos, de verdad, Pablo. Todavía os conozco poco, pero tendrás que admitir que vuestra especie piensa en sí misma como los únicos seres vivos del Universo. Aceptar otra realidad supondría para vosotros sin duda un terrible problema. Y eso es algo que de verdad no entiendo, porque ¿cómo podéis ni siquiera pensar que estáis solos? No tenéis nada más que elevar la vista al cielo nocturno de cualquier noche de verano, y podríais ver sin dificultad decenas de estrellas que son, como mínimo, tan importantes como esta que os alumbra.
Los chicos callaron. En el fondo sabían que lo que Flik decía era cierto, pues alguna noche de verano, y antes de irse a dormir, se habían pasado horas junto a su padre contemplando estrellas con el telescopio.
–De verdad pienso que todavía no estáis preparados para encontraros con otra raza diferente a la vuestra –continuó Flik, confiando en que el motivo que exponía fuese suficiente para los chicos.
–Vaaaale, vale. No hace falta que sigas, que ya te entiendo. Todo eso puede ser verdad para casi todos, pero mis padres no son así. Son personas pacíficas y muy listas. Serían una gran ayuda. Déjame que les hable de ti – insistió Pablo.
Flik hizo una pausa mientras buscaba nuevos argumentos.
–Aún hay otro problema. Aunque lograseis convencerme de que vuestros mayores están preparados para conocer la realidad del Universo, y de que podrían prestarme la ayuda que preciso, el portal que hemos logrado abrir es demasiado pequeño para que algo de una masa un poco mayor que la vuestra pueda pasar al otro lado. El esfuerzo que hacemos para llegar hasta aquí y mantener lo poco que queda de mi mundo con vida, no nos ha permitido crear algo más grande. Un portal nace y crece. Aunque no lo creáis es casi un ser vivo. Necesita tiempo para madurar y poder engullir cosas más grandes.
–¿Ez que noz va a comel? –Rodrigo eso de engullir lo entendía a la perfección. Así como también glotón, comilón, y otros sinónimos con los que estaba obligado a convivir debido a su feroz apetito.
–No, Rodrigo –continuó Flik– los portales se alimentan de tiempo y de espacio. Al transportarte a otro mundo se comen el tiempo que detienen para ti en el planeta origen, y parte de él lo transforman en espacio con el que te llevan de un sitio a otro. Si vuelves por el mismo camino ya abierto, es como si te dejases caer por un tobogán. Eso no origina una parada del tiempo del mundo del que vuelves, y a su vez vuelve a poner en marcha para ti el reloj en el primer planeta.
–Vale, vale. ¡Vaya lío! –protestó Pablo, porque estaba empezando a dolerle la cabeza.
–Puez yo ezo lo entiendo –su hermano le miró extrañado–, lo del togobán –aclaró.
–Bueno, puede parecer un poco lioso de explicar, pero el funcionamiento es de lo más sencillo. Tan sólo tenemos que atravesar ese punto y apareceremos en mi mundo.
–Estás de broma, ¿quieres que intente meterme en ese árbol?
–Eso es.
–Tú primero Flik –repuso un desconfiado Pablo.
–Vamos a hacer algo mejor que eso. Intenta tocar el árbol.
–Ezo eztá chupado.
Y antes de que Pablo pudiese detenerle, Rodrigo, el muy descerebrado, se apoyó en el tronco del árbol con todo su peso.
Y entonces cayó.
Dentro del árbol.

martes, 15 de agosto de 2017

LOS COSECHADORES DE ESTRELLAS (6): FLIK PIDE AYUDA

–¿Y qué es lo que una super rana viajera del espacio necesita de dos niños como nosotros?

–Verás Pablo, hace miles de vuestros años, cuando el mundo del que provengo era mucho más joven, se parecía mucho a este. Incluso mi raza se parecía un poco a la vuestra. En aquel entonces nuestra civilización había adquirido un grado de desarrollo tal, que pensábamos que nada en todo el Universo tenía secretos para nosotros. Como especie éramos jóvenes y muy arrogantes. Entonces conocimos otras civilizaciones, dominamos la materia y muchos otros conceptos que vosotros aún no podéis ni imaginar.

Pero nos descuidamos. Nos volvimos perezosos. Mis antepasados sacrificaron el contacto con la realidad por la posibilidad de desarrollar su inteligencia hasta límites inimaginables. Abrimos nuestros sentidos a capacidades increíbles. Pero no nos dimos cuenta de que jamás se puede tener todo al mismo tiempo, y que al ganar en un aspecto perdíamos sin remedio en otros.
Al principio todo sucedió muy lentamente y los cambios tardaron generaciones en manifestarse, pero cuando los advertimos, ya era demasiado tarde. Mi pueblo había perdido la posibilidad de sentir, de tocar, de manejar las cosas físicas. Habíamos diseñado máquinas para que hiciesen nuestros trabajos más pesados porque aquellas tediosas labores no las quería realizar nadie, y en aquel entonces no nos pareció mal ya que así tendríamos más tiempo para pensar. Al no tener que trabajar, nuestros músculos se atrofiaron y lentamente fueron desapareciendo de nuestros cuerpos. Algo lógico, la evolución tiende a eliminar aquello que no es necesario. Mucho más tarde enseñamos a las máquinas a diseñarse a sí mismas y a construirse, incluso a repararse cuando estuviesen rotas. Y por último les ordenamos que se ocupasen de todos los aspectos que conllevasen algún tipo de esfuerzo en nuestras vidas, ya fuesen pequeños o grandes.
Al cabo de unas cuantas generaciones más, fueron nuestras extremidades las que desaparecieron. Tampoco las necesitábamos. Habíamos conseguido convertirnos en una forma de vida casi etérea y prácticamente inmortal, cuya única misión era la de pensar y contemplar la naturaleza de todo lo que nos rodeaba. Nuestro afán de seguir profundizando en el conocimiento del Universo nos absorbía. Continuamos conociendo otros mundos y nuevas formas de vida, algunas inteligentes, otras no. Pero mis antepasados todavía no tenían suficiente.
Un oscuro día decidieron que las máquinas, que además de realizar todas nuestras tareas también controlaban los ritmos de nuestro mundo, debían de seguir con su trabajo fuera de la vista de mi pueblo. De ese modo pretendían conseguir  un mundo en el que la paz de la contemplación y el estudio no pudiese ser distorsionada por movimientos mecánicos o ruidos de motores. Ordenamos a las máquinas que se enterrasen y viviesen por siempre ocultas, en inmensas ciudades subterráneas. En un mundo dentro de nuestro mundo. Desterradas. Fue la etapa más hermosa de nuestra existencia. La superficie quedó reservada únicamente para los seres vivos, aquellos que necesitábamos de la luz de las estrellas y del aire para vivir. Debajo de nosotros, las máquinas, sin más necesidades que la materia prima para construirse y repararse, y el combustible que las alimentaba, trabajaban sin descanso para cumplir con las tareas que les habían sido asignadas. Mi planeta se convirtió entonces en una maravilla multicolor. Un auténtico paraíso. Podríamos dedicarnos por fin, y ya sin ningún tipo de interferencia externa, a adquirir e intercambiar conocimiento. Observábamos a los demás y veíamos sus problemas. Algunos tan graves como para llevar a mundos enteros a la destrucción, y aprendíamos de todo con el firme propósito de no cometer sus mismos errores. Por eso jamás sospechamos que pudiésemos estar al borde de nuestra propia extinción, y mucho menos que esta situación pudiese llegar a ser provocada por nuestros actos.
Al llegar a ese punto, Pablo notó cierto tono de amargura en la voz de Flik.
–Pero todo lo que estás contando hasta ahora es muy guay. Nunca tendríais que trabajar. Todo el día para poder estar con los amigos, dedicándose a jugar... yo no veo el problema...
–Pablo, recuerda estas palabras de alguien que sabe de lo que está hablando. Los excesos nunca son buenos, y nosotros nos habíamos volcado demasiado en el estudio y la meditación. Nuestra existencia no estaba compensada. Mirábamos tanto las estrellas que no nos ocupamos de los posibles problemas de nuestro mundo.
Muchas generaciones después, comprobamos con gran sorpresa que una enorme y oscura estructura había brotado durante la noche de las profundidades de nuestro mundo. Como una maligna flor.
–¿Como un álbol?
–Mucho más grande, Rodrigo. Mucho más que esta hermosa ciudad en la que vives –le respondió Flik–. Intentamos encontrar la explicación más lógica al suceso, pero lo que veíamos no se parecía a ninguna cosa conocida. Lo único seguro era que aquello no podía haber sido creado por la naturaleza.
Flik hizo una pequeña pausa.
–Los miembros más sabios de nuestra raza, acompañados por algunos amigos de otros mundos, se acercaron a la amenazadora construcción para tratar de adivinar el porqué de su aparición. Pero nadie era capaz de aventurar una teoría convincente. Lo único que parecía evidente es que no había vida como la que conocíamos allí adentro con la que poder comunicarnos. Pasaron muchos días sin novedades. La fortaleza de brillante y oscuro cristal tan sólo permanecía allí. Desafiándonos. La única actividad que podía observarse a simple vista, era que, muy de vez en cuando, expulsaba unas interminables columnas de inocuo vapor. Nada más. Fuese cual fuese el motivo de su presencia, no nos era revelado.
–Demonioz, ¡qué mizteliozo!
–Hasta que un día comenzamos a detectar actividad en su interior. Su parte superior, hasta ese momento herméticamente cerrada, desapareció dejando al descubierto un enorme agujero negro. De aquel pozo aparentemente sin fondo emergieron una docena de inmensas torres, también oscuras y brillantes, que crecieron como agujas y se elevaron hacia el cielo hasta una altura nunca vista en mi mundo. Fue entonces cuando alguien reparó en que las máquinas vivían debajo de nosotros sin hacer ruido alguno. Hacía tanto tiempo ya de su destierro, que ni los más ancianos de mi pueblo lo recordaban. Las máquinas habían decidido volver a la superficie. Pero ¿por qué habían desobedecido la orden de permanecer bajo tierra?
Flik calló y los niños no dijeron nada, señal de que tenían los cinco sentidos puestos en la historia que les estaba contando aquella pequeña ranita amarilla.
–Mientras debatíamos éste y otros temas, la actividad en aquella oscura superestructura continuaba sin cesar. Fuimos testigos de la aparición de unas formas inorgánicas, del color del más oscuro ámbar, que se desprendieron como gotas de la estructura de la fortaleza. Aquellos extraños se dedicaron a recorrer sin descanso todo el planeta, en lo que supusimos era un análisis exhaustivo del mismo. Ninguno de nuestros esfuerzos por comunicarnos con ellos obtuvo resultado positivo. Y así fue durante mucho tiempo. Justo hasta que decidieron que había llegado el momento de dirigirse a nosotros. Algo que sucedió sin previo aviso.
–¿Y qué fue lo que os dijeron? –preguntó ansioso Pablo.
–En resumidas cuentas, que se habían visto obligadas a volver a la superficie para comunicarse con Los Creadores. Necesitaban resolver un problema, de tal magnitud, que de no solucionarse podría acabar por destruir el planeta.
–¿Qué problema? –insistió Pablo.
 –Lo más preocupante de todo era la falta de materia prima. Se les estaba agotando y no podían fabricar más máquinas para seguir cumpliendo con sus tareas.
–Bueno, y vosotros les dijisteis que todo se arreglaría ¿no? –interrumpió el relato Pablo.
–Nuestro embajador les comunicó que les entendía, y que intentaría buscar una solución. Pero no le hicieron el menor caso. Las máquinas continuaron comunicándose con cada una de las especies que previamente habían clasificado en su viaje por la superficie.
–¡Demonios!, ¿y eso por qué? –volvió a preguntar Pablo, porque no entendía nada.
–Al principio eso también nos despistó a nosotros, Pablo. Pero la explicación era más sencilla de lo que nos imaginábamos. Había transcurrido tanto tiempo, y unos y otros habíamos cambiado de tal forma, que igual que nosotros no recordábamos su existencia, las máquinas tampoco podían reconocernos como sus creadores. Para ellas éramos otros seres vivos más del planeta. Un poco más evolucionados, sí, pero en definitiva otros entes orgánicos más a los que informar de su decisión, que era la de que no teníamos más derecho que ellas a estar en la superficie.
–¿Os querían echar de vuestro mundo? –preguntó Pablo.
–Es algo muy sencillo de explicar –continuó Flik–. Veréis, las máquinas tenían en el primer lugar de su lista de prioridades el velar por el cuidado de sus creadores, pero, como no eran capaces de reconocerlos entre los seres vivos del planeta, concluyeron que estos habían desaparecido. Así que entró en funcionamiento la segunda de sus prioridades, la de su propia supervivencia. Y concluyeron que ya no era necesario trabajar más para mantener el planeta habitable, puesto que ellas no necesitaban aire, ni seres vivos para sobrevivir. De forma automática comenzaron a economizar recursos y minimizar sus funciones. No había nada que pudiésemos hacer. Ellas regulaban nuestro mundo, y en ese momento dejaron de hacerlo.
–No entiendo nada –interrumpió Pablo– pero ¿no las fabricasteis para proteger toda la vida de vuestro mundo? Aunque a vosotros no os reconociesen como sus creadores, erais seres vivos...
–Ese fue uno de los errores que cometimos en el pasado. Las creamos para proteger la vida, pero tan sólo en el sentido en el que nosotros necesitásemos de ella. Vosotros estáis comenzando ahora a daros cuenta de que todo ser vivo es necesario para la supervivencia de este planeta. Cada brizna de hierba, cada pequeño insecto, todo cumple su función en este mundo. El que una especie desaparezca, o se reproduzca en exceso, altera un orden que al cabo de unas pocas generaciones puede llegar a cambiar el equilibrio de forma irreversible y fatal para todo el planeta.
–¿Qué quiele decil Flik, Pabo?
–Pues, más o menos que si te cargases a todas las hormigas del mundo sólo porque son molestas, tarde o temprano te darías cuenta de que las necesitabas para algo. Pero ya no estarían aquí. Todas las cosas tienen una misión que cumplir. Aunque no nos demos cuenta a simple vista de cual es.
–¡Bravo, Pablo!, esa es la idea –la luz del sol, que se filtraba a través de las hojas del roble, iluminó la satisfecha cara de Pablo–. Al tener como única prioridad por encima de la suya nuestro bienestar, y no reconocernos como sus creadores, no encontraron compensación al esfuerzo con el que mantenían con vida un planeta que ellas no necesitaban que estuviese vivo.
–Lo que no entiendo todavía, Flik, es para qué nos necesitas.
–Lo cierto es que nosotros ya no podemos sobrevivir en nuestro planeta sin las máquinas. Las necesitamos. Sin ellas mi mundo se muere, y con él toda la vida que alberga. No sólo nosotros. Pero para explicaros cómo me podéis ayudar, tenéis que venir a mi mundo. Allí os podré seguir contado la historia.
Los dos niños se miraron uno al otro. Lucas se había dormido tranquilo sobre el césped.
–¿Así, sin más? –preguntó Pablo– ¿sin preparación alguna? ¿Llegas aquí y esperas que nos vayamos a tu planeta, sin avisar a nuestros padres? ¿Crees acaso que estamos locos? –Pablo volvió a mirar a su hermano pequeño y luego a Flik. Después se respondió a sí mismo–. ¡Vale!, ¿cuándo nos vamos? –ésta prometía ser una aventura de las buenas, pensó Pablo. Que una rana hablase era una tontería en comparación con lo de viajar por el espacio.
–Ezpela, ezpela un poquitín, Pabo. Men, que te quielo decil algo –Rodrigo se incorporó y comenzó a tironear de la camiseta de su hermano mayor, con la intención de llevárselo aparte y poder hablar sin que Flik les escuchase.
–Vaaaale, voy. Espera un poco Rodrigo, que ya voy. Oye, Flik, no te vayas a ningún sitio, que ahora vuelvo, ¿vale? –comentó Pablo mientras se alejaba unos pasos a regañadientes.
–¿Se puede saber qué quieres ahora, Rodrigo?
–Tengo mocoz.
Ajá, pensó Pablo, la vieja excusa de los mocos. Rodrigo siempre decía que tenía mocos, que era lo mismo que decir que estaba malito, cuando no quería hacer algo.
–¡Rodrigo, Rodrigo! –le espetó– que nos conocemos... Ni estás malo, ni tienes mocos, ni nada que se le parezca.
–Pueeeeez, quelo hacel poz.
Bueno, ahí estaba el plan B. “Poz” era lo que venía después del retortijón. Desde luego, si había algo que no se podía negar es que su hermano era muy listo.
–Vamos a ver si lo entiendo. Resulta que una rana interespacial ha venido a buscarnos a nosotros, Rodrigo, A NOSOTROS DOS, para salvar su mundo, ¡y ahora tienes que ir a hacer pos! No me lo puedo creer. Hoy por la mañana tan sólo podíamos aspirar a hacer una guerra de apestosas arañas, y ahora una rana que habla nos invita a ir a su casa en otro planeta, y tú, ¿TIENES QUE IR A HACER POS?
–No quelo il –dijo Rodrigo con la cabeza baja.
–¿A hacer pos?
–No. Con Flik.
–Vale, eso sí que puedo entenderlo. Tú eres muy chiquitín todavía y tienes un poco de miedo. No te preocupes que ya voy yo. Espérame aquí a que vuelva, pero no les digas nada a papá y a mamá, ¿vale? –Pablo pensó un poco–. Bueno, solo si nos llaman para comer y no he vuelto aún.
–Ez que no quelo que tú vayaz tancopo –una lágrima asomó en el borde de sus grandes ojos.
–Tranquilo Rodrigo, no te preocupes –el corazón de Pablo se llenó de ternura–, que no me pasará nada. Ya soy mayor.
–Pelo mamá no noz deca il con eztlañoz –le reprochó Rodrigo en un alarde de agilidad mental.
Pablo miró a su hermano y luego a Flik, que esperaba junto a Lucas. Si quería convencerse a sí mismo de que no había problema con la decisión que estaba a punto de tomar, sería muy importante poder salvar todas y cada una de las objeciones de su hermano. Pablo tenía que reconocer que a veces se arrepentía de actuar demasiado a la ligera, sin pensar dos veces en las consecuencias de sus actos. Por el contrario, Rodrigo era tan, tan ... como mamá en sus razonamientos. En el medio estaba la virtud según los mayores, así que antes de dar un paso tan trascendental como aquel, se propuso razonar, con el rigor científico que la situación requería, cada uno de los problemas que su hermano pudiese ver.
–Vamos a ver Rodrigo, ¿qué dice mamá que es un extraño?
–Puez... un zeñol...
–¡Exacto! Un señor que lleva caramelos al cole para secuestrarte –señaló a Flik–. Ni señor, ni caramelos, y lo más importante, ¿cómo puede secuestrarme una rana que no pesa más de veinte gramos? Si se pone agresiva le pego un patada que la mando a Júpiter –la verdad era que ni él mismo se quedaba demasiado convencido con aquella explicación “tan científica”.
–No zé Pabo...
–¿Eres capaz de decirle a esta ranita desesperada, que además se va a quedar sin casita, que no la puedes ayudar?
–Ez que los lobotz me dan muto medo.
–Pero Rodrigo, ¿no ves como es Flik? ¿Tú cómo crees que serán esos robots, si los que los fabricaron son tan grandes como esa ranita?
La mirada de Rodrigo era de sincera preocupación. Pablo continuó con su razonamiento.
–Muchas gracias por preocuparte por mí, de verdad. Pero hay ocasiones en las que debemos ser un poco más valientes y no tener tanto miedo a lo que pueda pasar. Esta es una de esas veces. Si encontrases a un pobre gatito en medio de una carretera y te diesen mucho miedo los coches, ¿no intentarías salvarlo, a pesar de tus temores? –a Pablo se le ocurrió una brillante idea–. Piensa en lo que haría Tarzán en una situación como esta.
Esa última frase tocó la fibra sensible de su hermano, que bajó la vista al césped.
–Beno –contestó Rodrigo un poco enfadado consigo mismo, porque le daba la impresión de que estaba quedando como cobardica. Pablo tenía razón, Tarzán no se lo hubiese pensado dos veces–, pelo ez que zoy muy pequenín tobadía.
–Está bien. Que Flik nos diga entonces cómo son de grandes los robots y cuantos hay. Luego decidimos. ¿Te parece bien?
–Vaaaale.
Los dos niños se reunieron de nuevo con Flik y el durmiente Lucas.
–A ver Flik... esos robots de los que me hablabas...

Flik pegó un pequeño salto y se encaramó al regazo de Pablo, que se había arrodillado a su lado. Este, sorprendido, tomó a su hermano por brazo. El contacto entre los tres fue suficiente para que Flik les hiciese testigos de una  maravillosa experiencia.