domingo, 29 de enero de 2017

NIEBLIS

Dedicado a Ruth y a José, que no tuvieron tiempo de ser niños porque el más horrible de los monstruos, el ser más sanguinario, despiadado e inhumano, no estaba en sus pesadillas, vivía con ellos.
La mente de los niños es maravillosa y capaz de todo, pero por desgracia ese inmenso poder se pierde cuando los obligamos a crecer y les enseñamos que hay cosas que son imposibles.

Abrió los ojos y se dio cuenta de que esta vez la pesadilla lo había despertado demasiado temprano. Del mal sueño apenas quedaban unos retazos que se difuminaban deprisa. Solo recordaba el sufrimiento, la opresión en el pecho y el ahogo, porque estaban haciendo daño a alguien muy querido y él no podía hacer nada por evitarlo. Por suerte se había despertado y la sensación de angustia desaparecía poco a poco. Podía ver los contornos de las cosas más próximas gracias a la luz verde de la pequeña lámpara del capitán Poderoso. Más allá, la negrura más absoluta, el lugar donde habitaban los monstruos. Pero ahora que había despertado ya no tenía miedo. Aunque nunca había lo había probado, porque no se podía llamar al capitán Poderoso sin motivo, sabía que si pulsaba el botón de la lámpara el capitán aparecería en menos de un segundo y acabaría con los malos. Y daba igual cómo fuesen de malos y cuántos fuesen. El capitán Poderoso siempre podía con todos. Incluso con los más grandes y feos. En las películas siempre pasaba igual. Por eso ya no tenía miedo.
Bostezó. Todavía tenía mucho sueño. Debía de ser muy temprano. Probó a cerrar los ojos con fuerza, a taparse la cabeza con la almohada, a meterse bajo el edredón. Nada. El tiempo pasaba y no conseguía retomar el sueño. Comenzó a ponerse nervioso porque creyó que no podría volver a dormir esa noche, y los nervios no ayudaban. Sintió cómo el sudor empapaba el pijama.
Siempre podía llamar a su madre y decirle que había tenido una pesadilla. Con toda seguridad lo cogería en brazos con cariño y lo arroparía junto a ella, en el lugar que debería ocupar su padre. A su lado los nervios se irían y conseguiría por fin retomar el sueño, pero no era eso lo que se esperaba de él. Desde que su padre los había abandonado todo el mundo esperaba de él que fuese el hombre de la casa. Y los mayores no gritaban en mitad de la noche por no poder dormir o por tener una pesadilla. Incluso el doctor que arreglaba los problemas de la cabeza le dijo que ahora sería necesario que madurase un poco más rápido que los demás niños. Lo llevaron a su consulta para que hablase con él sobre lo que sentía por el daño que su papá había hecho a su familia, pero sobre todo a su madre. Intentaron que olvidase lo que había visto. Le contaron cuentos y le hablaron con palabras delicadas para intentar explicarle la situación. Pero no hacía falta, él ya no quería más a padre, porque su padre no les quería a ellos. Su madre le había dicho que los policías impedirían que volviese a casa. Nunca más podría volver a hacerles daño. En el cole había niños con dos papás que estaban juntos, y otros tenían a papás que vivían en dos casas, pero nadie tenía a un padre realmente malvado como el suyo. Era una cuestión de suerte, y a él le había tocado la mala. Definitivamente era mejor que su padre estuviese lejos.
El doctor también le preguntó por las cosas que veía, y eso lo pilló por sorpresa y le disgustó al mismo tiempo. Se suponía que eso era un secreto que tenía con su madre y que nadie más tendría que saberlo, pero después del enfado inicial se dio cuenta de que su madre solo lo había hecho por su bien. Estaba muy preocupada, y por eso se lo había contado al doctor. Su madre y el doctor pensaban que lo que veía había comenzado a aparecer el día que papá se había portado mal con ella o, como les oyó en una ocasión en la que creían que no podía oírlos, para llamar la atención por todo lo que estaba sucediendo en casa. Él no se molestó en sacarlos de su error. Qué más daba que supiesen que el capitán Poderoso se le había aparecido mucho antes de comenzar los problemas con su padre.
Cuando le preguntó a su madre cuántas veces más tendría que ver al doctor, ella le respondió que hasta que considerasen que estaba curado. También le dijo entre lágrimas que estaba preocupada por él, porque no era normal que alguien viese cosas como las que él veía. Y eso le hizo pensar. Si su madre, que era la persona que más lo quería en el mundo, y el doctor, que era la persona que más sabía sobre las cosas de la cabeza, le decían que esas cosas no existían, seguramente no existían. Tendría que hacer un esfuerzo por no verlas, por girar la cabeza y no hablar con ellas cuando le dirigiesen la palabra. Haría como si no estuviesen. Los mayores sabían de esas cosas. Y punto. Además ya no quería visitar más al doctor. Era una buena persona, pero le hacía preguntas que no le gustaban. Y sobre todo no quería disgustar más a su madre. A veces la oía llorar en la habitación de al lado. Podría ser por lo que papá les había hecho,  pero también por lo que ella y el doctor hablaban  cuando él esperaba en la habitación de las revistas, con la señorita del teléfono que siempre sonreía. Además el doctor se llevaba un buen pellizco del dinero que los abuelos le daban a mamá “hasta que encontrase trabajo”.
Por todo eso se obligó a no verlos más. Y la cosa funcionó. Más o menos. Al principio lo habían perseguido por la casa, preguntándole por qué ya no quería jugar más con ellos. Después espaciaron sus visitas hasta que ya no los volvió a ver. Incluso en una ocasión, una noche de truenos y relámpagos en la que había prometido que sería fuerte y no llamaría a su madre, comenzó a ver la figura del capitán formándose poco a poco en la oscuridad de su cuarto, tomando forma como si el aire se espesase y se colorease. Hasta que se obligó a pensar que no era una realidad, que no podía estar allí, y cerró los ojos con fuerza y cuando los abrió ya no estaba. Había desaparecido. Esa fue la última vez que su cabeza se había imaginado cosas. Tal y como su madre y el doctor le dijeron, estaba curado. Eso fue fabuloso. Aunque solo fuese por la alegría y el enorme abrazo que le dio su madre.
El problema ahora era que se había desvelado por completo, y además tenía ganas de hacer pis. Ya no tenía arreglo. Saltó a las zapatillas y tomó la pequeña lámpara para alejar las sombras de su camino. Cuanto antes llegase al baño, antes volvería a la cama. No hacía frío, pero se estaba mejor bajo el edredón. Abrió la puerta de la habitación y lo que vio lo dejó helado. Al fondo, sobre una de las paredes del pasillo, un extraño resplandor que no debería de estar allí iluminaba unas formas extrañas que producían sombras sinuosas. ¿Sería Nieblis, el enemigo mortal del capitán? Ya no se podía acordar de la última vez que lo había visto. Accionó el interruptor y se sorprendió cuando la luz no acudió a rescatarlo. Volvió a accionar el interruptor una y otra vez con el mismo resultado. Nada.
—No eres de verdad, Nieblis. Mamá y el señor doctor me dicen que no existes, que solo estás en mi cabeza.
No era Nieblis, y tampoco ninguna de las visiones que había sufrido antes de que el doctor lo curase. Esto era diferente. Si hubiese sido Nieblis quien hubiese producido las sombras, se hubiesen detenido a sus órdenes, y estas seguían moviéndose. Reptaban por la pared del pasillo y parecían acercarse a la habitación con un movimiento que recordaba a las marionetas del teatro de títeres, que simulaban caminar sin moverse del sitio. Pensó en gritar, pero al instante desechó la idea. Lo que fuese que aguardaba ahí afuera quizás no le hubiese descubierto, o a su madre, y quizás pasase de largo. Se armó de valor y dio unos tímidos pasos por el pasillo. Al instante se dio cuenta de que las sombras estaban producidas por el viento, que jugaba con las ramas de los árboles del jardín. Se asomó a la ventana y puso las manos delante de los ojos para evitar el fuerte resplandor. Los focos de un coche aparcado frente a la entrada iluminaban la casa. Se puso de puntillas para poder ver mejor. La puerta de la casa estaba abierta de par en par y no había nadie, ni dentro ni fuera. Le asaltó una sensación de indefensión y sintió que le faltaba el aire. Las puertas no podían estar abiertas por la noche. Era cuando salían los malos y buscaban las casas que no tenían las puertas cerradas. Todo el mundo lo sabía.
Alguien susurraba. Ahora oyó con claridad un golpe, y luego un suspiro.
—¿Mamá? —preguntó en voz baja a la oscuridad. Nadie respondió.
Avanzó unos pasos hacia la habitación de su madre mientras deslizaba la mano derecha por la pared y ponía especial cuidado en no tropezar. La pequeña lámpara producía sombras que se escondían a su paso. Al llegar a la puerta vio que estaba entreabierta. Se plantó delante con la intención de despertar a su madre para decirle que la puerta de la entrada estaba abierta, pero su madre ya estaba despierta.
El miedo hizo que se orinase sobre la alfombra. Sintió el líquido cálido deslizarse por las piernas y empapar el pantalón del pijama que le habían dejado los Reyes Magos las últimas navidades. Avergonzado, por un instante pensó en lo que pensaría su madre si lo viese, pero después se dio cuenta de que en ese momento importaba bien poco. La luz de la pequeña lámpara coloreó de verde la habitación iluminando débilmente al único monstruo que era capaz de aterrorizarlo. La pesadilla había cobrado vida y estaba en la cama, sobre su madre. Tenía su malvado rostro muy cerca del de ella y su pestilente aliento le robaba el aire. La agarraba por el cuello muy fuerte mientras la zarandeaba como a un muñeco de trapo. Había sangre en su cara, y en las sábanas. Cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos muy rápido, por si podía hacer que la pesadilla desapareciese, pero no paso nada. El monstruo era muy real y estaba haciendo daño a su madre. El doctor no tenía razón. Los monstruos existían.
—¡No! —gritó. Y al instante se arrepintió.
El monstruo se detuvo por un instante y, sin soltar a su madre, lo miró y sonrió como solo podían hacerlo los monstruos.
—¡Hola! ¿Pero a quién tenemos aquí? —dijo el que había sido su padre—. Si es el pequeño chalado. ¿No crees que se está mejor así, en la oscuridad? He quitado las luces de la casa solo para ti. Ven con papá, muchacho, que hace mucho tiempo que no te doy un abrazo.
El tono hipnótico de las palabras hizo que el pequeño dudase. Las órdenes que daba una persona mayor no se desobedecían. Pero por otra parte el peligro era tan real… Si se quedaba allí iba a sufrir el mismo destino que su madre. Las lágrimas le impedían ver con claridad al monstruo, que se acercaba despacio, para no asustarlo.
El pequeño apretó una y otra vez el botón de la lámpara para solicitar la ayuda del capitán Poderoso. En las películas el superhéroe aparecía al instante, pero aquí no pasaba nada. Y el monstruo seguía acercándose.
“Dilo”, sonó la voz que conocía perfectamente dentro de su cabeza.
—¡No eres real! —gritó el niño a la voz de su cabeza, pero el monstruo pensó que se lo decía a él, y eso lo enfadó aún más.
—¡¿Que no soy real, pequeño majadero?! ¡Yo te enseñaré lo que es real!
Pero cuando el monstruo estaba a punto de echarse sobre él, su madre saltó por la espalda, se colgó del cuello y lo mordió con fuerza, mezclando la sangre de ambos.
—¡Vete, cielo, huye! ¡Escóndete o te hará daño! Ya no es tu padre. Viene a hacernos daño otra vez…
El monstruo se sacudió a su madre con facilidad y la arrojó contra el dosel de la cama, donde chocó con un ruido horrible. Después fijó sus ojos otra vez en él. Sangraba por el cuello y estaba muy furioso. El pequeño estaba de nuevo paralizado, rendido ante un poder superior, alguien más fuerte. ¿Qué podría hacer él frente a su padre? Era demasiado pequeño, demasiado débil.
—Vosotros me habéis arruinado la vida —dijo el monstruo para intentar justificar lo que estaba haciendo—, es justo que yo ahora arruine la vuestra.
El pequeño retrocedió lentamente unos pasos hasta que su espalda se encontró con la pared del pasillo. Seguía accionando de forma inconsciente el botón, pero el capitán debía de estar ocupado con otra urgencia. El monstruo se abalanzó sobre él, y al segundo paso resbaló con el pequeño charco de orina y cayó con gran estrépito.
Eso terminó con la parálisis del pequeño, que pensó que la caída le daría unos segundos de ventaja. La casa era grande, y había mil sitios en los que un pequeño cuerpo como el suyo podría ocultarse sin que lo encontrasen. Pero pensó acertadamente que su padre, que había jugado con él muchas veces al escondite antes de volverse malvado, conocía todos y cada uno de los lugares donde podría esconderse, así que eligió intentar alejarse de la casa y gritar a los vecinos en busca de ayuda. Dejó de accionar el botón de la lámpara y la arrojó al suelo, donde chocó y se desmontó con el golpe. Sin luz, el pequeño bajó las escaleras de forma atropellada y perdió una de las zapatillas. Muy arriba su padre aullaba, maldecía y amenazaba. Había desaparecido la dulzura de su voz. Ahora todo eran palabras feas de las que solo podían decir los mayores. Salió al jardín y se quedó deslumbrado por la luz de los focos del coche.
—Te veo. ¡Puedo verte, pequeña rata! Espera ahí para que pueda darte un gran abrazo…
El pequeño miró hacia arriba, hacia el lugar del que provenía la voz. Su padre estaba asomado a una ventana en el segundo piso y lo amenazaba y lo señalaba con el dedo.
No era su padre. Había dejado de serlo hacía mucho tiempo. Ahora no era más que un monstruo que quería hacerle daño.
Dio la espalda a la casa y se internó en la noche. Muy atrás su padre dejó de gritar. Era cuestión de tiempo que saliese al jardín y lo atrapase. Miró desesperado a su alrededor. Las casas de los vecinos estaban demasiado lejos. Además en la oscuridad no podía distinguirlas. No sabía hacia dónde correr. No lo conseguiría. Se levantó un viento demasiado cálido para la época del año en la que estaban que lo despeinó. Sentía que se ahogaba, que el miedo le impedía respirar. Su padre salió al jardín, y en ese instante volvió a oír los gritos. Decía que podía verlo, pero no era cierto, porque su silueta recortada contra la luz del coche se movía en todas las direcciones y aparentemente sin sentido. Aún así sabía que solo era cuestión de tiempo que acabase por encontrarlo. La finca tenía algunos árboles, pero el pequeño nunca se había subido a uno y no se atrevió a hacerlo en la oscuridad. Lo único que se le ocurrió fue esconderse en medio de un gran macizo de flores que su madre cuidaba con cariño. Su madre. Le habían hecho daño. Quizás ya nunca más pudiese cuidar las flores, quizás ya nunca más pudiese abrazarlo. Las lágrimas le impedían ver con claridad.
“Dilo.”
La voz dentro de su cabeza otra vez.
—No eres real —susurró para que su padre no pudiese oírlo. Bastantes problemas tenía ya como para además tener que pelear con otra invención de su cabeza enferma.
Corrió, tropezó y cayó, se levantó y volvió a caer. Su pie descalzo resbalaba en la hierba mojada una y otra vez. Logró alcanzar el parterre y, apartando las ramas de los arbustos con las manos, se agazapó en medio. Aguantó la respiración mientras intentaba localizar a su padre en la oscuridad. En una ocasión alcanzó a ver, entre las ramas que lo escondían, una sombra pasar de izquierda a derecha. ¿Cuánto más tendría que esperar hasta que padre se cansara y se fuese? ¿Hasta que se hiciese de día? ¿Y si no se iba? El viento cálido aumentó su intensidad y agitó con fuerza las ramas del macizo, asustándolo.
“Sabes que solo tienes que decir mi nombre.”
La voz dentro de su cabeza parecía invitarlo. Era demasiado tentadora. Ahora que podía prestar más atención se dio cuenta de que no se trataba de la voz del capitán. Era algo más oscura, más profunda. Tardó solo un segundo en darse cuenta de quién se trataba. No. Si el capitán Poderoso no era real, él tampoco podía serlo. Pero si se trataba una creación de su cabeza, ¿podía ser que también le obedeciese, como el capitán?
— ¡Te encontré! — rugió su padre mientras arrancaba con violencia las ramas de su escondite y dejaba el tembloroso cuerpo del niño al descubierto.
El pequeño se escurrió reptando de espaldas al monstruo, que atravesó por fin el parterre. El monstruo caminaba lentamente, con la seguridad de quien se sabía superior, más fuerte.
“Di mi nombre. Solo eso. Nada más.”
El pequeño se acuclilló, abrazó las rodillas, cerró los ojos y escondió su cara para no ver al monstruo acercarse. Hecho un ovillo, indefenso, la figura frágil del pequeño aguardaba lo inevitable.
—Nieblis —susurró apenas con un hilo de voz.
El viento se detuvo. La tierra comenzó a exudar una niebla densa que cubrió con rapidez la hierba, escondiendo la mitad del cuerpo del niño, que permanecía con los ojos cerrados. El monstruo se detuvo por un instante, desconcertado, y al intentar caminar de nuevo se dio cuenta demasiado tarde de que algo lo tenía sujeto por los pies. Eso hizo que cayese de forma aparatosa. Era la segunda vez que se golpeaba esa noche, y eso lo enfureció aún más. Tiró de los pies para intentar soltarse pero no lo consiguió. Rebuscó con las manos dentro de la niebla y se encontró con que la hierba del jardín se había convertido en una fuerte soga que reptaba por sus piernas como una serpiente, apretando, impidiendo que se moviese. Dejó de forcejear cuando se dio cuenta de que había alguien más con ellos en el jardín. El pequeño seguía concentrado un poco más allá del alcance de su mano. Tan cerca y a la vez tan lejos. Mecía su cuerpo adelante y atrás como si no estuviese allí.
Algo removía la hierba entre él y el niño. Algo enorme se abría camino desde las profundidades, desde el mismísimo infierno. La tierra dio a luz con un enorme esfuerzo a un ser monstruoso que se irguió frente a él. Olía a putrefacción, a cuerpos descompuestos y a pecado. El hombre no pudo contener una arcada y vomitó. Intentó gritar, pero las esporas de hongos y musgo que crecían en su garganta se lo impidieron.
El pequeño escuchó con los ojos cerrados una sucesión de chasquidos y gorgoteos que no fue capaz de asociar con lo que estaba sucediendo. Cuando los ruidos cesaron, la voz dentro de su cabeza volvió a hablar:
“Ya puedes abrir los ojos, ven.”
El pequeño miró a su alrededor y no vio a su padre. Levantó la vista hasta el gigante, que le tendía la mano. No tenía miedo. Su padre también se había equivocado. Él nunca había tenido miedo a la oscuridad, tan solo sentía lástima por lo que la oscuridad podía hacer a aquellos que intentaban hacerle daño.
—Nieblis — le dijo.
“Ven. Tu padre ya no volverá a molestarte. Nadie te hará daño nunca más.”
—Pero ¿y mamá?
“Tu madre ya está aquí, con nosotros. Ahora ven, hemos de irnos.”
El pequeño tomó la mano del gigante y ambos dejaron atrás la casa. A sus espaldas la tierra terminaba de digerir un par de dedos que todavía sobresalían de la hierba.