miércoles, 28 de marzo de 2012

CUENTO DE NAVIDAD

Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano

La historia que estoy a punto de contaros sucedió hace muchos años en la Villa de Barbaescarchada, un pequeño pueblo de agricultores escondido entre árboles en la falda de los montes Siempreverdes. Como cada veintidós de diciembre, y coincidiendo con el solsticio de invierno, comenzó a celebrarse en el corazón del cercano bosque de Trestroncos la Asamblea del Invierno. A esta reunión acudían miembros de todas las especies de la comarca, y en ella se debatían los asuntos más importantes que habían sucedido en el otoño, y también se hacían las oportunas previsiones para el invierno. Todo el mundo olvidaba sus diferencias en esa noche tan especial, en la que se podían sentar juntos el zorro y el conejo, el búho y el ratón, el lobo y el cervatillo. Siempre comenzaba cuando el sol se escondía en el horizonte y acababa cuando el último de los presentes terminaba su exposición, pero nunca iba más allá del amanecer del día siguiente.
En esta ocasión el orden del día de la Asamblea había terminado y había llegado la hora en la que cualquiera podía intervenir para plantear cuestiones que considerase de interés común. Ya había hablado el oso y le había solicitado al Señor de los Frutos de la Primavera más bayas, a poder ser de esas rojas que le gustaban tanto a los suyos. Después le había tocado el turno al Señor de las Corrientes de Agua Dulce y les había anticipado a las truchas que el caudal de los ríos sería menor del deseado, porque la previsión era que las nieves no cubriesen como en años anteriores. Ahora había pedido la palabra Malahierba, el Señor de los Musgos y los Líquenes. Todo el mundo conocía el odio que aquel malvado ser sentía hacia el hombre, la única especie que no estaba representada en la Asamblea, porque todavía no se había ganado el derecho a estar presente. Por fortuna para todos, el poder de su maldad perdía mucha efectividad fuera de los límites de sus oscuros dominios, formados por ciénagas, pantanos y los sombríos rincones del bosque donde nunca alcanzaba a calentar la luz del sol, y sus malignas propuestas nunca encontraban el apoyo necesario entre la concurrencia como para poder llevarlas a práctica.
Pero ese año Malahierba había decidido cambiar de estrategia. Con la intención de ganarse el mayor número posible de adeptos para su causa, algo que le garantizaría el éxito en las votaciones finales, en principio se había limitado a repasar los hechos más significativos que habían sucedido en sus dominios. Después, y para conseguir ablandar el corazón de los presentes, enumeró a todos los que habían desaparecido desde la última Asamblea. Los habitantes del bosque comenzaron a prestar atención a sus palabras cuando comprobaron que no adoptaba el tono belicoso de costumbre, y guardaron un respetuoso silencio al escuchar los nombres de los que ya no estaban entre ellos. Malahierba aprovechó el momento en el que los murmullos se amortiguaron, cargó su peso sobre el atril que habían improvisado en el tocón de un viejo árbol partido por un rayo, y lanzó una pregunta que hizo que la Asamblea enmudeciese por completo.
—Porque ¿quiénes de vosotros no habéis perdido un familiar o amigo...?
El Señor de los Musgos y los Líquenes saboreó ese instante de atención, que ya era mucho más de lo que había logrado en cualquiera de sus anteriores intervenciones y, cuando el dramatismo del momento comenzaba a tornarse impaciencia, cerró la interrogación.
—¿Asesinado por la salvaje mano de los hombres que habitan la Villa de Barbaescarchada?
Ya está, lo había soltado. El silencio reinaba en el bosque. Esta vez lo había logrado, por fin había conseguido llamar la atención de la Asamblea para su causa.
—Barbaescarchada afortunadamente todavía es muy pequeña en comparación con este bosque que habitamos, pero en un corto periodo de tiempo ha duplicado su tamaño y todos sabemos que a partir de ahora eso sucederá cada vez más rápido. El hombre precisa más comida para sus crías y más madera para sus casas. El bosque, nuestro hogar, retrocede a su alrededor a pasos agigantados.
El Señor del Invierno no había podido acudir a la Asamblea, porque en estas fechas siempre tenía mucho trabajo, y, como cada año, había enviado en su lugar a Iris, una pequeña y cristalina criatura. Iris sabía cómo defendía el Señor del Invierno al hombre, y no le gustaba nada el tono que estaba empleando aquella especie de demonio del bosque.
—Se alimentan de todos vosotros —Malahierba señaló con su esquelético dedo a la multitud—, roban vuestro espacio para sus moradas. Construyen y calientan sus construcciones con vuestros cuerpos —les dijo a los árboles— y, lo que es aún peor, os sacrifican en vano.
Iris se dio cuenta de que el discurso estaba yendo demasiado lejos, así que se preparó para intervenir en cuanto aquel reyezuelo de las sombras acabase su exposición.
—Todos sabéis que durante esta época del año los hombres cortan miles de árboles sanos para adornar sus Navidades. Árboles como vosotros, asesinados sin motivo. Son incontables los abetos que se han sacrificado para celebrar estas fiestas, además de acebos, pinos, eucaliptos y hasta algún sauce. Y todo ello para nada. Estos humanos sin escrúpulos acaban sin pestañear con la vida de un ser vivo que ha tardado tantos años en crecer, sólo para engalanar su tronco durante quince días y luego dejarlo morir en la cuneta de algún camino.
La indignación crecía entre los miembros de la Asamblea, que comenzaban a manifestar su malestar con gritos. Iris estaba segura de que Malahierba había colocado estratégicamente a varios de sus partidarios entre la multitud, con la intención de encender los ánimos de los que estaban a su alrededor, y lo estaba consiguiendo. Los rostros de los apacibles habitantes del bosque se habían transformado en auténticas máscaras de odio. Iris estaba asustada, no era capaz de reconocer a sus amables vecinos. El lugar entero comenzó a vibrar.
—¡Es hora de que les demos un escarmiento! —aulló Malahierba.
—¡Sííííí! —se oyó el primer grito decidido de apoyo. Más tarde nadie reconocería haber sido el autor del mismo, pero de lo que todos estaban seguros era de que había partido de algún sector afín a Malahierba.
—¡Venganza! —bramó Malahierba desde el púlpito.
—¡Venganza! —coreaban al unísono cada vez más habitantes del bosque.
—Podemos hacer que paguen todo lo que nos han hecho hasta ahora. Hoy será Trestroncos, pero mañana se nos unirán el resto de bosques del mundo. Os contaré qué haremos. A partir de hoy nadie se atreverá a tocar la corteza de otro árbol sin ningún motivo.
Iris se dio cuenta de que ya no podía hacer nada. Quizás ni el mismísimo Señor del Invierno, con su inmenso poder, pudiese hacer algo tal y como estaban los ánimos en la Asamblea. Pero se quedó a escuchar. Estaba obligada a ser los oídos de su Señor, y éste querría saber de sus labios todo lo sucedido. Cuando Malahierba terminó de exponer su horrible plan, la mayoría de la Asamblea votó a favor de ponerlo en práctica. Iris no perdió más tiempo, se dio la vuelta y, haciéndose hueco a duras penas entre los excitados miembros de Asamblea, partió en busca de su Señor. Al alcanzar la cercana colina volvió la vista atrás. Malahierba comenzaba a pronunciar las primeras palabras del sortilegio, uno de aquellos que no se podían poner en práctica sin la colaboración de la totalidad de la Asamblea. El lugar entero comenzó a latir mientras la Asamblea conducía el poder del bosque para hacer realidad el maleficio. Iris no quiso esperar más. El cielo estaba cubierto por un espeso manto de nubes, pero pudo ver el camino de vuelta gracias a la luz negra que comenzaba a emanar de las fibras de cada uno de los árboles del bosque.
A la mañana siguiente la normalidad había vuelto al bosque. La Villa de Barbaescarchada se despertó temprano, como cada día, y sus gentes comenzaron sus labores en el campo ajenas al inmenso peligro que se cernía sobre ellos.
Cuando Iris llegó por fin ante su Señor, era la mañana del día de Nochebuena y estaba agotada. Había viajado durante todo el día y toda la noche sin descanso. El Señor del Invierno estaba preocupado. Nunca antes había visto a uno de sus enviados mostrar tanto cansancio, ni solicitar tan urgentemente una audiencia. La forma cristalina de Iris estaba opaca, sin brillo. El asunto debía ser realmente importante, así que aparcó por un tiempo su tarea de extender el invierno por aquellas tierras, y prestó atención a lo que Iris tenía que contarle.
Al relatar los hechos acaecidos durante la Asamblea, Iris no omitió detalle alguno. Sabía que era transcendental conocerlo todo a la hora de tomar alguna decisión, pero procuró darse prisa, pues el tiempo corría en su contra.
—¡Malahierba! —exclamó el Señor del Invierno en cuanto Iris comentó cúal había sido el resultado de la Asamblea—. Sabía que tarde o temprano sería un problema, pero nunca imaginé que llegase a ser tan grande, y mucho menos que pudiese conseguir arrastrar en su locura al resto de los habitantes del bosque. ¿Y qué fue lo que decidió hacer la Asamblea casi por unanimidad? —continuó el Señor del Invierno al darse cuenta de que había roto el hilo de los acontecimientos.
—Acordaron dar un escarmiento a los hombres de Barbaescarchada. Malahierba gritaba una y otra vez que aquello sólo sería el comienzo, y que muy pronto les seguirían las Asambleas de los demás bosques. Pero el castigo es excesivo, mi señor. Malahierba, con el poder de la Asamblea, pronunció el conjuro de la resurrección y ordenó a todos los árboles arrancados o talados que volviesen a la vida en la noche de Navidad para buscar venganza en aquellas familias que les hubiesen arrebatado la vida.
—Pero eso es terrible. Malahierba no puede hacer eso, y menos en Navidad. Además, lo que ese malvado viejo sabe y no cuenta, es que los habitantes de Barbaescarchada plantan tres jóvenes árboles en los montes de los alrededores por cada uno que talan para conseguir espacio para su pueblo, porque son extremadamente cuidadosos con el bosque. Además, su caza nunca va más allá de lo necesario, tal y como lo haría cualquier otro animal del bosque que tuviese que alimentar a sus crías. No podemos permitir que Malahierba se salga con la suya. Iris, acompáñame. Partiremos de inmediato.
Iris y el Señor del Invierno viajaron raudos a lomos de una tormenta ártica, que dejaba nieve y granizo incrustados en los postigos de puertas y ventanas de madera, y carámbanos colgando de los aleros de las casas. Cuando llegaron al bosque de Trestroncos, el sol comenzaba a ponerse. La tormenta cubrió el cielo de la comarca con densos y oscuros nubarrones, y los habitantes de Barbaescarchada, al verlo, terminaron sus tareas con rapidez para recogerse en sus hogares y calentarse al fuego de las chimeneas. La temperatura afuera estaba bajando muy rápidamente.
—¡Malahierba!, ¡acude ante tu Señor! —bramó el Señor del Invierno desde el mismo lugar en el que se había celebrado la última Asamblea, y un fuerte viento llevó su llamada muy lejos.
Al no obtener respuesta a su tormentoso grito, lo repitió una y otra vez y, cuando estaba a punto de perder la paciencia, una voz somnolienta le respondió a sus espaldas.
—No vendrá.
El Señor del Invierno e Iris se giraron a la vez para descubrir a un centenario roble que se erguía con su retorcido tronco desnudo. Las hojas que antes habían colgado de sus ramas yacían a sus pies marrones y arrugadas.
—¿Cómo dices, viejo roble?
—No vendrá, porque te tiene miedo, mi Señor. Así como muchos otros que también se arrepienten de haber votado a su favor en esa desgraciada Asamblea.
—Pero es preciso que nos volvamos a reunir para deshacer el sortilegio de Malahierba.
—No te ofendas, mi Señor, pero eso es imposible.
—¿Y por qué?
—Porque lo que ha decidido una Asamblea no puede deshacerse y, aunque pudiese, mira a tu alrededor.
El Señor del Invierno fijó su vista en el círculo de árboles más próximo, también desprovisto de sus hojas, y alcanzó a distinguir los rostros huidizos de varios animales entre la maleza.
—Hasta la primavera no volveremos a ser los que fuimos en la última Asamblea porque muchos de los nuestros duermen ahora el sueño del invierno.
—¡Pero no podemos consentir que Malahierba se salga con la suya y su conjuro acabe con los habitantes del pueblo! —chilló Iris con desesperación.
—No, no podemos impedir que el encantamiento haga su efecto, pero quizás...
—¿Quizás qué, viejo roble? Habla, no tenemos tiempo que perder —urgió el Señor del Invierno.
—Hummmm —respondió con calma el viejo árbol—, ¿sabéis qué nos gusta aún más a los árboles que el viento haciendo cosquillas en nuestras ramas?
—La verdad es que no.
Iris y el Señor del Invierno estaban intrigados.
—Las estrellas —y con el nudoso extremo de su rama más alta señaló al cielo.
—Ya, pero no veo cómo eso puede solucionar nuestro problema. —Iris pensó que quizás el viejo árbol estaba un poco chocho, y también que estaban perdiendo un tiempo precioso hablando con él de sin sentidos.
—Los humanos siempre rematan sus árboles de Navidad con un adorno muy especial —continuó el roble, sin hacer caso del impaciente comentario de la pequeña figura cristalina—, una hermosa estrella en la rama más alta. Sólo tenéis que hacer que esas estrellas iluminen de verdad con una luz tal que los árboles se queden hipnotizados. Según tengo entendido, el maleficio de Malahierba sólo tendrá poder hasta el amanecer del día siguiente.
—¿Sabes qué, amigo roble? Que no me parece una mala idea. Además, poco tenemos que perder, puesto que no se me ocurre una alternativa.
El Señor del Invierno sabía que necesitaba de la colaboración del mayor número de habitantes del bosque, así que se dirigió a todas las criaturas que, temerosas, se acercaban a ver qué era lo que estaba sucediendo.
—¡Acercaos, habitantes del bosque, no tengáis miedo! Cuantos más seamos, más fuerte será el poder de nuestro hechizo.
El nutrido grupo, al que cada vez se unían más miembros, se puso rápidamente manos a la obra. Nunca serían suficientes como para impedir que el plan de Malahierba pudiese ponerse en marcha, pero, si la idea del viejo roble funcionaba, podrían ser capaces de neutralizar su amenaza. Sabían que muy pronto cobraría poder la maldición de Malahierba.
Una vez entrada la noche, la niebla maligna producida por el maleficio de Malahierba flotó hasta el pueblo y, a su contacto, los árboles de Navidad de cada una de las casas comenzaron a cobrar vida. Primero estiraron y encogieron con cuidado sus ramas resecas, y después probaron el movimiento de sus nudos atrofiados y comenzaron a girar su tronco a izquierda y derecha, como desperezándose. Pequeños temblores recorrían sus ramas. Parecían un recién nacido al dar sus primeros pasos, pero rápidamente adquirieron seguridad en sus movimientos y fuerza en sus extremidades. En muchas casas podía escucharse el leve tintineo de los adornos que colgaban de sus ramas al chocar entre sí, pero el sonido era tan delicado que no llegó a despertar a los habitantes del pueblo.
Cuando todos los árboles fueron plenamente conscientes de que habían vuelto a la vida, recordaron cuáles habían sido sus últimos momentos antes de morir. El hombre los había asesinado y los había arrancado de la compañía de los suyos. Un sentimiento de odio recorrió cada una de sus fibras vegetales. Por sus troncos ya no circulaba savia, y necesitaban algo de aquellas criaturas que tan cruelmente les habían arrebatado la vida. Necesitaban su sangre. Tenían sed y sabían dónde podían saciarla. Se sabían fuertes y además contaban con la ventaja de que todos los hombres, mujeres y niños de aquel pueblo dormían ajenos a la amenaza que se había despertado en la planta baja de sus casas.
Pero es justamente en la noche de Navidad cuando suceden los milagros.
Afuera, en el bosque de Trestroncos, los cánticos cesaron y la extraña luz que iluminaba el cónclave organizado por el Señor del Invierno se apagó. Lo que podía hacerse estaba hecho y éste era el momento de comprobar si tendría efecto. Todos se acercaron hasta el límite del bosque, porque desde allí podían verse con claridad las primeras casas del pueblo, y aguantaron la respiración. Y el milagro sucedió. Sin previo aviso, todos pudieron ver cómo dentro de cada una de las viviendas nacía una luz indefinible, mezcla irisada de todos los colores del arco iris, que cambiaba suavemente de color. Y era hermosa, muy hermosa.
En el interior de las casas los árboles de Navidad dejaron de moverse y abandonaron sus ideas de venganza. Estaban hipnotizados por aquella suerte de destellos celestiales que se derramaban sobre ellos y que nunca habían visto tan cerca. Algunos estiraban despacio sus ramas hacia la maravillosa luz en un intento por alcanzarla, pero no tardaban en quedarse paralizados, extasiados mientras aquella cálida iluminación sobrenatural bañaba sus ramas.
Y eso sucedió en todas las casas del pueblo. Excepto en una.
Daniel y Blanca eran dos hermanos de diez y dos años, que vivían con sus padres en una de las casitas más pobres del pueblo. Como cada año, y debido a que sus padres trabajaban de sol a sol en las faenas del campo, habían sido los niños los que, dos días antes de Navidad, se habían encargado de engalanar el árbol. Pero en esta ocasión les había sucedido algo que en cualquier otro momento no habría tenido mayor importancia. Al llegar el momento de colocar la estrella en la rama más alta del árbol, y cuando Daniel se ponía de puntillas en el taburete, pues ese árbol era un poco más grande que los de años anteriores, perdió el equilibrio y se vio obligado a soltar la pequeña estrella de madera para evitar caerse. Los dos niños vieron a cámara lenta cómo la estrella se partía en dos sobre el suelo de madera. Daniel, que estaba acostumbrado a solucionar problemas como aquel, decidió entonces que lo mejor sería unir el adorno con un poco de masa hecha de miga de pan y agua. Él mismo sería capaz de tallar otra estrella de madera como aquélla unos días después, cuando pasara todo el ajetreo de la Navidad. Cuando sus padres llegaron a casa aquella noche, y la familia se reunió para cenar mientras comentaba las incidencias de la jornada, Daniel ya no recordaba lo que había sucedido por la mañana con el adorno del árbol, pues para él había sido un asunto de poca importancia. Y Blanca, aunque hubiese querido, no hubiese podido contarlo, pues su repertorio de palabras todavía no era tan extenso como para relatar con claridad el percance.
Así que en la noche de Navidad, cuando sus padres les arroparon y les dijeron, como todos los años, que se durmiesen pronto porque Papá Noel no quería ver a ningún niño despierto, Daniel les hizo una última pregunta:
—¿Creéis que he sido tan bueno como para que me traigan un tren?
Sus padres se miraron. Estaban muy cansados después de todo un día de duro trabajo, pero a la luz de la vela sus ojos se iluminaron de nuevo con la ilusión de un niño.
—Bueno, la verdad es que no tardaremos mucho en comprobarlo. Pero estamos casi seguros de que este año también se acordarán de ti.
—¿Y traerán algo para la hermanita aunque no haya escrito su carta?
Su madre sonrió. Los tres giraron la vista hacia el rincón, donde hacía tiempo que la pequeña dormía plácidamente en su cunita.
—¿Crees que tu hermana ha sido buena? —le preguntó su padre mientras acariciaba su pelo alborotado.
—Pueeees... Sí. Aunque quizás un poco traviesa —corrigió Daniel sobre la marcha para tratar de ser lo más exacto posible.
—Entonces Papá Noel también se acordará de ella, porque todos hemos sido un poco traviesos a la edad de tu hermana. Ahora vamos a dormir, no vaya a ser que no pueda dejar los regalos porque todavía estés despierto.
Cuando sus padres abandonaron la habitación, Daniel estaba tan nervioso que pensó que no sería capaz de conciliar el sueño, así que cerró los ojos con fuerza para intentar dormirse primero. A los cinco minutos dormía tan profundamente como su hermana.
En el mismo momento en el que el conjuro de Malahierba hizo que todos los árboles de Navidad de Barbaescarchada volviesen a la vida, en la planta de abajo de su casa el abeto comenzó a moverse con malignas intenciones. Pero la mala suerte quiso que, con los primeros movimientos, se deshiciese la precaria unión hecha con miga de pan, y la pequeña estrella cayese al suelo partida en dos, con lo que el hechizo protector del Señor del Invierno no causó ningún efecto sobre ella. Mientras en el resto de las casas del pueblo los árboles permanecían absortos con las hermosas luces de sus estrellas, en la casa de Daniel y Blanca un silencioso asesino comenzó a buscar a aquellos que podían saciar su sed de sangre. A la menguante luz de los rescoldos de la chimenea, el árbol estudió la casa y concluyó que los humanos tenían que estar durmiendo en el piso de arriba, así que tomó impulso para dirigirse a las escaleras y... en ese momento volvió a suceder lo inesperado.
Malahierba podía ser una criatura muy poderosa y malvada, posiblemente la más malvada de las criaturas con la que os hayáis cruzado jamás, pero eso no quiere decir que tuviera que ser muy lista. En su plan, que él creía calculado al milímetro, no había contemplado un pequeño e insignificante detalle, porque ¿cuántas personas conocéis que sean capaces de caminar con sus pies enterrados en un tiesto? Pues así sucedió lo que tenía que suceder, que el vengativo árbol de Navidad se cayó cuan largo era sobre el suelo de la sala. Y así se quedó por un instante, agitando espasmódicamente sus ramas. Pero el testarudo árbol todavía se movía y, con una determinación que rayaba la locura, comenzó a clavar sus ramas en el suelo de madera para arrastrarse hacia las escaleras. El tiesto en el que estaba enterrado pesaba demasiado como para poder avanzar con rapidez, pero quizás todavía pudiese llegar hasta los dormitorios de los hombres antes de que amaneciese.
Cuando los zorros, que de entre todos los animales del bosque habían sido los elegidos para comprobar que en las casas todo iba según el plan previsto, informaron al Señor del Invierno de que uno de los árboles estaba intentando cumplir su sangriento objetivo, éste se vio obligado a urdir otro plan de urgencia para impedir el desastre.
En la casa, el pequeño abeto asesino se arrastraba con determinación dejando en el suelo los arañazos producidos por su avance pero, al llegar a la altura en la que se dibujaba en el suelo la tenue luz de la noche que se filtraba por uno de los ventanucos de la casa, se quedó paralizado. Afuera, el Señor del Invierno había aguardado justo hasta ese momento para realizar su última intervención. Ordenó que las nubes se retirasen en un pequeño círculo que permitió que la luz de la estrella más brillante del firmamento se colase por el ventanuco de la humilde casa, bañando con su mágica luz al árbol, que inmediatamente detuvo su avance. Y ese gesto puso punto y final a la terrible maldición de Malahierba.
De lo que sucedió a continuación en todas las casas del pueblo, no estoy autorizado a contaros nada más, pues ya sabéis que se trata de esa franja de tiempo en la que Papá Noel y sus duendes aparecen por arte de magia con los regalos, y que es mejor que permanezca envuelta en el misterio. Lo único cierto es que los habitantes de Barbaescarchada, a pesar de que, como cada mañana, se levantaron muy temprano para realizar sus tareas, no vieron rastro alguno de luces extrañas, ni sospecharon nada de sus nuevamente inmóviles árboles de Navidad. Tan sólo en la casa de Daniel y Blanca se extrañaron de que su abeto estuviese tirado en el suelo, pero olvidaron rápidamente el percance en cuanto vieron los regalos que les habían dejado donde debiera estar el árbol: a Daniel un hermoso tren de madera de brillantes colores y a Blanca una pequeña muñeca de trapo. Justo aquellos regalos por los que llevaban tanto tiempo suspirando.
Y esto es todo lo que sucedió aquella terrible noche de Navidad.
En cuanto a Malahierba, pues continuó intentando encender con sus discursos contra el hombre cada una de las Asambleas a las que asistió, pero ya nunca volvió a tener apoyos entre los habitantes del bosque, que pudieron conocer por boca de Iris el respeto que los habitantes de Barbaescarchada sentían por la naturaleza.
Ilustración de Sonia del Sol
Así que ya sabéis, niños, si no queréis enfurecer a Malahierba, no debéis cortar árboles en Navidad para luego dejarlos morir, pues también son seres vivos. Pero, y esto es lo más importante de todo, si lo hacéis, nunca dejéis de poner una estrella en la rama más alta, pues no se sabe cuándo el Señor del Musgo y los Líquenes volverá a intentar lanzar su sortilegio.

sábado, 24 de marzo de 2012

¡AYUDA POR FAVOR!


Me desperté con el estruendo de un trueno demasiado cercano. Las gotas de agua golpeaban el tejado con un ritmo y una fuerza propias de una tormenta de verano. La oscuridad en la habitación era prácticamente total. La tormenta debía de haber dejado sin electricidad la casa porque la pequeña lámpara no respondió cuando accioné dos veces el interruptor. El portátil estaba en modo reposo, unas luces de colores se movían aleatoriamente por su pantalla.
Hacía unos días que me había desplazado con mi mujer y mis dos hijos a pasar una semana de descanso a un pueblo cuyo nombre no se reflejaba en la mayoría de los mapas. Habíamos alquilado una pequeña casita y durante el día organizábamos actividades al aire libre. Paseábamos a caballo, pescábamos en el río, caminábamos por el monte. Por la noche todos llegábamos rendidos a la casa. Los niños tardaban segundos en dormirse, Beth un poco más. Yo, a pesar del cansancio, todavía tenía ánimos para ver una película en el ordenador. Nunca lograba acabarlas, el sueño siempre me vencía sin que me diese cuenta. Pero no me importaba, esa era la idea que yo tenía de unas vacaciones.
El portátil se convirtió en la única fuente de luz de la habitación al pulsar la tecla que hizo desaparecer el salvapantallas. Esa escasa iluminación hizo retroceder las sombras a mi alrededor, que se escondieron instantáneamente detrás de los muebles del cuarto. No sabía donde estaban los fusibles, así que tendría que dejar la labor de arreglar el suministro eléctrico para la mañana siguiente, a la luz del día.
Apagué el ordenador y las sombras volvieron a amortajarme. Estaba seguro de poder llegar a oscuras hasta las habitaciones, al otro lado de la casa. Sólo tendría que cruzar el salón y un corto pasillo, y ese camino estaba despejado de muebles.
Me asomé al salón con sigilo para no despertar a nadie. Escuché un pequeño ruido. Seguramente sería el pequeño. A Ty las tormentas le daban mucho miedo y siempre iba a buscar refugio haciéndose un hueco en nuestra cama. Agucé la vista intentando distinguir la sombra de mi hijo entre los volúmenes de grises más o menos espesos. Un lejano relámpago iluminó la estancia de forma violenta. Lo que pude ver en el pasillo que conducía a las habitaciones en donde dormían mi mujer y mis hijos me dejó sin respiración. Instantáneamente me escondí detrás de la librería. El sudor perlaba mi frente, la camisa se pegó a mi espalda. Seguramente lo que había visto no fuese más que parte de una pesadilla de la que pronto me despertaría aliviado. Asomé un ojo escrutando de nuevo las sombras. No era capaz de distinguir nada. Un nuevo relámpago me permitió ver aquello en lo que me negaba a creer.
En el fondo del pasillo, muy cerca de los dormitorios, se movía una forma irreal. Aquel ser era muy delgado y mucho más alto que yo. Su pequeña cabeza casi llegaba al techo. Dos de sus extremidades superiores brillaban con la luz de las cosas afiladas, la parte inferior de su cuerpo se movía impulsada por cientos de pequeñas patas, como las de los miriápodos. Podía escuchar el tic tac de cada uno de sus apéndices al golpear el suelo de madera.
La bestia giró su cabeza y en ese momento supe que de alguna forma me había descubierto. En la oscuridad pude ver como un par de ojos rojos se acercaban mientras el ser me buscaba, desplazándose por la pared y por el techo como lo haría una araña. El instinto me llevó a volver a encerrarme en la habitación.
Acurrucado debajo de la mesa veo a la criatura serpenteando a través del cristal biselado de la puerta. Quiere entrar en el cuarto. La manilla gira un poco más con cada uno de sus intentos. El miedo me impide reaccionar. Lo que le puede haber pasado a mi familia no me deja pensar. Los ojos se me nublan cada vez que pienso en Beth o en los niños.
He vuelto a encender el ordenador, a la luz de su pantalla me siento más seguro.
La puerta se abre, por fin lo ha conseguido. Ahora la bestia está en el cuarto. No puedo verla, pero la oigo sisear a mi alrededor. De momento parece que la luz la mantiene a distancia.
Sin electricidad, incomunicado, mi única esperanza es que alguien lea esto y pueda ayudarme a tiempo. La noche es muy larga y la batería del portátil no aguantará hasta el amanecer.
Me llamo Alan y estoy en un pueblo llamado Bright Falls.
Dense prisa por favor.
Yo mientras tanto sigo intentando despertar de esta pesadilla. Si no lo consigo con toda seguridad tendré que enfrentarme al horror que me acecha en la oscuridad.

EL BOSQUE

Publicado en http://surcandoediciona.wordpress.com/2011/11/01/el-bosque/
Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano

La niña salió de su escondite en el agujero del viejo roble. Temblaba de frío y de miedo. La niebla cubría la vegetación como un manto de algodón, pero con la tenue luz de la mañana podían verse aquí y allá los restos de la matanza. Miembros torcidos, los cuerpos inertes de las bestias, rojo donde sólo debiera de haber verde. Silencio. La  pequeña estaba muy cansada después de haber pasado toda la noche sin dormir. En ese momento recordó los sucesos del día anterior y lo cerca que había estado de encontrar la muerte.
Todo empezó cuando la luz del sol estaba en lo más alto. Su madre la había enviado al corazón del bosque a buscar algo de comida. Tenía demasiados hermanos, más pequeños que ella, y su madre no podía ocuparse de todos. Si padre estuviese aún con ellos, las cosas habrían sido muy diferentes y no se habría visto obligada a desempeñar tareas propias de alguien mayor.
En sus viajes por el bosque, la niña había procurado siempre moverse con sigilo entre las sombras; en aquel mar de enormes árboles milenarios eso no era muy difícil de conseguir para alguien de su tamaño. Pero ahora su instinto le advertía de que la habían descubierto. Alguien la seguía. Veía cosas por el rabillo del ojo que desaparecían cuando giraba su cabeza. En un par de ocasiones se había subido a un árbol para esconderse y, de paso, tratar de averiguar qué era lo que la perseguía. Todo había sido inútil. Fuese quien fuese era muy listo. No perdía su rastro y también se ocultaba en las sombras, esperando a que ella reanudase su marcha. Cuando la niña, con la confianza de haber despistado a su perseguidor, bajaba de su atalaya y comenzaba a correr hasta casi perder el aliento, inmediatamente volvía a sentir una presencia que la seguía en paralelo, a veces a su derecha, a veces a su izquierda, siempre oculta tras el muro de árboles y vegetación.
El bosque escondía a sus hijos.
Incapaz de deshacerse de su acosador, y cuando las sombras comenzaron a hacerse demasiado largas, la niña aprovechó el hueco en un viejo roble para esconderse. Quizás en esta ocasión tuviese más suerte y la creciente oscuridad pudiese ocultarla del acechador. Aguardó conteniendo la respiración. La luna comenzó a bañar con su luz de plata el pequeño claro delante de su escondite. Las sombras se movían con demasiada rapidez a su alrededor. Podía ver el vaho de las agitadas respiraciones entre la vegetación. De repente, una de las sombras se materializó delante de ella. La niña distinguió con facilidad su lomo arqueado, su cabeza baja, husmeando y buscando su rastro, sus blancos colmillos de los que goteaba la saliva que anticipaba el festín. ¡Lobos! La manada la había encontrado. No era la primera vez que sus caminos se cruzaban, pero hasta ahora había logrado esquivarlos gracias a su agilidad e ingenio.
Las bestias estaban inquietas. Parecía que habían encontrado su olor. La niña se escondió aún más adentro del roble y sintió cómo las telarañas se enredaban en su pelo. Estaba atrapada. No tardarían mucho tiempo en dar con su escondite. Pero cuando todo parecía perdido y el miedo la paralizaba, las bestias volvieron a ocultarse en la espesura. Alguien más se acercaba. Un instante después una pequeña sombra cruzó el claro con despreocupación. La niña no tardó mucho tiempo en identificar a un pequeño osezno que, ajeno al peligro, comenzó a jugar y retozar entre las hierbas. La pequeña pudo ver los movimientos nerviosos de los lobos tras los matorrales, sus ojos brillantes. Podía imaginar sus cuerpos tensos, con los músculos a punto de saltar. Sin previo aviso, la vegetación se abrió y las bestias se abalanzaron sobre el osezno. Era fácil imaginar lo que sucedería a continuación. El pequeño animal no tenía ninguna posibilidad.
Ilustración de Sonia del Sol
El silencio de la noche se rompió en mil pedazos, llenando el claro de gruñidos, ensordecedores rugidos y un enorme ruido de pelea. El combate era desigual y, de seguir así, acabaría rápido. Pero, al oír los lamentos del pequeño osezno, alguien más llegó al claro. Una enorme masa de músculo se abrió camino entre el follaje, arrasando todo a su paso. La tierra temblaba. La madre del osezno había oído sus doloridos llantos y acudía en su ayuda. El roble palpitaba con cada uno de los acelerados pasos de la recién llegada. Los lobos habían sido cogidos por sorpresa y eso inclinó rápidamente la balanza del lado de la furiosa madre.
Con una fuerza descomunal, la enorme osa arrojó a uno de los lobos contra el tronco en el que la niña se escondía. El chasquido de los huesos de la bestia al quebrarse pudo oírse con claridad por encima del estruendo de la pelea. La adrenalina se disparó en el torrente sanguíneo de la pequeña, el miedo la embargaba. Pero todo acabó igual de rápido que empezó. Los lobos que aún podían correr huyeron. La manada se dispersó. En el claro tan sólo quedaron los cuerpos inertes de las bestias, y los osos. El pequeño estaba malherido y no podía moverse. La madre se postró a su lado, aguardando lo inevitable. Los lamentos duraron toda la noche. Al llegar la primera luz de la mañana, el osezno cesó en sus llantos. La niña pudo ver cómo la madre se lo llevaba con paso cansino. La osa también estaba seriamente herida. Era muy probable que tampoco ella pudiese llegar a ver un nuevo amanecer. La pequeña necesitaba irse de allí con urgencia. Los lobos volverían. El hambre les empujaría de nuevo a arriesgarse a un enfrentamiento con la osa, y aquel animal herido era ahora más peligroso. Esa noche la niña había tenido suerte, de no haber aparecido el osezno, ahora podrían ser sus restos los que yaciesen entre la hierba bañada por el rocío. El bosque era implacable con los inadaptados y con los débiles.
No podía perder más tiempo con las cosas que ya habían pasado, pensó mientras caminaba como perdida, sin rumbo aparente. Llevaba un día sin comer y su estómago se lo recordaba a cada paso. Sus piernas, menudas y delgadas, la llevaban entre la maleza con el paso propio de alguien de su corta edad. El sotobosque era ahora menos denso y el ramaje de los arbustos apenas laceraba la piel desnuda de sus piernas. A veces transitaba por sendas holladas por animales mucho mayores que ella, en otras ocasiones se veía obligada a atravesar muros de vegetación, en apariencia infranqueables, allí por donde lo hacían las pequeñas criaturas. La humedad magnificaba los olores, el terreno era blando bajo sus pies, acolchado de hojas y de musgo. Muy a menudo detenía su marcha, levantaba la cabeza y escuchaba los sonidos del bosque. El viento entre las ramas de los árboles, el batir de alas de los pájaros y sus graznidos. Captaba ruidos que antes, en compañía de sus padres, le habían pasado desapercibidos.
Comenzó a llover. Podía oír las gruesas gotas de tormenta de verano golpeando las hojas de los árboles muy arriba, por encima de su cabeza. El agua aún tardaría un tiempo en calar las espesas copas y caer sobre ella.
La pequeña había sido instruida para sobrevivir. Había aprendido a orientarse por la luz del sol, aunque no pudiese ver el cielo porque los árboles lo escondían casi siempre. También sabía que no debía beber de los estanques, sino de los pequeños arroyos de agua corriente. Los estanques estaban habitados por  criaturas terribles y se corría un riesgo innecesario al acercarse a la orilla.
Cuando la desesperación comenzaba a crecer en su pecho hasta casi impedirle respirar, y pensaba que tendría que volver con los suyos con las manos vacías, la pequeña apartó unas ramas y dio con un claro. No podía creer lo que veía. Después de tanto tiempo vagando entre la espesura, por fin había encontrado lo que buscaba. Sus ojos se humedecieron de alegría.
Elena salió de la tienda de campaña, donde le había cambiado el pañal al bebé, y cuando vio a la pequeña, se quedo petrificada. La niña, porque no podía ser mayor que una niña, estaba de pies sobre una gruesa raíz cubierta de musgo que sobresalía del suelo, justo en el borde del claro. Su piel, pálida como la leche, lucía sucia. El pelo, enmarañado y lacio, le cubría la cara y gran parte del torso. Todavía no sabía cómo había reparado en ella, porque su inmovilidad la hacía casi invisible. Inmediatamente se despertó en ella su instinto maternal. Había oído casos de niños perdidos que habían sobrevivido a su suerte en algún bosque, acogidos y alimentados por animales salvajes. Desde luego aquel bosque era realmente inmenso y debía de haber muchos parajes vírgenes que el hombre todavía no había contaminado. Alguien sin el entrenamiento adecuado podría haberse perdido sin remedio. Quizás sus padres estuviesen en algún sitio, malheridos. La mujer llamó a su marido, que se había alejado un poco para recoger leña.
El grito no inmutó a la niña. La pequeña nunca había visto un humano, porque nunca se habían aventurado tanto en el corazón del bosque, pero sabía de ellos por las historias que su madre le contaba. Miles de años atrás el hombre había vivido en comunión con la naturaleza. Habían llegado a ofrecer sacrificios a los antiguos dioses en altares ahora cubiertos por la vegetación, y respetaban al bosque como algo vivo. Pero se habían olvidado sus orígenes y habían condenado a las criaturas salvajes, como ella, a pequeños reductos a los que su destructora mano todavía no había llegado. La pequeña tampoco podía olvidar que habían sido los humanos los que habían asesinado a su padre, al arrasar con fuego el bosque en el que vivían. En eso se habían convertido los hombres, y eso precisamente la diferenciaba de ellos. El respeto por la vida. Cazar no era algo nuevo para la pequeña, y la muerte se había convertido en su compañera de viaje desde que tenía uso de razón, pero era algo necesario para su supervivencia y la de los suyos. El hombre mataba sólo por placer.
Elena escuchó cómo su bebé la llamaba desde el interior de la tienda de campaña. Tenía hambre. Al oírlo, la niña torció su gesto y giró la cara hacia el sonido. Había algo raro en su expresión, pero la mujer no cayó en la cuenta hasta que su marido apareció entre la espesura, alertado por su grito. La mujer señaló a la niña y en ese momento se dio cuenta de qué era lo que estaba mal. Su sexto sentido de madre la puso en alerta: los gestos al localizar el llanto del bebé, la seguridad en los movimientos. La pequeña no estaba asustada, más bien actuaba como lo haría un depredador. El horror la paralizó cuando la niña dejó al descubierto una cola, semejante a la de un escorpión, que ascendió por encima de su cabeza. Podía ver con claridad el aguijón, del que goteaba un líquido rojo. Su marido dejó caer los troncos que había reunido y no tuvo tiempo de hacer nada más. La niña se abalanzó sobre él a la velocidad del pensamiento. El hombre retrocedió, tropezó con una raíz y cayó, con lo que se quedó tendido boca arriba. La niña acabó muy rápido con su resistencia. Atacó en silencio justo donde le habían enseñado a hacerlo, en el cuello. Aquel menudo cuerpo escondía una fuerza mucho mayor de lo que aparentaba. La mujer no cesaba de gritar y sus voces se mezclaban con los llantos del bebé. Pero no importaba, allí nadie podría oírles. Cuando acabó con el hombre, la niña se levantó y se dirigió hacia la mujer. La sangre caliente escapaba por las comisuras de sus labios.
Los gritos histéricos cesaron en segundos y poco después también el llanto del bebé.
Con el estómago lleno, la pequeña se permitió una pequeña siesta. Cuando despertó, la luz del sol menguaba rápidamente. Debía reemprender la marcha. En su camino de vuelta procuraría dar un rodeo aún mayor al estanque. El olor de la carne que llevaba a la madriguera podría hacer que las criaturas del agua se atreviesen a desafiar los límites de su territorio. Esa noche sus hermanos pequeños comerían.
El bosque protegía a sus hijos.

viernes, 23 de marzo de 2012

LA VIEJA ERMITA




La cabeza me dolía. El latido grave y machacón que pulsaba en mis sienes me había despertado de una claustrofóbica pesadilla. Volver a la realidad era un alivio, como tomar aire después de aguantar la respiración demasiado tiempo. Mi piel estaba perlada de sudor. Lo que aún podía recordar del sueño me desasosegaba, pero a medida que pasaba el tiempo la historia se me escapaba igual que el agua de mar entre los dedos de las manos.
Si tuviese cerca mi grabadora… Soy escritor, me gano la vida de esa manera. La pesadilla parecía un buen guión para mi próximo libro, ese que tanto se me resistía y para el que Marga y yo habíamos decidido aislarnos durante un tiempo. Con ese propósito habíamos alquilado la planta baja de una casona escondida en un remoto bosque de la Cordillera Cantábrica.
El martilleo persistía en mi cabeza con insistencia. Algo de la cena debía haberme sentado muy mal.
Aparté de mi regazo el mando de la xbox. Solía escribir de noche, así que me había puesto a jugar un rato, con el mac reposando a mi lado en el sofá, aguardando el momento en el que me llegase la inspiración. Marga había decidido acostarse temprano para descansar del agotador viaje en coche.
Recordaba haber llegado a pasar un nivel del juego, luego nada más; sólo oscuridad.
La habitación estaba iluminada ligeramente por el tenue brillo del televisor. En la pantalla mi personaje yacía en el suelo en medio de un charco de sangre, lo que significaba que alguno de mis siniestros enemigos había esperado a que me venciese el sueño para acabar con mi vida digital de forma violenta. Prometí vengarme en un momento más oportuno.
Intenté levantarme y el dolor de mi cabeza hizo que me postrase de nuevo en el sofá. ¡Al diablo con la grabadora y mi pesadilla! No me encontraba en la mejor forma para acometer una tarea como esa. Estaba tan cansado que lo único que deseaba era llegar como fuese hasta la cama.
Mientras intentaba incorporarme de nuevo, esta vez mucho más despacio, volví a repasar mentalmente el extraño suceso de la jornada.
Sin cobertura entre aquellas formidables montañas, el GPS y los móviles habían demostrado ser poco más que lastre inútil durante todo el viaje y, a pesar del detallado mapa que consultábamos muy a menudo, nos habíamos perdido en más de una ocasión. La excusa perfecta para detener el coche y estirar las piernas llegó cuando tras una de las muchas vueltas del camino vimos aparecer un pequeño cementerio. Sus muros grises contrastaban con el intenso verde que les rodeaba. Recuerdo las palabras de Marga que, cansada de tanta carretera, me animó a bajar del vehículo con la excusa de que aquello podría ser el comienzo de una historia interesante.
Al asomar nuestros rostros entre las gruesas rejas de hierro oxidado de la entrada nos quedamos hipnotizados por la magia del lugar. Queríamos ver más y hasta llegamos a empujar inconscientemente la verja, pero estaba firmemente clavada en el suelo y no se movió ni un centímetro. Por su tamaño el camposanto parecía de juguete. Las lápidas, no más de cincuenta, se distribuían arbitrariamente por el descuidado césped. Se veían muy antiguas, casi todas cubiertas de musgo, y muchas de ellas inclinadas como si un tornado las hubiese zarandeado sin piedad. De haber traído conmigo la cámara digital a buen seguro que me hubiese llevado una foto como recuerdo.
Nos dimos la vuelta frustrados por no poder entrar. De regreso al coche reparamos en una pequeña y sólida construcción de piedra, medio oculta entre robles, que tomamos por una ermita. Aquella especie de santuario no se parecía a nada que hubiésemos visto antes. No tenía ventanas y su pared exterior estaba cubierta de cruces grabadas a cincel de todas las formas imaginables. Unas toscas, otras lujosas y recargadas de detalles.  Sobre el pórtico había una inscripción muy desgastada. Tomé cuidadosa nota de lo que se leía en el cuadernito que siempre llevaba encima para las ideas repentinas. Marga, que había sacado mejores notas que yo en latín, se asustó un poco. A pesar de no entenderlo del todo me comentó que el texto le parecía una advertencia.
Ilustración de Sonia del Sol
Fuese o no un aviso, ninguno de los dos quisimos irnos sin ver un poco más, así que nos acercamos con prudencia a la recia puerta de madera de la entrada. Estaba cerrada a cal y canto, pero a la altura de la cabeza se abría una pequeña ventana, protegida por barrotes, por la que se podía echar un vistazo al interior.
Dentro estaba oscuro y hasta nosotros llegó un intenso olor a humedad. La menguante luz exterior casi no alcanzaba a iluminar un pasillo central de desgastadas losas de piedra. Al fondo, en el corazón de unas vasijas de cristal rojo, titilaban las llamas de varios cirios muy consumidos. El silencio se tragaba cualquier ruido. Ya no se escuchaban los pájaros que nos habían acompañado durante todo el camino. La oscuridad del interior era espesa, irreal.
No sé cuanto tiempo nos quedamos mirando aquellas temblorosas luces, pero me resultaba difícil apartar la vista de ellas. Recuerdo haberle dicho a Marga que el sol se estaba poniendo y que sería mucho más fácil perdernos en la oscuridad de la noche. Ella aceptó la lógica de mi razonamiento y se giró encaminándose con decisión al coche. Yo volví mi cabeza por última vez al interior de la ermita.
Mis asombrados ojos vieron una sombra silenciosa pasar rauda por delante de las luces, oscureciéndolas un instante. Un segundo después note un pinchazo en mi mano derecha, que todavía agarraba uno de los barrotillos del ventanuco. Con un acto reflejo la alejé de la oscuridad. El dorso de mi mano sangraba por unas pequeñas punzadas que dolían como si todavía tuviese algo clavado dentro. Me alejé unos pasos fijando mi vista en la puerta. Casi esperaba ver un rostro maligno asomándose por la ventana.
Nada.
Volví al coche un poco mareado. Marga ya me esperaba en el asiento del copiloto, así que tuve que pedirle que condujese el coche después de enseñarle la herida que me había hecho en la mano, probablemente con una astilla de madera de la puerta.
Después de ese percance el viaje finalizó sin más contratiempos y por fin llegamos a la casona. Los últimos rayos de sol desaparecieron detrás de un bosque de castaños.
Unos amigos nos habían recomendado aquel lugar, que no se anunciaba de ninguna otra forma. Nos habían dicho que se trataba de una casa aislada del pueblo y que a los dueños, que hacían su vida en la segunda planta, nos les veríamos salvo que tuviésemos necesidad de hacerlo. Exactamente lo que precisaba, un mes de aislamiento absoluto que despertase mi instinto creativo.
Los dueños del caserón, Teresa y Eliseo, nos esperaban en la entrada. Enseguida reparamos en que se trataba de un matrimonio parco en palabras, quizás porque no estaban acostumbrados a tratar habitualmente con la gente. Lo primero que hicieron, antes de darnos la bienvenida, fue trasladarnos su preocupación por nuestra tardanza. Marga, a modo de disculpa, les comentó el extraño suceso de la ermita y les pidió unas gasas y desinfectante para mi herida, que tenía un feo color, pero que ya no me dolía. Nuestros anfitriones contemplaron mi mano y se miraron entre sí con gesto hosco. Después, tras echar un vistazo por encima de mi hombro a un bosque cada vez más oscuro, nos introdujeron en la casa con urgencia. Yo en un principio me resistí, alegando que las maletas todavía estaban en el coche, pero Teresa insistió en que permaneciésemos en el interior mientras Eliseo, que tomó las llaves de mi mano sin darme tiempo a reaccionar, salió raudo a por el equipaje.
La verdad era que lo ocurrido en la ermita constituía un misterio que superaba con creces cualquier otra cosa que me hubiese sucedido en la vida. Parecía un capítulo de uno de mis libros de terror, pensé mientras abría y cerraba la mano herida y caminaba en la oscuridad de la casa hacia mi habitación. Alcancé a distinguir la silueta de Marga bajo la sábana e intentando olvidar el suceso me introduje en la cama de la forma más sigilosa posible. Ella se dio media vuelta y me abrazó con cariño.
La una y media de la mañana.
Estaba tan cansado.
La siguiente vez que abrí los ojos el reloj marcaba las tres.
El profundo sueño del que me habían arrancado se resistía a dejarme ir. Alguien gritaba y yo tenía la extraña sensación de que llevaba haciéndolo bastante tiempo. Me giré alarmado, extendiendo la mano. Marga no estaba en la cama. La llamé. Mi voz sonó ronca, como un graznido. Me notaba raro, pero por lo menos la cabeza ya no me dolía. Debía de haber pillado un buen resfriado.
Los gritos volvieron y me dí cuenta de que se trataba de Marga.
Sin tiempo para pensar, salté de la cama e intenté localizarla en la casa guiándome por su voz. Todo estaba a oscuras y tropecé mil veces con muebles y alfombras.
La llamé de nuevo y ni yo mismo fui capaz de reconocer mi voz.
Marga estaba arriba, en el segundo piso, donde dormían los dueños de la casa. Subí a trompicones la escalera, lacerándome la espinilla. A medida que ascendía sentía como el miedo inyectaba adrenalina en mi torrente sanguíneo. El corazón me latía muy deprisa.
Llegué al rellano del piso de arriba y me di cuenta de que había luz en una de las habitaciones. De ese cuarto procedían todos los ruidos y los gritos.
Volví a intentar llamar a Marga sin poder vocalizar de forma correcta. Algo o alguien tenía que estar asustándola mucho.
Eliseo salió de la habitación de forma violenta, causándome una gran sorpresa. Su rostro demostraba que no esperaba verme allí, plantado valientemente en el filo de la oscuridad. En sus manos llevaba una escopeta de caza y unos cartuchos con los que intentaba cargarla sin perderme de vista. Con los nervios sólo logró introducir uno de los cartuchos en los cañones, el resto se le cayeron y rodaron por el suelo de madera. Aquel hombre cerró el arma con un chasquido, la amartilló, y me apuntó con ella de forma amenazadora.
Al fin pude verlo todo claro.
Aquella extraña pareja de locos debía de haber puesto algo mi cena para aturdirme, seguramente con la esperanza de poder hacerle daño a Marga sin que yo me entrometiese.
Todo sucedió muy rápido. Eliseo había llegado a disparar su arma, pero había errado el tiro gracias a la velocidad con la que yo le había embestido. Casi sin darme cuenta estaba encima de él. El hombre olía a sudor, a miedo y a pólvora.
Eliseo forcejeó durante un tiempo, pero pronto quedó claro que no iba a ser rival para mí. Yo nunca había sido un gran luchador, más bien al contrario, por eso me extrañó que una persona como él, acostumbrada a trabajar duro en el campo, apenas pudiera oponerme resistencia. Sonó un desagradable chasquido y el hombre dejó de luchar. Yo me levanté rápidamente, apartando de mí sus fláccidos miembros, y me planté en la puerta de la habitación.
Lo que vi allí adentro me dejó sin respiración, pero no era momento para vacilaciones. Teresa tenía sujeta a Marga y la amenazaba con un gran cuchillo de cocina. La cara de Marga reflejaba el terror que sentía.
En ese momento mis músculos me sorprendieron de nuevo. Salté mucho más allá del centro de la habitación, golpeando la lámpara con mi cabeza. La luz empezó a bailar por el cuarto de tal forma que todos los objetos que me rodeaban cobraron vida. Con aquel ágil movimiento me situé apenas a la distancia de un brazo de la mujer que, antes de que yo pudiese hacer nada más, avanzó hacia mí blandiendo su cuchillo, cortando el aire con energía.
El acero se hincó en mi carne y la sangre comenzó a manar profusamente. En un primer momento me asusté mucho, pero la herida de alguna forma incrementó el nivel de adrenalina de mi cuerpo y aportó más valor a mis actos. Como respuesta a su ataque asesté a la mujer un increíble golpe con el que la arrojé contra la pared, en donde se quedó inmóvil, con sus extremidades descolocadas como una muñeca rota. El cuchillo que sujetaba salió despedido en la otra dirección, hacia el lugar en el que Marga aguardaba arrodillada, sollozando con la cara escondida tras sus manos.
La luz seguía bailando dentro del cuarto su danza de locura. No me importó. Todo se había acabado.
Me acerqué a Marga muy despacio, intentando tranquilizarla mientras buscaba las palabras y un tono de voz que mi garganta destrozada no era capaz de articular. Ella detuvo su llanto, me miró, y entonces sucedió algo que yo jamás hubiese podido imaginar. Mi esposa recogió el cuchillo del suelo y, con un interminable grito de furia, se arrojó contra mí con la intención de hacerme daño.
Lo primero que se me ocurrió fue que la tensión del momento debía de haberla trastornado, así que traté de detenerla de la forma más delicada posible, pero enseguida me vi superado por su rabia y energía.
Marga consiguió alcanzarme con el arma y el acero se introdujo por segunda vez en mi carne.
El tiempo se detuvo en la habitación.
Marga retrocedió y los dos nos quedamos contemplando el mango del cuchillo sobresaliendo de mi pecho.
La herida parecía muy grave.
Marga había vuelto a llorar, quizás al darse cuenta de lo que en su enajenación había sido capaz de hacer.
Extrañado, me dí cuenta de que no sentía dolor alguno. Tampoco de la primera herida, la que me había infringido Teresa. Cogí el mango del cuchillo con mi mano derecha y me lo saqué lentamente. El sollozo de Marga subió de tono hasta alcanzar un agudo propio de la histeria.
Yo no entendía nada.
Con el cuchillo ensangrentado aún en mi mano, levanté la vista hacia la persona que amaba. Marga miró a su alrededor con desesperación y la cara totalmente desencajada y su mirada se detuvo en la ventana que estaba entreabierta detrás de ella. Sin darme tiempo a hacer o decir nada, corrió hacia ella y se arrojó al vacío, desapareciendo en la noche.
Yo quería gritar, quería llorar, pero no era capaz de hacer ni lo uno ni lo otro. Me asomé a la ventana y a la luz de la luna creciente alcancé a ver el cuerpo de mi esposa, desmadejado sobre el granito de la entrada de la casa.
Corrí, casi volé. Atravesé la vivienda hasta llegar al lado del agonizante cuerpo de mi amada.  A la luz de la luna unos ojos casi sin brillo seguían reflejando terror. Un hilo oscuro se escapaba entre sus labios.
Con su último aliento Marga me preguntó algo que no alcancé a entender porque su débil voz se ahogaba en sangre. 
Después pude sentir cómo la vida abandonaba su cuerpo.
El dolor partió mi alma. Con su cabeza entre mis manos elevé la vista al cielo oscuro y grité, y el gritó desgarró la noche.
El amanecer me despertó al lado de su cuerpo inerte. No había sido una pesadilla. La persona a la que había querido más que a nada en el mundo yacía muerta a mi lado. Me incorporé atontado, sin saber que hacer, y entré en la casa. Condené en silencio el momento el que habíamos tomado la decisión de viajar hasta aquellos malditos parajes.
En mi desesperación intentaba encontrar una explicación racional a lo que había sucedido esa noche. Cuando crucé el vestíbulo lo entendí todo.
El reflejo en el espejo de cuerpo entero del vestidor tendría que haber sido mío, pero no podía ser yo. La figura que me devolvía la mirada tenía un rostro que ninguna persona podría describir sin perder el juicio en el intento. Los rasgos de mi cara dibujaban una máscara de horror, de terror puro y maldad absoluta. Pero nadie sostendría mi mirada el tiempo suficiente como para poder fijarse en detalle alguno, porque yo sabía que aquellas dos brasas, que brillaban con un rojo intenso en lugar de mis ojos, serían capaces de robar su alma, de provocar su locura. Por fin comprendí el pavor de Marga, ahora encajaba todo. Eliseo y Teresa no pretendían hacer daño a mi esposa, tan sólo querían defenderla de aquello que la había despertado en la noche, de aquello en lo que me había convertido.
Instintivamente miré las pequeñas heridas de mi mano, perfectamente curadas ya. Alrededor de ellas aparecía tatuada una tela de araña de pequeñas venas negras que crecía por momentos.
Han pasado varios días desde aquella noche. Los cambios en mi cuerpo parecen haberse detenido. Mis dientes se han vuelto extremadamente afilados y los labios ya no alcanzan a cubrirlos. Cada músculo de mi cuerpo es una cuerda tensa y acerada. Siento que las uñas de mis manos podrían clavarse sin esfuerzo en la madera. Mis ojos se han adaptado a buscar en la oscuridad. Siempre tengo hambre.
No soy capaz de recordar nada que me uniese a las criaturas muertas de la casa. Si alguna vez hubo algo, ha desaparecido. Sus cuerpos sólo son carne con la que me alimento. No tengo remordimientos.
El viento sopla entre los árboles y pronuncia mi nombre secreto, el del ser que ahora habita dentro de mí. Siento que le pertenezco. El me enseña a cazar y me guía. El me lleva a los límites del bosque. Allí observo en silencio a los hombres y sus cachorros sin que ellos sospechen. Envuelto en los juegos de luces y sombras del atardecer les acecho, agazapado, aguardando el paso de otro ser vivo con el que intentar saciar mi inagotable sed de sangre.