sábado, 15 de febrero de 2014

domingo, 2 de febrero de 2014

SOLEDAD

Con la colaboración de mi amiga Mariola Díaz Cano

Nathan se sirvió un poco más de vichyssoise y colocó el plato con delicadeza frente a él. Después respiró hondo, se quitó una inexistente mota de polvo de la manga del esmoquin y levantó la vista con timidez para mirar a los ojos al resto de comensales. Las notas de Brahms flotaban con delicadeza en el aire y la luz de las velas hacían que el comedor temblase con una calidez acogedora, pero lo que tenía que decir era tan importante que, a pesar de que sentía el agradable calor de la cocaína recorriendo su cuerpo, no podía evitar estar un poco nervioso. Había llegado el momento y todavía no estaba preparado. Y no era una cuestión de tiempo. A pesar de las veces que había ensayado el discurso, no se sentía cómodo abriendo el corazón ante los demás, aunque se tratase de su familia. Sentía los ojos de todos clavados en él, expectantes. Aclaró la voz con un pequeño carraspeo y bebió un sorbo de agua. Tomó la mano de Manuel para coger fuerzas y empezó:
—Lo... Lo primero que quiero hacer es agradecer vuestra presencia aquí en esta noche tan especial. Esto significa mucho para mí. Nada más que falta Sami —comentó con cierto pesar mientras dirigía la vista a la silla vacía a su derecha—, pero ya sabíamos que por ese trabajo que absorbe todo su tiempo y la enorme distancia que la separa de nosotros no iba a ser fácil que pudiese estar con la familia. —Tomó aire. No se le daba bien hablar en público y quizás lo estaba haciendo un poco atropelladamente. Sentía la boca seca—. Tengo ya treinta y siete años, y creo que es el momento de acometer algún cambio en mi vida que aporte cierta estabilidad. Todos sabéis que no estoy preparado para vivir solo. Nunca lo estuve y nunca lo estaré. No podría soportarlo. He pasado muchos años de mi vida buscando respuestas a ese problema. Desde niño he visitado médicos que nada más que se mostraban interesados en tu chequera, madre. Personas sin escrúpulos que me recetaban pastillas para intentar que dejase de ser yo mismo. Hasta que por fin comprendí que no todos tenemos por qué ser iguales. Algunos nacemos con una sensibilidad especial, somos de naturaleza más delicada, de espíritu más puro, y necesitamos estar siempre protegidos, rodeados por aquellos que más queremos. Por eso agradezco el enorme esfuerzo que has hecho, madre, al aceptar por fin entre nosotros a Manuel —miró a su izquierda y volvió a apretar la mano de la persona con la que había decidido pasar el resto de su vida, ¿acaso era una pequeña lágrima eso que asomaba en su ojo?—. Sé que no ha sido fácil y que has puesto mucho de tu parte. Y también sé que lo has hecho solo por el amor que sientes hacia mí. Por eso te doy las gracias. —Le dio la impresión de que esas palabras habían ablandado el gesto siempre duro de su madre—. En cuanto a ti, padre, no sé cómo agradecerte que hayas decidido volver con la familia precisamente esta noche. No quiero perderos a ninguno; no podría soportarlo. —Ahora era él el que comenzaba a sentir la humedad en sus ojos—. Ya por último, me gustaría también tener unas palabras de agradecimiento para Manuel, la persona que mejor me conoce y me entiende. Sé que tenías muchas dudas y, a pesar de lo que sientes por mí, estuviste a punto de arrojar la toalla por todo lo que me rodeaba. Pero eso se acabó. Ya ves que ha merecido la pena. Ahora eres un miembro más de mi familia y voy a compensarte por todo lo mal que lo has pasado. Te lo prometo...
El timbre de la entrada comenzó a sonar con insistencia. Nathan no podía creerlo. ¿Quién sería el maleducado que se atrevía a interrumpir una cena de Navidad? ¿Qué asunto podía ser tan importante como para no poder esperar al día siguiente?
—Nathan, ve a abrir la puerta —dijo imitando la voz de su madre—. Quizás se trate de Samantha, que al final haya podido cancelar sus compromisos y quiera darnos una sorpresa.
Nathan separó ligeramente la silla de la mesa, estiró la chaqueta del esmoquin y se dirigió a la puerta de la entrada con paso ceremonioso.
Las luces azules y rojas atravesaban las cristaleras y rompían con estridencia la magia del momento. Estaban fuera de lugar, eran de mal gusto. No casaban con la decoración que su madre había ordenado que se colocase en la entrada. Nathan abrió la puerta y un hombre, en apariencia demasiado joven para llevar uniforme, se presentó con voz temblorosa y preguntó por su madre. La cocaína hacía que las palabras llegaran hasta sus oídos amortiguadas, como con sordina. No entendía qué era lo que pretendían de él y por qué querían ver a su madre.
—¿Mi madre? —les respondió—. Será mejor que no la molesten en una noche como esta.
Pero el hombre-niño no le hizo caso, y con toda la educación del mundo le pidió que se hiciese a un lado mientras otros hombres uniformados entraban en la casa. Parecía que flotasen en vez de caminar.
Alguien con voz desagradable comenzó a gritar cosas sin sentido. Dos de los hombres se abalanzaron sobre él, le dieron la vuelta y lo tumbaron en el suelo. Las esposas mordieron la piel de las muñecas. El hombre-niño comenzó a recitar de forma automática las mismas frases que en las películas les decían a los malos cuando los arrestaban. Él, con la mejilla aplastada contra la alfombra, solo acertaba a balbucear incrédulo. El mundo se derrumbaba a cámara lenta a su alrededor como un castillo de arena demasiado seca, pero ahora que padre había vuelto por fin a casa, se encargaría de todo. Él lo arreglaría.
***
Bruce O'Malley conducía el coche mientras pensaba que en Nochebuena no deberían suceder ese tipo de cosas. Todos los malos del mundo tendrían que estar obligados a firmar una tregua hasta que pasara la Navidad. O mejor aún, hasta Año Nuevo.
Al dejar atrás el pequeño bosque de hayas, silbó de forma inconsciente cuando vio la silueta de la imponente casa iluminada por las luces de los coches patrulla.
—Así que es verdad —susurró por encima de la música navideña que sonaba por la radio—, los ricos también lloran.
El teniente entró en la casa con pasos grandes para esquivar cada una de las pruebas que estaban numeradas en el suelo. Demasiados números puestos por chicos novatos que lo catalogaban todo por inexperiencia y por miedo a meter la pata, pensó mientras pasaba revista a sus hombres con la mirada e intentaba recordar si alguna vez, en la prehistoria, él había sido tan joven.
—Buenas noches, teniente —gritó casi cuadrándose a su paso uno de los chicos.
Bruce los saludó a todos con un gesto de la mano.
—¿Dónde está el forense? —preguntó.
—En el comedor, señor —respondieron de inmediato varias voces, a la vez que uno de los que tenía más acné señalaba el camino.
Bruce agradeció la respuesta con otro gesto de la mano y siguió la indicación.
En el comedor la mesa estaba suntuosamente puesta para cinco personas, y alrededor estaban sentadas tres. Un hombre rechoncho exploraba los cuerpos con delicadeza.
—Hola, Ambrose —saludó con cansancio a su amigo al entrar en la sala—. ¿Feliz Navidad? —preguntó con duda.
—Pues mucho me temo que para estos miembros de la especie humana eso poco importa ya. En cuanto a ti y a mí, me parece que, por desgracia, ya estamos acostumbrados a este tipo de cosas, aunque siempre llego a la escena del crimen con la esperanza de que alguien todavía sea capaz de sorprenderme. —Ambrose se vio obligado a justificarse ante la mirada de su amigo—. Una vez que el mal ya está hecho, que por lo menos nos plantee algún tipo de reto, ¿no? —dijo mientras deslizaba los lentes hasta la punta de la nariz.
—Si tú lo dices...
El teniente comenzó a caminar alrededor de la mesa para intentar ponerse en situación.
—Por cierto —comentó Ambrose divertido mientras señalaba la puerta—, ¿ya no te quedan veteranos? Dos de tus chicos salieron a vomitar al jardín nada más entrar por esa puerta.
—¿En Nochebuena? No te imaginas cómo está el tema del personal esta noche —respondió quejándose—. Aguarda un instante, voy a pedir que nos hagan unos cafés con mucho azúcar, parece que la noche va a ser larga...
—No te lo recomiendo por tres motivos: el primero es que parece que soy el único de los dos que se preocupa por tu salud, amigo. Estoy obligado a recordarte lo que sabemos sobre los perniciosos efectos del azúcar en tu organismo. El segundo es que la legión de abogados de esta familia estaría encantada de saber que te hiciste un aromático café en la cocina, estableciendo dudas razonables sobre la contaminación de las posibles pruebas. Y el tercero, y puede que el más importante, porque en la cocina hay dos fiambres más, quizás miembros del servicio que, a juzgar por el color de los labios, probablemente hayan sido envenenados. Así que, por la amistad que nos une, creo que lo mejor será que intentes superar tu adicción al café aunque sea solo por esta noche.
—Jooooder —suspiró Bruce abatido. Odiaba cuando su amigo se ponía tan pedante—. Vamos a hacer esto lo más breve posible entonces. ¿Vas a presentarme a tus amigos?
¡Oh, sí! Disculpa mi falta de modales. Demasiados años de hamburguesa y donuts contigo. Se trata de los Fallon, la tercera generación de unos ricachones que hicieron su fortuna con...
—Farmacia.
—... y cosmética —terminó la frase sorprendido—. ¡Guau! No hay quien te pille desprevenido.
—Ya me conoces, siempre alerta.
—Bien, mi parte es la más sencilla. Tres cuerpos atados post mortem en las sillas con bonitos lazos de Navidad para obligarlos a mantener esa posición tan digna. La mujer —señaló a la anciana que presidía la mesa— es la todopoderosa Catherine Fallon, y tiene toda la pinta de haber muerto del mismo modo que los de la cocina. El chico, sin embargo, falleció de forma violenta, tiene el cuello roto y de eso hace por lo menos un par de días. En cuanto al caballero —señaló a la momia vestida con frac negro—, está irreconocible, pero lleva un anillo con las iniciales V y F, por lo que tiene toda la pinta de ser Vernon Fallon, el marido de Catherine, fallecido, si no me falla la memoria, hace más de cuatro años.
—¿Estás intentando decirme que guardaban una momia en la casa?
—No. Hay restos de tierra desde la entrada hasta aquí, y también en el cuerpo, así que lo que creo que pasó es que el muchacho lo desenterró en un intento de reunir de nuevo a toda su familia.
—¡Madre mía! No tendrás queja. Puede que no te haya sorprendido, pero no podrás negar que por lo menos lo ha intentado.
—Sí, sí, tienes razón —asintió varias veces con la cabeza, divertido. Hacía muchos años que conocía a Bruce, y esa amistad era la que hacía el trabajo un poco más soportable—. Ahora es tu turno de arrojar un poco de luz acerca de la investigación. Me intriga saber cómo habéis llegado a descubrir esta agradable reunión familiar de zombis.
—Pues el azar, querido Ambrose, en su versión más pura y dura, es lo que ha hecho que hayamos llegado hasta aquí. Y reconozco que solo ahora empiezan a encajar todas las piezas del rompecabezas. Si no me equivoco, el del cuello roto es Manuel Jackson, un chapero de poca monta que vivía en el East Side. Hace un par de días que denunciaron su desaparición y el agente de turno escribió en su informe que, entre la interminable lista de ex novios conocidos, figuraba Nathan Fallon. Y digo ex novio, porque en el informe también figuran las declaraciones de varios "amigos" de Manuel, que afirmaban sin rubor que solo estaba con Nathan por dinero, pero que aun así había decidido acabar con la relación. Sin que esto sirva de crítica al fabuloso sistema policial americano, y a pesar de los claros indicios, todo eso hubiese quedado en el limbo de los casos sin resolver sin duda alguna, porque en esta tierra de las oportunidades nadie se preocupa por los chaperos de poca monta y nadie molestaría al heredero de los Fallon con preguntas incómodas. Fue Samantha, la hermana ausente, la que agitó el avispero. Hace más o menos un mes recibió una carta de su madre invitándola a la cena familiar de Nochebuena. Hasta ahí todo sería lógico y normal, de no ser porque Samantha no se llevaba bien con ella desde la muerte de su padre, y ese había sido precisamente el motivo por el que se había mudado a la otra punta del país. Como los problemas de Samantha con su madre eran del tipo guerra nuclear, la rompió y se olvidó del asunto sin más. Hasta hoy, día en el que el fantasma de las Navidades pasadas la hizo arrepentirse de su acto y en un arranque de espíritu navideño llamó para intentar acercar posiciones. Pero lo que oyó al otro lado de la línea no le gustó nada. Al parecer Samantha siempre había tenido una relación muy especial con su hermano pequeño, Nathan, así que lloró al volver a hablar con él después de tanto tiempo, pero cuando hizo de tripas corazón y le pidió que le pasase con su madre, Nathan retomó la conversación haciéndose pasar por la vieja. Samantha al principio pensó que se trataba de una broma, pero después se asustó al darse cuenta de que su hermano iba muy en serio al intentar suplantar a su madre. Nada más colgar llamó a uno de sus abogados que, mira tú por donde, resulta que juega al golf con un pez gordo que conoce al alcalde, que a su vez llamó al capitán y este a su vez a nosotros, el último eslabón de la cadena alimenticia. —Ambrose sonrió—. Así que ya ves, desaparece alguien, sea gay o no, y no pasa nada; sin embargo, el heredero de una fortuna incalculable gasta una broma a su hermana y se moviliza todo el departamento de policía.
—Suena como si hoy hubieses visto por fin la luz de la revelación divina.
—¡Joder!, Marsha y yo estábamos a punto de trinchar el pavo cuando recibí la llamada de mi "amigo", el capitán. Hasta aprovechó para felicitarme las fiestas... ¿Se puede saber qué mosca le pica a un chico que lo tiene todo para montar un follón como este?
—Aunque te parezca increíble, me parece que a este chico sí le faltaba algo. No lo sé, porque no soy un experto en el comportamiento humano, pero creo que el muchacho sufre algún tipo de fobia a la soledad. Casi os destroza el coche patrulla cuando los agentes lo dejaron solo unos minutos, y lo que me cuentas encajaría con ese diagnóstico: un novio que lo abandona, una madre ya mayor, un padre fallecido, una hermana en la que se apoyaba y que también lo deja. Solo estaría tratando de reunir a su alrededor a las personas que daban estabilidad a su vida... Y esta vez para siempre.
—¿Acaso estás justificando a ese chiflado?
—No, solo digo que a veces no tenemos elección. Somos lo que somos, y desgraciadamente no siempre estamos preparados para vivir en sociedad.
—Con sus abogados y nuestro sistema penal, cuatro años en un sanatorio mental y estará de nuevo en la calle —se lamentó Bruce.
—Siempre estás quejándote. Encima que te invito a una fastuosa cena de la que no han tocado ni los entrantes...
—Me parece que acabo de perder el apetito. Saca las fotos que tengas que sacar y llévate a estos señores, que yo haré lo propio con el muchacho.
—Recuerda no dejarlo solo en la celda...
—Verás, tenía pensado llevarlo a tu casa para que os ayudase a trinchar el pavo.
—Muy gracioso, yo también te quiero. Feliz Navidad, Bruce. Recuerdos a Marsha.
—Se los daré, no lo dudes. Feliz Navidad, amigo. —Bruce salió de la habitación pensando si ahora los malos les dejarían trinchar el pavo con tranquilidad de una vez por todas.