sábado, 5 de octubre de 2013
miércoles, 2 de octubre de 2013
LA CASA ROSICKY
Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano
Cuántas veces me habré preguntado qué es lo que hace que las
cosas sucedan, o si somos realmente libres para escoger nuestro destino. Si
aquella tarde no hubiésemos decidido ir a la casa Rosicky, ¿el mal nos hubiese
perseguido hasta encontrarnos?
De todos los recuerdos
de mi infancia, solo hay uno que me gustaría borrar, pero no puedo. Solo éramos
unos niños. ¿Qué clase de terrible pecado habíamos cometido?
Prefiero pensar que no
fue nada personal, que nada más que estábamos en el lugar y momento equivocados.
Otra cosa me volvería loco.
En la primavera de
1980 yo tenía once años y había perdido la cuenta del número de veces que nos
habíamos mudado de casa. Mi padre era capitán de la guardia civil y nos trasladábamos
continuamente por toda España cada vez que él cambiaba de destino. Al principio
me parecía muy duro dejar atrás una y otra vez buenos amigos, pero creo que
llegó un momento el que me acostumbré a aquella vida nómada. Visto desde la
distancia, a veces pienso que la calidad de mis relaciones de amistad disminuía
con cada cambio, quizás como una medida inconsciente de defensa por mi parte,
para minimizar el daño que sin duda llegaría cuando tuviésemos que marcharnos.
Por otra parte vivíamos en un cuartel, y allí todos éramos como una gran
familia acostumbrada a la llegada de nuevos miembros. Gracias a eso, y a mi carácter
extrovertido, nunca me costaba mucho trabajo integrarme en alguna pandilla de
chicos de mi edad.
Aquella tarde hacía un
buen rato que el sol se había puesto. La luna llena comenzaba a iluminar en
blanco y negro las calles, y se podía ver incluso en los rincones más
escondidos sin la iluminación de las farolas.
Era viernes y al día
siguiente no había colegio, y eso significaba que nuestras madres todavía
tardarían un buen rato en llamarnos para cenar, así que Raúl nos propuso ir
hasta la casa Rosicky. A los tres nos pareció una buena idea, o por lo menos no
abrimos la boca para protestar. Hacerlo hubiese podido tomarse como una muestra
de miedo y ninguno quería parecer un gallina. Aunque todos teníamos la misma
edad, Raúl era unos meses mayor, y esa diferencia, y una valentía que a veces
rayaba en la temeridad, eran suficientes para que lo hubiésemos elegido como
nuestro líder.
La casa Rosicky estaba
abandonada desde hacía muchos años. Era enorme e impresionaba verla a plena luz
del día. A mí me parecía que era hermosa a su manera, pero tengo que reconocer
que era bastante extraña. Pasar delante de ella me ponía los pelos de punta y
hacía que la mirase de reojo mientras caminaba. A mi padre no le gustaba
demasiado que merodeásemos por los alrededores de la casa pues, aunque el
barrio era muy tranquilo, el abandono la había deteriorado tanto que podía
haberla vuelto peligrosa. Recuerdo que siempre me decía que aquella construcción
destacaba tanto como una rosa en medio de un campo de ortigas.
Según me había contado
Raúl, había sido construida a principios del siglo XX por un acaudalado
matrimonio polaco cuyos negocios tenían algo que ver con la minería. Sus dueños
apenas habían podido disfrutar de la mansión, puesto que habían muerto en un
accidente de tráfico cuando viajaban a Polonia con su hija.
Después de un paseo
muy corto en el que apenas hablamos entre nosotros, llegamos hasta la casa. A
nuestro alrededor no había más ruidos que las voces amortiguadas por la
distancia de los demás chicos que todavía jugaban en la calle. La vegetación
crecía de forma salvaje y se entretejía con la oxidada reja de hierro forjado
que cercaba la finca. Raúl, que conocía perfectamente el terreno, nos dirigió
sin vacilar hasta la verja de la entrada, cuyas dos hojas estaban sujetas por
una gruesa cadena y un candado que nadie había abierto en años.
—¡Vamos! —nos animó Raúl—.
Si empujamos con fuerza, lograremos mover esta verja lo suficiente como para poder
pasar.
Una de las hojas se
había descolgado de las bisagras y estaba clavada en el suelo, pero la otra
todavía se movía, y la longitud de la cadena permitía una holgura suficiente
para que pudiésemos pasar por la abertura con un poco de esfuerzo.
Una vez dentro, la
excursión dejó de parecerme divertida. Ya no podía oír a los chicos y dudaba
que pudiésemos escuchar a nuestras madres en caso de que nos llamasen. Arturo
debió de sentir lo mismo, porque recuerdo perfectamente su mirada al pasar a mi
lado.
La luz de la luna se
filtraba a través de las ramas desnudas de los árboles muertos del jardín e
iluminaba de tal forma la casa que ya no me parecía hermosa. Bañada con aquella
luz fantasmal, la casa parecía haberse despojado de su disfraz de lugar apacible
para revelar su verdadera naturaleza maligna. Quizás incluso la guarida de algo
que en ese mismo instante nos estuviese observando detrás de aquellas ventanas
de vidrios rotos y lechosos, mientras extendía sus tentáculos entre la maleza
del jardín para atraparnos.
Intenté pensar en
cosas menos aterradoras, pero no lo conseguía.
Raúl nos reunió para
contarnos el plan y, mientras hablaba, yo no podía quitar los ojos de la casa.
Mi imaginación dibujaba siluetas tras los cristales sucios y veía sombras moverse
allí donde no había nada.
—He traído tres
petardos de los gordos —anunció Raúl presa de la excitación—. ¿Qué os parece si
los tiramos en la cueva del conejo? —preguntó de forma retórica, pues sabía que
la decisión estaba tomada y ninguno de nosotros se echaría atrás.
La guarida del conejo
era un agujero de unos treinta centímetros de diámetro que alguien o algo había
excavado en la parte de atrás del jardín, en la ladera de una pequeña loma que
habíamos descubierto mientras jugábamos a exploradores, a plena luz del día.
La idea de rodear la
casa de noche, hasta un lugar que quedaba tan lejos de la única salida de la
finca, no me agradó demasiado, pero Raúl continuó hablando y acabó por
contagiarnos su excitación. Además, y si todo salía bien, tan solo serían unos
minutos. Y tirar unos petardos bien merecía el mal trago.
Una vez que nos
pusimos de acuerdo, comenzamos a movernos sigilosamente de árbol en árbol detrás
de Raúl.
—Cuidado con el
estanque —susurró Raúl—. Pisad en las mismas piedras que yo si no queréis que
vuestros padres os den unos azotes por llegar a casa con los zapatos mojados y
llenos de barro.
Llegamos al jardín
trasero sin más contratiempos y nos tumbamos sobre la hierba a recuperar el
resuello. Sobre nuestras cabezas brillaban miles de estrellas en un cielo
completamente despejado. Solo aquella imagen hacía que todo hubiese merecido la
pena.
Raúl se sentó y abrió
la mano para enseñarnos lo que había traído.
—Dos bombas y una
traca. Vamos a pulverizar ese agujero —señaló un punto a unos metros de nuestra
posición—. Yo tiraré el primero, ¡seguidme!
Reptamos por la hierba
hasta que nos ordenó detenernos alrededor del agujero. Aquel círculo de
profunda negrura parecía bastante más grande que a plena luz del día. Recuerdo
que en ese momento pensé que quizás se tratase de la guarida de algún animal
peligroso y no di un paso atrás, pero dejé que mis dos amigos se pusieran en
primera fila.
—¡Guau, es genial! —exclamó
Raúl con un tono demasiado alto para mi gusto en cuanto se asomó al agujero.
No entendí a qué se
refería hasta que me acerqué a él. Una brisa fresca salía de la abertura y bañaba
nuestras caras. Por un instante cerramos los ojos y disfrutamos del momento,
olvidándonos por completo de nuestros temores y de donde estábamos.
—No me lo puedo creer —comentó
Arturo—, pero si huele a chocolate...
Lo miré extrañado. Era
cierto que olía bien, sin embargo, a mí me parecía que olía a ropa recién
lavada.
Yo estaba
desconcertado. Había algo que no encajaba en todo aquello. En el jardín no se
movía ni una hoja.
—¿De dónde creéis que
viene el viento? — pregunté.
—No lo sé. Quizás sea
alguna especie de túnel de ventilación de una sala de máquinas...
—Pero no hay nada en
la dirección en la que está excavado el túnel —repuse—, tan solo la casa. Y tú
dices que está abandonada desde hace muchos años. ¿Qué clase de máquina
funcionaría durante tanto tiempo?
—¡Mirad, chicos! ¿Qué
es eso que brilla en el fondo del agujero?
Nos asomamos de nuevo
al borde y vimos a qué se refería Arturo. Una pequeña luz bailaba en la
oscuridad.
—¡Espera, espera un
segundo! —exclamó Raúl—. ¿Podéis oír lo mismo que yo?
Nadie dijo nada.
Aunque nos costaba entenderlo, sabíamos a qué se refería. No había duda alguna.
Envuelta en la brisa llegaba la voz cristalina de una niña que tarareaba una
hermosa canción.
—¡Hay alguien ahí
abajo! —exclamé asustado por el significado de lo que acababa de decir.
—Quizás se haya
quedado atrapada —dijo Arturo.
—Lo mejor será que
vayamos a avisar a nuestros padres —comenté superado por los acontecimientos.
Ni Arturo ni yo
pudimos evitar lo que sucedió a continuación.
Raúl no estaba
dispuesto a volver a casa sin acabar la misión. Cuando me giré al escuchar su
voz, en sus manos brillaba la chispa de la pequeña mecha del petardo.
—Está bien —dijo
mientras lanzaba la traca al agujero—. Avisaremos a quienquiera que sea que esté
ahí abajo para que sepa que vamos a volver con ayuda.
Todos nos retiramos
hacia atrás de forma instintiva. Yo sabía que aquello no había sido una buena
idea pero, al no escuchar la explosión después de un tiempo más que razonable,
llegué a pensar que al final podíamos haber tenido un poco de suerte y quizás
la mecha se hubiese apagado.
Sé que no deberíamos
haberlo hecho, que tendríamos que haber salido corriendo de aquella casa
infernal, pero la curiosidad de los niños no atiende a lógica alguna y nos
parecía que no teníamos nada que temer de aquella brisa fresca y de la voz
embriagadora de la niña que cantaba. Volvimos a asomarnos al agujero y nos
sorprendió descubrir que el caudal de aire había aumentado hasta volverse casi
molesto. Además, aquel olor agradable había sido sustituido por otro repugnante
y ya no se oía la voz de la niña.
Nadie estaba preparado
para lo que sucedió a continuación.
Las explosiones nos
cogieron a todos por sorpresa, pero no nos asustaron tanto como lo que vimos
cada vez que estallaban los pequeños petardos y la luz iluminaba la oscuridad
durante un breve instante. Alguien reptaba hacia nosotros con una rapidez
impropia del tamaño del agujero. Por muchos años que pasen, nunca podré olvidar
aquella cara que nos miraba fijamente con unos ojos negros como el azabache y
aquella sonrisa demencial.
No tuvimos tiempo a
reaccionar.
El agujero nos escupió
en la cara una bocanada de viento putrefacto mientras una mano blanca como la
cera atrapaba a Raúl.
—¡Dios mío! —gritó
cuando las uñas sucias se clavaron con fuerza en la carne de su brazo—. ¡Duele
mucho, y quema...!
El viento cambió y se
convirtió en una poderosa fuerza de succión que comenzó a arrastrar a nuestro
amigo hacia la oscuridad, que pareció abrirse para recibirlo.
Estábamos
aterrorizados, pero no dejaríamos a Raúl a merced de aquella fuerza maligna sin
luchar, así que tiramos de él con todas nuestras fuerzas. Al instante nos dimos
cuenta de que era un gesto inútil, que no podríamos vencer, pero no cejamos en
nuestro esfuerzo hasta que por encima de nuestros gritos comenzamos a escuchar
sus huesos romperse mientras el agujero se lo tragaba.
Por un instante se
hizo el silencio. Arturo y yo nos quedamos allí, sentados al borde del agujero,
llorando y sin saber muy bien qué hacer. Incapaces de creer lo que había
sucedido.
Cuando el viento
comenzó a soplar de nuevo, Arturo se levantó gritando fuera de sí.
—¿Puedes oírlo? ¡Ha dicho
mi nombre! ¡Ahora viene a por mí!
Yo sabía que no había
sido así, porque lo único que había oído con total claridad, y como si alguien
me lo hubiese susurrado en el oído, había sido mi nombre.
No hizo falta hablar más.
Comenzamos a correr como dos locos hacia la salida. Tropezamos y caímos varias
veces mientras la fuerza del viento que nos envolvía crecía e intentaba
entorpecer nuestra huída.
Ni siquiera pensamos
en rodear el estanque. Solo cuando nuestros pies comenzaron a chapotear en un
suelo pastoso que ralentizaba la carrera, caímos en la cuenta de que quizás
hubiésemos cometido un error: no sabíamos cuál podía ser la profundidad de
aquella charca. El viento nos zarandeó como marionetas y nos arrojó a la cara
las nubes de mosquitos que flotaban sobre el agua estancada, así que nos vimos
obligados a correr casi a ciegas el último tramo hasta la verja. Agotado y con
el corazón a punto de estallar, alcancé la abertura y pasé dejando un jirón de
ropa y algo de piel enganchados en el hierro.
Todavía a día de hoy
pienso en qué hubiese sido de nosotros si hubiese dejado que Arturo intentase
salir en primer lugar.
Absolutamente
aterrorizado, mi amigo no se agachó lo suficiente y su pelo se enganchó en la
verja, o por lo menos quiero pensar que fue la verja lo que lo atrapó.
—¡Ayúdame! —gritó
desesperado mientras me tendía la mano.
No lo dudé. Estaba
seguro de que allí afuera me encontraba a salvo y que aquella fuerza maligna ya
no podía alcanzarme, así que le cogí la mano y tiré con unas fuerzas que ya no
tenía. Durante un instante recordé nuestro intento de rescatar a Raúl y tuve
miedo a fallar de nuevo, pero nada de eso sucedió. Arturo logró salir, aunque
se dejó buena parte del cuero cabelludo colgando de la verja. Recuerdo que nos
abrazamos y lloramos durante lo que me pareció una eternidad. Hasta que la
sangre que manaba de su cabeza comenzó a empapar mi mano. Teníamos que volver a
casa. Él necesitaba que un médico viese su herida y además teníamos que contar
lo sucedido a nuestros padres para que volviesen a buscar a Raúl. Antes de
marcharnos nos dimos cuenta de que el viento había cesado y, al levantar la
vista hacia la casa por un instante, los dos pudimos ver, sobre la colina, la
silueta de alguien que tenía el tamaño de una niña recortada contra la luz de
la luna.
Mi padre sabía que yo
nunca me inventaría una historia como esa, así que media hora después estábamos
de vuelta en la casa, solo que ahora más de veinte hombres registraban el
edificio y el jardín de forma exhaustiva.
Recuerdo que nos pidieron que los acompañásemos hasta el
sitio en el que Raúl había desaparecido. En ese momento Arturo sufrió tal
ataque de ansiedad que el doctor tuvo que sedarlo. Con el miedo en el cuerpo,
avancé hasta un lugar que consideré seguro y les señalé el lugar en el que se
abría el agujero de conejo.
Los hombres comenzaron
a hablar entre ellos, desconcertados. Mi padre se acercó hasta donde yo estaba
y se arrodilló ante mí.
—Hijo, ¿estás seguro
de que es ahí? —me preguntó mientras me miraba a los ojos con preocupación—. No
parece muy grande.
Me aparté de mi padre
y vencí el miedo para acercarme hasta los hombres que rodeaban el agujero, que
a la luz de los focos era poco más grande que una madriguera de ratón.
Yo estaba
desconcertado, pero insistí en que había sido allí donde habíamos perdido a Raúl.
A pesar de lo
evidente, excavaron toda la zona, pero no encontraron nada. Aquel agujero que
yo les había señalado no profundizaba más de unos cinco metros en la tierra.
Otra cosa fue lo que
encontraron en el sótano de la casa.
Ser pequeño tenía la
ventaja de que muy a menudo pasabas desapercibido a los ojos de los mayores, y
por eso nadie reparó en mí cuando me acerqué al origen de aquellos gritos
desgarradores que rompían el silencio de la noche.
El padre de Raúl
abrazaba a su esposa, que lloraba y gritaba desconsolada. Los hombres que habían
registrado la casa salían en ese momento al exterior y entre ellos cundía el
nerviosismo. Alguno incluso vomitó en el jardín. Al parecer, habían encontrado
el cuerpo de Raúl, descoyuntado y con la boca y las fosas nasales llenas de
tierra, como si se hubiese visto obligado a respirarla. Y lo más increíble de
todo era que, para rescatarlo, se habían visto obligados a derribar una pared
en el sótano que estaba cubierta de extrañas inscripciones. Decían que Raúl había
aparecido abrazado al esqueleto de un niño. Alguien que parecía llevar muerto
muchos años.
—Una niña —me oí decir
a mí mismo—. Se trata de una niña.
Todos volvieron la
vista hacia mí y luego no sé qué más pasó, porque me desmayé.
No he vuelto a ver a
Arturo desde aquella noche. Su familia abandonó de forma precipitada el cuartel
y, cuando intenté contactar con él, sus padres me rogaron que no lo hiciese. Me
contaron que todavía necesitaba ayuda psicológica y que precisaba medicarse
para poder conciliar el sueño. Los médicos les habían recomendado alejarse lo máximo
posible de aquel suceso y pensaban que hablar conmigo no le haría ningún bien.
En mi casa nunca
volvimos a hablar de forma abierta del incidente, me imagino que para intentar
protegerme, pero no hay lugar donde puedas esconderte del pasado. Las frases a
medias que terminaban de forma brusca en mi presencia, las miradas de lástima
de los demás niños o las condolencias a destiempo no hacían más que reabrir una
y otra vez la herida.
Nadie pudo aportar una
explicación racional a lo que sucedió aquella noche y la muerte de Raúl acabó
en el archivo de los casos si resolver.
Meses después, cuando
mi aspecto físico comenzó a deteriorarse de forma alarmante debido a las
pesadillas, mi padre aprovechó la primera oportunidad que se le presentó y
aceptó una comandancia en Galicia.
Pero las pesadillas no
desaparecieron.
¿Por qué me decido a
contar esta historia ahora, tantos años después de aquella noche? Pues porque
ha sucedido algo que, aunque sigue siendo inexplicable, arroja una nueva luz
sobre aquel suceso.
Mi padre falleció hace
seis meses tras padecer una larga enfermedad y, como es habitual, los compañeros
enviaron sus pertenencias personales a la familia. Fue mi madre, que no tiene
fuerzas para enfrentarse a los recuerdos, la que me rogó que las revisara y
valorase qué debíamos tirar y qué conservar de todo aquello.
Después de mirarlas
por encima, me llamaron la atención unos viejos libros que parecían una especie
de diarios. Comencé a hojearlos y rápidamente me di cuenta de que allí mi padre
apuntaba los aspectos más relevantes de los casos que estaban investigando.
Muchas de las entradas se abrían y cerraban de forma rápida, pero había una que
contenía una información más extensa.
Mi padre la había
denominado "La Casa Rosicky".
En la casa se había
encontrado correspondencia del matrimonio con su familia en Polonia y, después
de traducirla, los investigadores habían determinado que era necesario hablar
con aquellos parientes. De aquellas conversaciones y de la correspondencia
rescatada, mi padre había entresacado varias conclusiones. La primera provenía
del informe de tráfico del día en el que los Rosicky habían fallecido, que
relataba que un vendaval había arrancado un enorme árbol de la cuneta y lo había
arrojado sobre el coche en el que viajaban. Eso había hecho que perdiesen el
control y acabasen en el fondo del lago. Nadie había visto un temporal tan
violento y repentino, con vientos que habían causado numerosos destrozos
materiales en la zona. También resultaba curioso que se hubiesen encontrado los
cuerpos de los padres, pero no así el de la hija.
En alguna de las
cartas encontradas, la familia planteaba dudas acerca de las teorías de los
Rosicky, que creían poder hacer que su hija, que sufría una extraña enfermedad
que estaba acabando con su vida, pudiese volver a vivir como una niña normal,
aunque para ello tuviesen que (y mi padre decía que citaba literalmente) romper
con la Santa Iglesia Católica.
En la última de las
cartas, de caligrafía mucho más apresurada, la familia rogaba al matrimonio que
volviese a Polonia, lo que, a juzgar por el estado de las cosas dentro de la
casa, hicieron de forma precipitada. Al parecer, algo había salido terriblemente
mal.
Después de todo esto,
mi padre había anotado unas preguntas sin respuesta.
Si el cuerpo que se
había encontrado era el de la niña, ¿cómo había fallecido y por qué lo habían
tapiado en el sótano de la casa?
¿Qué significaban
todos aquellos símbolos de carácter religioso pintados en las paredes?
¿Por qué se habían
llevado la silla de ruedas de la niña y una maleta con su ropa? ¿Quizás para
que todo el mundo pensase que se llevaban a su hija con ellos de viaje?
Y por último, la más
importante de todas: ¿Cómo había fallecido Raúl, y cómo demonios había llegado
su cuerpo hasta el cuarto tapiado de aquel sótano?
Cuando pasé la página
del diario de mi padre noté que mi pulso se aceleraba. Allí guardaba una
fotografía de la hija del matrimonio. Estaba en el jardín, sentada en la silla
de ruedas. A su alrededor había varios molinillos de viento hechos de papel,
con las aspas pintadas de muchos colores, como si se tratase de sus juguetes
preferidos. Debajo había una leyenda manuscrita en polaco y traducida por
alguien al español: Mi cariño jugando con
el viento.
Según contaban, la niña
podía pasar horas y horas en el jardín siempre que el viento hiciese girar los
molinillos.
En la foto la pequeña
sonreía con la mirada perdida en el infinito. Yo había visto esa misma sonrisa
en aquella cara desdibujada, aquel anochecer de primavera.
Hoy he regresado a la
ciudad para volver a ver la casa Rosicky. Tenía que hacerlo, no he podido
evitarlo. Lo he hecho de pasada y no me he bajado del coche. Ni siquiera me he
detenido, pero ha sido suficiente. En el mismo lugar en el que se levantaba la
casa han construido bloques de apartamentos. El barrio ha cambiado por completo
y ya no están aquellos prados en los que jugábamos. Solo queda el cuartel de la
Guardia Civil, y gracias a eso he podido orientarme.
Quizás me encuentre
condicionado por lo que me sucedió. Quizás haber estado tan próximo al mal me
haya convertido en alguien especialmente sensible, pero he vuelto a sentir
aquella presencia. Estoy seguro de que, sea lo que sea lo que vimos aquella
noche, todavía sigue allí, en algún sitio, esperando.
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