miércoles, 2 de octubre de 2013

LA CASA ROSICKY

Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano


Cuántas veces me habré preguntado qué es lo que hace que las cosas sucedan, o si somos realmente libres para escoger nuestro destino. Si aquella tarde no hubiésemos decidido ir a la casa Rosicky, ¿el mal nos hubiese perseguido hasta encontrarnos?
De todos los recuerdos de mi infancia, solo hay uno que me gustaría borrar, pero no puedo. Solo éramos unos niños. ¿Qué clase de terrible pecado habíamos cometido?
Prefiero pensar que no fue nada personal, que nada más que estábamos en el lugar y momento equivocados. Otra cosa me volvería loco.
En la primavera de 1980 yo tenía once años y había perdido la cuenta del número de veces que nos habíamos mudado de casa. Mi padre era capitán de la guardia civil y nos trasladábamos continuamente por toda España cada vez que él cambiaba de destino. Al principio me parecía muy duro dejar atrás una y otra vez buenos amigos, pero creo que llegó un momento el que me acostumbré a aquella vida nómada. Visto desde la distancia, a veces pienso que la calidad de mis relaciones de amistad disminuía con cada cambio, quizás como una medida inconsciente de defensa por mi parte, para minimizar el daño que sin duda llegaría cuando tuviésemos que marcharnos. Por otra parte vivíamos en un cuartel, y allí todos éramos como una gran familia acostumbrada a la llegada de nuevos miembros. Gracias a eso, y a mi carácter extrovertido, nunca me costaba mucho trabajo integrarme en alguna pandilla de chicos de mi edad.
Aquella tarde hacía un buen rato que el sol se había puesto. La luna llena comenzaba a iluminar en blanco y negro las calles, y se podía ver incluso en los rincones más escondidos sin la iluminación de las farolas.
Era viernes y al día siguiente no había colegio, y eso significaba que nuestras madres todavía tardarían un buen rato en llamarnos para cenar, así que Raúl nos propuso ir hasta la casa Rosicky. A los tres nos pareció una buena idea, o por lo menos no abrimos la boca para protestar. Hacerlo hubiese podido tomarse como una muestra de miedo y ninguno quería parecer un gallina. Aunque todos teníamos la misma edad, Raúl era unos meses mayor, y esa diferencia, y una valentía que a veces rayaba en la temeridad, eran suficientes para que lo hubiésemos elegido como nuestro líder.
La casa Rosicky estaba abandonada desde hacía muchos años. Era enorme e impresionaba verla a plena luz del día. A mí me parecía que era hermosa a su manera, pero tengo que reconocer que era bastante extraña. Pasar delante de ella me ponía los pelos de punta y hacía que la mirase de reojo mientras caminaba. A mi padre no le gustaba demasiado que merodeásemos por los alrededores de la casa pues, aunque el barrio era muy tranquilo, el abandono la había deteriorado tanto que podía haberla vuelto peligrosa. Recuerdo que siempre me decía que aquella construcción destacaba tanto como una rosa en medio de un campo de ortigas.
Según me había contado Raúl, había sido construida a principios del siglo XX por un acaudalado matrimonio polaco cuyos negocios tenían algo que ver con la minería. Sus dueños apenas habían podido disfrutar de la mansión, puesto que habían muerto en un accidente de tráfico cuando viajaban a Polonia con su hija.
Después de un paseo muy corto en el que apenas hablamos entre nosotros, llegamos hasta la casa. A nuestro alrededor no había más ruidos que las voces amortiguadas por la distancia de los demás chicos que todavía jugaban en la calle. La vegetación crecía de forma salvaje y se entretejía con la oxidada reja de hierro forjado que cercaba la finca. Raúl, que conocía perfectamente el terreno, nos dirigió sin vacilar hasta la verja de la entrada, cuyas dos hojas estaban sujetas por una gruesa cadena y un candado que nadie había abierto en años.
—¡Vamos! —nos animó Raúl—. Si empujamos con fuerza, lograremos mover esta verja lo suficiente como para poder pasar.
Una de las hojas se había descolgado de las bisagras y estaba clavada en el suelo, pero la otra todavía se movía, y la longitud de la cadena permitía una holgura suficiente para que pudiésemos pasar por la abertura con un poco de esfuerzo.
Una vez dentro, la excursión dejó de parecerme divertida. Ya no podía oír a los chicos y dudaba que pudiésemos escuchar a nuestras madres en caso de que nos llamasen. Arturo debió de sentir lo mismo, porque recuerdo perfectamente su mirada al pasar a mi lado.
La luz de la luna se filtraba a través de las ramas desnudas de los árboles muertos del jardín e iluminaba de tal forma la casa que ya no me parecía hermosa. Bañada con aquella luz fantasmal, la casa parecía haberse despojado de su disfraz de lugar apacible para revelar su verdadera naturaleza maligna. Quizás incluso la guarida de algo que en ese mismo instante nos estuviese observando detrás de aquellas ventanas de vidrios rotos y lechosos, mientras extendía sus tentáculos entre la maleza del jardín para atraparnos.
Intenté pensar en cosas menos aterradoras, pero no lo conseguía.
Raúl nos reunió para contarnos el plan y, mientras hablaba, yo no podía quitar los ojos de la casa. Mi imaginación dibujaba siluetas tras los cristales sucios y veía sombras moverse allí donde no había nada.
—He traído tres petardos de los gordos —anunció Raúl presa de la excitación—. ¿Qué os parece si los tiramos en la cueva del conejo? —preguntó de forma retórica, pues sabía que la decisión estaba tomada y ninguno de nosotros se echaría atrás.
La guarida del conejo era un agujero de unos treinta centímetros de diámetro que alguien o algo había excavado en la parte de atrás del jardín, en la ladera de una pequeña loma que habíamos descubierto mientras jugábamos a exploradores, a plena luz del día.
La idea de rodear la casa de noche, hasta un lugar que quedaba tan lejos de la única salida de la finca, no me agradó demasiado, pero Raúl continuó hablando y acabó por contagiarnos su excitación. Además, y si todo salía bien, tan solo serían unos minutos. Y tirar unos petardos bien merecía el mal trago.
Una vez que nos pusimos de acuerdo, comenzamos a movernos sigilosamente de árbol en árbol detrás de Raúl.
—Cuidado con el estanque —susurró Raúl—. Pisad en las mismas piedras que yo si no queréis que vuestros padres os den unos azotes por llegar a casa con los zapatos mojados y llenos de barro.
Llegamos al jardín trasero sin más contratiempos y nos tumbamos sobre la hierba a recuperar el resuello. Sobre nuestras cabezas brillaban miles de estrellas en un cielo completamente despejado. Solo aquella imagen hacía que todo hubiese merecido la pena.
Raúl se sentó y abrió la mano para enseñarnos lo que había traído.
—Dos bombas y una traca. Vamos a pulverizar ese agujero —señaló un punto a unos metros de nuestra posición—. Yo tiraré el primero, ¡seguidme!
Reptamos por la hierba hasta que nos ordenó detenernos alrededor del agujero. Aquel círculo de profunda negrura parecía bastante más grande que a plena luz del día. Recuerdo que en ese momento pensé que quizás se tratase de la guarida de algún animal peligroso y no di un paso atrás, pero dejé que mis dos amigos se pusieran en primera fila.
—¡Guau, es genial! —exclamó Raúl con un tono demasiado alto para mi gusto en cuanto se asomó al agujero.
No entendí a qué se refería hasta que me acerqué a él. Una brisa fresca salía de la abertura y bañaba nuestras caras. Por un instante cerramos los ojos y disfrutamos del momento, olvidándonos por completo de nuestros temores y de donde estábamos.
—No me lo puedo creer —comentó Arturo—, pero si huele a chocolate...
Lo miré extrañado. Era cierto que olía bien, sin embargo, a mí me parecía que olía a ropa recién lavada.
Yo estaba desconcertado. Había algo que no encajaba en todo aquello. En el jardín no se movía ni una hoja.
—¿De dónde creéis que viene el viento? — pregunté.
—No lo sé. Quizás sea alguna especie de túnel de ventilación de una sala de máquinas...
—Pero no hay nada en la dirección en la que está excavado el túnel —repuse—, tan solo la casa. Y tú dices que está abandonada desde hace muchos años. ¿Qué clase de máquina funcionaría durante tanto tiempo?
—¡Mirad, chicos! ¿Qué es eso que brilla en el fondo del agujero?
Nos asomamos de nuevo al borde y vimos a qué se refería Arturo. Una pequeña luz bailaba en la oscuridad.
—¡Espera, espera un segundo! —exclamó Raúl—. ¿Podéis oír lo mismo que yo?
Nadie dijo nada. Aunque nos costaba entenderlo, sabíamos a qué se refería. No había duda alguna. Envuelta en la brisa llegaba la voz cristalina de una niña que tarareaba una hermosa canción.
—¡Hay alguien ahí abajo! —exclamé asustado por el significado de lo que acababa de decir.
—Quizás se haya quedado atrapada —dijo Arturo.
—Lo mejor será que vayamos a avisar a nuestros padres —comenté superado por los acontecimientos.
Ni Arturo ni yo pudimos evitar lo que sucedió a continuación.
Raúl no estaba dispuesto a volver a casa sin acabar la misión. Cuando me giré al escuchar su voz, en sus manos brillaba la chispa de la pequeña mecha del petardo.
—Está bien —dijo mientras lanzaba la traca al agujero—. Avisaremos a quienquiera que sea que esté ahí abajo para que sepa que vamos a volver con ayuda.
Todos nos retiramos hacia atrás de forma instintiva. Yo sabía que aquello no había sido una buena idea pero, al no escuchar la explosión después de un tiempo más que razonable, llegué a pensar que al final podíamos haber tenido un poco de suerte y quizás la mecha se hubiese apagado.
Sé que no deberíamos haberlo hecho, que tendríamos que haber salido corriendo de aquella casa infernal, pero la curiosidad de los niños no atiende a lógica alguna y nos parecía que no teníamos nada que temer de aquella brisa fresca y de la voz embriagadora de la niña que cantaba. Volvimos a asomarnos al agujero y nos sorprendió descubrir que el caudal de aire había aumentado hasta volverse casi molesto. Además, aquel olor agradable había sido sustituido por otro repugnante y ya no se oía la voz de la niña.
Nadie estaba preparado para lo que sucedió a continuación.
Las explosiones nos cogieron a todos por sorpresa, pero no nos asustaron tanto como lo que vimos cada vez que estallaban los pequeños petardos y la luz iluminaba la oscuridad durante un breve instante. Alguien reptaba hacia nosotros con una rapidez impropia del tamaño del agujero. Por muchos años que pasen, nunca podré olvidar aquella cara que nos miraba fijamente con unos ojos negros como el azabache y aquella sonrisa demencial.
No tuvimos tiempo a reaccionar.
El agujero nos escupió en la cara una bocanada de viento putrefacto mientras una mano blanca como la cera atrapaba a Raúl.
—¡Dios mío! —gritó cuando las uñas sucias se clavaron con fuerza en la carne de su brazo—. ¡Duele mucho, y quema...!
El viento cambió y se convirtió en una poderosa fuerza de succión que comenzó a arrastrar a nuestro amigo hacia la oscuridad, que pareció abrirse para recibirlo.
Estábamos aterrorizados, pero no dejaríamos a Raúl a merced de aquella fuerza maligna sin luchar, así que tiramos de él con todas nuestras fuerzas. Al instante nos dimos cuenta de que era un gesto inútil, que no podríamos vencer, pero no cejamos en nuestro esfuerzo hasta que por encima de nuestros gritos comenzamos a escuchar sus huesos romperse mientras el agujero se lo tragaba.
Por un instante se hizo el silencio. Arturo y yo nos quedamos allí, sentados al borde del agujero, llorando y sin saber muy bien qué hacer. Incapaces de creer lo que había sucedido.
Cuando el viento comenzó a soplar de nuevo, Arturo se levantó gritando fuera de sí.
—¿Puedes oírlo? ¡Ha dicho mi nombre! ¡Ahora viene a por mí!
Yo sabía que no había sido así, porque lo único que había oído con total claridad, y como si alguien me lo hubiese susurrado en el oído, había sido mi nombre.
No hizo falta hablar más. Comenzamos a correr como dos locos hacia la salida. Tropezamos y caímos varias veces mientras la fuerza del viento que nos envolvía crecía e intentaba entorpecer nuestra huída.
Ni siquiera pensamos en rodear el estanque. Solo cuando nuestros pies comenzaron a chapotear en un suelo pastoso que ralentizaba la carrera, caímos en la cuenta de que quizás hubiésemos cometido un error: no sabíamos cuál podía ser la profundidad de aquella charca. El viento nos zarandeó como marionetas y nos arrojó a la cara las nubes de mosquitos que flotaban sobre el agua estancada, así que nos vimos obligados a correr casi a ciegas el último tramo hasta la verja. Agotado y con el corazón a punto de estallar, alcancé la abertura y pasé dejando un jirón de ropa y algo de piel enganchados en el hierro.
Todavía a día de hoy pienso en qué hubiese sido de nosotros si hubiese dejado que Arturo intentase salir en primer lugar.
Absolutamente aterrorizado, mi amigo no se agachó lo suficiente y su pelo se enganchó en la verja, o por lo menos quiero pensar que fue la verja lo que lo atrapó.
—¡Ayúdame! —gritó desesperado mientras me tendía la mano.
No lo dudé. Estaba seguro de que allí afuera me encontraba a salvo y que aquella fuerza maligna ya no podía alcanzarme, así que le cogí la mano y tiré con unas fuerzas que ya no tenía. Durante un instante recordé nuestro intento de rescatar a Raúl y tuve miedo a fallar de nuevo, pero nada de eso sucedió. Arturo logró salir, aunque se dejó buena parte del cuero cabelludo colgando de la verja. Recuerdo que nos abrazamos y lloramos durante lo que me pareció una eternidad. Hasta que la sangre que manaba de su cabeza comenzó a empapar mi mano. Teníamos que volver a casa. Él necesitaba que un médico viese su herida y además teníamos que contar lo sucedido a nuestros padres para que volviesen a buscar a Raúl. Antes de marcharnos nos dimos cuenta de que el viento había cesado y, al levantar la vista hacia la casa por un instante, los dos pudimos ver, sobre la colina, la silueta de alguien que tenía el tamaño de una niña recortada contra la luz de la luna.
Mi padre sabía que yo nunca me inventaría una historia como esa, así que media hora después estábamos de vuelta en la casa, solo que ahora más de veinte hombres registraban el edificio y el jardín de forma exhaustiva.
Recuerdo que nos pidieron que los acompañásemos hasta el sitio en el que Raúl había desaparecido. En ese momento Arturo sufrió tal ataque de ansiedad que el doctor tuvo que sedarlo. Con el miedo en el cuerpo, avancé hasta un lugar que consideré seguro y les señalé el lugar en el que se abría el agujero de conejo.
Los hombres comenzaron a hablar entre ellos, desconcertados. Mi padre se acercó hasta donde yo estaba y se arrodilló ante mí.
—Hijo, ¿estás seguro de que es ahí? —me preguntó mientras me miraba a los ojos con preocupación—. No parece muy grande.
Me aparté de mi padre y vencí el miedo para acercarme hasta los hombres que rodeaban el agujero, que a la luz de los focos era poco más grande que una madriguera de ratón.
Yo estaba desconcertado, pero insistí en que había sido allí donde habíamos perdido a Raúl.
A pesar de lo evidente, excavaron toda la zona, pero no encontraron nada. Aquel agujero que yo les había señalado no profundizaba más de unos cinco metros en la tierra.
Otra cosa fue lo que encontraron en el sótano de la casa.
Ser pequeño tenía la ventaja de que muy a menudo pasabas desapercibido a los ojos de los mayores, y por eso nadie reparó en mí cuando me acerqué al origen de aquellos gritos desgarradores que rompían el silencio de la noche.
El padre de Raúl abrazaba a su esposa, que lloraba y gritaba desconsolada. Los hombres que habían registrado la casa salían en ese momento al exterior y entre ellos cundía el nerviosismo. Alguno incluso vomitó en el jardín. Al parecer, habían encontrado el cuerpo de Raúl, descoyuntado y con la boca y las fosas nasales llenas de tierra, como si se hubiese visto obligado a respirarla. Y lo más increíble de todo era que, para rescatarlo, se habían visto obligados a derribar una pared en el sótano que estaba cubierta de extrañas inscripciones. Decían que Raúl había aparecido abrazado al esqueleto de un niño. Alguien que parecía llevar muerto muchos años.
—Una niña —me oí decir a mí mismo—. Se trata de una niña.
Todos volvieron la vista hacia mí y luego no sé qué más pasó, porque me desmayé.
No he vuelto a ver a Arturo desde aquella noche. Su familia abandonó de forma precipitada el cuartel y, cuando intenté contactar con él, sus padres me rogaron que no lo hiciese. Me contaron que todavía necesitaba ayuda psicológica y que precisaba medicarse para poder conciliar el sueño. Los médicos les habían recomendado alejarse lo máximo posible de aquel suceso y pensaban que hablar conmigo no le haría ningún bien.
En mi casa nunca volvimos a hablar de forma abierta del incidente, me imagino que para intentar protegerme, pero no hay lugar donde puedas esconderte del pasado. Las frases a medias que terminaban de forma brusca en mi presencia, las miradas de lástima de los demás niños o las condolencias a destiempo no hacían más que reabrir una y otra vez la herida.
Nadie pudo aportar una explicación racional a lo que sucedió aquella noche y la muerte de Raúl acabó en el archivo de los casos si resolver.
Meses después, cuando mi aspecto físico comenzó a deteriorarse de forma alarmante debido a las pesadillas, mi padre aprovechó la primera oportunidad que se le presentó y aceptó una comandancia en Galicia.
Pero las pesadillas no desaparecieron.
¿Por qué me decido a contar esta historia ahora, tantos años después de aquella noche? Pues porque ha sucedido algo que, aunque sigue siendo inexplicable, arroja una nueva luz sobre aquel suceso.
Mi padre falleció hace seis meses tras padecer una larga enfermedad y, como es habitual, los compañeros enviaron sus pertenencias personales a la familia. Fue mi madre, que no tiene fuerzas para enfrentarse a los recuerdos, la que me rogó que las revisara y valorase qué debíamos tirar y qué conservar de todo aquello.
Después de mirarlas por encima, me llamaron la atención unos viejos libros que parecían una especie de diarios. Comencé a hojearlos y rápidamente me di cuenta de que allí mi padre apuntaba los aspectos más relevantes de los casos que estaban investigando. Muchas de las entradas se abrían y cerraban de forma rápida, pero había una que contenía una información más extensa.
Mi padre la había denominado "La Casa Rosicky".
En la casa se había encontrado correspondencia del matrimonio con su familia en Polonia y, después de traducirla, los investigadores habían determinado que era necesario hablar con aquellos parientes. De aquellas conversaciones y de la correspondencia rescatada, mi padre había entresacado varias conclusiones. La primera provenía del informe de tráfico del día en el que los Rosicky habían fallecido, que relataba que un vendaval había arrancado un enorme árbol de la cuneta y lo había arrojado sobre el coche en el que viajaban. Eso había hecho que perdiesen el control y acabasen en el fondo del lago. Nadie había visto un temporal tan violento y repentino, con vientos que habían causado numerosos destrozos materiales en la zona. También resultaba curioso que se hubiesen encontrado los cuerpos de los padres, pero no así el de la hija.
En alguna de las cartas encontradas, la familia planteaba dudas acerca de las teorías de los Rosicky, que creían poder hacer que su hija, que sufría una extraña enfermedad que estaba acabando con su vida, pudiese volver a vivir como una niña normal, aunque para ello tuviesen que (y mi padre decía que citaba literalmente) romper con la Santa Iglesia Católica.
En la última de las cartas, de caligrafía mucho más apresurada, la familia rogaba al matrimonio que volviese a Polonia, lo que, a juzgar por el estado de las cosas dentro de la casa, hicieron de forma precipitada. Al parecer, algo había salido terriblemente mal.
Después de todo esto, mi padre había anotado unas preguntas sin respuesta.
Si el cuerpo que se había encontrado era el de la niña, ¿cómo había fallecido y por qué lo habían tapiado en el sótano de la casa?
¿Qué significaban todos aquellos símbolos de carácter religioso pintados en las paredes?
¿Por qué se habían llevado la silla de ruedas de la niña y una maleta con su ropa? ¿Quizás para que todo el mundo pensase que se llevaban a su hija con ellos de viaje?
Y por último, la más importante de todas: ¿Cómo había fallecido Raúl, y cómo demonios había llegado su cuerpo hasta el cuarto tapiado de aquel sótano?
Cuando pasé la página del diario de mi padre noté que mi pulso se aceleraba. Allí guardaba una fotografía de la hija del matrimonio. Estaba en el jardín, sentada en la silla de ruedas. A su alrededor había varios molinillos de viento hechos de papel, con las aspas pintadas de muchos colores, como si se tratase de sus juguetes preferidos. Debajo había una leyenda manuscrita en polaco y traducida por alguien al español: Mi cariño jugando con el viento.
Según contaban, la niña podía pasar horas y horas en el jardín siempre que el viento hiciese girar los molinillos.
En la foto la pequeña sonreía con la mirada perdida en el infinito. Yo había visto esa misma sonrisa en aquella cara desdibujada, aquel anochecer de primavera.
Hoy he regresado a la ciudad para volver a ver la casa Rosicky. Tenía que hacerlo, no he podido evitarlo. Lo he hecho de pasada y no me he bajado del coche. Ni siquiera me he detenido, pero ha sido suficiente. En el mismo lugar en el que se levantaba la casa han construido bloques de apartamentos. El barrio ha cambiado por completo y ya no están aquellos prados en los que jugábamos. Solo queda el cuartel de la Guardia Civil, y gracias a eso he podido orientarme.
Quizás me encuentre condicionado por lo que me sucedió. Quizás haber estado tan próximo al mal me haya convertido en alguien especialmente sensible, pero he vuelto a sentir aquella presencia. Estoy seguro de que, sea lo que sea lo que vimos aquella noche, todavía sigue allí, en algún sitio, esperando.

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