domingo, 9 de septiembre de 2018

LOS COSECHADORES DE ESTRELLAS (51): POR FIN EN CASA

Tras reunirse con Rodrigo y con Pelayo, pasaron todos juntos a través del portal del árbol de cristal. Después se quedaron esperando un rato en el intermedio hasta que Pablo, que fue el primero en volver a casa, les diese vía libre para salir al jardín, lejos de la mirada de cualquier entrometido. Pablo rodeó el tronco del viejo roble y observó su casa, comprobando que nadie pudiese verles. La hermosa mañana de verano seguía su curso con tranquilidad.

–¡Ahora! –les dijo, mientras hacía señas con la mano para que se diesen prisa. Pelayo estaba otra vez en sus brazos y olía a chamusquina.

Rodrigo fue el primero que saltó al césped. Después de él lo hizo Flik, con su disfraz de rana color amarillo chillón, y por último, lentamente y maravillándose de todas las novedades que se mostraban ante sus ojos, pasó Uno. Cuando el pequeño robot pisó la hierba, su peso hizo que la tierra cediese bajo sus pies, pero al instante ajustó sus repulsores de antigravedad, y los siguientes pasos que dio no dejaron más huella sobre el césped que la que podría haber dejado Pablo. Rodrigo le recibió y tomó su mano para guiarle en su caminar. Pablo seguía con la vista clavada en la casa, atento por si debía de dar la voz de alarma.

Cuando todos estaban por fin a salvo de miradas indiscretas, decidieron continuar con la fase dos de su plan. Ahora le tocaba a Rodrigo llevarse a su nuevo amigo a través del pasadizo secreto. A la casa abandonada. Pablo no podía verles, pero sonrió al escuchar la sigilosa voz de Rodrigo mientras hablaba con Uno.

–Tú tlanquilo, Nuno. Tú ezpelaz aquí adentlo y nozotoz venimoz a velte, ¿vale? Tú aquí ezpelaz.

Pero más gracioso aún fue escuchar la musical voz de Uno, respondiendo a su hermano en su mismo dialecto.

–Nuno ezpela aquí a Loligo.

Desde luego ese verano iba a tener mucho, pero que mucho trabajo, pensó Pablo. Rodrigo emergió de nuevo del seto.

–Yaztá –una sonrisa de oreja a oreja iluminaba su rostro.

–¡Yaztá, yaztá! Lo que está es bien liada, eso es lo que está –le respondió su hermano mayor.

Y como si todo estuviese planificado al milímetro, en ese mismo momento todos pudieron escuchar la voz de Macarena, que les llamaba desde la puerta del garaje.

–¡Pablo!, ¡Rodrigo!, ¡Pelayo! Vamos, venid a casa, chicos, que vuestros papás estarán a punto de llegar. ¿Dónde estáis que no puedo veros?

–¡Quíííí!, con Flik... –gritó como respuesta Rodrigo.

Pablo le fulminó con la mirada.

–¡Aquí, detrás del árbol, Macarena! ¡Pelayo se hizo caca! –remató Pablo.

–Corre, escóndete, Flik. Macarena es capaz de cocinarte si te ve.

Justo en el momento en el que Flik saltaba dentro de uno de los setos, Macarena llegó hasta donde estaban los chicos y se llevó a Pelayo y a su pestilente culete para cambiarle. Los niños escucharon entonces el inconfundible petardear del coche familiar, que anunciaba que sus padres estaban de vuelta.

–¡Hola a todos! –gritó su padre desde el garaje–. ¡Venid, que tenemos una buena noticia que daros!

–¡Muy bien, papá! ¡Ya vamos! –le respondió Pablo.

–Rodrigo, vete a casa y diles que voy ahora. Yo tengo que hablar con Flik de una cosa –continuó Pablo con voz de complicidad.

–Lez dico que ya vaz, que tenez que habal con Flik de una coza –repitió su hermano de forma automática.

–¡Noooooo, alcornoque! Inventa algo, hombre. Lo de Flik te lo digo a ti para que lo sepas, pero no para que lo cuentes.

–¡Vaaaaale!, demonioz. Que no hay quien te entienda. ¡Zenol, zí, zenol! –Rodrigo se cuadró de la mejor manera que pudo, llevándose la mano por encima de la ceja, y arrancó en una de sus poco ortodoxas carreras.

Cuando al fin se quedaron solos Pablo se dirigió a Flik.

–Me imagino que lo de que en el portal no cabían cosas más pesadas que nosotros... –señaló la huella dejada por Uno al entrar a su jardín.

–Sí, mi joven amigo. Sabía que nada más que reparases en ello comenzarías a darle vueltas a nuestra primera conversación. Pensar otra cosa sería menospreciar tu inteligencia. En aquel entonces me preguntaste por qué no había acudido a alguien más fuerte, o más inteligente, para realizar tan importante misión. ¿Me equivoco?

–No te equivocas. Tú me respondiste que el portal aún era pequeño. Sin embargo Uno pesa mucho más que nosotros –Pablo señaló satisfecho la huella sobre el césped.

–Cierto, Pablo. Excelente memoria.

–En parte se trataba de las órdenes que te habían dado en la Zona Oscura. Pero aún había más, ¿verdad?

–Sólo se trataba de una pequeña mentira destinada a descartar a vuestros mayores. Como ahora por fin sabes, mi pueblo construyó el camino hacia tu planeta después de que el Tejedor de Sombras os hubiese señalado como los campeones a los que debíamos buscar. Aquella criatura fue muy clara y tajante a la hora de transmitir sus órdenes. Me impuso unas condiciones que me obligó a aceptar sin discutir. Ni siquiera pude preguntar las razones por las que las cosas tenían que ser así. No fue hasta el momento en el que escuché el infalible juicio del Cosechador, cuando me di cuenta del verdadero significado de su prohibición. El único interés de todos se centraba en evitar que vuestra especie, juzgada como dañina y altamente peligrosa, aprendiese de nosotros la ciencia del viaje interestelar. El Tejedor no podía revelarlo, pues el juicio aún estaba teniendo lugar. No, Pablo, nada más lejos de mi intención que intentar desobedecer al Tejedor de Sombras. Pero el verdadero motivo de mi decisión era bien distinto.

–¿Y cual era ese motivo? –preguntó Pablo intrigado.

–Respóndeme con sinceridad a la siguiente pregunta, Pablo: ¿quién de entre vuestros adultos confiaría en una rana que habla, pasaría a través de un árbol a mundo desconocido, y lucharía por la causa de unos seres que no le importan nada, contra unas máquinas aterradoras y todopoderosas?

Silencio.

–Y aún más, ¿quién de vuestros adultos permitiría que fuese uno de sus hijos el que lo hiciese?

Silencio de nuevo.

–La respuesta es que ninguno de vuestros adultos lo haría. Pero tampoco consentirían que alguno de vosotros lo hiciese.

A Pablo, a pesar de su corta edad, no le quedaba más remedio que darle la razón a su nuevo amigo. Aquella exposición de los hechos había sido muy dura y cruel, pero era cierta.

Justo en ese momento se escuchó la alterada voz de Rodrigo romper la tranquilidad de la mañana. Pablo podía ver como su hermano reclamaba su presencia a lo lejos, desde la entrada del garaje.

–¡Paaaaabo, Paaaaaabo, men! ¡Cole, cole muto, muy lápido!

–Voooooy, ya voy –Pablo miró a Flik y le pidió permiso con la mirada para irse.

–Ve. Volveremos a vernos pronto, no te preocupes.

Pablo echó a correr en dirección a su casa. No se dio cuenta de que unos ojos verdes observaban sus evoluciones escondidos al otro lado del seto.

–¡Papi dice que vamos a tenel una helmanina! –le comentó su hermano muy excitado.

–Es cierto –corroboró su padre con una inmensa sonrisa en la cara–, el doctor nos lo acaba de confirmar.

Demonios, pensó Pablo, que ahora caía en que de nuevo se cumplía otra de las premoniciones de aquella extraña Criatura de la Zona Oscura. “Son tres y pronto serán cuatro”.

–¡Lucaz, Lucaz!, ¿dónde eztaz Luquinaz? Vaz a tenel otla helmanina –Rodrigo se dirigió a la cama en donde Lucas continuaba tumbado–. Ez Lucaz. Mila papá, no ze levanta de zu camita. Le paza algo.

La verdad es que Lucas tenía un aspecto horrible. Acurrucado y desmadejado sobre su colchoncito, sus ojos querían levantarse, pero estaba claro que el cuerpo no le acompañaba porque excedía sus menguadas fuerzas. Los ojos más dulces del mundo les suplicaban ayuda en silencio.

La madre de Pablo, alertada por los gritos, se reunió inmediatamente con ellos en el garaje.

–Lucaz, Lucaz, ¿qué te pasa Luquitaz?, ¿eh?, levanta, vamos aliiiiiba –Rodrigo estaba seguro de que si conseguía ponerlo de pie, el mal se iría. Pero con su esfuerzo tan sólo conseguía que el perro emitiese lastimeros quejidos.

–Déjalo Rodrigo, que papá y mamá sabrán qué hacer. Déjalo descansar –Pablo abrazó con cariño a su hermano, que lloraba desconsoladamente.

Sus padres, alarmados ante lo que veían, decidieron llamar sin perder un segundo al veterinario para que viniese con urgencia a la casa.