jueves, 5 de abril de 2012

EL APRENDIZ


El aprendiz contempló con decepción el contenedor en el que flotaba el oscuro éter muerto. Había estado muy cerca de lograrlo. El experimento ya le había salido mal en otras ocasiones, pero no debía rendirse. No cuando estaba tan cerca del final.
Crear vida. El enunciado del problema que los maestros le habían planteado, como culminación de toda una existencia dedicada al estudio y la meditación, era de lo más simple, pero a su vez no había cosa más difícil. Para intentar resolverlo creía haber seguido al pie de la letra todo lo que le habían enseñado, pero, a la vista de los acontecimientos, era evidente que eso no había sido suficiente.
El aprendiz comenzó a revisar la teoría en busca de cualquier error que se le hubiese podido pasar por alto y repasó los pasos más significativos del proceso. En primer lugar precisaba ponerse de nuevo en contacto con los proveedores para reunir la mejor materia prima posible; muchos aprendices fracasaban por no darle a esa parte del experimento la importancia que merecía. Fabricar un contenedor que albergase el experimento no tenía secreto alguno, y era muy probable que todavía pudiese usar el que había construido, pensó mientras observaba, no sin cierta envidia, cientos de contenedores idénticos al suyo alineados uno junto otro. En muchos de ellos brillaba el indicador verde que mostraba que la vida crecía de forma vigorosa en su interior. Eran más de los que podrían hacer pensar que el buen fin del experimento pudiera deberse únicamente a la casualidad. El aprendiz estaba seguro de haber aplicado concienzudamente la teoría a la hora de realizar la mezcla de los elementos, y el error tampoco podía estar en el periodo de maduración; era una cuestión de cálculo simple averiguar el tiempo que se debía esperar hasta volcar la sopa primigenia en el contenedor en función de las variables elegidas. El momento más delicado del proceso siempre había sido aquel en el que debía de aplicar la energía necesaria para que el tiempo comenzase a latir. Conocía cantidad de casos en los cuales un exceso había acabado con todo antes de empezar, pero también otros en los que una falta de energía había impedido que las partículas interactuasen entre sí, con lo que el experimento había languidecido hasta congelarse. Después de ese punto, los maestros habían sellado todos los depósitos. A partir de ahí estaba prohibida cualquier manipulación de la mezcla por parte de los aprendices.
Después sólo le permitieron observar.
Poco a poco la teoría fue transformándose en realidad. Los cúmulos de gas multicolor dieron paso a galaxias en las que un número incontable de estrellas alumbraba los mundos en los que el aprendiz había depositado sus esperanzas. En su maravilloso universo los cometas viajaban entre las estrellas portando la simiente de la vida. No había dejado nada al azar. El tiempo marcaba el ritmo de los acontecimientos y determinaba el periodo de vida de los sistemas estelares, y, allí donde era necesario, el colapso de alguna estrella creaba un agujero que estiraba la realidad y transformaba la materia, equilibrando de nuevo su universo. La solución que había aportado al problema distaba mucho de ser tan fértil como la de alguno de sus compañeros de estudios, que habían conseguido producir vida mucho antes, pero estaba seguro de que ninguna de ellas era tan hermosa.
El aprendiz había aguardado con paciencia infinita la aparición de algún indicio positivo, y no pasó mucho tiempo hasta que se dio cuenta de que esta vez había logrado encender una pequeña chispa vital. De las innumerables posibilidades que ofrecía su universo, la vida había decidido establecerse en el tercer planeta de un sistema menor, justo en el borde de una galaxia en espiral. No era exactamente el lugar en el que se suponía que debía de hacerlo, pero eso poco importaba, porque en esta ocasión ya había conseguido más que en todos los experimentos anteriores juntos.
La espera era la peor parte del proceso. Aquella vida inestable crecía muy despacio y a punto estuvo de apagarse en más de una ocasión, pero, lo que en principio le había parecido una debilidad, no tardó en transformarse en fortaleza. Al final la frágil muestra de vida se aferró a la existencia con determinación y esquivó todas las amenazas que se le presentaron, logrando sobrevivir a cada una de sus crisis. Llegó un momento en el que, a pesar de todos los contratiempos, le pareció que podría conseguirlo. Fue entonces cuando sucedió lo inesperado. Cuando la vida ya se había arraigado profundamente en su diminuta esfera, y había alcanzado por fin la madurez necesaria para extenderse y multiplicarse por todo el contenedor, se extinguió. El aprendiz había presenciado primero el castigo con el que aquellas diminutas criaturas habían degradado su entorno, y luego había asistido atónito al proceso por el cual aquel mundo, su única esperanza de que todo saliese bien, se desintegraba fruto de una incontrolada aplicación de rudimentaria energía nuclear.
El aprendiz no sabía cuanto tiempo había perdido después, escudriñando su universo en busca de algún signo vital que se le hubiese podido pasar por alto, incapaz de aceptar la realidad. Fueron sus maestros los que al final certificaron el fracaso definitivo del experimento, y le obligaron a realizar los preparativos para comenzar de nuevo su tarea. No le permitirían fallar otra vez. Tendría que aplicarse aún más si quería superar por fin la única materia que le faltaba para alcanzar el grado de Dios.



Ilustración de Sonia del Sol

martes, 3 de abril de 2012

CUANDO YO ERA NIÑO



—Cuando yo era niño, las brujas daban más miedo. Nunca nos reíamos de ellas, era un asunto muy serio. Había personas que morían de mal de ojo y todos nos santiguábamos al pasar cerca de un cementerio. En aquel entonces, siempre nos recogíamos al llegar la noche, menos en la de San Juan, en la que bailábamos alrededor del fuego. Nunca nombrábamos al diablo y evitábamos la sombras más oscuras. Llorábamos si la niebla nos rodeaba, y el mar nos infundía respeto. Cuando yo era niño, creíamos las historias que contaban los abuelos. La imagen de un fantasma te volvía blanco el pelo.
—Pero yo creo, señor monstruo ­—balbuceó el niño aterrorizado—, y tengo mucho miedo.
Con un veloz movimiento el vampiro introdujo su mano de hierro en el pecho del chico y le arrancó el corazón. Mientras los ojos de cera del asesino miraban como los del niño se apagaban, de entre los dientes de plata salió su voz con un siseo.
—Por eso has de morir, mi pequeño, aunque hoy ya no tenga hambre, de verdad lo lamento. Cuando yo era niño, ser un monstruo era muy difícil. Todos te temían, estaban en guardia y conocían los métodos. Más temprano que tarde acababas muerto. Lo siento pequeño niño, lo que has visto hoy podría hacer que creyesen de nuevo.
Ilustración de Sonia del Sol

domingo, 1 de abril de 2012

CENIZAS


Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano

Isaiah Lee Johnson Jr. releyó la carta mientras apreciaba el tacto del papel con sus dedos índice y pulgar. Parecía caro. Cuando terminó, pensó que no encajaban las perfectas letras de ordenador con aquella ostentosa firma de trazo grueso. Quedaba mal. Como poner sirope de arce en el estofado de carne. Se estaban perdiendo las buenas costumbres. Las noticias importantes deberían de darse en cartas manuscritas. Sin dejar de mirar el limpio cielo de Louisiana, volvió a introducir la carta en el sobre y la dejó sobre la desvencijada mesita, junto a sus lentes. Después comenzó a balancearse con suavidad en la mecedora mientras jugaba con la punta de sus dedos a revolver el pelo de Barnie, el viejo labrador que dormitaba a sus pies.
En esa época del año siempre hacía demasiado calor, y la única parte de la casa en la que se soportaba era el porche. En la casa de los vecinos, construida demasiado cerca de la suya en un tiempo en el que las dos familias habían sido casi una, tres chicos se perseguían sin dejar de reír mientras sus padres les observaban sentados a la sombra.
Isaiah a veces lamentaba que su vista de lejos fuese tan buena. Cada muestra de alegría en aquella casa era una sonora bofetada en la cara que le recordaba cómo podría haber sido su vida. Cientos de hectáreas de terreno alrededor y las dos únicas casas habitadas estaban separadas sólo por cincuenta metros y un millar de discusiones y amenazas. Otro movimiento le llamó la atención. Unas pequeñas manchas negras cayeron del cielo y se escondieron en el maizal. Los cuervos habían vuelto a por más comida. El espantapájaros ya no asustaba a nadie. Antes de leer la carta, Isaiah habría ido a por su escopeta para dar un escarmiento a esas pequeñas ratas con alas, pero ahora ya no importaba. Isaiah se levantó de la mecedora, encendió un fósforo y quemó la carta en el cenicero. Después esperó a que se levantase una pequeña brisa y dejó que las cenizas volasen hasta el maizal.
 Llevaba tanto tiempo ejerciendo de sheriff que a Maurice Jefferson Perkins todo el mundo lo llamaba Jefe Mau. De hecho, muchos pensaban que su primer nombre era Jefe, y hasta su mujer y sus dos hijos lo llamaban así. El Jefe Maurice nunca se daba prisa para nada. No era bueno, decía. Las prisas sólo llevaban a errores, y eso en una investigación criminal podría ser fatal, aseguraba todos los años ante los impresionables niños de tercer curso de la escuela pública de Serenity Town, cuando le tocaba dar la charla sobre conducta ciudadana. Lo que no contaba, y todo el mundo sabía, es que el caso más difícil en sus treinta y siete años de carrera había sido el de los miembros amputados de las estatuas del cementerio de Peace Hill, que había resuelto tras acechar una noche de luna llena a Tommy, el mayor de los hijos retrasados de Guy, el sepulturero.
Cuando el Jefe Mau llegó a la granja, el sol estaba saliendo por el horizonte. Parecía que cabalgase un cometa por la estela de polvo del camino que dejaba atrás su destartalado Pontiac. Sus ayudantes lo vieron llegar mientras tomaban café de los termos y los bomberos recogían las mangueras. Allí ya nadie podía hacer nada por Isaiah, salvo asegurar el perímetro hasta la llegada del juez. El Jefe Mau dejó que la nube de polvo se asentase, después bajó del coche, se caló el sombrero y se dirigió al lugar en el que le esperaban sus ayudantes. Aquellos que estaban apoyados en los capós de los coches patrulla se pusieron en pie por instinto. El Jefe Mau impresionaba.
—Y bien, ¿qué es lo que tenemos aquí, muchachos? —En el departamento todos conocían su tono de falsa cordialidad. No consentía que nadie le tutease.
La pregunta era retórica, lo que había pasado estaba claro. La casa de aquel chiflado de Isaiah había ardido hasta los cimientos. Algo normal si se tenía en cuenta que todas las construcciones de la zona eran de madera y que muchas de ellas tenían más de cien años. Además, el Jefe Mau conocía el asunto de primera mano. Una de las vecinas, la señora McCullogh, que padecía insomnio, había llamado a la comisaría al ver cómo una columna de humo escondía las estrellas en el horizonte. Había sido el sargento de guardia el que había informado al Jefe del incidente, pero éste había decidido que todo aquello que sucediese a las cuatro de la mañana era de carácter menor y no precisaba de su presencia inmediata.
Fue Donovan Polsky, el más-vale-lo-malo-conocido-que-lo-bueno-por-conocer de sus ayudantes, el que contestó.
—Buenos días, Jefe. La cosa se ha complicado un poco. Los bomberos han encontrado lo que queda del cuerpo de Isaiah entre los escombros, pero parece que no ha sido fortuito. Jim ha encontrado una lata de queroseno y nosotros esto otro aquí afuera.
Donovan extendió la mano y le entregó una bolsita de evidencias sellada con un objeto plateado dentro. El Jefe levantó la bolsa y la giró para ver mejor el interior. Era un Zippo, y llevaba un escudo y unas iniciales grabadas. El adorno con el que habían grabado las letras las hacía difíciles de leer, pero a la creciente luz de la mañana casi podía asegurar que se trataba de una R y una L. El Jefe dio la espalda a los suyos y se acercó hasta la cinta de plástico que rodeaba lo que quedaba de la casa, poniendo especial cuidado en no mancharse las botas de piel de cocodrilo con el barro negro que se había formado al mezclarse las cenizas con el agua. Jim estaba metido en la porquería hasta las rodillas, revolviendo cosas mientras realizaba a conciencia su trabajo como investigador del cuerpo de bomberos. Era un viejo borracho, pero también un gran profesional. Si Jim decía que el incendio había sido provocado, entonces no había duda alguna al respecto. El Jefe volvió con los suyos. Un enorme labrador se movía nervioso entre la gente, como queriendo contar su historia.
—Alguien tendrá que hacerse cargo del perro —dijo a sus ayudantes—. Quiero que investiguéis este grabado y las iniciales. El que le haya hecho esto al pobre Isaiah lo pagará caro. Nadie asesina a un miembro de nuestra comunidad y se va de rositas.
Dos días después, el Jefe Mau releía el informe sentado frente al ventilador de su despacho, con sus caras botas de cocodrilo apoyadas en la mesa. Sus chicos habían hecho un buen trabajo. Tenía un buen equipo, pero los muchachos no serían nada sin el mejor entrenador, pensó mientras se imaginaba otra gloriosa portada en el periódico local.
La investigación había dado un giro sorprendente, aunque no inesperado. Resultó que el dibujo del mechero era el emblema de la 4ª División de Infantería Mecanizada, con lo que eso eliminaba prácticamente a toda la población blanca del condado. Ningún blanco se alistaría en el ejército de los Estados Unidos para ganar las guerras de aquellos estirados del norte. Pero además daba la casualidad de que ese grabado también señalaba en una dirección: hacia el héroe local, Randall Louis Taylor. Randall había ingresado en el ejército después de terminar sus estudios universitarios. Blanco y en botella. O quizás debería decir negro y en botella, sonrió el Jefe ante su ocurrencia, al recordar el color de la piel de Randall. El sospechoso era uno de los vecinos de Isaiah, y daba la casualidad de que ambos mantenían continuos y violentos litigios por los límites de sus tierras. En más de una ocasión sus ayudantes se habían visto obligados a intervenir con dureza para enfriar los ánimos de aquellos dos gallos de corral, cuando Emmy Lou, la esposa de Randall, les había llamado entre sollozos al pensar que la discusión podría ir más allá de las palabras. Y ese era motivo más que suficiente para que el juez Wallace autorizase una orden de registro de la granja de los Taylor.
El mismo Jefe en persona condujo uno de los coches patrulla hasta la granja de Randall. Lo hizo por la noche, cuando todos estaban acostados, y no encendió las luces hasta que sus chicos tuvieron rodeada la casa. A los suyos les dijo que el factor sorpresa era importante, pero lo que en realidad buscaba era causar el mayor terror posible en aquel hombre que nunca debería haber echado raíces en su pueblo.
Los muchachos entraron como un huracán en la casa, atropellando a un somnoliento Randall, y lo pusieron todo patas arriba, sin contemplaciones. Las cosas podían hacerse por las buenas o por las malas pero, teniendo en cuenta que por allí a nadie le caían especialmente bien los negros, los chicos no estaban siendo precisamente muy amables con su forma de proceder. Emmy Lou lloraba mientras abrazaba a sus tres hijos, porque no entendía nada de lo que estaba pasando. Randall, sin embargo, mostraba el gesto altanero de quien estaba acostumbrado a sufrir humillaciones como aquella, pero que a la vez confiaba en que su verdad prevaleciese. Durante un instante el Jefe sintió un poco de lástima por Emmy Lou y los niños, pero rápidamente se convenció de que la mujer se lo tenía merecido por haber elegido a un negro como marido.
Donovan entró por la puerta dando gritos.
—¡Lo tenemos, Jefe! —En su mano llevaba una lata de queroseno igual que aquella que habían encontrado entre los restos de la casa de Isaiah—. El almacén esta lleno de latas como ésta. Este negro hijo de puta pensaba quemar todo el pueblo.
—¡Cállate, Donovan, y precinta eso como prueba! —El Jefe Maurice lo fulminó con la mirada. Que Randall no era la persona más querida en el pueblo lo sabían todos, pero de ahí a manifestarlo públicamente había un abismo. Y más si uno era representante de la Ley.
—Randall, tienes que acompañarme. Tengo que llevarte a comisaría —le espetó el Jefe sin miramientos.
—¿De qué se me acusa, si puedo saberlo? Esas latas las compré en el Allstore de Brooklyn cuando las pusieron en oferta, allá por el mes de abril. Siempre lo hago así, es la mejor forma de ahorrar para el invierno. —Había nervios en su voz, el Jefe podía oler la sangre, como los tiburones. Nada le fastidiaba más que el tono de superioridad, del tipo yo-soy-el-único-que-tiene-estudios-aquí, que habitualmente adoptaba Randall a la hora de expresarse. Pero ahora aquel cabrón ya no parecía tan seguro.
—No pasa nada, Randall —mintió el Jefe, que sabía que con lo que tenían y los antecedentes de sus disputas, había más que suficiente para empezar—, tan sólo estamos haciendo unas comprobaciones y para ello necesitamos tomarte declaración.
Cuando se lo llevaron, Emmy Lou se quedó en el porche, llorando con sus hijos. En su interior sabía que las cosas no iban bien. Desde que se había casado con Randall la vida de su familia había sido un infierno al tener que enfrentarse siempre con la hostilidad más o menos velada de todos los habitantes del pueblo. Pero ahora esto era distinto. Parecía un asunto mucho más serio.
El Jefe ordenó poner las luces de los coches patrulla. Adoraba las entradas grandiosas en el pueblo. Él ya había juzgado a Randall y ahora se trataba de que los demás lo viesen desde su mismo punto de vista. Las pruebas hablaban por sí solas. Aquel hombre que llevaban en la parte trasera del coche con cara de incredulidad era tan culpable como Judas. Al Jefe tan sólo le quedaba una duda acerca de lo ocurrido: ¿por qué Randall no había huido después de lo que había hecho? ¿Acaso esperaba salirse con la suya? Quizás aquel hombre que aguantaba su mirada reflejada en el retrovisor del coche no era tan listo después de todo. Cuando el séquito llegó a la comisaría, el abogado de Randall Louis les estaba esperando.
Dos meses después, y tras un polémico juicio en el que una organización humanitaria llegó a acusar al sistema judicial de racista, Randall Louis fue condenado a muerte por un jurado popular. Fueron inútiles los alegatos finales de su abogado, en los que intentó poner de manifiesto el carácter pacífico de su defendido, o la medalla al valor que Randall había ganado en Irak; para aquellos hombres fueron suficientes las pruebas recogidas en la escena del crimen y los testimonios de casi todos los habitantes del pueblo, que hablaban de la enconada enemistad entre las dos familias. Alguno de los testigos, al ser interrogado, incluso llegó a decir que no le extrañaba que todo hubiese acabado así. En la sala, el Jefe Maurice sonrió al escuchar el veredicto. Su intuición le había guiado hasta el culpable, y de nuevo se había hecho justicia. Caso cerrado. El Jefe se caló el sombrero y se encaminó con decisión hacia el exterior del Palacio de Justicia. Los tacones de sus botas de piel de cocodrilo repicaban en el pasillo desierto.
Cuando la justicia de los hombres fallaba, tan sólo quedaba por apelar a la divina. Y ese era el único recurso que le quedaba ahora a Emmy Lou. Pero lo que ella no sabía, y la atormentaría mucho más allá del día en el que el Estado de Louisiana ejecutase a su marido, es que para los hombres era muy difícil impartir justicia cuando el único culpable del crimen estaba muerto.
La noche en la que el fuego había arrasado la hacienda de los Johnson, Isaiah se repitió la misma pregunta que se había hecho todas las noches durante tantos años: ¿a quién odias más en este mundo? Y la respuesta, que él ya conocía, acabó por convencerlo. Él era un hombre de Dios: acudía a misa los domingos, daba limosna y hacía penitencia, ¿y dónde había estado Dios durante toda su vida?
El plan que había madurado en silencio durante meses sin duda llevaría la desgracia a la granja de sus vecinos, y nada le satisfacía más que acabar con aquel hombre que se lo había robado todo. Aunque para ello tuviese que sufrir también Emmy Lou. Eso era lo único que a veces le hacía reconsiderar su decisión. Emmy Lou, la hermosa Emmy Lou.
Isaiah se secó una lágrima con el dorso de la mano mientras a su mente acudían recuerdos de la infancia. Emmy Lou y él habían crecido juntos, habían ido a pescar al lago miles de veces y se habían bañado en las cascadas del río en la primavera, cuando el caudal de agua era mayor. Los dos, y sus familias lo habían aceptado de buen grado porque así se hacían las cosas en aquellas tierras, se habían prometido en cien ocasiones durante la adolescencia. ¿Cuántas veces había agradecido al Dios que luego le dio la espalda el que le hubiese dado la vida en el mismo lugar y casi al mismo tiempo que aquella mujer tan hermosa? Pero luego había llegado Randall, y aquel medio hombre la había engañado con sus palabras de universitario y sus modales de chico de ciudad. La había enamorado. Se había llevado a su Emmy Lou. Isaiah siempre terminaba pensando que ahora ella también tendría el final que se merecía por casarse con aquel negro, y eso descargaba su conciencia. A veces no sabía qué le dolía más: que Emmy Lou le hubiese roto el corazón, o que lo hubiese humillado de aquella forma delante de todos. La sangre le hervía, como en cada ocasión en la que pensaba cómo podría haber sido su vida si Randall no hubiese llegado jamás al pueblo.
Aquella noche, Isaiah Lee Johnson Jr. se levantó del sillón, echó a Barnie de casa y cerró la puerta. Después roció metódicamente la planta baja de la casa con el combustible de la lata de queroseno que había robado a sus vecinos, y encendió el Zippo que había encontrado un día tirado entre las hierbas, después de pelearse otra vez con Randall por los lindes de sus tierras. Mientras la vieja madera comenzaba a crepitar a su alrededor y el fuego devoraba los recuerdos de varias generaciones, arrojó el encendedor por la ventana, al lugar en el que estaba seguro de que lo encontrarían, y subió al piso de arriba, a su dormitorio. Allí se tomo un par de somníferos, como cada noche desde hacía años, y se acostó a esperar lo inevitable mientras un reconfortante sopor invadía su cuerpo. Nadie más que él, y su Dios ausente, podrían llegar a conocer los verdaderos motivos que le habían impulsado a hacer lo que había hecho, porque la tierra que esa mañana había recibido las cenizas de la carta no hablaría con nadie jamás de la última pieza que quedaba por encajar de su terrible plan.
El maizal nunca le diría a nadie que Isaiah era un hombre muerto, que aquel papel tan caro era la confirmación de algo que él, en su interior, ya sospechaba. Un tiempo antes de que aquel doctor le enviase por escrito su diagnóstico, Isaiah ya sabía que algo iba mal con su cuerpo. Enfermedad genética, decía la carta. El mal de la familia, lo llamaba él. Su padre, y antes que él su abuelo, habían muerto de la misma cruel forma. Pero esta vez Isaiah no consentiría que la ciencia experimentase con su cuerpo tal y como lo había hecho con el de su padre, cuya agonía recordaba con pavor. ¿Con qué derecho podía juzgarle ahora Dios por todo lo que estaba a punto de suceder? Mientras el humo invadía sus pulmones decidió que no le importaba. Ese día era tan bueno como cualquier otro para morir.