sábado, 7 de diciembre de 2013

LA VUELTA A CASA

Con la colaboración de mi amiga Mariola Díaz Cano

Entre curva y curva Alberto dirigió los ojos al espejo retrovisor. El pequeño dormía con placidez en la parte de atrás del coche mientras Elisa hablaba a su lado de temas banales para evitar que le venciese el sueño.
Era noche cerrada. Alberto se echaba la culpa por haberse demorado demasiado con las despedidas en casa de los abuelos. Que si el niño quería llevarse la cabritilla a casa, que si probad un poco de este chorizo que tiene el punto justo de picante. Lo cierto es que estaba haciendo lo que una y otra vez  se dijo a sí mismo que nunca haría, conducir de noche por una carretera de montaña en pleno invierno. Por supuesto que conocía de memoria el camino a  casa de sus padres, pero con la helada que estaba cayendo toda precaución era poca. Había curvas a las que casi nunca se asomaba el sol y que se convertían en una pista deslizante si se tomaban sin el debido cuidado. Alberto interrumpió a su mujer.
—Gracias por no decirles nada a mis padres.
Elisa guardó silencio por un instante.
—No tienes por qué dármelas. Los aprecio y no quiero que se disgusten. Son buena gente.
Había muy pocas cosas en las que Alberto estaba tan seguro de haber acertado en su vida como la de proponer matrimonio a Elisa. La crisis se había llevado por delante la empresa familiar y ahora los bancos amenazaban con dejarlos sin casa, pero ella siempre encontraba una palabra de ánimo y comprensión.
—Además —continuó ella—, estoy segura de que todo esto pasará muy pronto y las cosas volverán a ser como antes.
La seguridad con la que Elisa había pronunciado aquella frase tranquilizó a Alberto, que distrajo su atención de la carretera durante un segundo para dirigirle una mirada cariñosa. Y ese instante fue suficiente para cambiar sus vidas para siempre. Algo apareció repentinamente de la nada en el límite de su campo de visión y comenzó a cruzar la carretera, y los reflejos hicieron el resto del trabajo de forma involuntaria. Alberto giró el volante bruscamente para intentar evitar aquello que lo había sorprendido y pisó el freno a fondo, entonces sus peores temores se hicieron realidad. El coche comenzó a patinar en el firme helado y se deslizó sin control hacia la cuneta. El susto disparó un torrente de adrenalina en la sangre de Alberto y sus cinco sentidos, un poco embotados por el vino de la cena y adormilados por la noche, se pusieron en alerta en un instante. Los siguientes segundos transcurrieron a cámara lenta. Mientras las luces del coche mostraban en un baile loco un escenario plagado de obstáculos cada vez más difíciles de esquivar, Alberto fue consciente de que el frenazo había despertado al pequeño, que lloraba de forma desconsolada, y de que Elisa gritaba mientras extendía las manos hacia delante y se preparaba para lo inevitable.
La fuerza del impacto les sacudió los huesos como si se los quisiera arrancar de la carne; luego el silencio.
Después de una eternidad comenzó a ser consciente de que alguien lo zarandeaba y lo llamaba por su nombre.
Alberto intentó abrir los ojos, pero los párpados pesaban demasiado. Estaba molesto porque la voz lo había arrancado de un sueño hermoso y profundo.
Hacía frío. El aire de la noche entraba a través del parabrisas roto y hacía que su cuerpo temblase involuntariamente. Sintió dolor en el cuello y una quemazón en la cara. Poco a poco fue enfocando la vista y los recuerdos comenzaron a ocupar el lugar que les correspondía en la cabeza. Elisa lo llamaba con una voz temblorosa que casi se mezclaba con el llanto mientras lo empujaba una y otra vez. De repente, Alberto abrió los ojos muy asustado.
—¡Andrés! —gritó mientras echaba la vista atrás y un dolor agudo estallaba en su cuello.
—Tranquilo, cariño. El pequeño está bien. Lloró mucho porque quería que te despertases y porque le asusta la oscuridad, pero en cuanto lo cogí en mi regazo se quedó dormido.
—Dios mío. ¿Qué fue lo que nos sacó de la carretera? ¿Pudiste ver algo? —preguntó Alberto mientras revolvía con cariño el pelo de su hijo.
—No, pero de lo que estoy segura es que, fuese lo que fuese, no lo golpeamos.
—Voy a echar un ojo afuera, a ver qué pinta tiene el coche.
—Ten cuidado, por favor.
Alberto abrió la puerta con un par de empujones de hombro y dio una vuelta alrededor del coche. Parecía que lo hubiesen golpeado con una bola de demolición. Habían tenido mucha suerte. El vehículo se había detenido sobre un pequeño talud que los había salvado de ir más allá, probablemente hacia una caída segura. La carretera rodeaba una montaña y, aunque la oscuridad escondiese el paisaje, estaba seguro de que allí sólo había barrancos más o menos profundos hasta el cauce del río. El frío comenzó a entumecer su cuerpo. Alberto se sentó de nuevo tras el volante.
—Es un verdadero milagro que todos estemos bien —comentó—, pero tenemos que salir de aquí cuanto antes.
Probó el contacto. Nada. Esperó un instante y volvió a girar la llave mientras rogaba que todavía le quedase una pizca más de suerte esa noche. El motor arrancó con un sonido lastimero y enseguida comenzó a ronronear con regularidad. Pero la alegría inicial se convirtió en decepción en cuanto se dio cuenta de que el motor no era capaz de transmitir movimiento a las ruedas.
—Hemos debido de romper la transmisión... No nos podemos mover.
Alberto recorrió con la mirada el oscuro paisaje que los rodeaba. A través de los cristales rotos del coche alcanzó a ver, frente a él, una luz a medio camino de la cima de la escarpada ladera que rodeaba la carretera. La luz parpadeaba cuando el viento movía los árboles sin hojas que la rodeaban.
—Mira, Elisa —señaló con la misma emoción con la que lo haría un náufrago  al ver la sombra de una vela en el horizonte—. Aquello tiene que ser una casa.  Tengo que acercarme hasta allí.
—¡Papi, tengo miedo! Todo está muy oscuro. No te vayas.
El pequeño había despertado y su voz de súplica hizo que a Alberto se le formase un nudo en la garganta.
—Tengo que hacerlo, cariño. Lo mejor será que me esperéis en el coche. El depósito está lleno y tendremos luz y calefacción aunque estemos toda la noche con el motor en marcha.
—Por favor —le rogó Elisa—, date prisa.
Alberto puso sus labios sobre los de ella con suavidad y después tapó a ambos con su abrigo.
—Ahora eres el hombre de la casa. Cuida de mamá hasta que yo vuelva, ¿vale?
—Vale, papi —contestó el pequeño con la voz entrecortada por los hipidos.
El viento frío lo traspasó nada más abrir la puerta del coche y le costó respirar el aire gélido de la noche. Las estrellas brillaban con una nitidez que sólo se podía ver lejos de las luces de la ciudad.
Alberto giró la cabeza a ambos lados para intentar ver un hueco entre la espesura que le permitiese llegar hasta la luz. A un lado la curva oscura que los había hecho derrapar, al otro la carretera descendía hacia la seguridad de la civilización, de la que todavía estaban muy lejos. No había hueco en la vegetación, o por lo menos no lo veía, así que hizo de tripas corazón y saltó al monte. Las zarzas de los matorrales se engancharon en su ropa e hicieron que cayese lacerándose manos y cara. Alberto peleó con todas sus fuerzas para liberarse de aquel abrazo de espinas y, una vez que lo consiguió, comenzó a avanzar lentamente, casi a ciegas, con las manos extendidas por delante para proteger la cara de las huesudas ramas de los árboles que intentaban arañarlo.
De repente, oyó un ruido que lo hizo detenerse. Algo o alguien se acercaba. En ese momento se dio cuenta de que quizás había sido muy imprudente al saltar al monte sin más. Su padre le había dicho que habían vuelto a autorizar las batidas de lobos porque ese invierno se habían acercado demasiado a los pueblos y estaban atacando al ganado. Contuvo la respiración. El crujir de ramas se aproximaba en su dirección y no había ningún sitio donde esconderse. Alberto se agachó detrás de un árbol y tanteó el suelo a su alrededor en busca de alguna rama o piedra con la que poder defenderse. Había crecido en aquellas montañas y conocía de primera mano las historias de hombres que se habían cruzado alguna vez con una manada de lobos o incluso con un oso. Pero esta vez no tenía nada que temer. La tensión desapareció en cuanto se dio cuenta de que sólo se trataba de un pequeño zorro que escudriñaba la oscuridad en busca de comida. Era increíble que aquel animal tan esquivo se acercase tanto a un hombre. Parecía no dar muestra alguna de haberlo visto. Alberto estaba tan maravillado por lo que estaba sucediendo que no reparó en la luz sobrenatural que comenzó a bañar el lugar. Pero el pequeño zorro sí. Levantó la cabeza para mirar a través de él, como si Alberto no estuviese allí, y desapareció en la espesura con rapidez. Alberto giró la cabeza y lo que vio le heló la sangre en las venas. Unas figuras cubiertas con unos mantos raídos lo observaban en silencio. De sus manos esqueléticas pendían faroles de los que emanaba una luz mágica, que de vez en cuando se agitaba como si fuese agua turbia y dejaba entrever algo en su interior que pugnaba por escapar. Las negras túnicas de aquellos seres no tocaban el suelo, pero todavía había algo más aterrador. Mientras Alberto podía ver su cálido aliento dibujando volutas frente a él en el gélido aire de la noche al ritmo de su respiración desbocada, de la profunda oscuridad que encerraban aquellas capuchas, donde se suponía que tendrían que estar las cabezas de aquellos seres, no se escapaba nada.


Alberto echó a correr. Un par de veces miró hacia atrás, sólo para comprobar que el séquito lo seguía a mucha distancia. Avanzaban sin prisa y no emitían ruido alguno, pero se movían con una facilidad insultante por aquel terreno lleno de obstáculos, como si flotasen.
El miedo espoleó a Alberto, que reanudó la ascensión con más brío. Había acertado al suponer que aquella luz provenía de una casa. Ahora estaba tan cerca que podía verla perfectamente entre el ramaje de los árboles. Pero no estaba en forma, y comenzó a sentir que no podía dar a los pulmones todo el aire que necesitaban. Cuando estaba a punto de rendirse, se dio cuenta de que la pendiente se había vuelto menos pronunciada y la vegetación casi había desaparecido. De repente se encontró corriendo y trastabillando por una pista de tierra que conducía hacia la casa. En ese terreno volvió a ganar distancia, pero sabía que de nada serviría si el propietario no abría la puerta antes de que lo alcanzasen, así que comenzó a gritar.
La suerte volvió a sonreírle. A unos cinco metros de la casa pudo ver el rostro de un anciano observándolo detrás de una de las ventanas.
—¡Abra, por favor!
—¡Vete! No deberías estar aquí.
—Hemos sufrido un accidente. Mi familia necesita ayuda y unos extraños me persiguen...
—¡Vete! Nadie puede ayudarte ya. Vendrán por ti y no quiero que me encuentren.
—¿Cómo dice? —Alberto estaba desconcertado—. ¿Sabe quién me persigue?
—¿Quién? —El hombre soltó una carcajada demencial que hizo que Alberto retrocediese un paso—. ¿Acaso no has oído hablar de la güestia?
La güestia, el séquito que según la leyenda acompañaba el alma de los muertos en su último viaje. Definitivamente aquel hombre había perdido la cabeza.
—Por favor, señor, se lo suplico.
—¡Largaos de mis tierras o lo pagaréis muy caro!
Desesperado y preso de un arranque de ira, Alberto empezó a golpear con las manos desnudas la pared de la casa y, para su sorpresa, los muros comenzaron a resquebrajarse y a volverse polvo. Todo a su alrededor se deshacía como un castillo de arena seca.
—¡Detente, estás destruyendo mi casa! Sabía que seríais un problema desde que os vi en la curva...
Esas palabras hicieron que Alberto recordase la imagen de lo que lo había sacado de la carretera.
—Usted... Fue usted el que ocasionó el accidente.
—Nunca debieron construir esa maldita carretera en mis tierras. Les dije que defendería mis propiedades a cualquier precio. Tarde o temprano los coches dejarán de pasar por esta carretera y las tierras volverán a ser mías. Y puedo esperar toda la eternidad.
—Viejo chiflado, ¡casi nos mata!
—¿¡Que casi os mato!? Eso sí que tiene gracia...
El anciano comenzó a reírse de nuevo, pero su risa se truncó en cuanto la misma luz antinatural que Alberto había visto en el bosque bañó la habitación a sus espaldas. El hombre se giró y extendió las manos para intentar evitar lo inevitable, pero su silueta comenzó a estirarse hacia la luz mientras un grito agónico quedaba colgado en el aire.
El anciano desapareció engullido por la luz. Alberto retrocedió unos pasos. La casa ahora no era más que un montón de ruinas, como si al desaparecer el viejo se hubiese deshecho la ilusión.
Los encapuchados salieron de entre los restos de la casa y Alberto echó a correr de nuevo.
Bajar no fue más fácil que subir, porque en la oscuridad cualquier obstáculo lo hacía tropezar y caer, pero se las arregló para llegar hasta el coche rápidamente. No podía más, estaba exhausto. Al llegar a la carretera se hincó de rodillas mientras recuperaba el resuello. Miró atrás y respiró aliviado al no poder ver aquellas extrañas luces. Entonces se levantó y se sorprendió al ver a su esposa esperándolo fuera del coche. El pequeño Andrés estaba con ella, de pie a su lado. Las caras de ambos irradiaban una paz que no parecía de este mundo. Era la serenidad de aquellos que conocían todas las respuestas, de los que ya no tenían miedo. Alberto comenzó a entender lo que sucedía en cuanto los componentes de la güestia salieron de entre las sombras e iluminaron el claro con la luz de sus faroles.
—Te estábamos esperando, papá. Ven, no tengas miedo, ahora ya podemos irnos todos juntos.
El pequeño le tendió la mano. Alberto avanzó hacia ellos con los ojos anegados en lágrimas y abrazó a su familia.
El sol todavía no había asomado por encima de las montañas y Luis, el panadero, ya llevaba una hora en la carretera. No le importaba madrugar, en el campo todo el mundo lo hacía, y era consciente de la suerte que tenía por poder continuar con el negocio familiar. Luis odiaba las tareas del campo. El olor del pan recién hecho dentro de la furgoneta era algo maravilloso y no le molestaba conducir, porque lo hacía con la seguridad de quien conocía aquellas carreteras de memoria. Por eso siempre que llegaba a la curva en la que algunos del pueblo decían haber visto el fantasma del viejo Tadeo, aquel chiflado que se había quitado la vida colgándose de una viga cuando el gobierno le había expropiado el terreno para la carretera, siempre paraba de silbar, levantaba el pie del acelerador y se santiguaba. No era bueno tomarse esas cosas a broma y nunca estaba de más un poco de precaución.
Esa mañana, en la curva maldita, Luis vio unas extrañas rodadas dibujadas en el asfalto que se salían de la carretera y se imaginó lo peor. Al asomarse al arcén y ver el coche destrozado, se santiguó de nuevo porque supo de inmediato que ya no se podía hacer nada más por aquellos desdichados.

A los bomberos les llevó toda la mañana excarcelar los cuerpos de los tres ocupantes del coche.

domingo, 1 de diciembre de 2013

LIBRO SOLIDARIO

Participamos, junto a un montón de amigos de gran talento, en la realización de un libro de carácter benéfico.

En él encontraréis catorce historias que hemos escrito pensando en los más pequeños, acompañadas  de catorce maravillosas ilustraciones.

El libro cuesta doce euros, y los fondos recaudados por la venta se donarán a la Fundación Aladina, que consigue que la vida de los niños que sufren cáncer sea un poquito mejor.

¿Qué hacen los de la Fundación Aladina? Creo que lo mejor es que os lo cuenten ellos:

http://www.aladina.org

Y como hemos venido aquí a hablar de nuestro libro, pues vamos a ello...




Podéis reservarlo/comprarlo  en vuestras librerías habituales, pero también podéis encargarlo directamente en la web (que la pongo por si no me salió bien lo de pinchar en la foto):



Para que veáis que la cosa está en marcha, que somos muchos y que estamos en todos los sitios (como los ladrones de cuerpos):






TRES LIBRERÍAS DE SABADELL OFRECERÁN A SUS CLIENTES EL LIBRO "VIAJES EN PAPEL"

30.11.2013 21:23
Recuerdos de infancia. 

Ajuntament de Sabadell. En esa preciosa glorieta, los domingos dejaban leer libros y tebeos, mis hermanos y yo siempre estábamos ahí, y nos advertían que teníamos que cuidarlos, que si no, no nos los dejarían, un señor me acuerdo, con uniforme gorra y bigote...

La escritora Montse Augé, autora de: “Las aventuras de Penélope Blue”, uno de los títulos que recoge este fascinante libro “Viajes en Papel”, ha visitado las librerías de su pequeña ciudad y se ha encontrado con gentes solidarias que le han abierto sus puertas.

Llibrería Paes
Av. de la Concordia, 67
08206 Sabadell (Barcelona)
Librerío de la Plata
C/ Sant Jaume,8
08201 Sabadell (BCN)
Llibreria IVAI
C/ Josep Aparici,8
08208 Sabadell (BCN)


Ya somos cienes y cienes los que viajamos en papel, ¿Y tú?






sábado, 16 de noviembre de 2013

ÉL

Primero fue el verbo. La urgencia.
—¡Ven! —le dijo, y al escuchar su voz despertó.
Abrió los ojos y vio el vacío infinito que le rodeaba, y sintió una sensación de vértigo. Estaba despierto de nuevo, estaba vivo. Saboreó en un instante todos los sabores, vio todos los colores. Los sentidos, anulados hasta ese momento, cobraron vida y se saturaron al instante. En la cabeza una orgía de sensaciones estalló a la vez e inundó su cerebro de placer.
Aovillado como estaba, giró a su alrededor y pudo ver a la legión de hermanos. Todos ellos flotaban en el éter, encogidos, dormidos. Sus cuerpos emitían un débil brillo que iluminaba el espacio más próximo. Eran hermosos. Igual que él. Más allá de ellos, la negrura impenetrable del Universo e innumerables puntos brillantes que titilaban en la distancia. Los frutos maduros de la Creación. Aquellas luces estaban muy lejos del páramo frío y yermo en el que se encontraba.
Contempló la piel blanca y brillante de sus manos. Estiró los brazos y probó sus músculos. El dolor acumulado durante tanto tiempo de inmovilidad anegó su sistema nervioso, pero disfrutó de ese momento como si el dolor fuese un bien preciado. Le hacía sentir vivo. Abrió y cerró las manos. Apretó los puños y contempló con satisfacción la energía que se escapaba entre sus dedos. Todavía era dueño de un inmenso poder con el que mucho tiempo atrás había modelado mundos. Abrió la boca e intentó pronunciar la Palabra, pero en el vacío del espacio la voz no se propagaba.
Cerró de nuevo los ojos y buscó en su interior.
—¿Por qué ahora?
Y Él respondió.
Y le recordó lo que ya sabía, que en el principio de los tiempos, Él había creado el Universo por amor, y el amor a su vez era la energía que lo alimentaba todo. Le dijo que no había dejado nada al azar. El Universo, en sus comienzos, había sido construido como una compleja maquinaria de precisión en la que todas las piezas jugaba un papel clave en su equilibrio. Y así había creado también a aquellas criaturas a las que había llamado hijos, a su imagen y semejanza. Y como gracia final y muestra de confianza hacia ellos, les había revelado el más sagrado de los misterios, el de la vida. Lo único que les había pedido a cambio era que honrasen ese precioso regalo.
Hasta ahí llegaba la historia que ya conocía. Pero luego Él le hizo saber que, durante su letargo, aquellas criaturas a las que una vez había llamado hijos le habían defraudado una y otra vez. Eran innumerables las ocasiones en las que lo habían decepcionado, e incontables también las ocasiones en las que Él los había perdonado. Estaba en la naturaleza de aquellas criaturas. El amor o el castigo ya no podían cambiarlas. Nada podía hacer que volviesen a la senda correcta.
Y esa era la razón por la que lo había hecho volver del sueño. Él no estaba satisfecho. Y ese conocimiento lo cambió, porque jamás hubiese podido sospechar que el amor que Él sentía por el hombre hubiese podido degenerar de esa forma.
—¿Por qué a mí? —Preguntó mientras unas lágrimas ardientes se deslizaban por las mejillas.
—Porque eres el primero. Mi preferido. A nadie más puedo encomendarle esta tarea. Nadie es tan fuerte como para acabar con lo que una vez empecé. Todos ellos los aman demasiado.
—Yo también los amo.
—Lo sé. Pero tu amor por mí es más fuerte y en él no hay duda. Mira a tu alrededor.
Llevó la vista hasta sus hermanos durmientes.
—Serían capaces de rebelarse si supiesen lo que está a punto de suceder.
—A todos nos has creado a tu imagen y semejanza. Si el hombre ha fallado, ¿acaso no es ese entonces un reflejo de tu imperfección? ¿Tenemos alguna posibilidad de alcanzar la perfección si está en tu misma esencia la imperfección?
—¡No! —y esta vez la voz tronó en sus oídos—. Ellos tan solo son la imagen que nos devuelve un espejo defectuoso. Ahora ve, Lucifer, y acaba con esta luz que una vez creé de la nada. Te prometo que juntos comenzaremos de nuevo en busca de esa perfección.
Con el primer batir de las inmensas alas, Lucifer perdió de vista a sus hermanos durmientes. La realidad se apartaba rápidamente a su paso a medida que avanzaba. El viaje no sería muy largo. A pesar de las dudas, el amor que sentía por Él impedía que cuestionase aquello que acababa de encomendarle. La voz lo había cambiado. Las hermosas plumas que cubrían las alas comenzaron a desprenderse y dejaron a la vista el cuero desnudo y ajado. Por su perfecto y hermoso rostro resbalaban lágrimas oscuras que quemaban la carne y hacían que la piel de alabastro se volviese del color de la oscuridad que lo rodeaba.
Quedaba mucho por hacer.


miércoles, 2 de octubre de 2013

LA CASA ROSICKY

Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano


Cuántas veces me habré preguntado qué es lo que hace que las cosas sucedan, o si somos realmente libres para escoger nuestro destino. Si aquella tarde no hubiésemos decidido ir a la casa Rosicky, ¿el mal nos hubiese perseguido hasta encontrarnos?
De todos los recuerdos de mi infancia, solo hay uno que me gustaría borrar, pero no puedo. Solo éramos unos niños. ¿Qué clase de terrible pecado habíamos cometido?
Prefiero pensar que no fue nada personal, que nada más que estábamos en el lugar y momento equivocados. Otra cosa me volvería loco.
En la primavera de 1980 yo tenía once años y había perdido la cuenta del número de veces que nos habíamos mudado de casa. Mi padre era capitán de la guardia civil y nos trasladábamos continuamente por toda España cada vez que él cambiaba de destino. Al principio me parecía muy duro dejar atrás una y otra vez buenos amigos, pero creo que llegó un momento el que me acostumbré a aquella vida nómada. Visto desde la distancia, a veces pienso que la calidad de mis relaciones de amistad disminuía con cada cambio, quizás como una medida inconsciente de defensa por mi parte, para minimizar el daño que sin duda llegaría cuando tuviésemos que marcharnos. Por otra parte vivíamos en un cuartel, y allí todos éramos como una gran familia acostumbrada a la llegada de nuevos miembros. Gracias a eso, y a mi carácter extrovertido, nunca me costaba mucho trabajo integrarme en alguna pandilla de chicos de mi edad.
Aquella tarde hacía un buen rato que el sol se había puesto. La luna llena comenzaba a iluminar en blanco y negro las calles, y se podía ver incluso en los rincones más escondidos sin la iluminación de las farolas.
Era viernes y al día siguiente no había colegio, y eso significaba que nuestras madres todavía tardarían un buen rato en llamarnos para cenar, así que Raúl nos propuso ir hasta la casa Rosicky. A los tres nos pareció una buena idea, o por lo menos no abrimos la boca para protestar. Hacerlo hubiese podido tomarse como una muestra de miedo y ninguno quería parecer un gallina. Aunque todos teníamos la misma edad, Raúl era unos meses mayor, y esa diferencia, y una valentía que a veces rayaba en la temeridad, eran suficientes para que lo hubiésemos elegido como nuestro líder.
La casa Rosicky estaba abandonada desde hacía muchos años. Era enorme e impresionaba verla a plena luz del día. A mí me parecía que era hermosa a su manera, pero tengo que reconocer que era bastante extraña. Pasar delante de ella me ponía los pelos de punta y hacía que la mirase de reojo mientras caminaba. A mi padre no le gustaba demasiado que merodeásemos por los alrededores de la casa pues, aunque el barrio era muy tranquilo, el abandono la había deteriorado tanto que podía haberla vuelto peligrosa. Recuerdo que siempre me decía que aquella construcción destacaba tanto como una rosa en medio de un campo de ortigas.
Según me había contado Raúl, había sido construida a principios del siglo XX por un acaudalado matrimonio polaco cuyos negocios tenían algo que ver con la minería. Sus dueños apenas habían podido disfrutar de la mansión, puesto que habían muerto en un accidente de tráfico cuando viajaban a Polonia con su hija.
Después de un paseo muy corto en el que apenas hablamos entre nosotros, llegamos hasta la casa. A nuestro alrededor no había más ruidos que las voces amortiguadas por la distancia de los demás chicos que todavía jugaban en la calle. La vegetación crecía de forma salvaje y se entretejía con la oxidada reja de hierro forjado que cercaba la finca. Raúl, que conocía perfectamente el terreno, nos dirigió sin vacilar hasta la verja de la entrada, cuyas dos hojas estaban sujetas por una gruesa cadena y un candado que nadie había abierto en años.
—¡Vamos! —nos animó Raúl—. Si empujamos con fuerza, lograremos mover esta verja lo suficiente como para poder pasar.
Una de las hojas se había descolgado de las bisagras y estaba clavada en el suelo, pero la otra todavía se movía, y la longitud de la cadena permitía una holgura suficiente para que pudiésemos pasar por la abertura con un poco de esfuerzo.
Una vez dentro, la excursión dejó de parecerme divertida. Ya no podía oír a los chicos y dudaba que pudiésemos escuchar a nuestras madres en caso de que nos llamasen. Arturo debió de sentir lo mismo, porque recuerdo perfectamente su mirada al pasar a mi lado.
La luz de la luna se filtraba a través de las ramas desnudas de los árboles muertos del jardín e iluminaba de tal forma la casa que ya no me parecía hermosa. Bañada con aquella luz fantasmal, la casa parecía haberse despojado de su disfraz de lugar apacible para revelar su verdadera naturaleza maligna. Quizás incluso la guarida de algo que en ese mismo instante nos estuviese observando detrás de aquellas ventanas de vidrios rotos y lechosos, mientras extendía sus tentáculos entre la maleza del jardín para atraparnos.
Intenté pensar en cosas menos aterradoras, pero no lo conseguía.
Raúl nos reunió para contarnos el plan y, mientras hablaba, yo no podía quitar los ojos de la casa. Mi imaginación dibujaba siluetas tras los cristales sucios y veía sombras moverse allí donde no había nada.
—He traído tres petardos de los gordos —anunció Raúl presa de la excitación—. ¿Qué os parece si los tiramos en la cueva del conejo? —preguntó de forma retórica, pues sabía que la decisión estaba tomada y ninguno de nosotros se echaría atrás.
La guarida del conejo era un agujero de unos treinta centímetros de diámetro que alguien o algo había excavado en la parte de atrás del jardín, en la ladera de una pequeña loma que habíamos descubierto mientras jugábamos a exploradores, a plena luz del día.
La idea de rodear la casa de noche, hasta un lugar que quedaba tan lejos de la única salida de la finca, no me agradó demasiado, pero Raúl continuó hablando y acabó por contagiarnos su excitación. Además, y si todo salía bien, tan solo serían unos minutos. Y tirar unos petardos bien merecía el mal trago.
Una vez que nos pusimos de acuerdo, comenzamos a movernos sigilosamente de árbol en árbol detrás de Raúl.
—Cuidado con el estanque —susurró Raúl—. Pisad en las mismas piedras que yo si no queréis que vuestros padres os den unos azotes por llegar a casa con los zapatos mojados y llenos de barro.
Llegamos al jardín trasero sin más contratiempos y nos tumbamos sobre la hierba a recuperar el resuello. Sobre nuestras cabezas brillaban miles de estrellas en un cielo completamente despejado. Solo aquella imagen hacía que todo hubiese merecido la pena.
Raúl se sentó y abrió la mano para enseñarnos lo que había traído.
—Dos bombas y una traca. Vamos a pulverizar ese agujero —señaló un punto a unos metros de nuestra posición—. Yo tiraré el primero, ¡seguidme!
Reptamos por la hierba hasta que nos ordenó detenernos alrededor del agujero. Aquel círculo de profunda negrura parecía bastante más grande que a plena luz del día. Recuerdo que en ese momento pensé que quizás se tratase de la guarida de algún animal peligroso y no di un paso atrás, pero dejé que mis dos amigos se pusieran en primera fila.
—¡Guau, es genial! —exclamó Raúl con un tono demasiado alto para mi gusto en cuanto se asomó al agujero.
No entendí a qué se refería hasta que me acerqué a él. Una brisa fresca salía de la abertura y bañaba nuestras caras. Por un instante cerramos los ojos y disfrutamos del momento, olvidándonos por completo de nuestros temores y de donde estábamos.
—No me lo puedo creer —comentó Arturo—, pero si huele a chocolate...
Lo miré extrañado. Era cierto que olía bien, sin embargo, a mí me parecía que olía a ropa recién lavada.
Yo estaba desconcertado. Había algo que no encajaba en todo aquello. En el jardín no se movía ni una hoja.
—¿De dónde creéis que viene el viento? — pregunté.
—No lo sé. Quizás sea alguna especie de túnel de ventilación de una sala de máquinas...
—Pero no hay nada en la dirección en la que está excavado el túnel —repuse—, tan solo la casa. Y tú dices que está abandonada desde hace muchos años. ¿Qué clase de máquina funcionaría durante tanto tiempo?
—¡Mirad, chicos! ¿Qué es eso que brilla en el fondo del agujero?
Nos asomamos de nuevo al borde y vimos a qué se refería Arturo. Una pequeña luz bailaba en la oscuridad.
—¡Espera, espera un segundo! —exclamó Raúl—. ¿Podéis oír lo mismo que yo?
Nadie dijo nada. Aunque nos costaba entenderlo, sabíamos a qué se refería. No había duda alguna. Envuelta en la brisa llegaba la voz cristalina de una niña que tarareaba una hermosa canción.
—¡Hay alguien ahí abajo! —exclamé asustado por el significado de lo que acababa de decir.
—Quizás se haya quedado atrapada —dijo Arturo.
—Lo mejor será que vayamos a avisar a nuestros padres —comenté superado por los acontecimientos.
Ni Arturo ni yo pudimos evitar lo que sucedió a continuación.
Raúl no estaba dispuesto a volver a casa sin acabar la misión. Cuando me giré al escuchar su voz, en sus manos brillaba la chispa de la pequeña mecha del petardo.
—Está bien —dijo mientras lanzaba la traca al agujero—. Avisaremos a quienquiera que sea que esté ahí abajo para que sepa que vamos a volver con ayuda.
Todos nos retiramos hacia atrás de forma instintiva. Yo sabía que aquello no había sido una buena idea pero, al no escuchar la explosión después de un tiempo más que razonable, llegué a pensar que al final podíamos haber tenido un poco de suerte y quizás la mecha se hubiese apagado.
Sé que no deberíamos haberlo hecho, que tendríamos que haber salido corriendo de aquella casa infernal, pero la curiosidad de los niños no atiende a lógica alguna y nos parecía que no teníamos nada que temer de aquella brisa fresca y de la voz embriagadora de la niña que cantaba. Volvimos a asomarnos al agujero y nos sorprendió descubrir que el caudal de aire había aumentado hasta volverse casi molesto. Además, aquel olor agradable había sido sustituido por otro repugnante y ya no se oía la voz de la niña.
Nadie estaba preparado para lo que sucedió a continuación.
Las explosiones nos cogieron a todos por sorpresa, pero no nos asustaron tanto como lo que vimos cada vez que estallaban los pequeños petardos y la luz iluminaba la oscuridad durante un breve instante. Alguien reptaba hacia nosotros con una rapidez impropia del tamaño del agujero. Por muchos años que pasen, nunca podré olvidar aquella cara que nos miraba fijamente con unos ojos negros como el azabache y aquella sonrisa demencial.
No tuvimos tiempo a reaccionar.
El agujero nos escupió en la cara una bocanada de viento putrefacto mientras una mano blanca como la cera atrapaba a Raúl.
—¡Dios mío! —gritó cuando las uñas sucias se clavaron con fuerza en la carne de su brazo—. ¡Duele mucho, y quema...!
El viento cambió y se convirtió en una poderosa fuerza de succión que comenzó a arrastrar a nuestro amigo hacia la oscuridad, que pareció abrirse para recibirlo.
Estábamos aterrorizados, pero no dejaríamos a Raúl a merced de aquella fuerza maligna sin luchar, así que tiramos de él con todas nuestras fuerzas. Al instante nos dimos cuenta de que era un gesto inútil, que no podríamos vencer, pero no cejamos en nuestro esfuerzo hasta que por encima de nuestros gritos comenzamos a escuchar sus huesos romperse mientras el agujero se lo tragaba.
Por un instante se hizo el silencio. Arturo y yo nos quedamos allí, sentados al borde del agujero, llorando y sin saber muy bien qué hacer. Incapaces de creer lo que había sucedido.
Cuando el viento comenzó a soplar de nuevo, Arturo se levantó gritando fuera de sí.
—¿Puedes oírlo? ¡Ha dicho mi nombre! ¡Ahora viene a por mí!
Yo sabía que no había sido así, porque lo único que había oído con total claridad, y como si alguien me lo hubiese susurrado en el oído, había sido mi nombre.
No hizo falta hablar más. Comenzamos a correr como dos locos hacia la salida. Tropezamos y caímos varias veces mientras la fuerza del viento que nos envolvía crecía e intentaba entorpecer nuestra huída.
Ni siquiera pensamos en rodear el estanque. Solo cuando nuestros pies comenzaron a chapotear en un suelo pastoso que ralentizaba la carrera, caímos en la cuenta de que quizás hubiésemos cometido un error: no sabíamos cuál podía ser la profundidad de aquella charca. El viento nos zarandeó como marionetas y nos arrojó a la cara las nubes de mosquitos que flotaban sobre el agua estancada, así que nos vimos obligados a correr casi a ciegas el último tramo hasta la verja. Agotado y con el corazón a punto de estallar, alcancé la abertura y pasé dejando un jirón de ropa y algo de piel enganchados en el hierro.
Todavía a día de hoy pienso en qué hubiese sido de nosotros si hubiese dejado que Arturo intentase salir en primer lugar.
Absolutamente aterrorizado, mi amigo no se agachó lo suficiente y su pelo se enganchó en la verja, o por lo menos quiero pensar que fue la verja lo que lo atrapó.
—¡Ayúdame! —gritó desesperado mientras me tendía la mano.
No lo dudé. Estaba seguro de que allí afuera me encontraba a salvo y que aquella fuerza maligna ya no podía alcanzarme, así que le cogí la mano y tiré con unas fuerzas que ya no tenía. Durante un instante recordé nuestro intento de rescatar a Raúl y tuve miedo a fallar de nuevo, pero nada de eso sucedió. Arturo logró salir, aunque se dejó buena parte del cuero cabelludo colgando de la verja. Recuerdo que nos abrazamos y lloramos durante lo que me pareció una eternidad. Hasta que la sangre que manaba de su cabeza comenzó a empapar mi mano. Teníamos que volver a casa. Él necesitaba que un médico viese su herida y además teníamos que contar lo sucedido a nuestros padres para que volviesen a buscar a Raúl. Antes de marcharnos nos dimos cuenta de que el viento había cesado y, al levantar la vista hacia la casa por un instante, los dos pudimos ver, sobre la colina, la silueta de alguien que tenía el tamaño de una niña recortada contra la luz de la luna.
Mi padre sabía que yo nunca me inventaría una historia como esa, así que media hora después estábamos de vuelta en la casa, solo que ahora más de veinte hombres registraban el edificio y el jardín de forma exhaustiva.
Recuerdo que nos pidieron que los acompañásemos hasta el sitio en el que Raúl había desaparecido. En ese momento Arturo sufrió tal ataque de ansiedad que el doctor tuvo que sedarlo. Con el miedo en el cuerpo, avancé hasta un lugar que consideré seguro y les señalé el lugar en el que se abría el agujero de conejo.
Los hombres comenzaron a hablar entre ellos, desconcertados. Mi padre se acercó hasta donde yo estaba y se arrodilló ante mí.
—Hijo, ¿estás seguro de que es ahí? —me preguntó mientras me miraba a los ojos con preocupación—. No parece muy grande.
Me aparté de mi padre y vencí el miedo para acercarme hasta los hombres que rodeaban el agujero, que a la luz de los focos era poco más grande que una madriguera de ratón.
Yo estaba desconcertado, pero insistí en que había sido allí donde habíamos perdido a Raúl.
A pesar de lo evidente, excavaron toda la zona, pero no encontraron nada. Aquel agujero que yo les había señalado no profundizaba más de unos cinco metros en la tierra.
Otra cosa fue lo que encontraron en el sótano de la casa.
Ser pequeño tenía la ventaja de que muy a menudo pasabas desapercibido a los ojos de los mayores, y por eso nadie reparó en mí cuando me acerqué al origen de aquellos gritos desgarradores que rompían el silencio de la noche.
El padre de Raúl abrazaba a su esposa, que lloraba y gritaba desconsolada. Los hombres que habían registrado la casa salían en ese momento al exterior y entre ellos cundía el nerviosismo. Alguno incluso vomitó en el jardín. Al parecer, habían encontrado el cuerpo de Raúl, descoyuntado y con la boca y las fosas nasales llenas de tierra, como si se hubiese visto obligado a respirarla. Y lo más increíble de todo era que, para rescatarlo, se habían visto obligados a derribar una pared en el sótano que estaba cubierta de extrañas inscripciones. Decían que Raúl había aparecido abrazado al esqueleto de un niño. Alguien que parecía llevar muerto muchos años.
—Una niña —me oí decir a mí mismo—. Se trata de una niña.
Todos volvieron la vista hacia mí y luego no sé qué más pasó, porque me desmayé.
No he vuelto a ver a Arturo desde aquella noche. Su familia abandonó de forma precipitada el cuartel y, cuando intenté contactar con él, sus padres me rogaron que no lo hiciese. Me contaron que todavía necesitaba ayuda psicológica y que precisaba medicarse para poder conciliar el sueño. Los médicos les habían recomendado alejarse lo máximo posible de aquel suceso y pensaban que hablar conmigo no le haría ningún bien.
En mi casa nunca volvimos a hablar de forma abierta del incidente, me imagino que para intentar protegerme, pero no hay lugar donde puedas esconderte del pasado. Las frases a medias que terminaban de forma brusca en mi presencia, las miradas de lástima de los demás niños o las condolencias a destiempo no hacían más que reabrir una y otra vez la herida.
Nadie pudo aportar una explicación racional a lo que sucedió aquella noche y la muerte de Raúl acabó en el archivo de los casos si resolver.
Meses después, cuando mi aspecto físico comenzó a deteriorarse de forma alarmante debido a las pesadillas, mi padre aprovechó la primera oportunidad que se le presentó y aceptó una comandancia en Galicia.
Pero las pesadillas no desaparecieron.
¿Por qué me decido a contar esta historia ahora, tantos años después de aquella noche? Pues porque ha sucedido algo que, aunque sigue siendo inexplicable, arroja una nueva luz sobre aquel suceso.
Mi padre falleció hace seis meses tras padecer una larga enfermedad y, como es habitual, los compañeros enviaron sus pertenencias personales a la familia. Fue mi madre, que no tiene fuerzas para enfrentarse a los recuerdos, la que me rogó que las revisara y valorase qué debíamos tirar y qué conservar de todo aquello.
Después de mirarlas por encima, me llamaron la atención unos viejos libros que parecían una especie de diarios. Comencé a hojearlos y rápidamente me di cuenta de que allí mi padre apuntaba los aspectos más relevantes de los casos que estaban investigando. Muchas de las entradas se abrían y cerraban de forma rápida, pero había una que contenía una información más extensa.
Mi padre la había denominado "La Casa Rosicky".
En la casa se había encontrado correspondencia del matrimonio con su familia en Polonia y, después de traducirla, los investigadores habían determinado que era necesario hablar con aquellos parientes. De aquellas conversaciones y de la correspondencia rescatada, mi padre había entresacado varias conclusiones. La primera provenía del informe de tráfico del día en el que los Rosicky habían fallecido, que relataba que un vendaval había arrancado un enorme árbol de la cuneta y lo había arrojado sobre el coche en el que viajaban. Eso había hecho que perdiesen el control y acabasen en el fondo del lago. Nadie había visto un temporal tan violento y repentino, con vientos que habían causado numerosos destrozos materiales en la zona. También resultaba curioso que se hubiesen encontrado los cuerpos de los padres, pero no así el de la hija.
En alguna de las cartas encontradas, la familia planteaba dudas acerca de las teorías de los Rosicky, que creían poder hacer que su hija, que sufría una extraña enfermedad que estaba acabando con su vida, pudiese volver a vivir como una niña normal, aunque para ello tuviesen que (y mi padre decía que citaba literalmente) romper con la Santa Iglesia Católica.
En la última de las cartas, de caligrafía mucho más apresurada, la familia rogaba al matrimonio que volviese a Polonia, lo que, a juzgar por el estado de las cosas dentro de la casa, hicieron de forma precipitada. Al parecer, algo había salido terriblemente mal.
Después de todo esto, mi padre había anotado unas preguntas sin respuesta.
Si el cuerpo que se había encontrado era el de la niña, ¿cómo había fallecido y por qué lo habían tapiado en el sótano de la casa?
¿Qué significaban todos aquellos símbolos de carácter religioso pintados en las paredes?
¿Por qué se habían llevado la silla de ruedas de la niña y una maleta con su ropa? ¿Quizás para que todo el mundo pensase que se llevaban a su hija con ellos de viaje?
Y por último, la más importante de todas: ¿Cómo había fallecido Raúl, y cómo demonios había llegado su cuerpo hasta el cuarto tapiado de aquel sótano?
Cuando pasé la página del diario de mi padre noté que mi pulso se aceleraba. Allí guardaba una fotografía de la hija del matrimonio. Estaba en el jardín, sentada en la silla de ruedas. A su alrededor había varios molinillos de viento hechos de papel, con las aspas pintadas de muchos colores, como si se tratase de sus juguetes preferidos. Debajo había una leyenda manuscrita en polaco y traducida por alguien al español: Mi cariño jugando con el viento.
Según contaban, la niña podía pasar horas y horas en el jardín siempre que el viento hiciese girar los molinillos.
En la foto la pequeña sonreía con la mirada perdida en el infinito. Yo había visto esa misma sonrisa en aquella cara desdibujada, aquel anochecer de primavera.
Hoy he regresado a la ciudad para volver a ver la casa Rosicky. Tenía que hacerlo, no he podido evitarlo. Lo he hecho de pasada y no me he bajado del coche. Ni siquiera me he detenido, pero ha sido suficiente. En el mismo lugar en el que se levantaba la casa han construido bloques de apartamentos. El barrio ha cambiado por completo y ya no están aquellos prados en los que jugábamos. Solo queda el cuartel de la Guardia Civil, y gracias a eso he podido orientarme.
Quizás me encuentre condicionado por lo que me sucedió. Quizás haber estado tan próximo al mal me haya convertido en alguien especialmente sensible, pero he vuelto a sentir aquella presencia. Estoy seguro de que, sea lo que sea lo que vimos aquella noche, todavía sigue allí, en algún sitio, esperando.