Con la colaboración de mi amiga Mariola Díaz Cano
Entre curva y curva Alberto dirigió los ojos al
espejo retrovisor. El pequeño dormía con placidez en la parte de atrás del
coche mientras Elisa hablaba a su lado de temas banales para evitar que le
venciese el sueño.
Era noche cerrada. Alberto se echaba la culpa por haberse demorado
demasiado con las despedidas en casa de los abuelos. Que si el niño quería llevarse la cabritilla a casa, que si probad un
poco de este chorizo que tiene el punto justo de picante. Lo cierto es que
estaba haciendo lo que una y otra vez se
dijo a sí mismo que nunca haría, conducir de noche por una carretera de montaña
en pleno invierno. Por supuesto que conocía de memoria el camino a casa de sus padres, pero con la helada que
estaba cayendo toda precaución era poca. Había curvas a las que casi nunca se asomaba el sol y
que se convertían en una pista deslizante si se tomaban sin el debido cuidado.
Alberto interrumpió a su mujer.
—Gracias por no decirles nada a mis padres.
Elisa guardó silencio por un instante.
—No tienes por qué dármelas. Los aprecio y no quiero
que se disgusten. Son buena gente.
Había muy pocas cosas en las que Alberto estaba tan
seguro de haber acertado en su vida como la de proponer matrimonio a Elisa. La
crisis se había llevado por delante la empresa familiar y ahora los bancos
amenazaban con dejarlos sin casa, pero ella siempre encontraba una palabra de
ánimo y comprensión.
—Además —continuó ella—, estoy segura de que todo
esto pasará muy pronto y las cosas volverán a ser como antes.
La seguridad con la que Elisa había pronunciado
aquella frase tranquilizó a Alberto, que distrajo su atención de la carretera
durante un segundo para dirigirle una mirada cariñosa. Y ese instante fue
suficiente para cambiar sus vidas para siempre. Algo apareció repentinamente de
la nada en el límite de su campo de visión y comenzó a cruzar la carretera, y
los reflejos hicieron el resto del trabajo de forma involuntaria. Alberto giró
el volante bruscamente para intentar evitar aquello que lo había sorprendido y
pisó el freno a fondo, entonces sus peores temores se hicieron realidad. El coche comenzó a patinar en el firme helado y se deslizó sin
control hacia la cuneta. El susto disparó un
torrente de adrenalina en la sangre de Alberto y sus cinco sentidos, un poco
embotados por el vino de la cena y adormilados por la noche, se pusieron en
alerta en un instante. Los siguientes segundos transcurrieron a cámara lenta.
Mientras las luces del coche mostraban en un baile loco un escenario plagado de
obstáculos cada vez más difíciles de esquivar, Alberto fue consciente de que el
frenazo había despertado al pequeño, que lloraba de forma desconsolada, y de
que Elisa gritaba mientras extendía las manos hacia delante y se preparaba para
lo inevitable.
La fuerza del impacto les sacudió los huesos como si
se los quisiera arrancar de la carne; luego el silencio.
Después de una eternidad comenzó a ser consciente de
que alguien lo zarandeaba y lo llamaba por su nombre.
Alberto intentó abrir los ojos, pero los párpados
pesaban demasiado. Estaba molesto porque la voz lo había arrancado de un sueño
hermoso y profundo.
Hacía frío. El aire de la noche entraba a través del
parabrisas roto y hacía que su cuerpo temblase involuntariamente. Sintió dolor
en el cuello y una quemazón en la cara. Poco a poco fue enfocando la vista y
los recuerdos comenzaron a ocupar el lugar que les correspondía en la cabeza.
Elisa lo llamaba con una voz temblorosa que casi se mezclaba con el llanto
mientras lo empujaba una y otra vez. De repente, Alberto abrió los ojos muy
asustado.
—¡Andrés! —gritó mientras echaba la vista atrás y un
dolor agudo estallaba en su cuello.
—Tranquilo, cariño. El pequeño está bien. Lloró mucho
porque quería que te despertases y porque le asusta la oscuridad, pero en
cuanto lo cogí en mi regazo se quedó dormido.
—Dios mío. ¿Qué fue lo que nos sacó de la carretera?
¿Pudiste ver algo? —preguntó Alberto mientras revolvía con cariño el pelo de su
hijo.
—No, pero de lo que estoy segura es que, fuese lo que
fuese, no lo golpeamos.
—Voy a echar un ojo afuera, a ver qué pinta tiene el
coche.
—Ten cuidado, por favor.
Alberto abrió la puerta con un par de empujones de
hombro y dio una vuelta alrededor del coche. Parecía que lo hubiesen golpeado
con una bola de demolición. Habían tenido mucha suerte. El vehículo se había
detenido sobre un pequeño talud que los había salvado de ir más allá,
probablemente hacia una caída segura. La carretera rodeaba una montaña y,
aunque la oscuridad escondiese el paisaje, estaba seguro de que allí sólo había
barrancos más o menos profundos hasta el cauce
del río. El frío comenzó a entumecer su cuerpo. Alberto se sentó de nuevo tras
el volante.
—Es un verdadero milagro que todos estemos bien
—comentó—, pero tenemos que salir de aquí cuanto antes.
Probó el contacto. Nada. Esperó un instante y volvió
a girar la llave mientras rogaba que todavía le quedase una pizca más de suerte
esa noche. El motor arrancó con un sonido lastimero y enseguida comenzó a
ronronear con regularidad. Pero la alegría inicial se convirtió en decepción en
cuanto se dio cuenta de que el motor no era capaz de transmitir movimiento a
las ruedas.
—Hemos debido de romper la transmisión... No nos
podemos mover.
Alberto recorrió con la mirada el oscuro paisaje que
los rodeaba. A través de los cristales rotos del coche alcanzó a ver, frente a él, una luz a medio camino de
la cima de la escarpada ladera que rodeaba la carretera. La luz parpadeaba
cuando el viento movía los árboles sin hojas que la rodeaban.
—Mira, Elisa —señaló con la misma emoción con la que
lo haría un náufrago al ver la sombra de
una vela en el horizonte—. Aquello tiene que ser una casa. Tengo que acercarme hasta allí.
—¡Papi, tengo miedo! Todo está muy oscuro. No te
vayas.
El pequeño había despertado y su voz de súplica hizo
que a Alberto se le formase un nudo en la garganta.
—Tengo que hacerlo, cariño. Lo mejor será que me
esperéis en el coche. El depósito está lleno y
tendremos luz y calefacción aunque estemos toda la noche con el motor en
marcha.
—Por favor —le rogó Elisa—, date prisa.
Alberto puso sus labios sobre los de ella con
suavidad y después tapó a ambos con su abrigo.
—Ahora eres el hombre de la casa. Cuida de mamá hasta
que yo vuelva, ¿vale?
—Vale, papi —contestó el pequeño con la voz
entrecortada por los hipidos.
El viento frío lo traspasó nada más abrir la puerta del coche y le costó
respirar el aire gélido de la noche. Las estrellas brillaban con una nitidez
que sólo se podía ver lejos de las luces de la ciudad.
Alberto giró la cabeza a ambos lados para intentar
ver un hueco entre la espesura que le permitiese llegar hasta la luz. A un lado
la curva oscura que los había hecho derrapar, al otro la carretera descendía
hacia la seguridad de la civilización, de la que todavía estaban muy lejos. No
había hueco en la vegetación, o por lo menos no lo veía, así que hizo de tripas
corazón y saltó al monte. Las zarzas de los matorrales se engancharon en su
ropa e hicieron que cayese lacerándose manos y cara. Alberto peleó con todas
sus fuerzas para liberarse de aquel abrazo de espinas y, una vez que lo
consiguió, comenzó a avanzar lentamente, casi a ciegas, con las manos
extendidas por delante para proteger la cara de las huesudas ramas de los árboles que intentaban arañarlo.
De repente, oyó un ruido que lo hizo detenerse. Algo o
alguien se acercaba. En ese momento se dio cuenta de que quizás había sido muy
imprudente al saltar al monte sin más. Su padre le había dicho que habían
vuelto a autorizar las batidas de lobos porque ese invierno se habían acercado
demasiado a los pueblos y estaban atacando al ganado. Contuvo la respiración.
El crujir de ramas se aproximaba en su dirección y no había ningún sitio donde
esconderse. Alberto se agachó detrás de un árbol y tanteó el suelo a su
alrededor en busca de alguna rama o piedra con la que poder defenderse. Había
crecido en aquellas montañas y conocía de primera mano las historias de hombres
que se habían cruzado alguna vez con una manada de lobos o incluso con un oso.
Pero esta vez no tenía nada que temer. La tensión desapareció en cuanto se dio
cuenta de que sólo se trataba de un pequeño zorro que escudriñaba la oscuridad
en busca de comida. Era increíble que aquel animal tan esquivo se acercase
tanto a un hombre. Parecía no dar muestra alguna de haberlo visto. Alberto
estaba tan maravillado por lo que estaba sucediendo que no reparó en la luz
sobrenatural que comenzó a bañar el lugar. Pero el pequeño zorro sí. Levantó la
cabeza para mirar a través de él, como si Alberto no estuviese allí, y
desapareció en la espesura con rapidez. Alberto giró la cabeza y lo que vio le
heló la sangre en las venas. Unas figuras cubiertas con unos mantos raídos lo
observaban en silencio. De sus manos esqueléticas pendían faroles de los que
emanaba una luz mágica, que de vez en cuando se agitaba como si fuese agua
turbia y dejaba entrever algo en su interior que pugnaba por escapar. Las
negras túnicas de aquellos seres no tocaban el suelo, pero todavía había algo
más aterrador. Mientras Alberto podía ver su cálido aliento dibujando volutas
frente a él en el gélido aire de la noche al ritmo de su respiración desbocada,
de la profunda oscuridad que encerraban aquellas capuchas, donde se suponía que
tendrían que estar las cabezas de aquellos seres, no se escapaba nada.
Alberto echó a correr. Un par de veces miró hacia
atrás, sólo para comprobar que el séquito lo seguía a mucha distancia.
Avanzaban sin prisa y no emitían ruido alguno, pero se movían con una facilidad
insultante por aquel terreno lleno de obstáculos, como si flotasen.
El miedo espoleó a Alberto, que reanudó la ascensión
con más brío. Había acertado al suponer que aquella luz provenía de una casa.
Ahora estaba tan cerca que podía verla perfectamente entre el ramaje de los
árboles. Pero no estaba en forma, y comenzó a sentir que no podía dar a los pulmones
todo el aire que necesitaban. Cuando estaba a punto de rendirse, se dio cuenta
de que la pendiente se había vuelto menos pronunciada y la vegetación casi
había desaparecido. De repente se encontró corriendo y trastabillando por una
pista de tierra que conducía hacia la casa. En ese terreno volvió a ganar
distancia, pero sabía que de nada serviría si el propietario no abría la puerta
antes de que lo alcanzasen, así que comenzó a gritar.
La suerte volvió a sonreírle. A unos cinco metros de
la casa pudo ver el rostro de un anciano observándolo detrás de una de las
ventanas.
—¡Abra, por favor!
—¡Vete! No deberías estar aquí.
—Hemos sufrido un accidente. Mi familia necesita
ayuda y unos extraños me persiguen...
—¡Vete! Nadie puede ayudarte ya. Vendrán por ti y no
quiero que me encuentren.
—¿Cómo dice? —Alberto estaba desconcertado—. ¿Sabe
quién me persigue?
—¿Quién? —El hombre soltó una carcajada demencial que
hizo que Alberto retrocediese un paso—. ¿Acaso no has oído hablar de la güestia?
La güestia,
el séquito que según la leyenda acompañaba el alma de los muertos en su último
viaje. Definitivamente aquel hombre había perdido la cabeza.
—Por favor, señor, se lo suplico.
—¡Largaos de mis tierras o lo pagaréis muy caro!
Desesperado y preso de un arranque de ira, Alberto
empezó a golpear con las manos desnudas la pared de la casa y, para su
sorpresa, los muros comenzaron a resquebrajarse y a volverse polvo. Todo a su
alrededor se deshacía como un castillo de arena seca.
—¡Detente, estás destruyendo mi casa! Sabía que
seríais un problema desde que os vi en la curva...
Esas palabras hicieron que Alberto recordase la
imagen de lo que lo había sacado de la carretera.
—Usted... Fue usted el que ocasionó el accidente.
—Nunca debieron construir esa maldita carretera en
mis tierras. Les dije que defendería mis propiedades a cualquier precio. Tarde
o temprano los coches dejarán de pasar por esta carretera y las tierras
volverán a ser mías. Y puedo esperar toda la eternidad.
—Viejo chiflado, ¡casi nos mata!
—¿¡Que casi os mato!? Eso sí que tiene gracia...
El anciano comenzó a reírse de nuevo, pero su risa se
truncó en cuanto la misma luz antinatural que Alberto había visto en el bosque
bañó la habitación a sus espaldas. El hombre se giró y extendió las manos para
intentar evitar lo inevitable, pero su silueta comenzó a estirarse hacia la luz
mientras un grito agónico quedaba colgado en el aire.
El anciano desapareció engullido por la luz. Alberto
retrocedió unos pasos. La casa ahora no era más que un montón de ruinas, como
si al desaparecer el viejo se hubiese deshecho la ilusión.
Los encapuchados salieron de entre los restos de la
casa y Alberto echó a correr de nuevo.
Bajar no fue más fácil que subir, porque en la
oscuridad cualquier obstáculo lo hacía tropezar y caer, pero se las arregló
para llegar hasta el coche rápidamente. No podía más, estaba exhausto. Al llegar a la carretera se hincó de rodillas
mientras recuperaba el resuello. Miró atrás y respiró aliviado al no poder ver
aquellas extrañas luces. Entonces se levantó y se sorprendió al ver a su esposa
esperándolo fuera del coche. El pequeño Andrés estaba con ella, de pie a su
lado. Las caras de ambos irradiaban una paz que no parecía de este mundo. Era
la serenidad de aquellos que conocían todas las respuestas, de los que ya no
tenían miedo. Alberto comenzó a entender lo que sucedía en cuanto los
componentes de la güestia salieron de
entre las sombras e iluminaron el claro con la luz de sus faroles.
—Te estábamos esperando, papá.
Ven, no tengas miedo, ahora ya podemos irnos todos juntos.
El pequeño le tendió la mano. Alberto avanzó hacia
ellos con los ojos anegados en lágrimas y abrazó a su familia.
El sol todavía no había asomado por encima de las
montañas y Luis, el panadero, ya llevaba una hora en la carretera. No le
importaba madrugar, en el campo todo el mundo lo hacía, y era consciente de la
suerte que tenía por poder continuar con el negocio familiar. Luis odiaba las
tareas del campo. El olor del pan recién hecho dentro de la furgoneta era algo
maravilloso y no le molestaba conducir, porque lo hacía con la seguridad de
quien conocía aquellas carreteras de memoria. Por eso siempre que llegaba a la
curva en la que algunos del pueblo decían haber visto el fantasma del viejo
Tadeo, aquel chiflado que se había quitado la vida colgándose de una viga
cuando el gobierno le había expropiado el terreno para la carretera, siempre
paraba de silbar, levantaba el pie del acelerador y se santiguaba. No era bueno
tomarse esas cosas a broma y nunca estaba de más un poco de precaución.
Esa mañana, en la curva maldita, Luis vio unas extrañas rodadas dibujadas en el asfalto que se salían de la carretera y se imaginó lo peor. Al asomarse al
arcén y ver el coche destrozado, se santiguó de nuevo porque supo de inmediato
que ya no se podía hacer nada más por aquellos desdichados.
A los bomberos les llevó toda la mañana excarcelar
los cuerpos de los tres ocupantes del coche.
Se queda uno sin resuello intentando no desfallecer por el desasosiego que produce intuir cómo va a terminar la historia y a la vez, negándose uno a sí mismo lo que le dice su instinto que va a suceder porque es demasiado cruel.
ResponderEliminarMuy buena historia contada con la maestría que te caracteriza. Enhorabuena
Si hemos llegado a producir desasosiego en un alma de bien como la tuya, entonces objetivo conseguido. Gracias, Loren.
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