Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano
El
acorazado estelar salió del agujero de gusano envuelto en cúmulos de gas
cósmico y detuvo sus impulsores de inercia. En ese momento el tiempo comenzó a
latir de nuevo en el interior, provocando una onda que recorrió la brillante
armadura de su casco como una ola.
En la
penumbra del puente de mando, el Líder estudió los datos que le ofrecían los
navegantes y comprobó que el trayecto había sido calculado sin margen de error,
pero no felicitó a los prácticos por ello. Nunca se debía felicitar a alguien
por hacer bien su trabajo. La tripulación guardó silencio mientras el Líder se
recreaba contemplando el hermoso mundo que aparecía en los hologramas. Al fin
los informes habían resultado ciertos y el riesgo que habían asumido al navegar
por nudos temporales desconocidos, atravesando galaxias remotas, había merecido
la pena. El Líder dio las órdenes oportunas para que el Devastador de Mundos se
escondiese en la sombra del único satélite de aquel planeta, como un depredador
acechando a su presa. El camuflaje de invisibilidad de la nave era muy eficaz,
pero, en la cruenta batalla que había precedido a la destrucción del último
sistema estelar, habían quedado inservibles sistemas que los técnicos todavía
estaban reparando y el Líder no quería correr el mínimo riesgo de ser
descubierto y perder así el factor sorpresa. De inmediato, el Líder convocó a
sus Señores de la Guerra para estudiar el plan de conquista. Cuando su
imponente figura salió del puente de mando, el nivel de tensión disminuyó entre
los que estaban presentes en la sala.
El
responsable del Cuerpo de Prácticos respiró aliviado. Desde el inicio de la
campaña, el Líder había ejecutado a tres responsables por errores que ni
siquiera se les podían achacar a ellos y que únicamente habían supuesto
pequeños retrasos en cada una de las misiones. El Líder era implacable con los
fallos y gobernaba de forma tiránica su astronave, pues sólo de esa forma se
podía mantener la disciplina entre una tripulación tan numerosa y diversa.
Además, y a pesar de la perfecta maquinaria de navegación que poseían, el
espacio profundo escondía secretos que aún para ellos, una raza acostumbrada a
vivir entre las estrellas, constituían incógnitas que podrían poner en peligro
su supervivencia. Había que estar siempre alerta y ofrecer lo mejor de sí
mismos durante el servicio.
El Líder
había llevado al Devastador de Mundos hasta esas coordenadas guiado por la
confesión de unos sabios apresados en el último planeta conquistado. En sus
informes, aquellos sabios decían conocer la localización de un hermoso mundo
azul y verde cuyos habitantes enviaban continuamente llamadas al espacio
profundo en busca de más vida inteligente. El Líder había hecho desaparecer los
informes y también a los científicos, que ya no podrían contárselo a nadie más,
salvo que alguien fuese capaz de leer el polvo cósmico en el que se había
convertido su planeta tras la partida del Devastador de Mundos. Sin saberlo,
con sus mensajes de paz y buena voluntad viajando a través del cosmos, los
ingenuos habitantes del mundo cuya imagen ahora recibía en sus pantallas habían
firmado su sentencia de muerte.
Los
Analistas de Sistemas comenzaron a recoger datos del planeta. La información
llegaba con cierta dificultad porque la telemetría analítica de la nave era uno
de los sistemas que los técnicos todavía estaban reparando, pero ya habían
averiguado que aquel mundo estaba recubierto por una mezcla de gases venenosos,
que no parecían muy difíciles de transformar en algo respirable una vez
liberados los sembradores de aulonio
que transportaban en las bodegas.
En la
suspensión ingrávida de su cubículo, el Líder movía las pinzas de sus poderosas
extremidades superiores, abriéndolas y cerrándolas, mientras pensaba cual sería
su siguiente paso. La excitación que le producía la posibilidad de una nueva
conquista inyectaba una estimulante corriente de energía en su sistema
linfático. Había más depredadores como él, buscando joyas como aquélla a las
que someter y, aunque no había compartido los algoritmos de su recién
descubierta ruta estelar con el Consejo de Sabios, algún robot espía podría
haber rastreado su salto y no quería tener que repartir el botín y la gloria de
la conquista con los demás acorazados de la flota, así que decidió reclamar
aquel mundo en su nombre, sin esperar a que los técnicos acabasen de reparar
los sistemas. Seguro del inmenso poder destructivo que portaba en su nave de
combate, ordenó el descenso a nivel cero.
Los escudos
deflectores resistieron sin problemas las fricciones de las capas más altas de
la atmósfera. Después, la nave atravesó con facilidad las turbulencias gaseosas
inferiores y se estabilizó sobre un paisaje que se estaba cubriendo rápidamente
con una blanca capa esponjosa. Habían tenido suerte, no necesitaron buscar
mucho. Delante de ellos se dibujaba una monumental construcción que confirmaba
los datos del informe: el planeta estaba habitado por seres inteligentes. Bien.
El Líder estaba cansado de mundos estériles y sabía que la gloria solo se
alcanzaba en las campañas militares más difíciles. Podía imaginarse a los
bardos recitando durante eones los épicos poemas de sus conquistas a lo largo y
ancho de los cien mundos sometidos. Arrasaría el planeta y luego lo reclamaría
para los suyos. Volvería a su hogar como un héroe. El armamento que portaba en
su nave era suficiente como para reducir a cenizas un mundo diez veces mayor
que aquél.
Después de
localizar tres entradas en la parte superior de la construcción, que suponían
que eran puertos de atraque para naves espaciales, el Líder ordenó a los Prácticos
que dirigiesen el Devastador de Mundos al interior de la misma. Tras atravesar
un laberinto de inmensas cámaras, la nave llegó a lo que parecía el corazón de
la edificación. Un enorme géiser de vapor surgía de un depósito cilíndrico
hecho de un material desconocido y fabricado para soportar las altas
temperaturas a las que estaba siendo sometido. Debajo de él, los habitantes de
aquel planeta habían llevado una enorme cantidad de material fósil hasta la
combustión con alguna misteriosa finalidad. Aquellos seres parecían
inteligentes, pues conocían los principios fundamentales de máquinas y energía,
pero todo lo que los invasores habían visto hasta ahora era tan rudimentario
que no parecía suponer peligro alguno para su integridad.
El Líder
ordenó que la nave aterrizase a corta distancia de la fuente de energía, sobre
un blanco altiplano salpicado de diminutos restos orgánicos, con la intención
de investigar y conocer más acerca de los habitantes de aquel mundo antes de
aniquilarlos. Después se desplazó hasta las cápsulas de criogenia y despertó de
su sueño al centenar de feroces guerreros Khuz´lish,
que siempre permanecían en animación suspendida hasta que llegaba el momento de
entrar en combate. Aquellos demonios eran temidos y odiados por el resto de la
tripulación a partes iguales, pero estaban genéticamente ligados al Líder y su
lealtad hacia él estaba fuera de toda duda. Acto seguido organizó una
expedición que él mismo comandaría.
En el
interior de la nave se quedaron solamente aquellos servidores de los sistemas
de artillería que tenían potencia de fuego suficiente para devastar el planeta,
a la espera de una orden de su Líder para desencadenar el apocalipsis. El
pequeño ejército salió de la nave y se desplegó en formación cerrada, con los
miembros del cuerpo técnico embutidos en sus exoesqueletos de supervivencia en
el centro, y los sanguinarios Khuz´lish
rodeándolos con sus pesadas armaduras de combate.
De
improviso los detectores de movimiento arrojaron urgentes datos de alerta. Algo
se acercaba muy rápidamente a su posición. Quizás se tratase de uno de los seres que habían levantado
aquella construcción. El Líder ordenó a su tropa el estado de máxima alerta.
Una bestia de tamaño descomunal apareció prácticamente de la nada. Los
invasores ajustaron sus módulos de visión a la penumbra de la cámara y dieron
energía a sus cuásares desintegradores. La bestia se movía con gracilidad sobre
sus cuatro extremidades en un plano inferior al que ellos se encontraban, y
emitía unos sonidos roncos y lastimeros muy difíciles de interpretar por el
experto en lenguas de la tripulación.
Sin mediar
amenaza alguna, y con un impulso que puso al descubierto la poderosa
musculatura del animal, la bestia saltó casi sin esfuerzo al altiplano en el
que ellos se encontraban. Los técnicos dispusieron la sensibilidad de sus
máquinas al máximo nivel y los guerreros apuntaron el armamento pesado hacia el
recién llegado. Todos esperaban una orden de su Líder, que parecía disfrutar
con aquellos momentos de tensión, pues no en vano pertenecía a una raza cuyos
miembros alcanzaban la pubertad después de matar un momwak sólo con la ayuda de sus pinzas. La bestia ajustó sus
pupilas para adaptarse a la penumbra de la sala y fijó sus enormes ojos en
ellos. El grueso pelaje que recubría su cuerpo brilló con tonos rojizos cuando
el animal pasó cerca de la fuente de combustión mientras se aproximaba
inquisitivo hacia los invasores. Un nuevo gemido del titán les permitió ver
unos colmillos descomunales brillando dentro de unas fauces enormes.
Una vez
reducido a un tamaño razonable, aquel coloso luciría espléndido en su sala de
trofeos, pensó el Líder mientras ordenaba que ajustasen la intensidad de sus
armas a un nivel que no fuese letal, y planificaba con Logística la forma de
capturarlo. Cuando más atentos estaban todos a las evoluciones del coloso, una
brillante luz se hizo en la cámara cegando por un instante la visión de la
tropa e interfiriendo seriamente en la telemetría, en los delicados
instrumentos de comunicación y también en aquellos otros que transportaban para
recabar información, dejándoles ciegos, sordos y mudos por un angustioso
instante.
Después de accionar
el interruptor, y que la blanca luz de los fluorescentes bañase la cocina y
cegase a los invasores, doña Blasa entró con paso rápido en la estancia. Afuera
nevaba copiosamente.
Estaba
siendo un invierno muy crudo y la anciana acostumbraba a calentar las sábanas
de la cama con una bolsa de agua caliente antes de acostarse, pero había
permanecido tan absorta leyendo un libro de misterio que le habían regalado los
nietos por su ochenta y cinco cumpleaños, que se había olvidado por completo de
la cacerola que había puesto a calentar sobre la chapa de la cocina de carbón.
Se dio prisa en retirarla del fuego antes de que se le evaporase todo el agua,
con tan mala suerte para los invasores que, con el movimiento con el que
depositaba la cacerola con agua hirviendo sobre el blanco mármol, aplastó sin
proponérselo a más de doscientos sorprendidos alienígenas, con sus armaduras de
combate, sus cuásares y sus instrumentos de medida; además, una buena cantidad
de agua hirviendo se derramó como un tsunami por la meseta de la cocina,
penetrando por las escotillas abiertas de la nave y vaporizando a todos
aquellos que se habían quedado en el interior.