viernes, 1 de junio de 2012

LOS INVASORES


Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano

El acorazado estelar salió del agujero de gusano envuelto en cúmulos de gas cósmico y detuvo sus impulsores de inercia. En ese momento el tiempo comenzó a latir de nuevo en el interior, provocando una onda que recorrió la brillante armadura de su casco como una ola.
En la penumbra del puente de mando, el Líder estudió los datos que le ofrecían los navegantes y comprobó que el trayecto había sido calculado sin margen de error, pero no felicitó a los prácticos por ello. Nunca se debía felicitar a alguien por hacer bien su trabajo. La tripulación guardó silencio mientras el Líder se recreaba contemplando el hermoso mundo que aparecía en los hologramas. Al fin los informes habían resultado ciertos y el riesgo que habían asumido al navegar por nudos temporales desconocidos, atravesando galaxias remotas, había merecido la pena. El Líder dio las órdenes oportunas para que el Devastador de Mundos se escondiese en la sombra del único satélite de aquel planeta, como un depredador acechando a su presa. El camuflaje de invisibilidad de la nave era muy eficaz, pero, en la cruenta batalla que había precedido a la destrucción del último sistema estelar, habían quedado inservibles sistemas que los técnicos todavía estaban reparando y el Líder no quería correr el mínimo riesgo de ser descubierto y perder así el factor sorpresa. De inmediato, el Líder convocó a sus Señores de la Guerra para estudiar el plan de conquista. Cuando su imponente figura salió del puente de mando, el nivel de tensión disminuyó entre los que estaban presentes en la sala.
El responsable del Cuerpo de Prácticos respiró aliviado. Desde el inicio de la campaña, el Líder había ejecutado a tres responsables por errores que ni siquiera se les podían achacar a ellos y que únicamente habían supuesto pequeños retrasos en cada una de las misiones. El Líder era implacable con los fallos y gobernaba de forma tiránica su astronave, pues sólo de esa forma se podía mantener la disciplina entre una tripulación tan numerosa y diversa. Además, y a pesar de la perfecta maquinaria de navegación que poseían, el espacio profundo escondía secretos que aún para ellos, una raza acostumbrada a vivir entre las estrellas, constituían incógnitas que podrían poner en peligro su supervivencia. Había que estar siempre alerta y ofrecer lo mejor de sí mismos durante el servicio.
El Líder había llevado al Devastador de Mundos hasta esas coordenadas guiado por la confesión de unos sabios apresados en el último planeta conquistado. En sus informes, aquellos sabios decían conocer la localización de un hermoso mundo azul y verde cuyos habitantes enviaban continuamente llamadas al espacio profundo en busca de más vida inteligente. El Líder había hecho desaparecer los informes y también a los científicos, que ya no podrían contárselo a nadie más, salvo que alguien fuese capaz de leer el polvo cósmico en el que se había convertido su planeta tras la partida del Devastador de Mundos. Sin saberlo, con sus mensajes de paz y buena voluntad viajando a través del cosmos, los ingenuos habitantes del mundo cuya imagen ahora recibía en sus pantallas habían firmado su sentencia de muerte.
Los Analistas de Sistemas comenzaron a recoger datos del planeta. La información llegaba con cierta dificultad porque la telemetría analítica de la nave era uno de los sistemas que los técnicos todavía estaban reparando, pero ya habían averiguado que aquel mundo estaba recubierto por una mezcla de gases venenosos, que no parecían muy difíciles de transformar en algo respirable una vez liberados los sembradores de aulonio que transportaban en las bodegas.
En la suspensión ingrávida de su cubículo, el Líder movía las pinzas de sus poderosas extremidades superiores, abriéndolas y cerrándolas, mientras pensaba cual sería su siguiente paso. La excitación que le producía la posibilidad de una nueva conquista inyectaba una estimulante corriente de energía en su sistema linfático. Había más depredadores como él, buscando joyas como aquélla a las que someter y, aunque no había compartido los algoritmos de su recién descubierta ruta estelar con el Consejo de Sabios, algún robot espía podría haber rastreado su salto y no quería tener que repartir el botín y la gloria de la conquista con los demás acorazados de la flota, así que decidió reclamar aquel mundo en su nombre, sin esperar a que los técnicos acabasen de reparar los sistemas. Seguro del inmenso poder destructivo que portaba en su nave de combate, ordenó el descenso a nivel cero.
Los escudos deflectores resistieron sin problemas las fricciones de las capas más altas de la atmósfera. Después, la nave atravesó con facilidad las turbulencias gaseosas inferiores y se estabilizó sobre un paisaje que se estaba cubriendo rápidamente con una blanca capa esponjosa. Habían tenido suerte, no necesitaron buscar mucho. Delante de ellos se dibujaba una monumental construcción que confirmaba los datos del informe: el planeta estaba habitado por seres inteligentes. Bien. El Líder estaba cansado de mundos estériles y sabía que la gloria solo se alcanzaba en las campañas militares más difíciles. Podía imaginarse a los bardos recitando durante eones los épicos poemas de sus conquistas a lo largo y ancho de los cien mundos sometidos. Arrasaría el planeta y luego lo reclamaría para los suyos. Volvería a su hogar como un héroe. El armamento que portaba en su nave era suficiente como para reducir a cenizas un mundo diez veces mayor que aquél.
Después de localizar tres entradas en la parte superior de la construcción, que suponían que eran puertos de atraque para naves espaciales, el Líder ordenó a los Prácticos que dirigiesen el Devastador de Mundos al interior de la misma. Tras atravesar un laberinto de inmensas cámaras, la nave llegó a lo que parecía el corazón de la edificación. Un enorme géiser de vapor surgía de un depósito cilíndrico hecho de un material desconocido y fabricado para soportar las altas temperaturas a las que estaba siendo sometido. Debajo de él, los habitantes de aquel planeta habían llevado una enorme cantidad de material fósil hasta la combustión con alguna misteriosa finalidad. Aquellos seres parecían inteligentes, pues conocían los principios fundamentales de máquinas y energía, pero todo lo que los invasores habían visto hasta ahora era tan rudimentario que no parecía suponer peligro alguno para su integridad.
El Líder ordenó que la nave aterrizase a corta distancia de la fuente de energía, sobre un blanco altiplano salpicado de diminutos restos orgánicos, con la intención de investigar y conocer más acerca de los habitantes de aquel mundo antes de aniquilarlos. Después se desplazó hasta las cápsulas de criogenia y despertó de su sueño al centenar de feroces guerreros Khuz´lish, que siempre permanecían en animación suspendida hasta que llegaba el momento de entrar en combate. Aquellos demonios eran temidos y odiados por el resto de la tripulación a partes iguales, pero estaban genéticamente ligados al Líder y su lealtad hacia él estaba fuera de toda duda. Acto seguido organizó una expedición que él mismo comandaría.
En el interior de la nave se quedaron solamente aquellos servidores de los sistemas de artillería que tenían potencia de fuego suficiente para devastar el planeta, a la espera de una orden de su Líder para desencadenar el apocalipsis. El pequeño ejército salió de la nave y se desplegó en formación cerrada, con los miembros del cuerpo técnico embutidos en sus exoesqueletos de supervivencia en el centro, y los sanguinarios Khuz´lish rodeándolos con sus pesadas armaduras de combate.
De improviso los detectores de movimiento arrojaron urgentes datos de alerta. Algo se acercaba muy rápidamente a su posición.  Quizás se tratase de uno de los seres que habían levantado aquella construcción. El Líder ordenó a su tropa el estado de máxima alerta. Una bestia de tamaño descomunal apareció prácticamente de la nada. Los invasores ajustaron sus módulos de visión a la penumbra de la cámara y dieron energía a sus cuásares desintegradores. La bestia se movía con gracilidad sobre sus cuatro extremidades en un plano inferior al que ellos se encontraban, y emitía unos sonidos roncos y lastimeros muy difíciles de interpretar por el experto en lenguas de la tripulación.
Sin mediar amenaza alguna, y con un impulso que puso al descubierto la poderosa musculatura del animal, la bestia saltó casi sin esfuerzo al altiplano en el que ellos se encontraban. Los técnicos dispusieron la sensibilidad de sus máquinas al máximo nivel y los guerreros apuntaron el armamento pesado hacia el recién llegado. Todos esperaban una orden de su Líder, que parecía disfrutar con aquellos momentos de tensión, pues no en vano pertenecía a una raza cuyos miembros alcanzaban la pubertad después de matar un momwak sólo con la ayuda de sus pinzas. La bestia ajustó sus pupilas para adaptarse a la penumbra de la sala y fijó sus enormes ojos en ellos. El grueso pelaje que recubría su cuerpo brilló con tonos rojizos cuando el animal pasó cerca de la fuente de combustión mientras se aproximaba inquisitivo hacia los invasores. Un nuevo gemido del titán les permitió ver unos colmillos descomunales brillando dentro de unas fauces enormes.
Una vez reducido a un tamaño razonable, aquel coloso luciría espléndido en su sala de trofeos, pensó el Líder mientras ordenaba que ajustasen la intensidad de sus armas a un nivel que no fuese letal, y planificaba con Logística la forma de capturarlo. Cuando más atentos estaban todos a las evoluciones del coloso, una brillante luz se hizo en la cámara cegando por un instante la visión de la tropa e interfiriendo seriamente en la telemetría, en los delicados instrumentos de comunicación y también en aquellos otros que transportaban para recabar información, dejándoles ciegos, sordos y mudos por un angustioso instante.
Después de accionar el interruptor, y que la blanca luz de los fluorescentes bañase la cocina y cegase a los invasores, doña Blasa entró con paso rápido en la estancia. Afuera nevaba copiosamente.
Estaba siendo un invierno muy crudo y la anciana acostumbraba a calentar las sábanas de la cama con una bolsa de agua caliente antes de acostarse, pero había permanecido tan absorta leyendo un libro de misterio que le habían regalado los nietos por su ochenta y cinco cumpleaños, que se había olvidado por completo de la cacerola que había puesto a calentar sobre la chapa de la cocina de carbón. Se dio prisa en retirarla del fuego antes de que se le evaporase todo el agua, con tan mala suerte para los invasores que, con el movimiento con el que depositaba la cacerola con agua hirviendo sobre el blanco mármol, aplastó sin proponérselo a más de doscientos sorprendidos alienígenas, con sus armaduras de combate, sus cuásares y sus instrumentos de medida; además, una buena cantidad de agua hirviendo se derramó como un tsunami por la meseta de la cocina, penetrando por las escotillas abiertas de la nave y vaporizando a todos aquellos que se habían quedado en el interior.
Doña Blasa todavía llevaba puestas las gafas de cerca, y gracias a ello cayó en la cuenta de que, sobre el mármol blanco y a una cuarta de la cacerola, había un hermoso objeto plateado con el que jugaba su gata Lola, que habría jurado que una hora antes no estaba allí. Pero doña Blasa no le dio más importancia al asunto porque, a su edad, eran muchas las cosas que escapaban a su atención y había desistido ya de hacerse mala sangre con los olvidos. Lo más probable sería que fuese alguno de esos modernos juguetes a pilas de sus nietos, así que lo tomó con cuidado entre sus manos y lo depositó en una balda de la estantería, en donde lo dejaría hasta el fin de semana, cuando volviesen a visitarla.
¿Qué pasaría entonces con el inmenso poder encerrado en la nave y con su sofisticado armamento en estado de alerta, a la espera de que alguien introdujese una orden que pudiese reducir a cenizas todo un planeta? Pues eso es algo a lo que ahora mismo no podemos responder, de la misma forma que tampoco sabemos si doña Blasa llegará algún día a darles a sus nietos el juguete, pues muy a menudo olvidaba donde ponía las cosas. De hecho, en este mismo instante rebusca por toda la sala porque no sabe dónde ha dejado el mando a distancia del televisor, mientras lamenta profundamente que el Señor se haya llevado tan pronto a Pepe de su lado, ya que, desde que falta su marido, no tiene a nadie a quien echarle la culpa de sus olvidos.