viernes, 4 de abril de 2014

PANTANO: RESURRECCIÓN

Con la colaboración de mi amiga Mariola Díaz Cano

En un último y desesperado intento por liberar a la mujer del abrazo mortal del zombi, Lohmú saltó sobre la espalda del monstruo y tiró de su cabeza hacia atrás con todas las fuerzas que fue capaz de reunir. A primera vista, Lohmú no parecía más que un viejo deforme que se movía con dificultad y arrastraba una pierna debido a una tara de nacimiento, pero la realidad era que aquel cuerpo torpe en apariencia escondía una musculatura de fuerza sobrehumana y que la naturaleza, para equilibrar un poco más la balanza, también le había dotado de un organismo incapaz de sentir dolor. Lohmú hubiese podido destrozar a cualquier hombre en un combate cuerpo a cuerpo, pero nunca había tenido la más mínima posibilidad en aquella lucha desigual. No había fuerza en el mundo que pudiese rivalizar con el hambre de la criatura. La pelea apenas duró un instante, justo el tiempo que el zombi tardó en sacudírselo de encima. A partir de ese momento, el jorobado quedó a su merced. Aplastado contra la tarima por aquella fuerza sobrenatural, sentía con impotencia cómo la bestia desgarraba su carne y podía oír los chasquidos de los huesos al desencajarse. Ya no le quedaba más que esperar el fin. Sin dolor no habría agonía, y el daño apagaría su cuerpo poco a poco, hasta que la bestia llegase a un órgano vital. Hasta entonces sería el testigo mudo de su desmembramiento, como cuando alcanzó a ver sobre el suelo, y sin ningún tipo de emoción, la pequeña y sanguinolenta esfera que antes había sido su ojo derecho.
Ella, que había sido la dueña de un poder sin igual y había llegado a pactar con el mismísimo rey de los demonios, yacía solo a unos pasos de distancia, con el cuerpo roto y la cara cubierta por su melena roja como el fuego. Enormes manchas de color escarlata manchaban la piel de su espalda, desgarrada allí donde el monstruo había clavado los dientes. Lohmú rogó a los antiguos dioses a los que tan bien había servido que fuesen misericordiosos y permitiesen que esa fuese la última imagen que pudiese llevarse en su último viaje al infierno. Pero entonces, cuando todo parecía perdido, el monstruo perdió el interés en ellos.
De repente la criatura elevó la cabeza como si hubiese podido escuchar una invisible nota musical, como si la brisa del pantano hubiese susurrado su nombre. El muerto viviente caminó con determinación hacia a la ventana y comenzó a arrancar con violencia las maderas de la pared. Lo siguiente que Lohmú alcanzó a oír fue el sonido de un cuerpo al arrojarse al agua. Entonces el jorobado se arrastró hasta el cuerpo de la mujer y tocó la suave piel del cuello con sus dedos encallecidos. Todavía estaba caliente. Aún podía salvarla.


Lohmú se levantó con dificultad y evaluó los daños que había sufrido. Lo que peor aspecto presentaba era el brazo izquierdo, que colgaba inerte al costado, pero por lo menos no parecía que estuviese roto. El resto de las heridas eran más o menos profundas y le hacían perder bastante sangre, pero eso no lo mataría. Por lo menos no de momento. Así que buscó un apoyo entre los escasos muebles donde poder encajar el brazo y, con un certero y rápido movimiento, lo volvió de nuevo a su sitio. Solo se demoró un instante para abrir y cerrar la mano y comprobar que de nuevo funcionaba como debiera. Tenía que darse prisa, no había tiempo que perder.
Barrió con la mano todo lo que había sobre la mesa y arrojó frascos y redomas al suelo sin importarle lo valioso que pudiese ser el contenido. Ninguno de aquellos compuestos que se mezclaban y se filtraban entre las maderas del suelo y que acabarían cayendo a las pútridas aguas del pantano le servían por ahora. Lohmú tomó a la mujer y la depositó con delicadeza sobre la mesa. Por un instante contempló aquel hermoso cuerpo desnudo sin bajar avergonzado la vista, como cuando ella reparaba en su mirada. Con mucho cuidado para no tocar las profundas heridas que habían acabado con su vida, recorrió su piel tibia desde los tobillos hasta el cuello y apartó con devoción el pelo enmarañado y tieso por la sangre seca para dejar a la vista unos ojos negros como la pez. Nunca habría osado tocar a la mujer en vida, solo ahora que estaba muerta se atrevía a expresar todo el amor que sentía por ella.
Algo lo despertó de su ensueño e hizo que apartase rápidamente la mano de la mujer. Le parecía haber oído a alguien susurrar. Miró a su alrededor. ¿Había sombras que intentaban alcanzarlo, o era solo el temblor de la luz de las velas? Aquel cuerpo podía estar muerto, pero estaba seguro de que su espíritu aún no se había ido. Podía sentir su presencia vagando por el pantano. Si todo salía bien, ella seguramente lo castigaría por haber osado tocarla, pero no le importaba. Siempre lo castigaba.
Tomó un libro del estante y lo hojeó en busca de un pasaje concreto. Lohmú era consciente del peligro que corría al intentar invocar aquellas fuerzas demoníacas, pero estaba desesperado y eso le impedía tener miedo. No tenía nada que perder. Su alma, si es que había llegado a tenerla alguna vez, hacía mucho tiempo que estaba condenada. Y la vida ya no le pertenecía. No desde que ella lo había liberado de la soga la noche en la que lo habían dejado por muerto, colgando de un roble en un cruce de caminos. Desde aquel momento él le había prometido obediencia para siempre, y no pensaba faltar a su palabra le costase lo que le costase.
Sabía que no poseía el don y que su cerebro simple y primitivo era incapaz de comprender cosas complejas, como los misteriosos conjuros que ella manejaba con soltura, pero la había visto traer a tantos hombres de regreso de la muerte que conocía las palabras casi de memoria. Si solo se trataba de eso, si las palabras por sí solas tenían el poder, todavía tenía una oportunidad.
Colocó el libro allí donde pudiese consultarlo y comenzó a recitar el salmo de la protección. Después tomó la arcilla ceremonial y empezó a cubrir el hermoso cuerpo de la mujer con los signos que alguien había dibujado en aquellas páginas hacía más de doscientos años. Cuando terminó, se arrodilló y comenzó a canturrear mientras se mecía levemente adelante y atrás.
Según ella, las fuerzas sobrenaturales fluían por el mundo como las aguas de un río y no todos podían verlas, pero había personas especiales que habían nacido con el don de poder manejarlas a su antojo. A Lohmú no le cabía duda alguna de que la mujer que reposaba sobre aquella mesa era una de ellas. La mujer también le había dicho que había lugares mágicos en los que esas fuerzas se manifestaban con más intensidad, portales en los que la frontera entre este mundo y el infierno era más frágil. Por eso se habían establecido en aquella vieja cabaña, en el corazón del pantano. Lohmú estaba seguro de que oirían sus plegarias, y había demonios ancestrales que les debían favores, criaturas innombrables que no los dejarían abandonados a su suerte.
En el pantano, el calor húmedo y pegajoso era algo tan natural e inevitable como la muerte. Por eso Lohmú se sorprendió cuando comenzó a sentir frío. Pero no dejó de cantar ni cuando una brisa helada como la mano de la muerte apagó las velas y dejó la habitación iluminada únicamente por la luz de la luna, que se filtraba entre las maderas de la techumbre. Casi al instante comenzó a escuchar susurros que acompañaban su cántico. Ya no estaba solo. Sombras más oscuras que la noche rodearon el cuerpo roto de la mujer y dibujaron siluetas de pesadilla en las paredes de la cabaña. Lohmú cerró los ojos y empezó a cantar con más fervor. En aquel momento juró que no se detendría hasta que ella lo llamase de nuevo por su nombre.
El rugido de un trueno todavía lejano lo sacó de su éxtasis y lo devolvió al mundo real, y abrió los ojos solo para comprobar que una luminosidad sobrenatural bañaba el cuarto. No era consciente de haberse dormido y sin embargo le daba la impresión de haber vivido una pesadilla tan nítida que todavía tenía la piel perlada por el sudor del miedo. Estaba confundido, lo mismo podría haber pasado un suspiro que toda una eternidad. El cuerpo de la mujer ya no reposaba sobre la mesa, sino que flotaba un palmo por encima de ella, con los brazos colgando a los costados, como si algo o alguien que no alcanzaba a ver la estuviese sosteniendo en el aire. Una enorme criatura sin forma definida que parecía haber salido del más profundo pozo del infierno recorría con cientos de tentáculos su cuerpo y ella parecía responder a los estímulos. Lohmú se asustó cuando reparó en que un líquido oscuro y denso como la sangre salía de las heridas y se derramaba sobre la mesa, pero se tranquilizó cuando se dio cuenta de que no era más que una ilusión óptica, en realidad era la savia del pantano la que nutría el cuerpo de ella mientras cerraba las heridas abiertas.


Y de repente todo terminó.
Un suspiro sobrenatural hizo que la cabaña temblase. Lohmú vio cómo aquellas fuerzas invisibles volvían a depositar con delicadeza el cuerpo de la mujer sobre la mesa y la criatura infernal que se retiraba deslizándose con pereza sobre el suelo de madera hacia la seguridad de las aguas del pantano.
Algo había salido mal. No cabía duda de que el vínculo se había roto, pero era imposible que todo acabase tan rápido. Todavía se estaba preguntando en qué había fallado cuando oyó los primeros gritos.
—¡Sal de tu guarida, bruja! ¡Esta vez has llegado demasiado lejos!
Lohmú se asomó a la destrozada ventana para ver con asombro que la orilla del pantano estaba iluminada por un río de antorchas que se acercaba a la cabaña. Una veintena de hombres del pueblo gritaban enardecidos con el valor de la multitud y quizás también animados por el calor del alcohol. Algo muy grave tenía que haber sucedido para que se atreviesen a llegar hasta aquellos parajes en plena noche.


El sheriff Gordon encabezaba la comitiva y parecía que le estaba costando mucho trabajo mantener a aquellos hombres bajo control.
—¡Esta noche una criatura que no estaba ni viva ni muerta acabó con la familia Monatrie! —gritó por encima de las voces de la multitud—, y otros cinco buenos hombres cayeron antes de que pudiésemos detenerlo. Queremos saber qué es esto y si habéis tenido algo que ver con ello.
Y el hombre de la ley levantó una cabeza que mantenía sujeta por la cabellera para que todos pudiesen verla. No había duda, se trataba del zombi que esa misma noche ella había traído de vuelta de la muerte.
—¡Marchaos de aquí! —La voz de Lohmú salió de entre las sombras de la cabaña—. ¡Ella está a punto de regresar y os matará a todos! ¡Si os vais ahora, puede que todavía salvéis vuestra vida y la de vuestras familias!
Lohmú había mencionado a propósito a los que habían dejado en casa. El alcohol podía hacer que uno arriesgase la vida por una causa que considerase justa, pero era algo muy diferente  poner en peligro a los seres que amaban. Un murmullo de temor recorrió las filas de los hombres, que retrocedieron unos pasos pero, cuando el miedo a la venganza de la bruja parecía que comenzaba a hacer mella en el ánimo de la gente, el sonido seco de un disparo hizo que todos se encogiesen.
La bala arrancó un trozo de astilla de la ventana.
—¡Alto! ¿Quién ha disparado? —preguntó el sheriff—. Las cosas han de hacerse de acuerdo a la ley. No somos bestias. Todo el mundo tiene derecho a un juicio justo.
Un hombre alto que llevaba un rifle apartó a los hombres que estaban en primera fila y se enfrentó al sheriff.
—Tú viste lo que quedó de aquellos chicos. ¿Qué habrías hecho si se tratase de tu Luci, Gordon? Esta noche tendremos justicia, lo quieras tú o no, así que puedes echar una mano o mirar hacia otra parte, pero no te metas en medio.
Parecía evidente que aquel hombre había asumido el papel de líder de la manada. El rugido de la gente dejó al sheriff con la boca abierta y sin respuesta. Esa noche la estrella que colgaba en su pecho no le daría la autoridad que necesitaba para detenerlos.
Dentro de la cabaña, Lohmú apretó los dientes en un gesto de rabia e impotencia. Eran demasiados. No solo habían roto el pacto, sino que además habían interrumpido el ritual sin que estuviese acabado. Presa de la desesperación, cogió el cuerpo inerte con sus fuertes brazos y salió con ella al hombro por una trampilla que daba a la parte de atrás de la cabaña. Con un poco de suerte, el agua oscura que le llegaba por las rodillas confundiría a los sabuesos si se atrevían a perseguirlo.
Mientras tanto, la tormenta crecía en intensidad a medida que avanzaba sobre el corazón del pantano. Los relámpagos rasgaban la noche con mayor frecuencia y el ruido de los truenos ahogaba cualquier otro. El viento agitaba las ramas de los árboles como si un titiritero loco tirase de las cuerdas. Las más secas se desgajaban del tronco y se convertían en peligrosos proyectiles difíciles de esquivar. El sheriff hizo un último intento por controlar a aquellos hombres, pero era incapaz de hacerse oír por encima del creciente estruendo de la tormenta. Algunos habían emprendido el camino de vuelta, quizás convencidos de que las cosas no podían hacerse de ese modo, quizás asustados por lo que pudiera suceder a sus familias o avergonzados por lo que creían que estaba a punto de ocurrir. Pero uno de los más atrevidos, quizás temeroso de que los ánimos de la gente se enfriasen y todo se quedase solo en un aviso, arrojó una antorcha que nada más tocar el tejado de la cabaña convirtió la construcción en una bola de fuego.
Cuando Lohmú echó la vista atrás, la cabaña no era más que una pira de fuego que crepitaba e iluminaba el paraje con una luz infernal. Enormes y grotescas sombras jugaban al escondite entre los árboles del manglar. Los hombres que se habían quedado lanzaban enfervorecidos vítores con los que festejaban el final del reinado de terror de la bruja. Estaban sedientos de venganza y no se detendrían ante nadie. De repente los perros comenzaron a ladrar y a tirar de las correas de una forma salvaje.
«Huelen mi sangre», pensó el jorobado.
Todavía les llevaba una importante ventaja y nadie conocía aquellas aguas mejor que él, y quizás no tardasen en perder su rastro o los hombres no se atreviesen a internarse en el pantano sin la seguridad de la luz del día, pero no podía confiarse.
La tormenta estaba casi encima de ellos y las primeras gotas gruesas rompieron la superficie del pantano.
A la luz intermitente de los relámpagos, Lohmú alcanzó el árbol milenario que crecía deforme en el corazón de la ciénaga y lo rodeó para buscar la entrada escondida entre las retorcidas ramas. Protegido en la oscuridad del escondite, dejó a la mujer con delicadeza sobre una especie de altar natural y se dispuso a rezar a demonios más antiguos que la humanidad. Solo pedía un poco más de tiempo para ella, para que pudiese completar el ritual. Pero sus esperanzas se desvanecieron cuando, tras el fragor de un trueno, pudo oír con claridad la voz de un hombre:
—¡Salid de vuestro escondite, monstruos! Ni siquiera esta mierda de tormenta va a impedir que os demos vuestro merecido. Es hora de que paguéis por vuestros pecados.
Se acabó. Era el fin. El cualquier otro momento se hubiese enfrentado a ellos y hasta hubiese podido salir victorioso, pero no esa noche. Aunque las heridas no le dolían, había perdido demasiada sangre y eso le había robado todas las fuerzas. ¡Qué podía importar la forma de morir! Todo estaba perdido. Tomó por última vez la mano de la mujer entre las suyas y se levantó para hacer frente a su destino.
Cuando Lohmú salió del escondite, una cortina de lluvia lo empapó por completo. Podía imaginar lo que representaba para aquellos hombres, pues su sola presencia, aún herido, era suficiente para que casi todos retrocediesen unos pasos. Pero eran demasiados. El viento soplaba y agitaba la superficie del pantano y los bañaba a todos en agua putrefacta hasta la cintura.
Los perros entrenados para matar tiraban de las correas con sed de sangre. De su sangre. Lohmú vio a cámara lenta cómo el hombre reía de forma demencial mientras abría la mano que sujetaba las correas y permitía que las tres bestias se abalanzasen sobre él. También pudo ver su cara de sorpresa ante lo que sucedió después. La tormenta había crecido en intensidad, pero ya no los alcanzaba. Era como si estuviesen protegidos por una burbuja que la tempestad no podía atravesar. Los perros frenaron su alocada carrera a escasos metros de donde se encontraba el jorobado y regresaron a toda prisa para esconderse entre las piernas de su amo, aullando y gimiendo de terror. Los mismos hombres que un instante antes se habían mostrado tan valientes comenzaron a retroceder. Sus caras de pavor lo decían todo.
Lohmú se volvió y lo que vio hizo que se arrodillase en aquellas aguas cenagosas. Una niña caminaba lentamente hacia ellos sobre el agua. Apenas podía ver sus rasgos, porque detrás de ella los relámpagos solo recortaban la silueta, pero no podría olvidar jamás el fuego infernal que iluminaba sus ojos.


—¡Ama Mohana! —gritó al tiempo que bajaba la mirada en señal de obediencia.
—Aparta, fiel Lohmú. Deja que estos hombres y sus bestias puedan acercarse a mí. Quiero escuchar sus exigencias.
El agua cenagosa borboteaba a su alrededor, y Lohmú pudo ver el lomo de las bestias infernales cortando el agua rápidamente en dirección a los aterrorizados hombres.
Ninguna de las personas que componían aquella partida de caza volvió a sus casas. Aunque, de haber podido hacerlo, tampoco hubiesen salvado la vida. La tempestad que azotó el pantano con una violencia que nadie recordaba en siglos, pronto se convirtió en un huracán que se tragó varios pueblos de los alrededores. Cientos de hombres, mujeres y niños perecieron aquella noche y nunca se pudo recuperar sus cuerpos. Los viejos dicen que la bruja se los llevó, que visitó cada una de las casas para robar sus almas y enterrar sus cuerpos aún con vida en el pantano. Y que los hará regresar de la muerte cuando el oscuro demonio al que sirve los necesite.

Martin Wormwood guardó silencio durante un instante para que la historia que acababa de contar calase hasta los huesos de aquellos jóvenes como una ducha de agua fría.
—Y eso es todo lo que mi padre me contó sobre la leyenda de la bruja, muchachos.
El anciano envolvió con parsimonia la caja de cebo vivo en papel de periódico amarillento y colocó el paquete en la bolsa de papel, junto al resto de las compras. No tenía prisa, porque por aquellas tierras nadie la tenía. Cuando uno se adentraba en el condado de Ponniegough, tenía que olvidarse del reloj, esa era la primera norma.
Los había dejado impresionados. No había más que mirar sus caras. Llevaba sesenta años contando una historia que conocía mejor que la suya propia, y ponía tal pasión al hacerlo que pocos de los que salían de la pequeña tienda se tomaban el asunto a broma. Algunos incluso llegaban a cancelar la excursión por el pantano para volver a la seguridad de sus casas en la ciudad. Pero aquellos chicos eran diferentes. Podía ver el veneno de la adicción al peligro en sus miradas. A aquellos lobos de ciudad, con sus enormes y brillantes todoterrenos y sus caros relojes, les encantaba presumir de quién la tenía más larga. Martin sabía que, cuando acabasen con la mitad de la provisión de cervezas que habían comprado y fumasen un poco de aquello a lo que olían, necesitarían emociones más fuertes que los siluros que decían que habían venido a pescar. Les dijese lo que les dijese.
—Por si todavía os queda alguna duda, chicos, nadie ha vuelto a ver a la bruja después de aquella noche y, si hablas con alguno de los lugareños que volvieron a establecerse en el pantano atraídos por la abundancia de langostas, se reirán en tu cara si les mencionas lo de la leyenda, pero ninguno se ofrecerá a llevarte hasta el corazón del pantano, donde las aguas cambian de color y se vuelven más oscuras. Todos se encogerán de hombros mientras te dicen que allí no se les ha perdido nada.
—Pero todas esas personas perdidas... —dijo el que parecía más preocupado mientras el resto se burlaba de su gesto serio.

—Sí, es cierto, hay bastantes desaparecidos. Pero si tenéis la oportunidad de preguntar al sheriff por esos casos, se limitará a contar la versión oficial y te dirá que ese porcentaje no es mayor que el de cualquier otro estado y que es difícil hacer de ángel de la guarda de todos los tontos que se acercan hasta el pantano atraídos por esa absurda leyenda. También te dirá que aquellas aguas son realmente peligrosas y que hace falta conocerlas muy bien para poder moverse por ellas por la noche. Y si lo invitas a un trago en el local de Mou, puede que incluso te cuente lo que él piensa, que a veces, los curiosos se encuentran por casualidad con los alambiques de los lugareños, y que a los de allí no les gusta que nadie se meta en sus asuntos. Pero nunca te contará lo que mi amigo de la infancia, el viejo Virgil Hankock, al que tuvimos que ingresar en el sanatorio mental de Mountreux, dice que vio. Tan solo te advertirá de que, de una forma u otra, si te pierdes en el manglar lo más probable será que nadie te encuentre, porque todo el mundo por allí sabe que hay caimanes de cien años y del tamaño de varios hombres que ya han probado la carne humana; y esas bestias, créeme, amigo, no dejarán de ti ni un solo hueso al que poder dar sagrada sepultura.