viernes, 19 de diciembre de 2014

YA NO HABRÁ MÁS REGALOS

Con este pequeño cuento queremos desear felices fiestas a todas esas bestezuelas de la oscuridad que nos siguen mes tras mes. 



Rudleminck Tarumbalur estaba agotado. Llevaba más de tres horas circulando por retorcidas pistas de montaña en la peor tormenta de nieve que podía recordar y, a pesar de llevar la calefacción del auto al máximo, tiritaba como un reno recién nacido. Los gruesos copos de nieve caían sobre el parabrisas como trapos y le impedían ver con claridad el camino, y el GPS se había vuelto loco y cada vez que comprobaba la ruta le daba una dirección diferente. Nunca, en los ciento veinte años que llevaba trabajando para Noël Inc, le había sucedido algo semejante. ¿Por qué demonios lo habrían enviado a él a esa misión? Era empaquetador de regalos de nivel dos, ¿qué sabía él de negociaciones? Estaba seguro de que esto le pasaba por ser el más joven de la plantilla. Si hubiese hecho caso a Marckelmore Buscapink, y se hubiese afiliado al Sindicato, ahora mismo estaría en su casa, disfrutando de un buen fuego en la chimenea.
            El reloj del salpicadero marcaba las doce del mediodía. Eso, tan al norte y en pleno invierno, significaba que solo quedaban un par de horas de luz solar. No lo conseguiría. Sin una señal que le indicase el camino, estaba perdido. Casi había decidido volver derrotado sobre sus pasos, cuando el coche patinó en una placa de hielo, se salió de la carretera y chocó con un poste que la tormenta había cubierto de nieve. Rudleminck no se imaginaba qué más contratiempos podían sucederle. Contrariado, se apeó del coche y le pegó una patada al poste, y al hacerlo descubrió un cartel indicador que señalaba que la casa de Papa Noël se encontraba a unos cien metros de aquel lugar.
            Mientras avanzaba a pie el último trecho hasta la casa, repasó la estrategia a seguir. De alguna forma tenía que convencer al viejo para que se pusiera de inmediato manos a la obra. Había toneladas y toneladas de regalos perfectamente empaquetados en los hangares de la empresa, en lo más profundo de la taiga finlandesa, a la espera de que Papá Noël organizase el transporte. Como todos los años, los niños del mundo habían enviado sus cartas y aguardaban ansiosos la llegada de la Nochebuena; y como en cada una de las últimas Navidades, siempre había que enviar a alguien al norte para recordar al viejo remolón sus obligaciones.
            Rudleminck subió las escaleras del porche e hizo sonar la campanilla de la entrada. Unos pesados pasos se acercaron desde dentro de la casa y un hombre del tamaño de un oso abrió la puerta visiblemente sorprendido. Rudlemore nunca se había encontrado con Papá Noël cara a cara, pero no cabía duda alguna de que aquel gigante vestido de rojo, de cara bonachona y barba de algodón, era la persona que había venido a buscar.
            —¡Ho, ho, ho! ¡Bienvenido, muchacho! —exclamó Papá Noël, mientras le daba unos golpecitos en la espalda para sacudirle la nieve que todavía quedaba sobre sus hombros— ¿Se puede saber qué motivo es tan importante como para traerte al norte en medio de esta endemoniada tormenta?
            —Hola, señor Noël —Rudleminck agradeció que el viejo no estuviese borracho. Le habían dicho que otros años habían tenido que esperar varios días hasta poder hablar con él.
            —Pasa, y siéntate junto al fuego para que puedas calentar tus huesos, mi pequeño amigo. Te traeré un poco de schnapps; así entrarás en calor primero.
            —No se preocupe, si no es necesario... —comenzó a decir Rudleminck, pero fue inútil. El hombretón dio media vuelta y se fue pasillo adelante mientras canturreaba una canción de Navidad. Un instante después volvió con una botella y un par de vasos, y se sentó junto al enano en un taburete en apariencia demasiado frágil como para soportar su peso.
            Rudleminck iba abrir la boca cuando Papá Noël le hizo una seña con la mano para que aguardase un instante, llenó ceremoniosamente los dos vasos y bebió el suyo de un trago.
            —Lo destilo yo mismo con bayas que recojo en el bosque en primavera —explicó mientras volvía a llenar su vaso—. Y ahora dime hijo, ¿qué es lo que te trae hasta estas latitudes?
            Rudleminck tenía que ser muy cuidadoso a la hora de escoger sus palabras. Aunque el viejo ya no era el dueño de la empresa, porque había vendido su participación a un fondo de inversión extranjero, todavía era la cabeza visible del negocio, y sin la magia del reparto instantáneo, un secreto que no había revelado y que había dicho que se llevaría a la tumba, la empresa no valía nada. Además, y a pesar de la apariencia bonachona del viejo, la fama de su mal carácter era legendaria, y con el paso de los años se había vuelto aún más irascible.
            —Estooooo... ¿Sabe qué fecha es?
            Papá Noël se echó hacia atrás visiblemente extrañado por la pregunta, y cambió la sonrisa por un gesto serio.
            —Pues claro. Tengo un calendario —Y señaló la pared a sus espaldas, en la que colgaba uno con fotos de chicas vestidas con el uniforme de la empresa—. ¿Has caminado seiscientos kilómetros solo para hacer de despertador?
            —No, yo, nosotros... —Rudleminck tomó un trago de schnapps y dejó que el líquido le abrasara la garganta mientras pensaba en la respuesta adecuada—. Otros años tenemos noticias suyas antes para poder organizar la entrega.
            —¿La entrega?
            —Los regalos de los niños.
            —Ah, eso.
            Rudleminck respiró aliviado por no tener que dar más explicaciones. El viejo no parecía habérselo tomado tan mal después de todo.
            —Ya les dije el año pasado a tus superiores que no habría más Navidades. Estoy muy cansado.
            Eso era cierto y Rudleminck lo sabía, pero hacía veinte años que oían la misma cantinela y siempre habían podido convencerlo a tiempo para que hubiese Navidad.
            —Vamos, señor Noël, los niños de todo el mundo llevan un año esperando esos regalos. Algunos solo se portan bien porque de no ser así saben que usted no les dejará nada bajo el árbol. Yo mismo, cuando era pequeño...
            —Alto, alto, muchacho. ¿Puedo saber cuántos años tienes?
            —Pues ciento cincuenta y tres.
            —¡Lo sospechaba! Esos cabrones envían a un niño a hacer el trabajo de un adulto —Papá Noël lo miró en silencio de arriba abajo como si lo estuviese midiendo, y Rudleminck comenzó a ponerse nervioso. Ya no había guión, y con lo impredecible que era el viejo podía suceder cualquier cosa, así que se sobresaltó cuando Papá Noël exclamó—: ¡Me caes bien, muchacho, y por eso te voy a invitar a comer!
            —Pero, señor...
            —No hay peros que valgan —Noël se levantó y tomó al Rudleminck por el hombro para que lo acompañase—. Hoy dormirás aquí. Hay que estar loco para pensar en volver a casa en medio de esta tormenta —Rudleminck intentó protestar, pero Papá Noël continuó—: ¿Hueles eso? Es el estofado especial Papá Noël. Una receta secreta de mi madre. Así que primero me acompañarás en la comida y después podremos hablar sobre esa petición tuya.
            Durante la comida solo trataron temas banales, porque Noël le había prohibido hablar de negocios hasta el postre. Fue una charla larga y distendida en la que Rudleminck repitió estofado una y otra vez hasta casi reventar. Hablaron de cómo el calentamiento global había afectado al norte, se rieron de los últimos diseños para los uniformes de la empresa y añoraron los viejos tiempos en los que los niños escribían cartas de verdad, y no había que leer las listas de regalos en la pantalla de un ordenador.
            —Hacía muchos años que no probaba un estofado tan bueno.
            —Me alegro. Por desgracia ya no es tan fácil encontrar materia prima de tanta calidad, por eso nada más que cocino este plato de siglo en siglo.
            —Bueno...
            —Bueno.
            Se hizo un silencio incómodo en el comedor.
            —Con respecto al motivo de mi visita.
            —No hay nada que puedas hacer. Mi decisión está tomada y no hay vuelta atrás.
            —Pero, señor Noël, usted dijo que después de la comida podríamos negociar.
            —No, muchacho. Lo que te dije es que podríamos hablar, y eso es lo que estamos haciendo. Tus jefes llevan engañándome demasiado tiempo y eso se acabó.
            Estaba claro que necesitaba ablandar un poco más al viejo. Rudleminck era un enano muy testarudo y no se daba fácilmente por vencido. Solo tenía que encontrar la llave que abriese su oxidado corazón.
            —Señor Noël, hay algo que me gustaría... No, mejor no. Olvídelo. 
            —Vamos hijo, dime de qué se trata. Creo que ahora hay suficiente confianza entre nosotros como para que puedas hablarme con franqueza.
            ¡Eureka! Ese era el resquicio que Rudleminck estaba buscando. Si era suficientemente hábil, Papá Noël estaría comiendo de su mano en un instante y no podría negarse a una nueva Navidad.
            —Cuando éramos pequeños, más incluso que ahora —Rudleminck rió su propia ocurrencia, animado por los vapores del vino y del schnapss—, mis hermanos y yo siempre jugábamos a renos. Nos fascinaba la magia de esos hermosos y nobles animales, capaces de surcar el cielo para llevar la ilusión a las casas de millones de niños. Rudolph siempre fue mi preferido. Verá, señor Noël, desde que supe que vendría a visitarlo, nada más que tengo una idea en la cabeza. Espero no parecer demasiado atrevido. ¿Podría verlos? Es decir... ¿Cómo está Rudolph?
            Papá Noël se echó hacia atrás, entrelazó los dedos de las manos sobre su prominente barriga y sonrió de forma enigmática.
            —Dímelo tú —respondió mientras miraba alternativamente al puchero y a su invitado.
            —¿Cómo?, no entiendo —Rudleminck pensó que el viejo Noël había perdido definitivamente la cabeza, pero cuando comprendió lo que estaba intentando decirle, se desdibujó la sonrisa de la boca—. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —repitió una y otra vez mientras se levantaba de la mesa y retrocedía de forma atropellada con la vista fija en Papá Noël, que permanecía inmóvil en la silla, como un juguete al que le hubiesen quitado las pilas.
            Rudleminck salió al exterior y cayó de rodillas. Una oleada de náuseas revolvió su estómago más allá de lo que podía soportar y lo hizo vomitar sobre la nieve virgen. Cuando por fin consiguió tranquilizarse, se incorporó y miró a su alrededor desorientado. La tormenta había cesado, pero lo había dejado todo cubierto de nieve. A la luz de las estrellas solo veía bultos más o menos grandes y ninguna señal que pudiese orientarlo.
            —¡Ho, ho, ho! —una voz amortiguada sonó a sus espaldas, y cuando se dio la vuelta vio a Papá Noël, que lo saludaba desde detrás del ventanal con la mano levantada y una sonrisa bobalicona dibujada en la cara.
            No podía quedarse allí ni un segundo más, así que comenzó a correr hacia lo que pensó que era el vehículo. El intenso frío mordió sus manos cuando se quitó los guantes para usar el móvil. Necesitaba avisar a la central, tenía que decirles que el viejo, en su locura, se había comido a los renos, pero era inútil. El móvil no conseguía recibir señal. Tenía que llegar al coche, pero las piernas se hundían cada vez más en la nieve blanda y caminar se estaba convirtiendo en una tarea titánica.
            Papá Noël observó por un instante el penoso avance del enano. Cuanto más avanzaba, más se cansaba y no tardaría mucho en rendirse.
            —¿Cómo dices, madre? —giró la cabeza y preguntó a la oscuridad, a una voz que solo podía oír él. —Sí, el estofado de reno estaba muy bueno. Tenías razón, como siempre. No hay nada como poner un poco de carne de reno volador en el puchero. Hummmm, pues puede que tengas razón  otra vez, ese enano bien cebado tiene que dar un buen guiso...
            El hombretón llegó a la cocina y comenzó a sopesar el peso de varios cuchillos mientras tarareaba una canción navideña. Después salió de casa, inspiró profundamente el aire frío de la noche y sonrió. Había sido muy grosero por parte de aquel muchacho marchar sin despedirse, pero no llegaría muy lejos. El rastro en la nieve eran tan claro como el fuego de una hoguera en una noche sin luna.
            —¡Ho, ho, ho! Allá voy, mi pequeño amigo —dijo mientras se calzaba las raquetas de nieve y comenzaba a seguir las huellas.



lunes, 8 de diciembre de 2014

RÉQUIEM POR EL REINO MÁGICO

Recuerdo cada detalle de aquella noche como si lo estuviese viviendo en este mismo instante. El capitán de la guardia me despertó de un sueño pesado y desagradable que me había hecho sudar hasta empapar las ropas de mi lecho. Había algo más allá del muro que requería mi atención, así que me vestí con rapidez y seguí sus pasos. La noche estaba cargada con un aire frío y húmedo que traspasaba las piedras de las murallas y empañaba el brillo de las armaduras, y eso hizo que me estremeciese. La luna iluminaba el patio con un fulgor sobrenatural que casi hacía innecesaria la luz de las antorchas. Al pasar junto a los establos oí a los caballos bufar y relinchar, nerviosos, y mis sentidos se pusieron alerta. Los animales pueden leer señales que a los hombres nos pasan desapercibidas, y mi instinto me dice que esos pequeños detalles son los que, en caso de peligro, marcan la diferencia entre la vida y la muerte. Subí las escaleras de la barbacana entre los hombres de la guardia mientras escuchaba sus murmullos. Frases entrecortadas de guerreros curtidos en cien batallas, hombres que habían visto cara a cara el rostro de la muerte. Hablaban de malos augurios. Los conozco a todos y les confiaría mi vida sin dudar porque sé que entre ellos no hay cobardes, pero no puedo evitar sus supersticiones. Vivimos tiempos oscuros y a todos nos gusta creer en poderes sobrenaturales que guían nuestro acero en la contienda, y sabemos que existen demonios tan poderosos como nuestros dioses que acompañan al enemigo a la batalla.
Al asomarme vi que la niebla había cubierto la explanada hasta el bosque. Abajo, a los pies de la muralla, escuché el discurrir del caudaloso río Arth, que rodeaba con su frío abrazo las rocas sobre las que se asienta Camelot.
—Exige ver al rey Arturo —me susurraron al oído mientras señalaban la solitaria figura que parecía flotar en el mar de niebla, un espectro que montaba un caballo negro como la brea. Por su porte, y la vestimenta que podía ver a la luz de la luna, no parecía un mensajero.
—¡¿Quién sois?! —grité a la sombra.
—En mi tierra me conocen como Vlad, caballero de la Orden del Dragón, y allí todos me obedecen como a un príncipe —a pesar de la distancia, aquella voz de marcado acento extranjero llegó hasta nosotros como si el extraño estuviese a nuestro lado, sobre la muralla. Por el rabillo del ojo vi como alguno de los hombres retrocedía un paso—. ¡Bajad el puente! —ordenó a continuación—. He viajado desde muy lejos para reclamar algo que me pertenece y que no debe permanecer por más tiempo en  manos de los hombres.
—Imposible. Seáis príncipe o mendigo, no traspasaréis este foso hasta mañana. Cuando salga el sol podréis solicitar audiencia y, si el motivo que os trae a Camelot es tan importante como para merecerla, el rey os recibirá.
El caballo del extraño hizo ademán de encabritarse.
—¡Necio! Con esas palabras acabáis de condenar a los habitantes de esta fortaleza. Esa luz de la mañana de la que hablas no os salvará, tan solo prolongará vuestra agonía. Aunque todavía no lo sabéis, ya estáis muertos. Saciaré mi hambre con vuestra sangre, y la de vuestras mujeres y niños, y no podréis hacer nada para evitarlo.
A pesar de nuestra superioridad, un ejército defendido por una fortaleza inexpugnable, nadie rió la ocurrencia. Lo más probable era que se tratase de un loco, pero la seguridad con la que el extraño había pronunciado aquellas palabras nos intranquilizó del mismo modo que si un brujo nos hubiese arrojado una terrible maldición.
Todavía estaba valorando la mejor respuesta a la amenaza cuando el jinete dio media vuelta y se alejó con lentitud, hasta que se perdió en el bosque.
Después del incidente intenté volver a dormir, pero no logré conciliar el sueño, así que salí de nuevo a la penumbra de la noche con la esperanza de poder cruzar alguna palabra furtiva con la dueña de mi corazón, que acostumbraba a pasear por los jardines del castillo antes de que saliese el sol. Pero todo fue en vano. Al clarear la mañana, estaba a punto de retirarme a descansar cuando el rey Arturo irrumpió en el puesto de guardia. Iba descalzo y envuelto con una piel como único abrigo. Parecía fuera de sí.
—Tenéis que ayudarme, Lanzarote. Ginebra no está en sus aposentos y no puedo encontrarla por ninguna parte —sus ojos eran los de un hombre mucho más viejo y cansado que lo que debería por su edad.
Arturo era un hombre bueno, pero hacía tiempo que vivía atormentado por el terrible peso de la corona y de las decisiones que se veía obligado a tomar por el bien del reino y que en ocasiones enviaban a la muerte a personas inocentes. Yo estaba convencido de que era el más adecuado para dirigir nuestros destinos, porque nadie habría podido soportar con más entereza, pero sobre todo sin perder la razón, cada uno de los embates que el destino nos tenía reservados en tiempos tan difíciles como los que nos tocaba vivir. Además, la amistad que me unía con el rey se había forjado a lo largo de muchos años en los que habíamos luchado codo con codo en innumerables batallas, y tal era la confianza que había depositado en mí, que me había armado caballero de una reducida orden de guerreros a los que trataba como iguales. Y eso solo hacía que el dolor que me desgarraba por dentro aún fuese más grande porque, para mi desgracia, mi corazón se debatía entre la lealtad que debía a mi rey y lo que sentía cada vez con más fuerza por su esposa, la hermosa Ginebra. En más de una ocasión había estado tentado a dejar la fortaleza para intentar que aquella flor que crecía en mi interior se agostase con la distancia pero, como hace todo cobarde, siempre encuentro un motivo para no hacerlo. Si bien no me importaría que un enemigo digno acabase con mi vida en el campo de batalla, no podría soportar la simple idea de vivir un solo día más sin ver el rostro de mi amada. Tal era mi tormento, y a la vez penitencia justa a mi pecado, pues sabía que ella jamás podría corresponderme.
—Explicaos, ¿cómo es eso posible? —pregunté mientras le ofrecía asiento. Arturo hundió la cabeza entre las manos y comenzó a sollozar.
—Esta noche he sufrido una terrible pesadilla. Era algo tan real, que al despertar todavía permanecí un tiempo sentado en el lecho, confundido, hasta que me di cuenta de que ya no tenía nada que temer —en ese momento no pude evitar pensar en mi angustiosa pesadilla, de la que apenas podía recordar nada—. En mi sueño la muerte venía a visitarnos disfrazada de hombre y se llevaba a Ginebra. Los vi alejarse hacia el lago cogidos de la mano, como si hubiese algún tipo de complicidad entre ellos. Intenté impedirlo, pero la voz no salía de mi torturada garganta y mis miembros no me respondían. Entonces Nimué emergió de las aguas y se interpuso en su camino para evitar que se la llevase, pero ambos se arrojaron sobre ella como si fuesen un par de bestias sedientas de sangre y acabaron con su vida.
—¿La Dama del Lago? —pregunté sorprendido. Hacía mucho tiempo que no habíamos vuelto a saber nada de la hechicera. Cuando los enemigos de Avalon habían llegado a las mismísimas puertas de Camelot había sido ella la que había regalado la mágica Excalibur a nuestro rey para guiarlo a la victoria final. Pero había desaparecido como por arte de magia después de que Arturo se desposase—. Tenéis que tranquilizaros. Solo se trata de un sueño…
—Vos también estabais en la pesadilla, Lanzarote —al oír eso me puse en guardia, pues todos conocíamos el componente profético de los sueños de nuestro rey—. Intentasteis detenerla, pero también fracasasteis. No recuerdo nada más. Después me desperté temblando de frío y fue cuando me di cuenta de que ella no estaba a mi lado.
—Tiene que haber una explicación para esto. Nadie desaparece sin más —dije, y sin demorarme un instante llamé al capitán de la guardia para que organizase una búsqueda, pero lo que el hombre nos contó nos dejó aún más preocupados.
—La reina no está en el castillo, mi señor. Salió durante el cambio de guardia, embozada en una capa, antes de que amaneciese. Apenas nos dimos cuenta, porque caminaba escondida entre las sombras. Parecía que no desease ser descubierta. Cuando reparamos en su presencia, nos dijo que deseaba dar un paseo por el bosque y rehusó la escolta que le ofrecimos.
Arturo no daba crédito a todo lo que sucedía.
—¿Acaso me estáis diciendo, capitán, que permitisteis que la reina saliese sola del castillo, y que todavía no ha vuelto de su paseo por el bosque?
—Yo... Mi señor, la reina sale muy a menudo a pasear por las mañanas... —el hombre estaba visiblemente nervioso.
Yo sabía que eso era cierto, puesto que me había encontrado con ella en más de una ocasión, a escondidas.
—¿Acaso no os dieron las nuevas de la noche?, ¿no sabéis nada del incidente? —le reproché.
—¿A qué incidente os referís, Lanzarote? —preguntó el rey.
Estaba a punto de contarle el encuentro con el extranjero, cuando una voz llamó nuestra atención. Otro suceso de extraña naturaleza venía a unirse a los misterios de la noche. Hacía ya un tiempo que se había bajado el puente levadizo y ninguno de los aldeanos que habitualmente acudían a mercadear al castillo había aparecido. Nos acercamos hasta el puente y comprobamos con nuestros propios ojos que era cierto, tan solo cruzaban el puente los últimos jirones de niebla que se resistían a desaparecer. Todas las mañanas, la puerta exterior hervía de actividad y decenas de hombres y mujeres se hacinaban para intentar ser los primeros en vender sus mercancías. Aquella mañana el silencio era sobrecogedor. No pude evitar en relacionar al extranjero con todo aquello, así que le conté lo sucedido durante la noche a Arturo.

El rey ordenó que de inmediato se formase un destacamento dispuesto para salir en búsqueda de la reina y que después se acercase al pueblo para averiguar qué había sucedido. Arturo desoyó mi consejo y decidió que sería él mismo quien encabezase la expedición.

Continuará.

sábado, 1 de noviembre de 2014

EL PEQUEÑO JAVIER

Adela recordó cuánto había llorado en estos últimos meses. Ningún doctor, y no había uno solo que el dinero de su marido no pudiese comprar, había sido capaz de diagnosticar la enfermedad de su único hijo, y mucho menos de curarlo.
Javier. El pequeño Javier.
Todo empezó con una ligera erupción en la nuca. Eso a los siete años podría ser cualquier cosa, le dijeron los doctores al principio, y desde luego no tenía porqué ser importante. Pero había resultado ser muy grave.
Adela recordaba los interminables viajes por todo el mundo en busca de los mejores especialistas, la desesperación al saber que la enfermedad era totalmente desconocida, y las mentiras que ella y su marido se habían visto obligados a contar al pequeño Javier. Ellos, que habían prometido ser siempre sinceros con él, pasase lo que pasase. Ellos, que habían sido capaces de atravesar un auténtico infierno a lo largo muchos años hasta llegar a concebir a su único hijo.
Ahora Adela se había quedado sola con su pequeño Javier. Su marido les había abandonado un par de semanas antes. No había sido capaz de soportar la presión, los extraños métodos que ella había propuesto para curar al pequeño, o que no tuviese más que ojos para Javier. Pero no importaba. No lo necesitaban. Los recursos económicos con los que contaban, bien administrados, podrían ser suficientes para cubrir sus necesidades durante varias vidas.
Lo importante en este momento era que Javier por fin se estaba recuperando. Los rasgos de su cara no eran los del saludable chico que había sido antes: todavía estaba muy pálido y le costaba articular las palabras,  pero ella estaba segura de que muy pronto todo volvería a la normalidad.
Hoy era el primer día del nuevo curso escolar. La mañana había amanecido brumosa y la neblina se convertía en finas gotas de agua en contacto con el parabrisas del coche. Javier se removió inquieto en el asiento de atrás, así que Adela le dedicó una cariñosa sonrisa reflejada en el retrovisor que lo calmó. Sabía que su hijo no estaba aún preparado para seguir las clases, pero lo notaba fuerte y, como no quería que perdiese el contacto con el resto de sus amigos, había decidido llevarle al colegio. Hablaría con los tutores. Les explicaría el problema y les aseguraría que contrataría profesores privados para que Javier no perdiera el hilo de sus estudios. Haría lo que fuese necesario hasta que el pequeño estuviese plenamente recuperado y pudiese volver a clase como un niño normal.
El patio interior del colegio hervía de actividad. Adela dirigió con cuidado el todoterreno al primer aparcamiento libre que encontró y agradeció que don Alberto, el que había sido el tutor de Javier durante el curso anterior, se acercase en su dirección. Don Alberto era un buen profesor. Además el cariño que sentía por su hijo era sincero y sabía que Javier le correspondía. ¡Se había preocupado tanto por la enfermedad del pequeño! Adela pensó que sería un excelente momento para agradecerle sus desvelos y para mostrarle que Javier estaba ya muy recuperado.
La mujer bajó del coche y saludó a don Alberto, que desvió su camino y acudió a reunirse de inmediato con ella, sorteando a los chicos que corrían alocadamente en todas direcciones. El profesor comenzó a hablar con un tono de condolencia casi embarazoso, así que Adela lo silenció con un gesto de la mano y abrió la puerta de atrás del coche. Don Alberto esperó a que la mujer mostrase aquello que quería que viese. Adela liberó del cinturón al pequeño Javier y le dio la mano para que saliese del vehículo apoyándose en ella. El chico se tambaleó y tropezó, pero la mano firme de su madre evitó la caída. Cuando Javier salió a la luz del día, don Alberto no pudo evitar gritar. A su alrededor los demás detuvieron sus tareas y se giraron para poder ver qué era lo que había asustado al profesor. Todos echaron a correr, atropellándose, mientras huían del pequeño. Javier y su madre se quedaron perplejos. Al ver la reacción de los demás, Adela pensó que quizás no había sido una buena idea el llevar a su hijo tan pronto al colegio. Javier tan sólo esperaba. Sus pequeños ojos, cubiertos por un velo blanquecino y más hundidos de lo habitual en sus negras ojeras, parecieron chispear de alegría al ver a tanto niño a su alrededor. La sonrisa del niño era un rictus paralizado que dejaba al descubierto unos dientes sucios y estiraba la pálida carne de la cara, en la que, y a pesar del maquillaje, se podía ver el hueso desnudo del pómulo. Adela sonrió cuando escuchó al pequeño nombrar casi con total claridad el nombre de su anterior profesor. Todo volvería a la normalidad muy pronto, pensó.

Don Alberto resbaló en el pavimento mojado mientras retrocedía. Estaba aterrorizado. No en vano sabía, como todo el mundo en aquel colegio, que aquel niño que había dicho su nombre no podía estar allí, porque un par de meses atrás había asistido a su funeral, y él mismo había depositado unas flores sobre el ataúd en el que yacía el pequeño, justo antes de que los sepultureros lo cubriesen con la tierra húmeda del camposanto.


sábado, 4 de octubre de 2014

¡GUERRA!

Esta es nuestra manera de felicitar los 75 años de uno de los más grandes detectives de la historia.
Con la ayuda en la corrección de nuestra amiga Mariola Díaz Cano

Al filo de la medianoche Superman vio cómo la señal del murciélago iluminaba el cielo a las afueras de Arkham y teñía las montañas de un color rojo sangre premonitorio. Alfred había cumplido con su parte y ahora solo quedaba esperar. Había sido el fiel sirviente el que, preocupado por la salud de Bruce, se había puesto en contacto con él y le había dicho cómo atraer al hombre murciélago al lugar de la cita. Alfred había hecho un esfuerzo enorme para contarle lo que había sucedido, porque en su fuero interno se sentía una especie de traidor a la familia Wayne, a la que tan bien había servido durante varias generaciones. Si Alfred tenía razón, Batman podría haberse convertido en un peligro demasiado grande para él mismo, y para la humanidad.
Lo que Superman no podía imaginar era cómo reaccionaría Bruce cuando acudiese atraído por la señal de peligro y lo viese allí. Era una de las personas más inteligentes que conocía y estaba seguro de que se daría cuenta enseguida del engaño.
—Hola, Clark.
Superman se volvió sorprendido. La imponente figura del hombre murciélago se recortaba contra el cielo iluminado.
—¿Cómo has podido llegar tan rápido? Yo... Alfred acaba de accionar la señal.
—¿El cazador cazado? —Batman avanzó unos pasos.
Superman estaba desconcertado. Batman se movía con la seguridad de alguien que lo tuviese todo bajo control. En absoluto parecía necesitado de ayuda o sorprendido.
—Así que Alfred tenía razón.
—¿Sobre qué?
—Al final lograron contaminarte. No puedo oír los latidos de tu corazón...
—¡Ah, ese oído extraordinario! Muy a menudo olvido que tienes los poderes de un dios. Algún día esa seguridad va a jugarte una mala pasada.
—¿Cómo pudo suceder?
—¡¿No me digas que nunca has sentido la tentación de dejarte corromper?! Vamos, Clark, sé sincero conmigo ahora que no nos oye nadie.
—No estoy aquí para hablar de mí, Bruce...
—Es cierto. Vienes a intentar salvar a este viejo murciélago; a llevarme de nuevo hacia la luz —hizo una pausa deliberadamente larga—, o a acabar conmigo.
—No puedo dejar que el mal que corre por tus venas se extienda.
—¿No? ¿Acaso tienes miedo por ellos? —señaló las luces de Gotham a sus espaldas— ¿o se trata más bien de ti? —El hombre murciélago levantó la voz con arrogancia—. ¡¿Por qué diablos te crees el juez de la humanidad?!
Superman comprendió que iba a ser muy difícil tratar de razonar con Bruce, así que intentó rebajar el tono de la conversación.
—Eres diferente, Bruce. Has cambiado. Antes no hacía falta discutir sobre estas cosas. Los dos sabíamos lo que había que hacer en cada momento.
—Quizás porque creía que te conocía. En honor a la verdad he de decir que nunca acabé por tragarme tu historia del pequeño huérfano que viaja por el espacio profundo desde un mundo que se muere, y aterriza por casualidad en una granja de Kansas. Ahora que he visto la verdad, sé lo que tengo que hacer.
—Estás delirando. Ven conmigo. Acompáñame hasta la Fortaleza de la Soledad. Allí tengo la tecnología adecuada para intentar curar esa enfermedad.
—¿Hasta el Polo Norte? No, gracias. Allí hace mucho frío. —Bruce se permitió poner una nota de sarcasmo en la voz—. Además ¿por qué crees que quiero ser curado?
—No sabes lo que dices. Es la enfermedad la que habla por ti.
—Podría ser, pero si es una enfermedad, nunca me he sentido más joven y fuerte —y al decirlo abrió y cerró los puños en una demostración de fuerza—. Todo el mundo debería probarlo.
—Nadie más lo probará, Bruce. Esto acabará aquí y ahora. Son demasiados años luchando codo con codo en las mismas trincheras. De encontrarme en tu situación, estoy seguro de que hubieses intentado ofrecerme tu ayuda...
Batman rió con fuerza.
—Esto no hubiese podido sucederte jamás, Clark. El virus solo puede establecer una relación simbiótica con los humanos. No sé qué podría pasar en el caso de intentar inocularlo en un cuerpo alienígena como el tuyo.
—¿Inocular un virus? —En ese momento el desconcertado era Superman. Bruce estaba hablando de premeditación, de organización, palabras que implicaban mucho más que aquello que le había contado Alfred.
—Es hora de que conozcas un poco de historia verdadera de tu planeta adoptivo, no la que enseñan los libros de historia, porque ese desconocimiento al final será tu perdición. Al igual que sucede con ciertas especies, la raza humana tiene la posibilidad de defenderse de agresiones externas mutando una parte de su población para convertirla en guerreros excepcionales. Ha sucedido en varias ocasiones a lo largo de los siglos, y en todas ellas hemos logrado salir victoriosos. Bien, pues ahora hemos conseguido controlar el cambio, de modo que podemos elegir quiénes de nosotros se convertirán en esos paladines, y lo hemos hecho mediante un virus.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Ten paciencia, Clark. Nunca subestimé tu inteligencia, así que estoy seguro de que acabarás por comprenderlo todo. El cambio ya no tiene tantos efectos secundarios: si bien es cierto que no hemos podido evitar los colmillos —y sonrió con seguridad para mostrarle los suyos—, ya no necesitamos alimentarnos de sangre humana y podemos caminar a plena luz del día.
—¿Por qué alguien querría convertirse en un vampiro?
—Aquí es donde entras tú.
—Sigo sin entenderte.
—Te has ganado a todo el mundo, Kal El. —Bruce lo llamó de forma intencionada por su nombre de Krypton—. No hay una sola persona en el mundo que no te siguiese ciegamente a cualquier parte, incluso al abismo. Desgraciadamente para ti y los tuyos, nosotros no olvidamos nuestra historia y sabemos perfectamente cómo funciona un caballo de Troya.
—Debes de haber perdido el juicio...
—Cuando el coronel Furia se puso en contacto conmigo y me mostró las pruebas que acabaron por abrirme los ojos, me costó mucho asimilar las consecuencias de lo que estaba viendo. ¿Cómo pudimos estar tan ciegos durante tanto tiempo?
—¿De qué pruebas hablas?
—Vamos, no insultes mi inteligencia. Todo iba perfecto, y nadie hubiese podido darse cuenta del peligro hasta que hubiese sido demasiado tarde. Pero Shield tiene ojos y oídos en todas partes. Furia me mostró la grabación de tu conversación con el general Zord, uno de los renegados de Krypton que habíais desterrado a la zona fantasma y que llegaron a la Tierra con la intención de invadirla. Zord te ofreció unirte a ellos. A cambio te daría poder supremo aquí en la Tierra. Pero tú declinaste su ofrecimiento e incluso arriesgaste tu vida para acabar con la amenaza. Heroico. Lo que la mayoría del mundo no sabe, pero sabrá en breve, es que en aquel entonces tuviste miedo, miedo de desobedecer las órdenes escritas en tu código genético y de enfrentarte al inmenso poder que estaba por venir: las máquinas de guerra de Krypton.
—¿De qué demonios estás hablando?
—A partir de ahí, atar cabos fue un juego de niños. Escuchamos con interés los pulsos de energía que cada cierto tiempo enviabas desde la Fortaleza de la Soledad hasta lugares en el corazón del universo cada vez más cercanos a la Tierra. Todavía no sabemos qué es lo que les cuentas en esos mensajes, pero nos lo podemos imaginar, porque podemos seguir el rastro de muerte que los tuyos dejan allá por donde pasan. Sistemas estelares aniquilados para saciar vuestra sed de destrucción. Civilizaciones desaparecidas para siempre. Mundos que confiaron en alguien como tú, un ser que conocía las fortalezas y debilidades de aquellos que lo habían acogido como uno de los suyos. Porque solo eres la avanzadilla. Tu misión, como la de otros tantos a los que habéis enviado al espacio profundo, era la de localizar mundos habitables. Eso es lo que hacéis, es vuestro modo de vida: os ganáis la confianza de vuestros anfitriones para después invadir, parasitar y canibalizar los planetas que tienen la desgracia de cruzarse en vuestro camino de muerte y destrucción. En esta ocasión la Tierra es el planeta elegido; pero en esa ecuación sobra algo: nosotros, ¿verdad? ¿Cuánto tiempo nos queda?, ¿meses, semanas, días quizás? ¿Cómo es de malo lo que nos espera, Kal?
Superman escrutó el desolado paraje a su alrededor. Estaban solos. Bruce sabía demasiado y era un peligro que podía poner en peligro todo el plan de invasión. No podía permitir que saliese con vida de allí. Si el hombre murciélago pensaba que alguien infectado por un virus podía ser un rival digno para un hijo de Krypton, se equivocaba. No cuando tantas cosas estaban en juego. Decidió ganar tiempo y averiguar cuántos más sabían algo acerca de la conspiración.
—Estás loco...
—No, Kal, estábamos ciegos, pero ahora que hemos abierto los ojos no nos cogeréis por sorpresa.
—¿Cuántos más conocen esta descabellada teoría tuya?
—¿Por qué? ¿Piensas que con mi desaparición podrías seguir adelante con vuestro plan? Llevamos mucho tiempo trabajando en la sombra, preparándonos, dejando que te confiases. La Corporación Stark se encarga del armamento, Industrias Wayne se ocupó del desarrollo del virus y Shield de la organización. No hay nada que puedas hacer para detenernos y la mejor señal del éxito de nuestra cruzada es tu cara de sorpresa.
—¿Por qué me cuentas todo esto ahora? Podría acabar contigo ahora mismo.
—Porque estamos preparados. El virus del vampiro transforma nuestros cuerpos y les da una fuerza sobrehumana, muy similar a la tuya. Pero eso ya lo sabías después de tu último enfrentamiento con Drácula, ¿verdad? Para poder haceros frente hacen falta más que hombres, y en eso es en lo que nos habéis obligado a convertirnos. Además, si tu cuerpo alienígena es capaz de tener un alma, algo que dudo, es necesario que conozcas el motivo por el que vas a morir. No quiero tener ese peso sobre mi conciencia.
—¿Morir? Sí, este es el punto final para uno de los dos, pero no seré yo el que caiga —dijo Superman mientras sus ojos comenzaban a brillar con la energía de una estrella.
Había llegado el momento de poner a prueba lo que se había desarrollado durante tantos años. El hombre murciélago hizo un gesto con la mano y una pequeña chispa verde brilló en el horizonte, al pie de la colina, seguida de un sonido seco. Superman cayó al suelo golpeado por el proyectil.
—Tengo que reconocer que Alfred tiene una excelente puntería —dijo Batman mientras se acercaba al cuerpo tendido en el suelo, que luchaba por incorporarse mientras se retorcía de dolor—. Te voy a dar otra mala noticia antes de que te vayas, Kal: hemos logrado fabricar una aleación con kryptonita sintética y, tal y como puedes comprobar en tu propia carne, funciona a la perfección. Me temo que el verde se va a poner de moda en los próximos años. —Batman desenvainó una enorme espada que llevaba oculta bajo la capa. La kryptonita hacía que el filo verde resplandeciese en la oscuridad—. Aunque el veneno de ese proyectil acabaría por matarte, necesitamos un golpe de efecto que impresione a los que vienen detrás de ti. —Levantó la pesada espada sobre su cabeza—. En el proceso de la humanidad contra Kal El, encontramos al acusado culpable de alta traición, y lo condenamos... ¡a muerte!
Batman descargó el peso de la espada sobre un Superman agonizante y separó la cabeza del tronco casi sin esfuerzo.
Alfred llegó cuando todo había acabado. En su hombro colgaba el sofisticado rifle con el que había realizado el disparo.
—Envía un mensaje al coronel Furia diciéndole que la primera parte del plan ha salido tal y como estaba previsto. Espero que esto sea suficientemente contundente como para que aquellos que pretenden arrebatarnos nuestro hogar se lo piensen un par de veces y busquen un enemigo más asequible.
—¿Y si no es así, señor?
—Pues en ese caso —Batman cogió por la cabellera la cabeza del hombre de Krypton, la alzó al cielo como advertencia a un enemigo invisible y gritó con rabia, como si pudiesen verlo—: ¡habrá guerra!