martes, 6 de agosto de 2013

LA REINA BLANCANIEVES

Publicado en http://surcandoediciona.wordpress.com/2013/08/01/la-reina-blancanieves/
Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano


El viento aullaba con las voces de mil demonios. Parecía que una manada de lobos hambrientos persiguiese a los dos jinetes por las callejuelas de la ciudad. En aquella noche sin luna, negra como la pez, apenas se veía un palmo más allá de la luz de las antorchas, pero el sentido de la orientación del hombre que iba en cabeza era extraordinario y llegaron a la casa del magistrado sin ningún contratiempo.
Tomwats, el más joven, temblaba como una hoja. Y no era únicamente por el viento frío, que acuchillaba sin piedad la piel de su rostro; también tenía miedo. Acudir a la casa del gran magistrado a esas horas de la noche, en plena tormenta, era un desafío solo a la altura de aquellos a los que lo tenía acostumbrado el maestro Locksher.
Ambos descendieron de sus monturas. Locksher se echó la capucha hacia atrás para dejar al descubierto su rostro enjuto y descargó tres golpes con la cabeza de bronce de su bastón sobre la pesada puerta de madera. Estaba a punto de golpear de nuevo cuando ambos pudieron ver la luz de una vela que iluminaba las ventanas superiores y comenzaba poco después a moverse hacia la planta baja.
Después de varias vueltas de llaves y ruidos chirriantes de metal al descorrer los cerrojos, la puerta se entreabrió para dejar ver la cara oronda y contrariada de una mujer envuelta en una manta.
—Solo los rufianes con intención de robar, o los sacerdotes a los que se les ha pedido la extremaunción salen de sus cobijos a estas horas, maestro Locksher.
—Pues no somos ni lo uno ni lo otro —bramó él—. Y ahora apartaos, buena mujer, que el asunto que venimos a tratar con el alto magistrado es de vital importancia para el destino del reino y no admite demora.
El ama de llaves hubiese podido impedir con facilidad que los dos hombres entrasen en la casa, pues duplicaba a ambos en peso, pero la firmeza con la que le había hablado el hombre y su fama de investigador infalible hicieron que se apartase.
—Dígale al magistrado Hollymoor que lo esperaremos sentados en la biblioteca.
—Por supuesto que se lo diré. Y Dios los coja confesados si el asunto que les trae hasta aquí a estas horas de la noche no es tan importante como para despertarlo...
La mujer encendió varias velas que iluminaron de forma tímida la sala y arrojó un tronco a las llamas de la chimenea, que comenzaron a revivir con brío. Después desapareció escaleras arriba.
Locksher guiñó un ojo al chico para infundirle tranquilidad. El caso que tenían entre manos era, sin lugar a dudas, el más difícil de su carrera. La estrategia que había ideado para llegar hasta el criminal más peligroso e inteligente de todos aquellos con los que se había enfrentado, requería de una puesta en escena perfecta. En su mente había escrito una obra de teatro magistral cuyo argumento solo conocía él. Y precisaba convencer a cada uno de los actores para que ejecutasen su papel sin cuestionarlo y le permitiesen así levantar el telón del siguiente acto.
Ambos pudieron oír cómo, en el piso de arriba, el magistrado maldecía en voz alta  cuando el ama de llaves lo despertó para sacarlo de la cama.
Un buen rato después apareció por la puerta el grueso cuerpo del magistrado que, sin saludar a los recién llegados y visiblemente malhumorado, escogió un sillón de orejas frente a la chimenea e invitó al investigador a sentarse frente a él.
—Matilda, tráiganos un par de copas de coñac. Este hombre parece congelado.
Locksher se dio cuenta al instante de qué era lo que pretendía aquel hombre. Estaba castigándolos. Por motivos del cargo que ostentaba, no podía desoír a un investigador si este requería su atención, y la hospitalidad le obligaba a ser amable con él. Pero al ignorar a Tomwats dejaba muy claro que nada más que haría aquello a lo que estuviese obligado, y eso no era en absoluto conveniente para los intereses de la investigación, no si lo que Locksher buscaba era un poco de cooperación. Sabía del magistrado Hollymoor que era un hombre muy ambicioso y que, a pesar de su edad, todavía aspiraba a llegar aún más arriba en su carrera. Locksher decidió jugar sus cartas, así que se acercó hasta el hombre y le susurró al oído:
—Debido a la urgencia de nuestro caso, no he tenido tiempo de presentar adecuadamente al chico, pero, ahí donde lo veis, tenéis delante al sobrino del gobernador —y se alejó un palmo para comprobar el impacto que había tenido la noticia en la cara del magistrado, que lo miraba con los ojos abiertos como platos—. Además, se trata de un joven muy bien relacionado en la corte. Hay quien me ha dicho que incluso le están buscando alguna embajada...
Locksher había mentido, por supuesto. Tomwats, su aprendiz, era huérfano, y el único contacto que había tenido con la corte había sido el día en que el príncipe Henry los habían convocado para investigar la muerte su padre, el rey Edward, que había fallecido aplastado por un enorme colmillo de elefante. Justicia poética, dirían algunos, si se tenía en cuenta que aquel colmillo había pertenecido a un animal al que antes había asesinado el monarca. Accidente sospechoso, había concluido entonces la investigación, pero sin pruebas para que Locksher pudiese demostrar nada más o acusar a alguien en firme.
—¡Por el buen Dios, Matilda! ¿Dónde están esas tres copas? —gritó el magistrado para corregir el desplante inicial—. Estos buenos hombres están medio congelados. Por favor, chico, acércate a la lumbre para calentar un poco tus huesos.
Locksher no pudo evitar que las comisuras de sus labios dibujasen una pequeña sonrisa. ¡Qué manejables podían llegar a ser los hombres si se accionaba el resorte adecuado! Ahora estaba seguro de que el magistrado sería mucho más receptivo a su teoría de la conspiración.
Después de una intranscendente charla sobre la crudeza del invierno, que tuvo lugar mientras Matilda servía las copas, el magistrado preguntó por el motivo de la visita. El tono era mucho más amable.
Locksher extrajo una carta de una bandolera de cuero y, después de comprobar que era la correcta, se la acercó al hombre, que se puso los anteojos y la entornó para examinarla a la luz del fuego de la chimenea.
—Y bien, ¿qué es lo que se supone que estoy leyendo?
—¡Oh!, el texto es irrelevante, señor. Se trata de la típica carta que los suicidas dejan para explicar los motivos que lo llevaron a tomar tal decisión.
—Pues si el texto es irrelevante, no veo... —la voz del magistrado denotaba un poco de impaciencia.
—Ahora observe esta otra. Hace unos cuantos años, investigué el caso de la hechicera real y Blancanieves. Esta es la carta en la que uno de los señores enanos solicita la ayuda del príncipe para detener a la hechicera por haber envenenado a Blancanieves. Lo demás es de sobra conocido: nuestro noble príncipe Henry, al que Dios tenga en su gloria, encandilado por la belleza de Blancanieves, la besa y la casualidad hace que ella despierte de su trance en ese mismo momento. La leyenda atribuyó al beso un poder que no tenía, porque luego se descubriría que la dosis de veneno administrada en la manzana no había sido letal, pero fue el oportuno milagro que hizo que el pueblo aceptase a una plebeya como la nueva princesa.
Después de echar un vistazo a la nueva carta, Hollymoor lo miró por encima de los anteojos.
—Esta carta parece la auténtica, pero todos sabemos que no puedes tener en tu poder las pruebas de un caso, aunque este haya sido resuelto, ¿verdad, hijo?
Al oír eso Tomwats sufrió un nuevo escalofrío. Los métodos se investigación de su maestro eran, por decirlo de un modo suave, poco convencionales. Muy a menudo incluían mentir o manipular pruebas. Y era bien cierto que nunca había quedado un caso por resolver, incluso los más difíciles, pero el chico se sentía como si siempre estuviese dando saltos sin red. El día en el que algo fallase ambos se verían obligados a responder ante la justicia, por muy bien que la hubiesen servido hasta entonces. El maestro Locksher le decía a menudo que los malos siempre iban un paso por delante y, en la mayoría de los casos, era imposible atraparlos sin romper unas cuantas reglas.
Locksher estaba decepcionado. Desgraciadamente volvía a ser verdad que cuando el sabio señalaba a las estrellas, los necios miraban al dedo. Pero no era problema, estaba acostumbrado a tratar con necios. Se pondría a la altura del hombre y lo guiaría hacia la solución del problema como si estuviese tratando con un niño. ¿Acaso no lo hacía siempre?
—No, magistrado, no son las auténticas, por supuesto —mintió sin titubear—. Pero se trata de unas réplicas exactas, realizadas mediante técnicas secretas que nos enseñaron los amables monjes de un monasterio cuyo nombre nos ha sido prohibido revelar, ¿verdad, Tomwats?
—A... Así es, señor —corroboró el chico con un deje de inseguridad y abrumado por la inventiva de su maestro—. ¡Menuda cerveza la de aquellos monjes! —añadió de su propia cosecha el muchacho, lo que sorprendió positivamente a Locksher.
—¡Matilda! Deje de espiar entre las sombras y sírvale otro trago a nuestros invitados. Este muchacho todavía tiembla de frío como un pajarillo. Tartamudea y casi no puede ni hablar...
La mujer dejó que transcurriesen unos segundos y entró en la sala con la cabeza bien alta y toda la dignidad que fue capaz de reunir para cumplir con los deseos de su señor. Cuando estaba a punto de retirarse, el magistrado dijo:
—Déjenos la botella y acuéstese, que ya le contaré por la mañana aquellos detalles de la conversación que sean de su interés.
Una vez que se quedaron solos, el magistrado retomó intrigado la conversación.
—Veo las cartas, pero necesito que me diga sin más rodeos qué es lo que les ha traído hasta mi casa esta noche.
—Entiendo, señor, que a plena luz del día no se habría escapado a su sagaz vista que ambas cartas están escritas por la misma persona. —El magistrado comenzó a comparar ambas cartas entre sí a la luz de la vela y ahora sí detectó ciertas similitudes entre ellas—. No hay duda al respecto. He hecho que ambas sean examinadas por varios maestros calígrafos de excelente reputación y todos ellos han llegado a las mismas conclusiones: la caligrafía, el tipo de tinta e incluso el papel son idénticos en ambos casos.
—Veamos... Lo que ustedes están tratando de decirme es que uno de los señores enanos, concretamente el que escribió esta carta de auxilio, la que salvó a nuestra hermosa reina Blancanieves de aquella muerte aparente, se ha suicidado.
Locksher debía ser muy cuidadoso a la hora de expresar su teoría de la conspiración. Tenía que serlo cuando era preciso apuntar su flecha tan alto. Había sido muy hábil al aludir a la inteligencia del magistrado y ahora necesitaba presentar poco a poco las pruebas para que pareciese que todo encajaba de forma natural, sin ningún tipo de estridencias.
Tomwats, por su parte, estaba desconcertado, pero eso era algo habitual. Su maestro en rara ocasión le hacía partícipe de las investigaciones. Decía, seguramente con acierto, que aquello que no sabía no podía matarlo. Aun así su fe en el maestro investigador era inquebrantable. Locksher nunca había fallado a la hora de señalar el culpable de un crimen, y había aprendido más con él en un año que en la academia de investigadores en diez.
—Bueno —continuó Locksher—, lo cierto es que esa carta de suicidio es la que se encontró en la habitación del rey Henry, justo después de que el ayuda de cámara hallase su cuerpo sin vida.
Hollymoor ya no tenía sueño. Si lo que insinuaba aquel investigador era cierto, el rey podía haber sido asesinado.
—¿Y cómo os explicáis esa coincidencia?
—Me temo que vos ya os habréis hecho una teoría al respecto. De todos es conocido el rencor que sienten hacia los hombres los señores enanos por haberlos desterrado a los bosques. —Locksher vio que eso no impresionaba al magistrado, así que decidió dar una vuelta de tuerca más al argumento—. Mis informadores me han dicho que esta misma noche, quizás mientras estamos manteniendo esta misma conversación, los enanos tratarán de asesinar a la reina Blancanieves mientras duerme. Créame si le digo que no tenemos tiempo que perder, magistrado Hollymoor.
—¿Y qué podemos hacer entonces? O vuestra fama es inmerecida, o si os conozco un poco juraría que ya tenéis algo planeado...
—Cierto, magistrado. Todo lo sucedido hasta ahora me hace sospechar que hay más implicados en esta trama que los señores enanos. No sabemos cuántos de los de palacio pueden estar alentando la conspiración y no podemos permitirnos el más mínimo error, así que me he puesto en contacto con el conde de Faithfulrock, que nos ha enviado a doscientos de sus más leales hombres.
—Pero Faithfulrock es conocido por su oposición a Blancanieves. Nunca aceptó que una plebeya accediese al trono...
—Precisamente por eso, señor. Fue su inquebrantable lealtad a la monarquía la que le hizo tomar esa decisión. Por un lado, el conde goza de mi más absoluta confianza, y no se me ocurriría mejor persona para confiarle el destino del reino y de la corona. Y por otro, estoy seguro de que a nadie en su sano juicio se le ocurriría introducir insurgentes entre sus hombres, porque no le servirían de ayuda ya que ninguno de ellos está en palacio. Todo el mundo sabe que el rey Henry lo desterró a él y a los suyos después de su pública renuncia a aceptar a  Blancanieves como reina.
—¿Y puedo saber dónde están ahora esos hombres?
—A las puertas del castillo, señor. A la espera de que lleguemos con una orden suya para que los soldados de palacio bajen el puente y podamos abortar así la conspiración.
—Pues no perdamos más tiempo hablando entonces. ¡Matilda, despierte a esos haraganes de las cuadras y haga que ensillen inmediatamente mi caballo! ¡Partimos hacia palacio!
Apenas una hora después, y tras un penoso viaje bajo la tormenta, el pequeño ejército llegó a las puertas de palacio. Tal y como había supuesto Locksher, la orden firmada por el magistrado les abrió las puertas del castillo y permitió que los hombres del conde se desplegasen en una aparente formación defensiva y corriesen escaleras arriba hasta los aposentos de la reina.
—Ahora, magistrado Hollymoor, necesito ejecutar un pequeño cambio de planes para el cual preciso que estéis lo más atento posible —comentó Locksher ante las puertas de la alcoba real—. Si mi teoría es correcta, esta noche caerá una de las mayores amenazas para nuestro reino, y restituiremos el honor de una persona juzgada y encarcelada injustamente. Si me equivoco, responderé de mis actos ante los tribunales de justicia. Conde, por favor, haga los honores, que nunca se me dio bien derribar una puerta.
A un gesto del conde, diez de sus hombres redujeron a los confundidos miembros de la guardia real que custodiaban los aposentos de la reina, mientras que otros cinco derribaban la puerta.
Tras el estrépito que se produjo cuando la puerta cayó al suelo, los hombres del conde entraron en tromba en la habitación. La sorpresa de todos, los recién llegados y los que estaban dentro de la habitación, fue mayúscula y así se reflejó en sus desconcertados rostros.
Al ver lo que se escondía tras las puertas de los aposentos reales, Tomwats palideció. Tal y como el maestro había predicho, en la habitación de la reina había siete enanos, pero no parecía que estuviesen asesinándola. O por lo menos no en el modo en el que el muchacho se lo imaginaría. Todos estaban desnudos, y los cuerpos fuertes y peludos de los enanos contrastaban con la delicada y blanca piel de la reina. Ellos estaban dispuestos alrededor de Blancanieves en posturas poco menos que acrobáticas, y realizaban cosas que él jamás hubiese imaginado que pudiesen hacerse. Cosas que, con seguridad y según el ministro de su parroquia, serían objeto de inmediata excomunión. Por decirlo de una forma suave, y en palabras de su tío, capitán de fragata retirado, lo que aquellos enanos le hacían a la reina interesaba tanto a la proa como a la popa, y todo ello a diferentes alturas de la línea de flotación.
—¡Cómo os atrevéis, Locksher! —gritó la reina mientras intentaba taparse con un salto de cama transparente, y recuperaba una verticalidad que le otorgaba un poco más de dignidad—. Sin duda habéis cometido atrocidades mayúsculas en vuestra carrera como investigador, pero esta las supera a todas. ¡Me encargaré personalmente de que os retiren la licencia y de que vuestros huesos acaben en el más húmedo de los calabozos!
Mientras la reina gritaba fuera de sí, los enanos comenzaron a correr de un sitio a otro como pollos sin cabeza. Alguno de ellos intentó enfrentarse desnudo a los recién llegados, otros comenzaron a buscar entre el montón de ropa del suelo sus vestimentas, y otros intentaron escapar descolgándose por la enredadera del balcón, pero todos fueron rápidamente reducidos por los hombres del conde y sacados a rastras de la habitación.
Locksher sabía que ese era el momento más delicado de la representación. Había engañado a Hollymoor para que firmase la orden contra los señores enanos, pero sólo él sabía que era necesario ir todavía más allá. El magistrado estaba desconcertado, pero no tardaría en salir de su asombro. Locksher necesitaba de forma urgente una confesión.
—Buenas noches, majestad —saludó con tono solemne Locksher—. Me alegro de que recordéis mi nombre. ¿Por qué conformarse con uno, aunque sea el rey, si se puede tener a siete, verdad? —comentó con cierta ironía mientras avanzaba unos pasos hacia la cama y mostraba las cartas—. Me imagino que os preguntaréis cómo hemos llegado hasta vos. Me temo que alguien muy tenaz y con la suficiente perspicacia reparó en que la carta de un hombre muerto y la de una acusación de hace años estaban escritas por la misma persona.
Hollymoor estaba a punto de pedir explicaciones, pero guardó silencio al oír la dulce voz de la reina.
—Me imagino que no hay nada como hacer las cosas una misma.
—Una vez que nos dimos cuenta de lo de las cartas, investigamos un poco en su pasado, majestad. Por un lado tenemos a un leñador desaparecido de forma misteriosa, cuya esposa asegura que usted es la persona que convivió durante varios años en la casa de los señores enanos, en lo más profundo del bosque, la misma persona a la que el leñador acusó de brujería en al menos tres ocasiones. También tenemos un análisis exhaustivo del cuerpo del rey Henry, su fallecido esposo, en el que los galenos afirman que en el organismo había la cantidad suficiente de una droga extraída de la dodecágona como para producirle parálisis muscular. Una vez inmovilizado, simular un suicidio sería un juego de niños. También tenemos la confesión de la hechicera real, una anciana que lleva encerrada en la torre condenada por intento de asesinato, de "su" asesinato, majestad, demasiados años. A esa mujer a la que usted acusó de brujería, tan solo la libró de la horca toda una vida de fiel servicio a la corona. Después de ejecutar su maquiavélico plan, usted sabía que ningún tribunal dudaría de la inocente confesión de una hermosa dama, que además había regresado de la muerte de forma tan milagrosa. Solo me falta por demostrar cómo lo organizó todo para que el padre del rey falleciese de forma tan oportuna en aquel desgraciado accidente, pero me imagino que los verdugos no tardarán en arrancar la verdad a alguno de sus cómplices.
—Por lo menos lo he intentado, Locksher. No es fácil, para una chica de pueblo como yo, llegar a lo más alto —dijo Blancanieves mientras tomaba una manzana roja como la sangre de un gran frutero de cristal tallado que había al lado de la cama—. La noche ha sido muy larga y estoy bastante cansada. Esta fruta que ven en mi mano acabara por pudrirse del mismo modo que el tiempo arrugará esta piel joven y tersa —comentó con una voz dulce como la miel, mientras deslizaba la punta del dedo por el hombro y, con un movimiento sutil, dejaba al descubierto un pecho perfecto—. ¿No sería una pena que permitiésemos que eso sucediese sin disfrutar de este momento? Vamos, señores, acérquense y tomen una de estas sabrosas manzanas...
Tomwats estaba mareado. Estaba seguro de que Blancanieves utilizaba alguna técnica de brujería para intentar encantarlos y, a pesar de saberlo, sentía que el cuerpo no le obedecía. Algo que no podría explicar lo empujó a aceptar el ofrecimiento. Aquella mujer que mantenía una pose de fingida inocencia, y que enseñaba un pecho de alabastro en el que se dibujaba un pezón como una moneda de cobre, era la reina, su reina, la mujer poderosa e inalcanzable que dirigía los designios del reino y la que el pueblo había jurado obedecer. La mezcla de poder y sensualidad lo desarmó y avanzó unos tímidos pasos en dirección a la cama.
—¡Detente, Tomwats! —gritó con firmeza el maestro—. Es mucho más inteligente de lo que imaginas. Alguien como ella no deja cabos sueltos. Si no me equivoco, cuando revises el frutero encontrarás otras siete manzanas; tantas como señores enanos había en esta sala. Justo las únicas personas que habrían podido delatarla. Después de esta noche, nadie habría podido testificar en su contra.
En un arranque de rabia, el dulce rostro de Blancanieves se transformó en una máscara terrorífica de ira y, en un gesto inútil, arrojó la manzana con todas sus fuerzas hacia Locksher, que la esquivó sin apenas moverse.
—¡Te odio, Locksher! ¡Nadie más habría podido descubrirme! ¡Te prometo que me vengaré!
—¡Lleváosla acusada de asesinato y alta traición! —gritó el magistrado a los hombres que aguardaban una orden suya al otro lado de la puerta—. He visto y oído suficiente por esta noche.
—Cubríos, señora. La tormenta ha dejado los pasillos fríos y las corrientes de aire son muy traicioneras. No me gustaría que os resfriarais —le dijo Locksher al pasar a su lado.
—Gracias por vuestra preocupación, Locksher, pero quizás todavía quede, en algún sitio de este castillo, un hombre de verdad con el que pueda utilizar mis encantos.
Locksher estaba satisfecho. Las teorías, según su propia definición, eran tan solo eso, teorías, y para que fuesen válidas había que demostrarlas. Esa noche se había arriesgado demasiado, seguramente más allá de lo necesario pero, después de que su cabeza encajase las piezas del puzzle, había sido necesario organizarlo todo rápidamente y rezar para que todo saliese según lo previsto. Y había tenido mucha suerte.
Hollymoor se acercó a él.
—Esta noche nos has manejado a tu antojo, Locksher, y las cosas te han salido bien. Pero no me gustan tus métodos, del mismo modo que no me gusta que jueguen conmigo. No te tomes esto como una amenaza pero, si sigues saltando sin red, el día que pierdas pie nadie tenderá una mano para impedir que te caigas. Tus métodos de investigación te están granjeando enemigos poderosos... Ten cuidado.
Y el magistrado se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta, pero antes de irse todavía tuvo que escuchar las últimas palabras del investigador.
—El favor que os voy a pedir ahora no es para mí, magistrado Hollymoor. —Al oír su nombre, el hombre detuvo su caminar sin volverse para escuchar qué era lo que tenía que decirle Locksher—. Recordad que todavía está encerrada una inocente en la torre. No demoréis su puesta en libertad, que bastante ha sufrido ya esa buena mujer.
—Se hará lo que deba hacerse, no os preocupéis. Y se hará sin demora —respondió el hombre, y después se fue.
Locksher se quedó pensativo tan solo un segundo, justo el tiempo en el que repasó mentalmente todo lo que había sucedido. Las palabras del magistrado no habían hecho mella en él, del mismo modo que las gotas de lluvia no calaban la piedra. Había asumido cada riesgo que corría desde que había comenzado a investigar el primero de sus casos. No se podía cocinar sin romper algún plato.
—Vámonos, Tomwats. Aquí ya no tenemos nada que hacer.
Y así fue como el sagaz Locksher y su inseparable Tomwats resolvieron uno de los casos más difíciles de su carrera.

sábado, 3 de agosto de 2013

CAPERUCITA, EL LOBO Y LA ABUELITA


Con la colaboración el la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano

Era la primera vez que acudía al Full Moon y, si todo sucedía tal y como había previsto,  también sería la última. El hombre extendió la mano mientras caminaba y entregó al solícito chico de la entrada la tarjeta del deslizador y una buena propina para que se lo aparcase. Lo hizo sin mirarlo a la cara; no tenía ganas de perder tiempo respondiendo al "gracias, señor" del muchacho, y tampoco le apetecía crear un efímero vínculo entre ambos ofreciéndole una sonrisa diplomática. Le desagradaban ese tipo de "obligaciones sociales" con alguien que quizás fuese a morir entre sus manos poco tiempo después.
Comenzó a sentir apetito, y no era el tipo de hambre que se podía saciar al llenar el estómago con comida. Era algo más primitivo, algo que estaba escrito a fuego en los genes de cada especie desde el principio de los tiempos: la necesidad que tenían los animales de aparearse.
Tenía que darse prisa, la luz de la luna llena tiraba de él y no tardaría en caer rendido bajo su hechizo, así que permitió que le abriesen la puerta y entró en el local dejando atrás el lacerante frío de febrero.
El Full Moon era de los locales más elegantes de la ciudad. No podía recordar quién se lo había recomendado, pero le habían dicho que merecía la pena cada dólar gastado entre aquella lujosas paredes de terciopelo. El olor no tenía nada que ver con el de esos otros antros que apestaban a sudor y a ambientador barato, y que acostumbraba a visitar cuando sus negocios lo llevaban a México. Y no era que esto último le desagradase especialmente. Al contrario, le satisfacía porque hacía del juego sexual algo diferente.
Al final, lo único importante era que las chicas no lo defraudasen. Y eso, hasta ahora, nunca había sucedido. Ni en Chicago, ni en México. Las mujeres siempre eran hermosas, cada una a su manera. Por lo menos las que le gustaban a él, que eran aquellas que no tenían muchos años más que los necesarios para no llamar la atención de la policía.
Siguió a una voluptuosa camarera a través de un pequeño laberinto y pasó por delante de una barra atendida por varias mujeres de curvas insinuantes. Todas iban vestidas con prendas ceñidas y diseñadas para enseñar aún más de los hermosos cuerpos al menor movimiento.
Cuando llegó a la sala en la que tenía lugar el espectáculo, escogió una pequeña mesa escondida en la penumbra y alejada del escenario. No precisaba verlo todo en primera fila. Su vista era excelente y deseaba disfrutar tanto de la actuación como de las reacciones del público. Además, necesitaba un poco de intimidad. El hambre aumentaba y no podría retrasar el proceso durante mucho más tiempo. Aunque todavía soportaba el dolor, sentía su piel arder con la fiebre y el sudor ya había empapado por completo la ropa. Extendió los dedos de las manos delante de él y vio cómo los pequeños espasmos musculares los hacían temblar de forma incontrolable. La bestia no estaba siendo amable con él, como en cada cambio, y pugnaba por salir al exterior para verlo todo con sus propios ojos.
En el escenario, una chica bailaba al compás de una música exótica. Tenía mucha clase. Parecía poco más que una jovencita, pero se veía a la legua que estaba acostumbrada a moverse de una forma que hacía que aflorase el lado más primitivo de cada hombre. Conocía la reacción que sus movimientos despertaban en un público ávido de sexo como el que la observaba, y disfrutaba de la situación.
El hombre sonrió ante lo oportuno que le pareció que la joven estuviese disfrazada con una pequeña capa roja que apenas cubría una pequeña parte de su cuerpo.
La camarera que lo había conducido hasta la mesa se acercó y dejó un bourbon delante de él con una sonrisa. Parecía no percatarse de la evidente transformación que estaba sufriendo aquel hombre escondido en el rincón y, si lo hizo, no dio muestra alguna de sorprenderse. Al inclinarse, la mujer acercó sus generosos pechos y hasta él llegó el dulce perfume de ella. No la burda y artificial mezcla de esencias por la que los hombres podían llegar a pagar miles de dólares, sino aquel que latía de forma casi imperceptible sobre la piel: el dulce aroma de la juventud, el de los delicados compuestos químicos que las glándulas liberaban cuando anunciaban que una hembra estaba dispuesta. Era un crimen intentar enmascarar esa fragancia, pero hacía siglos que las mujeres insistían en disfrazarlo y preferían oler como plantas en flor.
Decidió que ya no sujetaría por más tiempo a la bestia. El hambre se había convertido en algo incontrolable, en un río caudaloso que amenazaba con desbordar los cauces de la cordura. Las manos del hombre apretaron los reposabrazos de la butaca con tal fuerza que los astillaron. La fase final del proceso sucedió en un instante. No había nada en el mundo tan gratificante como el placer que sucedía al dolor de la transformación.
Sus ropas se rasgaron cuando su ADN defectuoso obligó a los músculos a multiplicarse hasta alcanzar varias veces el volumen normal. Ya no podía recordar qué lo había llevado hasta allí, o al hombre que había sido apenas unos segundos antes.
Ahora el lobo había tomado por fin el control, y tenía mucha hambre.
Ninguno de los presentes pareció molestarse por los ruidos que provenían del rincón del fondo. La enorme bestia se irguió sobre sus patas traseras y arrojó con gran estrépito la mesa contra la pared. A unos pocos metros, la chica continuaba moviéndose alrededor de una barra vertical, ajena a lo que sucedía en el rincón oscuro. El lobo avanzó lentamente con sus ojos negros como un pozo sin fondo clavados en la frágil figura de la mujer. Ella pareció reparar en su presencia pero, lejos de asustarse, comenzó a deslizar las manos por su cuerpo de una forma turbadora, incitándolo, excitándolo.
Un gruñido ronco eclipsó la música por un instante y la bestia saltó sobre aquellos que estaban más próximos, derribando sillas y mesas. No tuvo piedad. El hambre era muy fuerte y lo dominaba por completo. Romperlos en mil pedazos fue tan fácil como arrebatarle el muñeco a un niño. Cuando terminó, la sala estaba cubierta de trozos de carne más o menos reconocibles. La sangre cubría los delicados dibujos con motivos eróticos de las paredes en oleaginosas manchas oscuras y el dulce olor de la muerte saturaba sus sentidos.
Lo sorprendente había sido que ninguno de los presentes había opuesto resistencia. Ni siquiera habían llegado a girar la cabeza para preguntarse qué era lo que sucedía detrás de ellos, o habían llegado a emitir un grito de sorpresa o dolor cuando había comenzado a desmembrarlos.
Y eso no le agradaba en absoluto.
Nada podía compararse con el sabor de la carne cuando estaba regada con la adrenalina que producía el miedo.
Aunque el olor de la sangre embotaba sus sentidos y le impedía razonar con claridad, el lobo se dio cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. Mientras tanto, la muchacha seguía bailando, ahora solo para él, y los movimientos hipnóticos de sus caderas lo mantenían paralizado, como en trance. La música acabó y con ella la actuación. Ahora la mujer estaba de espaldas a él y le mostraba su hermoso cuerpo desnudo sin ningún tipo de rubor o miedo a lo que pudiese sucederle. Tras un interminable instante, ella giró la cara y le guiñó un ojo con picardía mientras humedecía los labios con la punta de la lengua en un gesto que no necesitaba traducción. Eso fue más de lo que la bestia pudo soportar. El gran lobo se abalanzó sobre el escenario dispuesto a reclamar para sí a aquella joven de carne tierna y sonrosada.
De repente todo se esfumó. La chica, el escenario, la carne, la sangre, todo.
Victor abrió los ojos desorientado, incapaz de determinar en qué lugar se encontraba. Una agradable luz de color ámbar fue creciendo en intensidad hasta que el hombre alcanzó a ver qué era lo que lo rodeaba. Entonces lo recordó todo.
La entrevista.
Intentó incorporarse, pero no pudo. Estaba suspendido ingrávido en posición horizontal, y los pies y las manos estaban sujetos por unas ligaduras invisibles. En una de las paredes se deslizó una puerta. Una enfermera entró en la sala y comenzó a retirar la delicada maquinaria que lo envolvía y con la que le habían hecho el examen. Víctor no pudo evitar sentir un poco de vergüenza cuando comprobó que mantenía una enorme erección que no podía disimilar.
—No se preocupe —comentó ella sin darle demasiada importancia al asunto, mientras tecleaba en una consola traslúcida para liberar las sujeciones—. Las fantasías son demasiado reales y la mayoría de las veces el cuerpo nos traiciona. Prácticamente veo algo así todos los días, aunque la verdad es que casi nunca de esas dimensiones —y la mujer sonrió con picardía.
—¿Y bien, Anna? ¿He pasado la prueba?— preguntó él mientras se incorporaba.
—Acompáñeme, por favor, señor Ionescu. En unos segundos conoceremos la respuesta a esa pregunta.
Él la siguió sin poder apartar los ojos de aquel cuerpo, lo que lo transportó de nuevo a aquella parte de la fantasía en la que iba tras la camarera por el pasillo de terciopelo. Mientras caminaba, Víctor hacía esfuerzos por colocar la palpitante hinchazón de su entrepierna de una forma en la que llamase menos la atención, pero todo intento era inútil. La moda que había llevado a las mujeres a vestir aquellos trajes desechables de una pieza, que se ajustaban al cuerpo como una segunda piel, eran un fastidio para un momento como aquel, en el que necesitaba con urgencia transferir sangre de sus partes bajas a otras zonas del cuerpo menos delatoras. Sobre todo si la mujer que lo llevaba puesto poseía una silueta de escándalo como la de Anna.
La mujer pulsó una luz en la pared. A su derecha se deslizó una puerta por la que entraron a una habitación amueblada con una mesa de cristal y una reliquia de estantería estilo Ikea. Víctor silbó impresionado al verla. La fabricación de ese tipo de muebles estaba prohibida desde que había entrado en vigor la Ley Mundial de Protección de la Madera, y su presencia era un símbolo de ostentación que solo las más poderosas personas o corporaciones se podían permitir. Si vendiese aquella pieza en el mercado negro, podría vivir holgadamente durante varios años.
Las delicadas manos de Anna teclearon algo en la pequeña consola y el contorno de unas sillas se dibujó en el aire. Después se sentó detrás de la mesa transparente y lo invitó a hacer lo mismo frente a ella.
—Bien —comentó mientras volvía a teclear—. Veamos cuál es el análisis de MTVac.
Al instante ambos fueron capaces de ver el resultado de la prueba en la holopantalla. En ella se podía leer el puesto de trabajo para el que se había examinado, la fecha, 25 de enero de 2152, su nombre, Víctor Ionescu, y el veredicto: RECHAZADO.
—¿Rechazado? No entiendo. ¿Qué es lo que ha salido mal esta vez?
Ella acomodó su cuerpo en la silla transparente de una forma que lo puso aún más nervioso.
—Sólo MTVac tiene acceso al archivo de la prueba, señor Ionescu. La LPD protege ese informe de la vista de cualquiera que no esté cualificado. Pero, por lo que puedo ver, se trata de algo relacionado con el sexo. Al parecer, el nivel de violencia con el que se ha desenvuelto en la prueba está dentro de unos límites aceptables según los estándares definidos en la Convención de los Derechos del Mutante, pero usted sabe tan bien como yo que todos aquellos que estamos modificados genéticamente no podemos tener relaciones sexuales con humanos. La mezcla de ADN es inaceptable. Según MTVac, ese es el motivo por el que no ha superado la prueba.
—Pero si me estaba examinando para un puesto de conductor en un transbordador.
—Le recuerdo que este no es un transbordador espacial cualquiera, señor Ionescu. Se trata de una prueba para un puesto de copiloto en el GaneMed, el vehículo que transporta en cada viaje a más de cinco mil mujeres mineras que trabajan en Fobos. Tres meses encerrado en una lata de sardinas con todas esas mujeres —la enfermera le guiñó un ojo—. Me temo que todo eso estaba perfectamente especificado en las bases de la convocatoria.
El hombre hundió su mentón, decepcionado. Era la enésima vez que lo descartaban por su tara genética. Estaba seguro de que ya nadie le daría trabajo. Él no podía evitar ser como era. No podía arrancar la bestia de su cuerpo. No sin acabar con él mismo. Quizás fuese eso precisamente lo que buscaban, que todo acabase. Sintió cómo la ira comenzaba a crecer en su interior y luchó para intentar evitar que se desbocase.
—¿Para qué demonios tenemos los chivatos entonces? —Y señaló el pequeño dispositivo que los mutantes de clase dos y tres estaban obligados a llevar en un lugar visible, y que avisaba del cambio inminente—. Se supone que este aparato protege a los "normales" de los seres como nosotros.
—Usted sabe tan bien como yo que eso no es suficiente. Eso de poco serviría en un entorno tan reducido como el del GaneMed.
No había nada que pudiese decir o alegar para tratar de rebatir la decisión. Ellos ponían las reglas y siempre tenían la sartén por el mango. Víctor se sentía víctima de una conspiración.
—No es justo. Me han manejado a su antojo desde el primer momento.
—Bueno, señor Ionescu, usted conoce el procedimiento. Cerberus estudia las debilidades del sujeto y construye una fantasía en lo que lo coloca en una situación extrema para calibrar sus reacciones. Nunca una situación de estrés es igual a otra. Sabe que puede alegar lo que desee al juicio de MTVac, pero no le servirá de mucho —contestó ella con el cansancio propio de la rutina—. Todo nuestro instrumental está perfectamente calibrado.
—¡Y una mierda! —gritó Victor fuera de sí a la vez que se levantaba y lanzaba un manotazo que arrancó de la mano el módulo de control a la enfermera—. Ahora resulta que mi tara no es aceptable en esta sociedad edulcorada, pero bien que nos fue a todos cuando yo, y otros muchos como yo, luchamos durante diez años en las Guerras del Agua y utilizamos nuestras habilidades para derrotar a los alienígenas, ¿verdad? Me imagino que lo mejor para todos hubiese sido que no sobreviviésemos...
Víctor se dio cuenta de que no tenía sentido pelear en aquella sala. Anna no tenía la culpa. La guerra, su guerra, estaba perdida. La sociedad a la que había salvado el culo en tantas ocasiones lo rechazaba. Las bestias como él no tenían cabida.
—Víctor, cálmese o me veré obligada a llamar a seguridad.
—Está bien —aceptó el derrotado mientras volvía a sentarse—. Discúlpeme, Anna, no volverá a suceder. —La enfermera le dio la espalda y se agachó para alcanzar el módulo de control, que se había colado bajo el mueble de madera. Los ojos mejorados genéticamente de Víctor se recrearon con la vista de cada pequeño pliegue de la exuberante anatomía de la mujer. Disfrutó de la vista de cada colina, de cada pequeño valle, mientras ella intentaba alcanzar el módulo, ajena al peligro—. Anna, ¿me permite preguntarle algo?
—Por supuesto —respondió ella con voz de esfuerzo.
—Antes utilizó el plural al referirse a los genéticamente modificados.
—Así es —dijo ella sin volverse. Casi podía acariciar el módulo de control con la punta los dedos.
—Podría decirme cuál es su "habilidad". No puedo ver su chivato.
—¡Oh, sí! Por supuesto. No tengo inconveniente. No llevo chivato porque soy un mutante tipo uno. Absolutamente inofensiva. Aquí donde me ve, tengo ciento setenta y dos años. Mis genes, por suerte o por desgracia para mí, hacen que envejezca a cámara lenta.
—¡Caramba! —dijo él con voz zalamera—. Ciento setenta y dos años. Nadie lo diría.
Víctor comenzó a sentir el mismo tipo de hambre que había sentido en la prueba de la que acababa de despertar, y con un gesto premeditado se desprendió del chivato y lo dejó sobre la mesa de cristal.
«No me han dejado tener a Caperucita, pero quizás todavía pueda tener a la abuelita», pensó mientras un velo rojo sangre le nublaba la vista. Ya no era capaz de razonar, la transformación había comenzado. La sangre comenzó a acumularse de nuevo en sus músculos hipertrofiados y en la entrepierna. Era muy difícil encauzar el caudal de aquel río desbordado. Sintió cómo los brazos se convertían en gruesos postes y sus músculos palpitaban con la llegada de la adrenalina. El volumen que estaba adquiriendo su cuerpo gracias al ADN modificado hizo que se rasgase la ropa y en un instante el enorme animal quedó desnudo. De su boca colgaba un delgado hilo de saliva producto de la excitación.
La mujer se dio la vuelta muy despacio.
Lo primero que vio fue al lobo. Una bestia enorme de pelo largo y negro que brillaba bajo la luz artificial. Después vio el chivato sobre la mesa y entonces comprendió cómo Víctor había conseguido transformarse sin llamar su atención. El animal era mucho más grande de lo que hubiese podido imaginar, pero ella no se asustó. Estaba acostumbrada a manejar situaciones parecidas. En su mano apareció, como por arte de magia, una frágil varita plateada. Al verla y entender qué era lo que iba a suceder a continuación, el lobo aulló de forma lastimera. Un instante después un rayo cegador golpeó al animal con fuerza. Anna era muy buena utilizando el descargador. En un mundo tan extraño como aquel en el que vivía, en el que nada era lo que parecía, tenías que serlo para sobrevivir si ibas por la calle luciendo un cuerpo como el suyo, moldeado con innumerables sesiones de cirugía, y que además adoraba enseñar. Anna se había tomado su tiempo y había sido muy cuidadosa a la hora de escoger aquella parte de la anatomía del animal a la que aplicar el doloroso voltaje del descargador. Por eso había elegido los testículos. Casi sentía pena por aquella bestia que se retorcía en el suelo aullando de dolor, con la mitad del cuerpo debatiéndose entre permanecer como un lobo o volver a ser humano.
Anna se permitió disfrutar un instante más del sufrimiento del hombre, después llamó a seguridad. Enseguida llegaron dos hombres que se lo llevaron a rastras. Ahora, además de haber sido rechazado, Víctor tendría que responder ante la justicia por haberse quitado el chivato para evitar que diese la alarma durante la transformación. Sería condenado, y sin lugar a dudas encerrado durante mucho tiempo. Todas las entrevistas se grababan por motivos de seguridad y ningún juez tendría dudas acerca de sus intenciones.
Cuando se quedó sola en la habitación, la mujer comenzó a teclear unas órdenes para cerrar de forma definitiva el expediente de Víctor Ionescu y preparar a MTVac para la siguiente entrevista, pero al instante se detuvo y levantó la cabeza a la vez que arrugaba su pequeña nariz con desagrado. A pesar del olor acre a pelo quemado, su delicado y mejorado olfato todavía podía oler el rastro de feromonas que había liberado de forma intencionada en cuanto Víctor había comenzado la prueba. De no ser por el agente inhibidor que se había inyectado esa misma mañana, a ella misma le hubiese sido muy difícil resistirse al cambio. Al principio no había estado del todo segura de que Víctor no pudiese descubrirla, porque los lobos podían olerse aún como humanos, y había estado a punto de echarlo todo a perder al reconocer que ella misma era una mutante. Pero desde el primer momento el hombre había estado más preocupado por la entrevista que por ella. Y ese había sido su gran error, pensó mientras sacaba del Ikea el chivato que la identificaba como una loba mutante de nivel tres, y se lo volvía a colocar en un lugar visible.
Él solo quería pasar la prueba y ella eliminar competencia en la manada.
Pobre Víctor, nunca había tenido la más mínima oportunidad. ¿Cómo iba aquel pobre hombre a adivinar que lo que a ella le gustaban en realidad no eran los lobos, sino las tiernas caperucitas?
Anna sonrió mientras ponía en marcha el reciclador de aire de la sala para continuar con su tarea.