El aprendiz contempló con decepción el
contenedor en el que flotaba el oscuro éter muerto. Había estado muy cerca de
lograrlo. El experimento ya le había salido mal en otras ocasiones, pero no
debía rendirse. No cuando estaba tan cerca del final.
Crear vida. El enunciado del
problema que los maestros le habían planteado, como culminación de toda una
existencia dedicada al estudio y la meditación, era de lo más simple, pero a su
vez no había cosa más difícil. Para intentar resolverlo creía haber seguido al
pie de la letra todo lo que le habían enseñado, pero, a la vista de los
acontecimientos, era evidente que eso no había sido suficiente.
El aprendiz comenzó a revisar la
teoría en busca de cualquier error que se le hubiese podido pasar por alto y repasó
los pasos más significativos del proceso. En primer lugar precisaba ponerse de
nuevo en contacto con los proveedores para reunir la mejor materia prima
posible; muchos aprendices fracasaban por no darle a esa parte del experimento
la importancia que merecía. Fabricar un contenedor que albergase el experimento
no tenía secreto alguno, y era muy probable que todavía pudiese usar el que
había construido, pensó mientras observaba, no sin cierta envidia, cientos de
contenedores idénticos al suyo alineados uno junto otro. En muchos de ellos
brillaba el indicador verde que mostraba que la vida crecía de forma vigorosa
en su interior. Eran más de los que podrían hacer pensar que el buen fin del
experimento pudiera deberse únicamente a la casualidad. El aprendiz estaba seguro
de haber aplicado concienzudamente la teoría a la hora de realizar la mezcla de
los elementos, y el error tampoco podía estar en el periodo de maduración; era
una cuestión de cálculo simple averiguar el tiempo que se debía esperar hasta
volcar la sopa primigenia en el contenedor en función de las variables elegidas.
El momento más delicado del proceso siempre había sido aquel en el que debía de
aplicar la energía necesaria para que el tiempo comenzase a latir. Conocía
cantidad de casos en los cuales un exceso había acabado con todo antes de
empezar, pero también otros en los que una falta de energía había impedido que
las partículas interactuasen entre sí, con lo que el experimento había
languidecido hasta congelarse. Después de ese punto, los maestros habían
sellado todos los depósitos. A partir de ahí estaba prohibida cualquier
manipulación de la mezcla por parte de los aprendices.
Después sólo le permitieron
observar.
Poco a poco la teoría fue
transformándose en realidad. Los cúmulos de gas multicolor dieron paso a
galaxias en las que un número incontable de estrellas alumbraba los mundos en
los que el aprendiz había depositado sus esperanzas. En su maravilloso universo
los cometas viajaban entre las estrellas portando la simiente de la vida. No
había dejado nada al azar. El tiempo marcaba el ritmo de los acontecimientos y
determinaba el periodo de vida de los sistemas estelares, y, allí donde era
necesario, el colapso de alguna estrella creaba un agujero que estiraba la
realidad y transformaba la materia, equilibrando de nuevo su universo. La
solución que había aportado al problema distaba mucho de ser tan fértil como la
de alguno de sus compañeros de estudios, que habían conseguido producir vida
mucho antes, pero estaba seguro de que ninguna de ellas era tan hermosa.
El aprendiz había aguardado con
paciencia infinita la aparición de algún indicio positivo, y no pasó mucho
tiempo hasta que se dio cuenta de que esta vez había logrado encender una
pequeña chispa vital. De las innumerables posibilidades que ofrecía su
universo, la vida había decidido establecerse en el tercer planeta de un
sistema menor, justo en el borde de una galaxia en espiral. No era exactamente
el lugar en el que se suponía que debía de hacerlo, pero eso poco importaba,
porque en esta ocasión ya había conseguido más que en todos los experimentos
anteriores juntos.
La espera era la peor parte del
proceso. Aquella vida inestable crecía muy despacio y a punto estuvo de
apagarse en más de una ocasión, pero, lo que en principio le había parecido una
debilidad, no tardó en transformarse en fortaleza. Al final la frágil muestra
de vida se aferró a la existencia con determinación y esquivó todas las
amenazas que se le presentaron, logrando sobrevivir a cada una de sus crisis.
Llegó un momento en el que, a pesar de todos los contratiempos, le pareció que
podría conseguirlo. Fue entonces cuando sucedió lo inesperado. Cuando la vida
ya se había arraigado profundamente en su diminuta esfera, y había alcanzado
por fin la madurez necesaria para extenderse y multiplicarse por todo el contenedor,
se extinguió. El aprendiz había presenciado primero el castigo con el que
aquellas diminutas criaturas habían degradado su entorno, y luego había
asistido atónito al proceso por el cual aquel mundo, su única esperanza de que
todo saliese bien, se desintegraba fruto de una incontrolada aplicación de
rudimentaria energía nuclear.
El aprendiz no sabía cuanto
tiempo había perdido después, escudriñando su universo en busca de algún signo
vital que se le hubiese podido pasar por alto, incapaz de aceptar la realidad.
Fueron sus maestros los que al final certificaron el fracaso definitivo del
experimento, y le obligaron a realizar los preparativos para comenzar de nuevo
su tarea. No le permitirían fallar otra vez. Tendría que aplicarse aún más si
quería superar por fin la única materia que le faltaba para alcanzar el grado
de Dios.
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Ilustración de Sonia del Sol |
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