sábado, 25 de noviembre de 2017

LOS COSECHADORES DE ESTRELLAS (21): EL SEGUNDO DÍA

Pablo despertó bañado en sudor y completamente descolocado. Por un instante no supo donde se encontraba. Apenas había descansado. La pesadilla le había atrapado durante toda la noche y eso le había impedido dormir bien. Si había cantidad de sueños hermosos de los que sólo quedaba el vapor de su fragancia cuando uno volvía a la realidad del día siguiente, ¿por qué la pesadilla seguía clavada con nitidez en su cabeza con todo lujo de detalles?
Tanteó en la oscuridad de su habitación, con precaución y un poco de miedo, hasta que encontró la cinta de la persiana. Entonces tiró de ella.  Como un oscuro presagio, la mañana había amanecido brumosa. El aire pesaba cargado de humedad y dificultaba la respiración. A pesar de no verse el sol, el bochorno era agobiante incluso a aquellas primeras horas de la mañana. ¡Qué diferencia con el frágil y cristalino día anterior! Este era uno de esos días de verano en los que era inevitable que todo acabase en tormenta de gotas gordas. Y cuanto antes llegase mejor. Sólo a partir de ese momento habría alguna posibilidad de que el cielo se despejase.
Tampoco Rodrigo parecía haber descansado del todo bien. Todavía podía leerse un poco de agotamiento en su mirada cuando Pablo le despertó, agitándole ligeramente.
En la cocina, además del “buenos días” inicial, sus padres no les dedicaron mucha atención. Estaban enfrascados en una conversación de esas de mayores, sobre la poca o mucha importancia que tenía lo que le estaba sucediendo al sol. Así que los dos chicos llenaron sus barrigas con la ayuda de Macarena, y evitaron hacer preguntas. Sabían que las respuestas serían muy parecidas a aquellas que obtuvieron cuando se les ocurrió preguntar cómo era posible que llegasen las imágenes al televisor.
Pero Pablo había visto en su sueño lo que le estaba pasando al Sol y, al escuchar la conversación entre sus padres, se hizo inevitable que volviese a revivir las terribles imágenes de la pesadilla. Por fin encajaban todas las piezas del puzzle. Lo que le ocurría al Sol no era muy diferente de lo que sucedía a Mundo Flik. Las máquinas habían localizado su estrella y trataban de llevar la guerra a la Tierra, a Pablo no le cabía duda alguna al respecto. Pero no podía contárselo a nadie. Se lo había prometido a Flik. Además, y aunque lo hiciese, ¿quién le creería? ¿Cuándo se había visto que un niño pudiese aportar soluciones a un problema de mayores? Ni siquiera le tendrían en cuenta.
Lo cierto era que Pablo también estaba luchando por la Tierra, y si ya había ganado a las máquinas en una ocasión, no tendría por qué no poder hacerlo otra vez más. Después del desayuno, los niños subieron a su cuarto a jugar porque las primeras y gruesas gotas de agua, procedentes de unas inmóviles y espesas nubes, comenzaron a estrellarse en la negra pizarra del tejado.
Pablo se acercó a la ventana, en cuyo cristal comenzaban a dibujarse los primeros arañazos de agua. Al niño le asustaba la idea de que Flik apareciese y no pudiese comunicarse con ellos. Rodrigo arrastró el pequeño taburete para ponerse a su altura. Estaba poco comunicativo. El vaho de sus respiraciones empañaba rítmicamente el cristal. En el horizonte los relámpagos de la tormenta iluminaban con brillantes destellos un encrespado mar de color marrón.
Justo cuando sonó el cascabel de Gordo, que se estiraba en sueños sobre la cama de Rodrigo, una pequeña pelota amarilla cobró vida a los pies del viejo roble.
­­–¡Pablo, Rodrigo!, es la hora. Tenéis que venir hasta el portal –la voz de Flik sonó con claridad dentro de sus cabezas y las dudas comunicativas de Pablo se disiparon por completo.
Los dos chicos se miraron al unísono.
–Vamos, Rodrigo.
–Pelo, pelo... y zi noz cae un layo. Y zi le cae un layo a Flik.
–No seas absurdo, hombre. ¿Cuántas ranas has oído tú que mueran chamuscadas por un rayo?
–Ya pelo, pelo...
–Anda, vamos y déjate ya de pelos –Pablo recordó algo que había funcionado muy bien el día anterior–. ¿O acaso crees tú que Tarzán se esconde en su cueva, cada vez que tiene que salvar a un bicho de esos de la selva, tan sólo por que se ponga a llover?
En la cabeza Rodrigo de nuevo sonó clic. Pablo había pulsado otra vez, con gran habilidad, su fibra sensible. Ya no era Rodrigo el que hablaba. El que ahora se encontraba a su lado era Tarzan, el invencible.
–Vamonoz, Pabo, que no tenemoz tola la manana.
Los dos hermanos corrieron escaleras abajo. Macarena trató de interponerse en su camino, gritando que estaba lloviendo y que si salían, volverían calados hasta los huesos y ensuciarían toda la casa, pero los niños utilizaron la estrategia sobradamente conocida por ellos de divide y vencerás. Uno corrió por su izquierda y el otro por la derecha, dejando a la pobre mujer indecisa y mascullando algo en arameo, sin poder evitar que los niños la superasen.
Pablo y Rodrigo atravesaron el garaje como exhalaciones y saltaron por encima de Lucas, que a esa hora todavía permanecía en su camita. El pequeño animal apenas se inmutó con la presencia de los chicos. Su padre les había dicho que debía de sufrir una indigestión. Lucas era un glotón y nunca comía suficiente. No era la primera vez que le pillaban en casa de Carlos, con las pezuñas en la masa, atracándose con la comida de los perezosos perros de su amigo. Después de esas excursiones lo más habitual era que se quedase así de aletargado. En esos casos el veterinario siempre recetaba lo mismo, DD. Es decir, dieta y descanso.
Al salir al jardín, a Pablo le asaltó una multitud de diferentes olores magnificados por las primeras gotas de lluvia. Sobre todos ellos, predominaban el de la tierra caliente y mojada, y el de la hierba húmeda.
Sin perder un segundo para mirar atrás, Flik y los chicos saltaron dentro del árbol. Los tres escaparon de una tormenta que crecía en intensidad por momentos y que casi estaba sobre la casa.
En Mundo Flik las cosas estaban aún peor que en la jornada anterior. Al subir a los discos que les conducirían hasta la cámara de la contienda, Pablo volvió la vista hacia el árbol de cristal y se dio cuenta de que su brillo había perdido mucha intensidad. Durante el trayecto, y al alzar la cabeza, también pudo observar que los oscuros penachos del exterior conseguían filtrarse sin mucha dificultad a través de la invisible barrera de la cúpula. Una vez en el interior se buscaban entre sí para formar olas cada vez mayores. Como si las plumas caídas de un cuervo pudiesen reunirse para forjar de nuevo el ave. Aquel aire contaminado amenazaba con cubrir con su pestilente aliento la vida que se refugiaba en aquel santuario.
–¡Demonios! –exclamó Pablo– hay “mogredumbre” en cualquier sitio que mires. Todo está “putrificado”.
–Así es. Ayer sucedió algo tras el primer enfrentamiento –explicó Flik, que fue capaz de entender las palabras de su amigo gracias al contexto en el que las había utilizado–. Durante un tiempo precioso las máquinas abandonaron sus tareas mínimas por alguna misteriosa razón que aún no conocemos, y todo en el exterior se degradó aún más. Necesitamos acabar esto cuanto antes. No aguantaremos mucho tiempo.
Dentro de la Cámara todo estaba igual que el día anterior. La verdad era que Pablo no esperaba que fuese de otra forma.
–¡Hoy quielo cugal yoooo! –gritó Rodrigo, cuando comprobó que Pablo avanzaba hacia la mesa–. ¡Me toca a miiiiiiiií!.
Los invisibles ojos mecánicos que les observaban y enviaban datos a Gran Máquina, enfocaron a aquella criatura que hablaba utilizando tan confuso lenguaje. Mientras lo hacían, registraban su sonido y hacían vanos esfuerzos por traducirlo.
–No puedes, Rodrigo –contestó Pablo–, este es un asunto serio. Ya te dejaré jugar en casa con la consola.
–No ez lo mizmo. ¡Jo!, ¡qué molo tienez! No ez juzto– el pequeño se cruzó de brazos enfurruñado.
Pablo se sentó, y de nuevo aquel respaldo se amoldó perfectamente al contorno de su espalda. Ya había tomado en sus manos el mando y esperaba la aparición de los minúsculos tentáculos de su rival, cuando una hermosa voz emergió de algún lugar detrás de la posición que debía de ocupar su contrincante. Aquel agradable sonido se quedó flotando en el aire, como el aroma de un buen perfume.
–Disculpad el retraso. Mi nombre es Uno.
Quien les hablaba brotó de la pared acaramelada como un chorro de aceite. Como si la peculiar materia de la que estaba construida la Cámara se apartase un poco para dejar paso al invitado. A Pablo le dio la impresión de que una técnica muy parecida tenía que ser la que utilizaban los fantasmas para atravesar las paredes.
La figura no era más alta que Pablo, pero tampoco más baja. Lo que fuese que se sentó frente a él era del mismo material que las paredes y la mesa. Parecía ser que todo en Mundo Máquina estaba construido con aquel extraño compuesto. Al mirarlo, a Pablo le daba la extraña sensación de estar contemplándose en un espejo oscuro, o de estar viendo a su sombra más espesa. En la cabeza de aquella aparición, unas ondas simulaban pelo. De tener una piel como la suya, aquella figura no debía de ser muy diferente a él.
Uno se sentó frente a él y tomó el mando en sus manos. Pablo estaba hipnotizado por los movimientos suaves y líquidos de aquella máquina.
–Cuando quieras –volvió a decirle aquella voz melosa.
Pablo elevó su vista hacia la pantalla, tan sólo para darse cuenta de que Uno ya había elegido el circuito y su vehículo. El velo protector se alzó a su alrededor para aislarles de nuevo del entorno.
Estaban esperándole.
El Planeta de Congelado.
Demonios, pensó Pablo.
Demonioz, pensó Rodrigo, desde su posición de espectador privilegiado, en cuanto vio el circuito que habían elegido las máquinas.

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