El astuto
observador vio como Pablo y Rodrigo se detenían a los pies del viejo roble y se
agachaban. Al principio no le dio ninguna importancia al lugar en el que los
hermanos se habían reunido. Tan sólo intentaba determinar qué era lo que ambos
estaban tramando, y se dio cuenta de que para ello precisaba acercarse aún más
e intentar escuchar su conversación. Le intrigaba que llevasen al perro en el
carro, pero sobre todo lo que más le desconcertaba es que el animal
permaneciese tendido en el mismo, sin rechistar.
Cuando ya estaba a punto de perder la paciencia, comprobó que
no estaban hablando sólo entre ellos. También se dirigían a algo que estaba
situado muy cerca del tronco del árbol.
¡Qué emocionante!
Debía de tratarse sin duda de algún nuevo tipo de juego.
Acababa de llegar a esa conclusión, cuando reparó en que
Pablo recogía de la hierba algo que no era más grande que la palma de su mano.
Algo de un color amarillo chillón, a lo que se dirigía como si pudiese entender
lo que estaba tratando de explicarle.
Los dos chicos se movieron de nuevo. Pablo dejó en manos de
su hermano aquel intrigante objeto amarillo, y tiró de nuevo del carrito en el
que transportaban a Lucas. Después los hermanos dejaron atrás el viejo roble y
se internaron en el oscuro pasadizo que conducía, a través de las plantas de
kiwi, a la casa abandonada.
Al escondite secreto.
No tenía un segundo que perder si quería tenerles de nuevo
bajo vigilancia. Para lograrlo tan solo tenía que cruzar, con el mayor sigilo
posible y sin llamar la atención de sus perezosos perros y sus gordos gatos, el
jardín de la casa de Carlos. Algo que no sería muy difícil de conseguir, porque
la familia de Carlos, de hábitos nocturnos, estaría con toda seguridad
durmiendo la siesta con la tele encendida, como siempre.
Abandonó su posición con felinos movimientos.
El observador había decidido dar un susto a los dos hermanos. Uno como nunca antes les hubiesen dado.
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