–Piroplasmosis
–fue el diagnóstico de aquel señor con aspecto de oso panda. A Pablo la palabra
se le quedó clavada en la cabeza.
–Pazmotoziz
–repitió Rodrigo mirando a sus padres con ojos tristes.
–¿Eso es
malo? –preguntó el pequeño Pablo.
–Pues... es
malo pequeñín, muy malo –estaba claro que aquel señor no quería hablar
abiertamente de la enfermedad en presencia de los niños.
A Pablo, que estaba aprendiendo a leer entre líneas a los
mayores, no le cabía duda alguna de que era de ese tipo de males que solo
pueden acabar de forma terrible. Pero no entendía cómo podía ser que una
supuesta indigestión pudiese acabar así.
–Pero
¿cómo?, ¿sin más? –preguntó el padre de Pablo desconcertado–. Si todavía es muy
joven –continuó como si a los perros jóvenes no les pudiese pasar nada, y
tuviesen la obligación de ser inmunes a todos los males.
–La enfermedad
la transmite una garrapata que puede haberle infectado en cualquiera de los
prados por los que le sacáis a pasear. Es muy rápido. Dos días, a lo sumo tres.
Pablo escuchaba la conversación sin oírles. Las palabras
rebotaban dentro de su cabeza y se iban lentamente, dejando un pequeño eco de
irrealidad. Como si aquello no pudiese estar sucediendo. Su hermano abrazaba a
Lucas hecho un mar de lágrimas. Nadie se había atrevido a arrancarle de su lado
todavía. El pequeño perro mostraba en sus inteligentes ojos que no acababa de
entender lo que estaba pasando a su alrededor. Como tampoco la razón por la
cual aquel señor, al que siempre iba a visitar a su consulta, había decidido
esta vez venir a su casa.
Nadie fue capaz de comer. Tampoco tenían estómago para
hacerlo. Todos se limitaron a revolver en sus platos la sabrosa lasaña de
verduras que Macarena les había preparado, y a darle algún que otro mordisco
ocasional. La maravillosa noticia de la llegada de un nuevo miembro a la
familia había quedado totalmente eclipsada por la terrible enfermedad de Lucas.
Aunque quizás no hubiese podido evitarse de otro modo, todos
en la casa se sentían un poco culpables por no haber prestado un poco más de
atención a su mascota. Habían estado demasiado ocupados con sus cosas como para
advertir el rápido deterioro del animal.
La madre de Pablo, que no había tenido fuerzas para estar
presente durante el diagnóstico del veterinario, a duras penas había contenido
las lágrimas cuando le habían comunicado el veredicto.
Sólo Pelayo daba la impresión de permanecer impasible ante la
noticia. Su ignorancia le liberaba del peso de aquella desgracia, y se limitaba
a levantarse y tumbarse en el corralito. El bebé acompañaba cada movimiento con
agudos chillidos y sonoras carcajadas, que ni Macarena era capaz de reír. Si
bien era cierto que Macarena le había declarado la guerra a las patas sucias
del animal, y a su astucia para buscar el más mínimo resquicio por el que
colarse en la casa y estar con los niños, ya eran muchos años los que llevaba
Lucas en la familia y hasta ella le había tomado aprecio. Tan sólo se la oyó
comentar algo que hizo que la luz de alarma se encendiese de nuevo en la cabeza
de Pablo. Con tanto trajín ya se había olvidado del asunto por completo.
–¡Qué extraño! –exclamó Macarena mientras rebuscaba una y
otra vez en el armario– juraría que todavía me quedaban un par de cabezas de
ajo. ¿Cómo puedo cocinar para mañana un pollo al ajillo... sin ajillo? ¡Ay,
señor, señor! ¡Qué cabeza tengo! Se ve que me estoy haciendo mayor.
Pablo hizo ademán de ir a buscar los ajos antes de que
Macarena pudiese dar con ellos. Si estaba segura de que tenía guardada un par
de cabezas de ajos, no tardaría en atar cabos y hacerles confesar. Que no había
nada como tener antecedentes en el delito de la desaparición de objetos para
que tratasen de incriminar a uno en cada nueva fechoría por resolver.
Pero cuando Pablo se encaminaba con presteza hacia su
dormitorio con la intención de deshacer el entuerto, una brillante idea iluminó
su cabeza e hizo que se olvidase de la devolución de los ajos hasta que pudiera
probar su nueva teoría. Este era el momento oportuno. Nadie les prestaba
atención.
Su padre mareaba con nerviosos tintineos de su tenedor la
comida del plato, sin levantar la vista de él, y su madre atendía a Pelayo.
Pablo miró a Rodrigo y le hizo una seña para que se levantara de la mesa y le
acompañase. Esta vez sus padres no les recriminaron que no hubiesen podido
acabarse la comida.
–Tengo una idea que creo que puede funcionar para ayudar a Lucas
–le dijo a su hermano pequeño–. Sígueme.
Rodrigo no preguntó. Confiaba a ciegas en su hermano mayor,
como sólo los hermanos pequeños pueden hacerlo. Los dos niños corrieron hasta
el garaje en donde Lucas aguardaba recostado con mirada lánguida. Al ver a los
chicos, el perro sacudió con alegría un par de veces su rabo mocho, pero
enseguida se le acabaron las fuerzas.
–Ahora verás, Lucas, confía –le dijo Pablo mientras
acariciaba su hocico caliente por la enfermedad– acércame el carrito Rodrigo,
por favor.
–¿Cuál calito?
–El tuyo, el que te trajeron los Reyes Magos. El del equipo
de construcción –concretó Pablo.
–Ah, la caletilla del memento.
–Eso es. La del cemento. Date prisa, que no tenemos tiempo
que perder.
Rodrigo, contagiado de la seguridad de su hermano, y sin
conocer aún sus planes, salió del garaje a toda velocidad. Dando saltitos y
canturreando la canción del ajo.
–Aaaaaacoz, acoz, acoz, mutoz acoz, muuuutoz, mutoz acoz.
En menos de un minuto apareció con la carretilla de plástico
verde y amarillo. Todavía estaba manchada con la tierra de las últimas
excavaciones, llevadas a cabo, para mayor consternación de su madre, demasiado
cerca de los rosales. Allí donde, cuando jugaban a mineros, se encontraban las
mayores pepitas de oro y era más fácil excavar, ya que la tierra estaba más
suelta.
–Servirá –dijo Pablo–, es resistente y Lucas no pesa mucho.
Ayúdame a colocarlo encima. Tenemos que llevárnoslo de aquí porque me parece
que la inyección que le quiere poner mañana el señor veterinario no es para
curarlo.
–Vetininalio malo –aseveró Rodrigo mientras aparcaba la
carretilla lo más cerca posible de Lucas.
–¡Ay Rodrigo!, ¡cuantas cosas te quedan aún por conocer! Ya
te darás cuenta, cuando llegues a mis años, de cómo es la vida en realidad –y
Pablo se lo soltó a Rodrigo tal y como su abuela siempre se lo soltaba a él.
Como si a sus diez años conociese ya todos los secretos de la vida.
Entre los dos niños y no sin esfuerzo, tomaron al
convaleciente Lucas, Pablo por delante y Rodrigo por detrás, y con la mayor
delicadeza lo elevaron hasta depositarlo sobre la carretilla. Lucas gimió, pero
se dejó hacer porque sabía que los niños no querían hacerle daño. Una vez
acomodado se lo llevaron con sigilo cruzando el jardín en dirección al viejo
roble. Pablo empujaba la carretilla en zigzag, yendo de un seto a un árbol, y
luego a un macizo de flores. Intentaba ocultarse de cualquier posible
observador, en especial de sus padres. Mientras tanto Rodrigo permanecía atento
y vigilaba a su alrededor durante el traslado.
Lo que ninguno de los dos hermanos sospechaba era que, a pesar del celo que habían puesto en mantener en secreto el transporte del animal, a su vez estaban siendo sometidos a una férrea vigilancia por parte de una oscura figura que se ocultaba detrás del seto. El observador no perdía detalle de la operación. Cada vez que los dos hermanos salían de su campo de visión, desaparecía para colocarse en una posición más conveniente para su siniestro y oculto propósito.
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