Detrás de Pablo, dos pequeñas máquinas de feroz aspecto y
mucho más rápidas que él, se materializaron emergiendo del cristal oscuro que
hacía las veces de suelo. Después emprendieron su persecución, con un siseo de
pequeños chorros de vapor que brotaban furiosamente de sus costados. Como
diminutas locomotoras, las máquinas aceleraron su movimiento a medida que
resoplaban más y más rápido.
Fue Pelayo, que miraba hacia atrás con asombro asomado al
cuello de su hermano, el primero que las vio. A Pablo lo que le alertó fue el
ruido machacón que acompañaba su desplazamiento. Cada vez que echaba la vista
atrás, descubría con pavor que la distancia que les separaba disminuía de forma
drástica. Intentó apretar el ritmo de su carrera, pero ya estaba muy cansado.
Pelayo comenzaba a pesar demasiado. Pablo comprendió con angustia que le
capturarían antes de llegar a su destino.
Además, y aún en el caso de poder llegar hasta su hermano, ¿qué
podría hacer contra aquellas inmensas moles de cristal negro que le retenían?
Se detuvo para recuperar un poco el resuello. Entonces cayó
en la cuenta de que máquinas similares a aquellas que le perseguían daban
vueltas sin cesar entorno a Rodrigo, al que ahora tenía más cerca y podía ver
con claridad. Iban y venían, insistían con tozudez en los mismos recorridos, y
seguían a su hermano si éste se movía. Pero no parecían en absoluto peligrosas.
Sus apéndices, extendidos por delante de ellas, giraban y giraban sin parar
rascando o más bien frotando el oscuro suelo.
Pablo se dio la vuelta.
Las pequeñas máquinas ya estaban casi encima de él y no
tardaría mucho en demostrarse si su suposición era correcta. Además, estaba tan
cansado, que no le importaba que le capturasen un poco antes o después.
Los artilugios mecánicos detuvieron su marcha en seco, justo
frente a sus pies. Sus apéndices giraban sin cesar y emitían un ruido de
zumbido de abeja. Pablo se dio cuenta de que aquellas extremidades no eran las
peligrosas sierras corta niños que se había imaginado. Más bien se asemejaban a
alguna clase de escobillas, cuya única misión era la de limpiar los rastros de
suciedad que ellos, los extraños invasores que habían osado internarse en aquel
aséptico mundo, hubiesen podido introducir del exterior.
Pablo recordó las palabras de Flik, cuando, al describir
Mundo Máquina, le hablaba de la más importante de las razones para que ambos
mundos, el de Flik y el de las máquinas, permaneciesen separados. Las máquinas
no toleraban ningún tipo de contaminación, porque de ello dependía su propia
supervivencia.
Todas las máquinas funcionaban mejor correctamente
lubricadas. Eso era cierto en este mundo y en la Tierra de la que provenía. La
suciedad siempre había sido un peligroso enemigo de los motores y las
articulaciones. Sólo tenía que recordar lo que le costaba mover los pedales de
su bicicleta tras un invierno de abandono, y lo fácil que se volvía esa tarea
después de aplicar un buen aceite lubricante.
Así que el gesto de aquellas pequeñas máquinas no era un
capricho, sino una necesidad. Tenía su lógica en aquel mundo en el que todo
encajaba como un guante de seda y se movía con la mayor de las precisiones. Las
máquinas no podía consentir el menor rastro de suciedad. Temían a la mugre… y
quizás ese fuese su único punto débil.
Pablo dio un paso atrás. Las máquinas le siguieron hasta
acabar justo clavadas a la misma distancia de sus pies, y soltaron un enorme
chorro de aquel vapor que brotaba por todas partes y que le hizo cosquillas en
la nariz.
Pablo dio un paso a la derecha. Las máquinas lo siguieron de
nuevo, obstinadas.
El niño, divertido, corrió en círculo alrededor de ellas. Los
artilugios mecánicos le siguieron sin queja. Limpiaban allí por donde el niño
pisaba.
–¡Gaaaaaa! –chilló excitado Pelayo, con los imprevistos
vaivenes a los que le sometía Pablo.
–¡Qué guay! –exclamó Pablo.
Pero cuando levantó sus ojos de las torturadas máquinas, cayó
en la cuenta de que era el centro de atención de todo el mundo. Incluido su
hermano Rodrigo. Sintió tanto bochorno por la situación, que optó por no seguir
corriendo delante de las máquinas para intentar agotar sus pilas, tal y como
había planeado inicialmente.
–Ejem... esto... bueno, ¿cómo va todo, chicos? –logró
articular, a duras penas y tras carraspear dos veces, para tratar de dar un
poco de seriedad a su tono de voz.
Pablo se dio cuenta entonces de cual era la realidad de la
situación. Las máquinas a las cuales se dirigía su hermano eran enormes, eso
era cierto, pero no le tenían sujeto. Ni siquiera parecía que le retuviesen
prisionero. Más bien daba la impresión de que fuese Rodrigo el que estuviese
tratando de explicarles algo. Pablo pudo ver cómo una de las moles de cristal
negro se erguía, hasta una altura equivalente a la del cerezo de su jardín, con
delicados movimientos que parecían estudiados para no hacer daño por
equivocación a su hermano.
Pablo recobró su dignidad, se acercó a Rodrigo y le tomó de
la mano. Pelayo se agitaba en sus brazos sin cesar.
–Hola pequeñajo, nos tenías un poco preocupados. No vuelvas a
irte otra vez sin avisar, ¿vale? –le dijo con despreocupación a Rodrigo, sin
darle excesiva importancia a su escapada.
Los trapos sucios se lavan en casa, pensó Pablo. Ya habría
tiempo suficiente para echarle la bronca cuando estuviesen de regreso en su
jardín.
–Vale. Pelo no toy pequenaco.
–Bien, vale. No eres pequeñajo –genio y figura hasta la
sepultura, pensó Pablo– y ahora les dices adiós a estas amables maquinitas, y
nos vamos sin dejar rastro, que ya hemos molestado bastante. De hecho, hasta
pensarán que nunca hemos estado aquí, que todo ha sido fruto de una ilusión
óptica.
Los ojos de Pablo iban con nerviosismo de una máquina a otra.
El timbre de su voz temblaba ligeramente. En medio de aquellas tres máquinas se
sentía como una pulga. Daba vértigo cada vez que una de ellas se agachaba hasta
su altura, casi desde el cielo, para poder oírles con claridad. Pablo pensó que
lo mejor sería no tentar a la suerte y salir pitando de allí cuanto antes, así
que tiró con impaciencia de la mano de su hermano.
–No, Pabo, décame, que toy habando –Rodrigo le fulminó con la
mirada. Su entrecejo estaba fruncido en claro gesto de desaprobación.
Pablo se quedó paralizado, sin saber qué hacer. Ya se había
encontrado en otras ocasiones con aquella mirada de determinación y testarudez.
Conociendo a su hermano tan bien como le conocía, estaba claro que por la
fuerza no iba a lograr que entrase en razón. Rodrigo había traspasado el punto
de no retorno de lo lógico y razonable.
¿Acaso sabía lo que estaba haciendo?, ¿habría valorado las
posibles consecuencias de sus actos?
Pablo soltó la mano de su hermano, que se adelantó hacia las
dos máquinas que permanecían agachadas, y observó la figura de Uno, inmóvil y
aparentemente indefenso entre sus guardianes. Aquellas enormes moles serían con
toda seguridad las encargadas de llevárselo a donde quiera que se llevasen a
los robots que ya no servían. A Pablo no le quedó más remedio que aguardar.
Estaba claro que en aquella reunión era su hermano el que llevaba la voz
cantante.
–¡Nuno amico mío! –les dijo Rodrigo con voz alta y clara.
Los dos colosos se miraron y susurraron en su lengua. Después
volvieron a fijar su vista en aquella cosa diminuta que se atrevía a
interponerse entre ellas y su tarea. Ambas transmitieron a Gran Máquina los
sonidos que aquella larva de humano emitía, y esperaron órdenes. El problema
consistía en que Gran Máquina no comprendía lo que Rodrigo quería decir, y en
realidad no sabía si se trataba de una amenaza o de una rendición.
–¡Tú no lompes Nuno! ¡Nuno amico mío! –volvió a insistir el
niño.
Y dicho esto, Rodrigo, tan espontáneo siempre y capaz de
pulverizar cualquier protocolo, avanzó hacia Uno. De puntillas, pues la máquina
era un poco más alta que él, le dio un enorme abrazo que no aflojó mientras
repetía una y otra vez la misma frase.
–Tú no mueles, Nuno, tú no mueles.
Ninguno de los presentes, máquinas o no, salía de su asombro
ante aquella demostración de afecto, por otra parte desconocida en aquel mundo.
Tal era así, que incluso había disminuido significativamente el volumen de
ruidos de actividad a su alrededor, antes constantes y repetitivos. Aquel gesto
era algo a lo que ninguna máquina estaba acostumbrada. Las órdenes siempre se
cumplían, fuesen cuales fuesen, y punto.
Bueno, pues fenomenal, pensó Pablo, las máquinas habían
dejado que Rodrigo el sentimental se despidiese de Uno. Así que después del
reparto de abrazos, dio por concluida aquella fase tan emotiva y se adelantó
para tomar de nuevo a su hermano con suavidad por el hombro. No deseaba hacer
ningún movimiento brusco que aquellos colosos pudiesen malinterpretar.
–Anda, vamos, Rodrigo. A mí también me da mucha pena, pero no
se puede hacer nada. Volvamos a casa, con Lucas, Gordo, papá y mamá, que
seguramente nos estarán esperando.
Pablo había enumerado a toda su familia con toda la intención
del mundo, para que su hermano recordase lo importante que era el poder volver
con los seres queridos. Trataba de conseguir que fuese mayor su deseo de
regresar a casa que la pena que sentía por el destino de Uno.
Rodrigo, como respuesta a su súplica, volvió la vista hacia
su hermano. Sin despegarse de Uno le respondió con los ojos arrasados en
lágrimas:
–¡Pelo Nuno no tene papáz y eztá zoooooolo!
En ese momento Pablo vio como la mirada de su hermano se
iluminaba, de esa extraña forma que indicaba que nada bueno podía estar pasando
por su cabeza. Aquella chispa en sus ojos sólo podía ser el preludio de nuevos
y más grandes problemas. La siguiente frase de su hermano se lo confirmó.
–Ahola Nuno tene a Loligo y a Pabo. Ya no eztá zolo nunca
máz.
Gran Máquina, desesperada por no poder traducir aquellas
extrañas frases, ordenó que se acercasen más a los niños y aguzasen todos sus
sentidos con la mayor de las sensibilidades. Necesitaba estar preparada y poder
anticiparse así a un nuevo ataque.
Pablo, mientras tanto, daba vueltas a la última frase de su
hermano. No podía ser, pensó. Pero sin embargo algo en su interior sabía que no
había error posible y que éste había dicho exactamente lo que Pablo se negaba a
creer.
Es más, ahora estaba seguro de cómo iba a continuar su
monólogo aquel temerario que tenía por hermano.
–¡Nuno vene con Loligo a nuezta caza!
¡Zas, ya estaba liada! Pero, ¿de qué estaba hablando aquel
inconsciente? Pablo, que estaba seguro de que serían muy afortunados si les
dejaban salir con el pellejo intacto de aquella situación, sentía que su suerte
se agotaba. Las máquinas volvieron a susurrar, así que no esperó a que
terminasen e intentó arreglar la situación antes de que pudiesen tomar una
decisión que lo empeorase todo.
–Estooo, no le hagáis mucho caso... tenéis que disculparle...
En realidad en mi casa tampoco le damos mucha importancia a lo que dice...
Las máquinas continuaron susurrando ajenas a sus comentarios.
¿Estaba empezando a hacer mucho calor en aquel lugar, o era sólo su
imaginación? Rodrigo permanecía desafiante y estirado en toda su altura, que no
era mucha, delante de las máquinas. Pelayo seguía removiéndose en sus brazos,
inquieto.
–Si sólo tiene tres años. Eso en mi mundo es casi cero.
Vamos, que lo que diga alguien con menos de cinco años, como que no cuenta...
¿entendéis lo que quiero decir? –continuó desesperado Pablo.
Las máquinas acallaron sus comunicaciones. La tensión del
momento hizo que el aire se volviese casi irrespirable. El calor sofocaba a
Pablo, que podía sentir como una gota de sudor resbalaba por su sien izquierda.
Además Pelayo continuaba revolviéndose, seguramente para que le dejasen campar
a sus anchas. Estaría ya cansado de permanecer tanto tiempo en brazos de su
hermano.
Aquel silencio era mucho peor que los susurros de antes.
Pablo casi podía imaginarse un rayo láser brotando de algún
sitio, como en la película “La Venganza de Fotón”, que les achicharraría y les
dejaría a los tres como pollos asados. Dos de los tres colosos se irguieron.
Pablo les siguió con la mirada, levantando la vista arriba. Muy arriba.
Temía que la paciencia de aquellos formidables seres hubiese
llegado a su límite, así que intentó por última vez que su hermano entrase en
razón.
–Rodrigo, se trata solo de un robot. Lo que hagan con él es
cosa de las máquinas. No querrás que se enfaden ¿verdad?...
–Con vuestra intrusión habéis roto el Código –les comunicó
alto y claro una voz atronadora–. Un Código que había sido aceptado por todas
las partes desde el principio de los tiempos. Eso conlleva inevitablemente un
castigo.
–Bueno demonios, tampoco tienes porqué ponerte así –respondió
Pablo al aire muy nervioso– Si nosotros ya nos íbamos. ¿Verdad, Rodrigo?
Pelayo se estremeció en sus brazos. Pero, ¿a qué demonios
olía?
–Vete tú zi quielez Pabo. Yo no me malcho zin Uno...
–Habéis cometido la osadía de invadir nuestra morada sin
haber sido invitados. El castigo os será impuesto de forma inmediata y nada de
lo que hagáis puede evitarlo ya.
La suerte estaba echada.
Pablo pudo ver cómo la gran arcada que comunicaba Mundo
Máquina con el exterior comenzaba a cerrarse con un silbido. Comprendió con
desaliento que no podrían alcanzar la salida antes de quedar completamente
atrapados.
Se acabó, pensó Pablo. Ahora sí que estaban fritos.
Pero, ¿qué demonios era aquel apestoso olor?
Las inmensas máquinas se inclinaron sobre los niños.
El olor debía de ser sin
duda parte del castigo, porque era insufrible. Por más que pensaba, a Pablo no
se le ocurría nada para poder salir de aquella situación, así que se limitó a
rezar sus oraciones y a esperar a que sucediese aquello que tuviese que
suceder.
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