domingo, 22 de octubre de 2017

LOS COSECHADORES DE ESTRELLAS (13): LA PLAYA

Cuando Pelayo se despertó de la siesta, el sol de principios de julio ya no calentaba tanto, así que después de que Macarena embadurnase a los pequeños con una buena ración de crema solar, padres y niños se encaminaron hacia la playa.
La casa de Pablo se hallaba a unos escasos quinientos metros de la playa de San Lorenzo y la familia siempre realizaba el trayecto caminando. Pablo y Rodrigo solían jugar a adivinar quién, de entre las personas con las que se cruzaban, comenzaba o terminaba sus vacaciones tan sólo con mirar la expresión de sus caras. Pelayo, mientras tanto, iba sentado como un marqués en el carrito que empujaba su padre.
Era un hermoso día de verano, que había que disfrutar como si fuera el último, porque en Asturias nadie era capaz de predecir la meteorología de la mañana siguiente. Pero eso también formaba parte del encanto de aquellas tierras del norte.
La familia llegó a la escalera diecisiete. Pablo se encaramó a la barandilla para contemplar la playa en toda su extensión y comprobar cómo estaba de alta la marea. La línea de las olas era un lejano hilo de nata montada que cercaba un mar tranquilo y cristalino. La retirada de la marea había dejado al descubierto una gran superficie de arena dorada en la que algunos chicos corrían persiguiendo balones o volando cometas. A Pablo le gustaba contemplar la estridente mezcla de colores de las casetas de baño y las sombrillas. Las personas, vistas desde aquella distancia, no eran más grandes que las hormigas. Si estiraba la mano delante de sus ojos y la cerraba podía atraparlas por docenas.
Aquel era uno de esos días tan brillantes que a Pablo le parecían tan especiales y eran tan escasos. El cielo estaba alto y el aire parecía liviano, frágil. Pequeños y casi transparentes velos algodonosos no eran capaces de enturbiar el intenso azul del horizonte. ¡Qué lejos parecían aquellos otros oscuros días de invierno, en los que el cielo estaba a sólo unos palmos por encima de la cabeza y el aire se volvía espeso y pesado! Aquella tarde olía a mar batido. A sal y a arena. A sol y a alegría... a vacaciones en definitiva.
La villa de Gijón envolvía en toda su longitud la playa de San Lorenzo, enmarcándola con los brillos de los cristales de los edificios, que  refulgían como diamantes al reflejar el fuego del astro rey. Al fondo, y al final de la bahía, sobre un verde manto de hierba y dominando como un incansable centinela el cerro, más allá del barrio antiguo, se erguía el símbolo de la ciudad, el Elogio del Horizonte. Contaba la leyenda, según la mamá de Pablo, a la que le encantaban todo este tipo de historias, que el monumento era un regalo del dios del mar. Una muestra del reconocimiento de éste al valor de los marineros del lugar. Su madre decía que Poseidón respetaría su compromiso, y sería benevolente con las tempestades que arrojase el violento mar Cantábrico sobre la villa, siempre que los marineros honrasen su presente.
Pablo adoraba las historias que les contaba su madre, y adoraba su ciudad. Por supuesto que conocía otras, gracias a sus viajes con la familia o a las excursiones con el colegio, pero nada de lo que había visto hasta ahora podía compararse con su Gijón.
Cuando los niños llegaron donde siempre solían acampar, se despojaron con rapidez de sus ropas y las dejaron de cualquier manera sobre la arena. Rodrigo, con un físico a medio camino entre Pelayo y Pablo, tenía un cuerpo redondito y lucía una graciosa barriguita. Pablo ya había empezado a hacer deporte en el colegio y eso se notaba en su anatomía un poco más fibrosa. En cuanto a Pelayo... bueno, pues Pelayo todavía era un bebé, y tenía unos mofletes sonrosados muy graciosos y la alegría siempre reflejada en la mirada.
Las familias tenían por costumbre ocupar más o menos el mismo lugar en el arenal. Así, en el caso de que los niños se despistasen y se perdiesen entre la gente, siempre tendrían una referencia con la que poder buscar a sus padres. Con esa práctica también se había conseguido crear un buen ambiente de amistad entre todos los que frecuentaban la misma escalera. Era muy habitual que los amigos de los chicos se acercasen para invitarles a jugar nada más verles. Los padres de Sara les saludaron con la mano al llegar. Pablo se dio cuenta, no sin cierta decepción, de que la mamá Carlos aún no había llegado. Quizás su amigo siguiese sufriendo “problemas técnicos”.
–Mamá, ¿por qué todo el mundo mira hacia arriba? –preguntó Pablo, intentando adivinar qué era lo que se le escapaba en aquel limpio cielo azul.
–Pues... pues no lo sé... será que quizás está pasando un avión o algo así –la madre de Pablo colocó una mano sobre sus ojos a modo de visera, buscando algo inusual. Pero no encontró nada. Aunque sí reparó en que muchas personas miraban hacia arriba.
–Es por lo que pasa con el Sol –dijo el padre de Sara–. No puedo creer que no os hayáis enterado. Si lo comenta todo el mundo.
–Pues... la verdad es que no –respondieron casi al unísono y un poco sorprendidos los padres de Pablo.
–¿Y qué es lo que le pasa al Sol? –continuó su madre.
–¡Madre mía! –continuó con la noticia el papá de Sara–, ¿pero en qué planeta vivís? No se habla de otra cosa desde ayer por la noche.
–No seas melodramático –le reprendió su mujer–, cuéntales ya de qué va la historia.
–Pues resulta –continuó el hombre haciéndose el interesante– que unos científicos rusos, porque parece que todos los que descubren estas cosas son rusos... bueno, bueno, ya sigo, ¡caramba!, no hace falta que me des más codazos, cariño, que ya voy al grano... ¿Por dónde iba?
–Por los científicos rusos –le ayudó su mujer mientras se daba crema en los brazos.
–¡Ah! ¡sí!, pues que esos científicos rusos han descubierto una actividad solar mucho más baja en la superficie del sol.
–¿Pero cómo de baja? –preguntó la mamá de Rodrigo.
–Pues tanto como para hacer saltar la alarma y que eso sea motivo de portadas en todos los periódicos. Y ahora sucede lo de siempre. Encuéntrame a un científico que te hable del fin del mundo, y yo te encontraré a otro, igual de cualificado, que certifique que el proceso es beneficioso para nuestra salud –y le entregó el periódico de la villa, en cuya portada aparecía recogida la noticia con grandes titulares.
La mamá de Pablo sí se había dado cuenta de que, a pesar del hermoso día y de la altura del año en la que estaban, la afluencia a la playa parecía anormalmente inferior. Eso podía ser debido a que la gente, ante la duda, evitase el sol hasta que alguien aclarase un poco la situación.
–Bueno –comentó el papá de Pablo– seguro que será algo de tipo temporal.
–No, no –le respondió su mujer mientras leía la noticia– lo que está sucediendo no es algo muy normal. Debería de tener su origen en un motivo justificado –concluyó mientras dejaba de hojear el periódico, porque la información recogida en sus hojas era muy imprecisa. Con términos poco científicos.
–Al llegar a casa recuérdame que me ponga en contacto con el laboratorio –continuó refiriéndose al Centro Tecnológico de Investigación, en donde desarrollaba su labor como responsable del Departamento de Energías Alternativas.
–Muy bien, cielo –le respondió su marido recostándose en la toalla, dispuesto a rendirse a una soberana siesta bajo la sombrilla– pero, por ahora, concéntrate sólo en disfrutar de este hermoso día. Aunque el sol caliente un poco menos. Despiértame para el segundo turno de vigilancia, ¿vale?
–Sí, cariño, de acuerdo.
Los padres de Pablo se turnaban para que uno de los dos pudiese estar siempre atento a las evoluciones de Pelayo. Lo que en la práctica suponía que su padre dormiría toda la tarde bajo la sombrilla, mientras que su madre, entretenida en tertulia con sus vecinas de toalla, sería la que permanecería atenta a los niños. Alguna relación tenía que haber entre los padres, la siesta y la playa, para que todos cayesen fulminados en cuanto aterrizaban en sus toallas.
Los chicos, después de pedir permiso a sus respectivos padres para poder distanciarse con prudencia del campamento base, y repetir la promesa diaria por la que aseguraron no irse nunca solos a las olas, se alejaron en pandilla. Pelayo se quedó sentado bajo la sombrilla, a la vera de sus padres, muy ocupado en coger el puñado más grande de arena que poder llevarse a la boca.

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