miércoles, 20 de septiembre de 2017

LOS COSECHADORES DE ESTRELLAS (9): LA PRUEBA

Cuando Pablo se atrevió a abrir los ojos, se dio cuenta de que estaba boca abajo, o por lo menos eso le parecía.
Por lo que sus padres le habían enseñado, lo que se reproducía ante él no dejaba lugar a  dudas. Estaba en algún lugar del espacio, entre las estrellas. La imagen era mucho más nítida que la de cualquier documental de la tele. Debajo de su cuerpo brillaban miles de puntos de luz de diferentes tamaños, como diamantes sobre terciopelo negro. El abanico de colores de sus destellos iba desde el azul más puro y cristalino, al más rabioso de los rojos.
Sus manos palparon con precaución el espacio alrededor de su cuerpo y de ese modo comprobó que era sólido, así que, apoyándose en aquella solidez invisible, se incorporó. Primero se puso de rodillas y alzó la vista. A su alrededor el espectáculo era igual de magnífico. Enormes nebulosas verdes y naranjas se movían lentamente en corrientes convergentes, añadiendo nuevos y hermosos tonos a la mezcla. Resultaba muy difícil apartar los ojos de tanta belleza.
Un movimiento le llamó la atención justo a su izquierda. Pablo se obligó a mirar a regañadientes.
Se trataba de Rodrigo.
Por un momento se había olvidado de la razón que le había llevado hasta aquel lugar tan extraño. Pablo se fijó en que Flik estaba junto a su hermano. Ambos saltaban sin cesar, uno en torno al otro, en una demostración de alegría sin fin. Con mucha cautela caminó hacia ellos. Al llegar hasta donde estaban, Rodrigo le saludó con la mano. Pablo entonces quiso hablar y reprocharle su temerario gesto, pero cuando lo hizo la voz sólo sonó dentro de su cabeza. Eso debió de parecerle muy gracioso a su hermano, porque no cesó de reírse mientras le señalaba con el dedo. Como tampoco Pablo podía escuchar su risa, concluyó que en aquel lugar, fuese cual fuese, la ausencia de ruido era total y absoluta. Quizás para no empañar la majestuosidad de aquellas imágenes que le rodeaban.
Flik les indicó a ambos con un gesto que le siguiesen, se dio la vuelta, y comenzó a saltar con despreocupación sobre la nada, en dirección a una luz blanca más grande que las demás, que estaba muy cerca y en la que Pablo no había reparado. Flik dio un último salto hacia la luz y desapareció dentro de ella. Rodrigo ni se lo pensó y le siguió sin dudar, y a Pablo no le quedó más remedio que ir tras ellos. Aunque se encontraba en un estado de felicidad completa contemplando aquel maravilloso espectáculo, por nada del mundo quería quedarse allí solo.
Al pasar al otro lado, las primeras sensaciones que percibió Pablo fueron el olor dulce del aire y el sonido de cientos de murmullos diferentes. Después sintió bajo sus pies el suelo mullido, cubierto por entero de plumón color escarlata, y lo asoció al instante con aquella pradera que había visto esa misma mañana, en el vuelo en el que habían acompañado a Flik.
Por fin estaban en Mundo Flik.
La luz era mucho más tenue que la del jardín de su casa. Arriba, sobre sus cabezas, se arremolinaban amenazadores nubarrones de color negro y púrpura, que se movían a una velocidad vertiginosa. Como si alguien hubiese dejado caer una gota de tinta china en un vaso con agua, y después hubiese removido el líquido con una cucharilla.
Sintió cosquillas en sus pies, y al bajar la vista descubrió una gran variedad de extravagantes animalillos de diversos colores. Eso sí, nunca amarillos. Todos ellos caminaban, reptaban o saltaban a su alrededor. Habían permanecido expectantes hasta ese momento, aguantando a duras penas la respiración ante la aparición de aquellos extraños. Ahora que había quedado claro que los recién llegados no querían hacerles daño, habían vuelto a la normalidad de su frenética actividad, emitiendo una estridente cacofonía de alegres sonidos que saturó los oídos de los niños.
Pablo se giró para intentar ver a sus espaldas el agujero de luz por el que habían llegado. Pero en su lugar lo único que vio fue un gigantesco árbol de corteza cristalina y color verde esmeralda, cuyos nudos y grietas del tronco, un poco más opacos que el resto, dejaban a la vista el paso de los torrentes de fluido vital. De sus frondosas ramas, escondidos entre hojas de color añil, pendían unos frutos también cristalinos y grandes como manzanas, que brillaban con intensos tonos rojizos. El árbol era muy parecido a aquellos otros del bosque que Pablo había visitado con forma de seta. Pero su aspecto parecía cualquier cosa menos saludable. Más bien todo lo contrario. Aquel árbol se encontraba solo y hasta Pablo era capaz de percibir su tristeza. ¡Era tan diferente a la alegría y la paz que le habían embargado cuando había sobrevolado el bosque de cristal!
Pablo contempló con detenimiento el nuevo mundo. Había vida en todos los sitios a los que dirigía su vista. Vida diferente, vida hermosa y... y... y además ahí estaba su hermano.
Rodrigo sujetaba entre sus manos una especie de globo del tamaño de su cabeza y le reprochaba algo en tono muy airado. Pablo se acercó para ver qué era lo que sucedía, antes de que su hermano volviese a meterles en más líos.
–¡Zuéltala, bicho malo! –gritaba Rodrigo muy enfadado–, te digo que la ezcupaz.
–¿Qué es lo que sucede?
–Ezte gobo malo ze ha tagado a Flik –le contestó el pequeño sin soltar a su presa.
–Soy Flik. No me he tragado a nadie. Yo soy Flik –la voz, que se reprodujo en sus cabezas sin sonido alguno, no parecía tener un origen concreto.
–¡Vez!, ¡lo oyez! Eztá aquí adento, en zu baliga. Tiene que eztal aquí –Rodrigo sacudía a su presa de un lado a otro con violencia, esperando que su rana apareciese de la nada.
–Espera, espera, Rodrigo. Creo que quien nos habla es esa pelota que tienes en tus manos.
–Ah, zí ¿eh? –Rodrigo adelantó el globo para que su hermano pudiese verlo bien–. ¿Y con qué boca haba zi no tene?
Efectivamente, en eso Rodrigo llevaba razón. Aquel ser de piel manchada y multicolor, que de cerca se parecía más a un globo terráqueo que a otra cosa, no tenía boca. Ni nada que se le pareciese.
–Pues si no tiene boca, no sé como se puede haber comido a Flik –repuso Pablo.
–Puez, puez... –Rodrigo balbuceaba tratando de encontrar una explicación razonable que apoyase su teoría–, lo dezintegó.
–No seas absurdo, Rodrigo. Deja a ese bicho ya en paz que nos vas a buscar un buen problema también en este planeta.
Rodrigo soltó a regañadientes al pequeño globo, que inmediatamente se alejó de los niños, flotando por encima de sus cabezas. Lejos del alcance de sus manos.
–La culpa es mía. Se me olvidó comentaros que mi forma real es esta. Yo soy Flik. No puedo hablar como vosotros, pero puedo comunicarme con vuestras mentes sin problema alguno.
–Vaya, Flik –Rodrigo no estaba del todo convencido todavía–, lo zento, no lo zabía.
–No pasa nada, no podías saberlo. Pues bueno, bienvenidos. Esto que veis es lo que queda de mi mundo –el tono de amargura con el que les transmitió el mensaje le dio una idea a Pablo de la pena que sentía Flik por el estado de su planeta.
–Pero ¿dónde están los prados y los mares que nos enseñaste? –preguntó Pablo.
–Y laz montanaz –recordó Rodrigo.
–Este reducto en el que nos encontramos es algo muy parecido a lo que hace mucho tiempo vosotros llamasteis Arca de Noé. Dentro de esta cúpula de energía, que mantenemos aislada del exterior con mucho esfuerzo, están los últimos representantes de cada una de las especies de nuestro mundo. A salvo de perecer por el momento. Pero no nos queda mucho tiempo. Os llevaré hasta el lugar en el que duerme el resto de mi pueblo. Con su sueño mantienen intacta la cúpula que encierra este santuario. Ahora, por favor, subid con cuidado a estos deslizadores. Porque me imagino que no querríais pisar por error a alguna criatura que fuese la última de su especie, ¿verdad?
Pablo y Rodrigo se dirigieron a unos círculos de luz que flotaban a un palmo del suelo, junto al árbol de cristal, y pusieron especial cuidado a la hora de caminar entre tanto animalillo.
–Flik, Flik –dijo Rodrigo, mientras señalaba algo de llamativos colores que sobresalía por encima de los ondulantes penachos de pluma escarlata–, ¿qué animal ez ezte? ¡Ez tan wapo!
–¡Oh!, eso... Eso es un excremento.
–¡Wapo animal el ezquemento! –suspiró Rodrigo.
–¡Rodrigo, espabila! –le recriminó Pablo–: es una caca de vaca, hombre.
–¡Ah!...puez hacen laz cacaz muy wapaz, ¿veldad? –concluyó Rodrigo un poco azorado, mientras los dos chicos se encaramaban en los discos, mucho más estables de lo que en principio parecían.
Flik encabezó la marcha con decisión, a la vez que les hablaba, en una clara invitación para que le siguiesen. Los discos sobre los que estaban subidos los niños se deslizaron obedientes tras él. El grupo dejó atrás el mágico árbol de cristal verde y se dirigió hacia una pirámide de luz situada no muy lejos del lugar en donde se hallaban. En el trayecto, y mientras Flik les contaba el resto de la historia, los niños podían ver con sus asombrados ojos como cientos de seres de formas inimaginables se cruzaban en su camino.
–Como os decía antes, cuando las máquinas dejaron de trabajar para nosotros la dependencia que tenía nuestro mundo de ellas era tan grande, que el planeta comenzó a morirse. Pero habíamos llegado demasiado lejos como para rendirnos, así que decidimos que lucharíamos para salvar nuestro mundo y con él a todos sus habitantes. Para empezar, diseñamos una cúpula con la que mantener este oasis a salvo de la venenosa atmósfera exterior, aún a sabiendas de que ese sería un apaño temporal, porque no podríamos soportar esa situación por mucho tiempo. Sólo había una solución definitiva, y pasaba por hacer comprender a las máquinas que nosotros éramos esos Creadores a los que ellas obedecían. Pero llevamos ya demasiado tiempo tratando de demostrarles lo erróneo de sus planteamientos, y eso es justo lo que nos falta, tiempo. La presión exterior cada vez es más fuerte y nosotros cada vez estamos más débiles.
–Ahora por fin nos dirás para qué hemos venido, porque todavía no lo entiendo –interrumpió Pablo a su amigo.
–Efectivamente, Pablo. La razón por la que estáis aquí es que la única forma válida que ellas aceptan, como demostración de que nosotros somos Los Creadores, es venciéndolas en La Prueba.
–Pues ya está. Se demuestra y punto final, ¿no? –dijo Pablo.
–No es tan fácil, amigo mío. Las máquinas dicen que Los Creadores han de ser necesariamente mejores que ellas, puesto que si no fuese así, no habrían podido crearlas. Así que idearon una especie de campeonato, que denominaron La Prueba, en el que nos enfrentaríamos para probar nuestras habilidades en dos competiciones muy diferentes, diseñadas para demostrar cual de las dos razas era superior a la otra.
–Una pelea. Pues lleváis las de perder –Pablo señaló lo evidente, que no tenían extremidades con las cuales poder luchar.
–Hace muchas generaciones que en mi planeta no se muere nadie en un enfrentamiento, Pablo. Hay muchas formas de demostrar que has vencido a alguien sin tener que eliminarlo. Esa es una de las ventajas de las que disfrutamos en el momento actual de nuestra evolución. Una situación a la que con un poco de suerte también llegaréis algún día, siempre y cuando no os eliminéis entre vosotros antes. Pero no os desesperéis. Aunque os parezca que estáis muy lejos de acabar con las guerras en vuestro mundo, no os queda tanto camino por recorrer.
–Y entonces ¿cómo lo hacéis? Lo de esa Prueba quiero decir.
–Hemos llegado a un acuerdo con las máquinas en la forma en demostrar la superioridad sobre el rival. La Prueba es la suma de dos competiciones, una de habilidad y otra de inteligencia. En cada una de ellas nos enfrentamos tres veces, y vence quien más asaltos gana.  Hace ya mucho de vuestro tiempo que tuvo lugar la primera Prueba, y hasta ahora siempre hemos obtenido el mismo resultado, la igualdad. Ellas nos ganan en la prueba de habilidad...
–No me extraña –Pablo volvió a referirse a la más que evidente ausencia de extremidades.
–Así es, pero nosotros les ganamos en la prueba de inteligencia, en la que hasta ahora competíamos jugando a una especie de ajedrez.
–Pero yo no se jugar al ajedrez –objetó Pablo.
–Ya lo sé. No te preocupes. Esa parte de La Prueba también la hemos ganado en esta ocasión. En el actual enfrentamiento tan sólo queda por disputar la prueba de habilidad. Y es ahí donde necesitamos tu ayuda.
–¡Caramba!, ¿quieres que juegue al fútbol contra una aspiradora? Pero si ni mis compañeros de clase me quieren en su equipo. Bueno –cambió de parecer Pablo–, ahora que lo pienso... si perdemos tampoco pasará nada. De nuevo estaríais empatados...
–Cierto. Pero, como os comentaba antes, existe un problema adicional. No podemos permitirnos perder más tiempo. Las máquinas cada vez son más perfectas. Hemos podido constatar, que la diferencia que había en los primeros enfrentamientos se ha reducido hasta la casi igualdad en la prueba de inteligencia. De hecho, algunos de nosotros sospechamos que sólo el afán de las máquinas por seguir compitiendo ha impedido que se pusieran por delante también en esa parte de la Prueba.
–No lo entiendo –ahora Pablo estaba un poco despistado–. Si pensáis que las máquinas tienen la posibilidad de ganar, ¿por qué no lo hacen?
–No estamos del todo seguros. De hecho sólo se trata de suposiciones. Una teoría sería la de que, ahora que ya no tienen tarea alguna que realizar, La Prueba se ha convertido en su razón de existir. Es decir, ellas saben que tienen ganada la parte de la habilidad, así que nosotros pensamos que nos dejan ganar en la de inteligencia para poder seguir jugando. Nos da la impresión de que disfrutan con La Prueba. Mientras tanto el tiempo corre en nuestra contra. La cúpula de seguridad que podéis ver, y que nos defiende del exterior, se mantiene firme con nuestra voluntad, pero cada día que pasa estamos más cansados. Ya han aparecido grietas. Con toda seguridad no aguantaremos hasta la próxima Prueba. Necesitamos ganar este desafío de habilidad.
–¿Y dónde encajamos nosotros en todo esto? Es decir, si ganamos, lo haremos nosotros, no vosotros. Vuestra Prueba se pensó para saber qué especie era superior a la otra. Si competimos en vuestro lugar... eso quedaría aún por decidirse.
–Y así fue en el principio, Pablo. Pero como decís en tu mundo, en la vida no todo es blanco o negro. En esta ocasión tú encajas en el punto débil de las máquinas. Su soberbia. Se tienen por invencibles y creemos que hemos tocado su orgullo, porque han olvidado el motivo original de la competición y han aceptado tanto el nuevo reto de habilidad que les hemos propuesto, como al retador, que ya saben que eres tú.
–¿Les has hablado de mí a las máquinas? –los ojos de Pablo se abrieron como platos.
–¿Y de mí tambén? –preguntó Rodrigo.
–Así es.
–¿Y entre todos los niños de mi mundo… me habéis escogido a mí? –Pablo no podía creer que algo así fuese posible, ¡anda que no había niños en la Tierra! De repente se sintió muy importante.
–Y tambén a mí Pabo... –Rodrigo trataba de hacerse un hueco entre la creciente vanidad de su hermano mayor, pero sentía que nadie contaba con él en ese momento.
–No te quiero engañar, Pablo. Tenían que darse unas condiciones muy concretas, que no todos los candidatos podían cumplir. Recuerda que necesitábamos llegar a una persona con suficiente capacidad, tanto intelectual como técnica, para poder abrir la puerta desde vuestro mundo. Y esa persona podía ser tu padre. Pero además también tenía que haber un árbol sabio tan cerca como para que el portal pudiese funcionar.
–Ah, entiendo... –respondió Pablo un poco decepcionado.
–Pero sí. De todas las posibles opciones hemos decidido poner la salvación de este mundo en tus manos.
–Y en laz míaz tambén –apostilló Rodrigo–. No te peopuquez, Flik...
–Preocupes –le corrigió Pablo.
–Ezo, ezo, peopuquez.
Los tres llegaron a la pirámide de luz. Allí los chicos pudieron comprobar que estaba formada por muchos globos como Flik, pero de diversos tamaños y colores, dispuestos en una especie de nidos. Parecían suspendidos en el aire. La cálida luz que emanaba de aquellas esferas latía casi imperceptiblemente.
–Aquí están todos los que quedan de mi raza. Duermen, y mientras descansan, su energía se desvía para dar fuerza a la cúpula que defiende nuestro espacio del ponzoñoso aire exterior. Pero como os decía antes, estamos perdiendo fuerzas. Casi hemos agotado nuestras últimas energías en crear el camino a través del cual os hemos hecho llegar hasta aquí. No tendremos otra oportunidad. Si perdemos, la cúpula no aguantará el tiempo suficiente para disponer una nueva Prueba. Todo lo que veis, toda esta vida, desaparecerá si no conseguimos convencer a las máquinas. Ellas son las únicas que pueden poner en marcha de nuevo todos los sistemas de este planeta para que comience a ser habitable de nuevo. Nuestra única esperanza es que tú, Pablo, ganes por nosotros La Prueba.
–Bueno, bueno. ¡Cuanta responsabilidad! Si todavía no me has contado en qué consiste esa dichosa Prueba –objetó Pablo un poco agobiado.
–Ezo, togavía no noz contazte nada de nada.
–Para ti, Pablo, va a ser muy fácil créeme. De hecho será como si estuvieses en tu casa. Pero acompañadme, que no tenemos tiempo que perder. El último desafío comienza dentro de muy poco y no podemos llegar tarde.
–Pero cómo, ¿ahora mismo? ¿Sin preparación alguna? –intentó protestar Pablo.
–Creemos que ya estás suficientemente preparado. De nuevo debes de confiar en mí. Ahora seguidme por favor.
Pablo hubiese querido argumentar un poco más sus reproches, pero estaba claro que de nada hubiese servido. Los discos comenzaron a seguir de nuevo a Flik, que se encaminó rápidamente hacia un oscuro punto que aumentaba de tamaño en uno de los límites de la cúpula. A medida que se acercaban, podían ver como el círculo se ensanchaba. A través de sus bordes se colaban unos delgados hilos de la negra atmósfera exterior, que una vez dentro de la cúpula se diluían casi de inmediato, mezclándose con el puro aire del interior sin dejar rastro alguno. Cuando la abertura con forma de círculo alcanzó el tamaño adecuado, dejó de crecer. En ese momento ya no se filtró más del negro veneno.
–No tengáis miedo, nos esperan. Las máquinas han abierto este pasillo, por el que podemos desplazarnos sin temor, hasta el lugar en el que tendrá lugar la contienda.
El pasillo discurría dentro de un túnel semitraslúcido hecho de energía. Mientras se introducían en aquel pasadizo, que a duras penas Flik lograba iluminar con su iridiscencia natural, podían comprobar cómo la amenazadora atmósfera presionaba el conducto, envolviéndolo con sus oscuros tentáculos. Pablo estaba un poco asustado. Si en ese momento las máquinas hubiesen querido acabar con ellos, nada más tendrían que permitir que un poco de aquel veneno penetrase en el pasillo que recorrían sobre sus discos deslizadores.
Pablo estaba empezando a ponerse nervioso e hizo una pregunta destinada sólo a tratar de que pasase el tiempo hasta llegar al final del trayecto, allí en donde el negro se transformaba repentinamente en un rojo escarlata.
–Flik, ¿y qué pasaría si yo enfermase? Es decir, en esta Prueba gana el que primero llegue a dos de tres ¿no es así?
–Correcto, Pablo.
–Si yo no pudiese presentarme a una de las tres citas, ¿qué pasaría entonces?
–Las fechas ya están fijadas y La Prueba no puede posponerse. En ese caso perderíamos. Sin posibilidad de cambiar a nuestro paladín. Todo eso está aprobado en el Código. En ese documento se recogen todas las normas de La Prueba. Al llegar al final de este túnel las máquinas analizarán algo parecido a tu ADN. Nadie que no posea esos mismos parámetros podrá ocupar tu plaza. Pero tranquilo, también hemos estudiado las posibilidades de que enfermes y son las menores de todos los candidatos.
–Por lo que veo estáis en todo –comentó Pablo mientras llegaban al fin del trayecto.
–Lo intentamos, Pablo. Por lo menos lo intentamos.
Los viajeros llegaron hasta una compuerta circular de intenso color rojo. Fuese cual fuese la materia de la que estaba construida, permitía ver un poco de lo que había tras ella.
–Hemos llegado Pablo, ¿preparado?
Pablo dudó un segundo en responder, pero de inmediato su hermano menor lo hizo por él.
–Zí, eztamoz pepaladoz.
–Muy bien, pues allá vamos.
Flik se adelantó y se situó delante de un círculo más opaco que el resto, situado en el centro de la compuerta. En un instante, el rojo escarlata se fundió y se retiró, de igual forma que lo haría un líquido, hacia los marcos del túnel. Sibilantes penachos de vapor emergieron del interior de la cámara y les cegaron por unos instantes, para dejar a la vista de los niños la penumbra de lo que parecía una sala de control. Todos avanzaron sobre los discos deslizantes y entraron en la sala. La mínima iluminación de la Cámara provenía de miles de pequeñas luces rojas que pulsaban rítmicamente con diferentes cadencias. Las luces destellaban por toda la sala, bajo la superficie de paredes, techo y suelo. Allí dentro todo parecía estar construido del mismo material, y tenía el color y el acabado del azúcar requemado que su madre a veces les fundía en pequeñas obleas. Pablo dejó resbalar su dedo por una de las paredes y comprobó que aquella superficie era dura al tacto, pero a la vez suave y sedosa.
En el centro de aquella sala sobresalían del suelo, como dos pequeños altares, una especie de mesa y lo que a simple vista parecía un taburete. Sobre ellos flotaba verticalmente un gran rectángulo casi transparente. Pablo desvió de nuevo la vista hacia la mesa, y llamó su atención la familiaridad de dos objetos situados sobre ella. Uno delante del taburete, el otro en el extremo opuesto.
Se trataba de dos mandos idénticos a los que tenía en su casa para jugar a la consola de videojuegos.
Miró extrañado a Flik.
–Adelante Pablo. Siéntate. Ya te dije que no tendrías problema alguno a la hora de demostrar tu capacidad en la Prueba, porque se trata de algo que dominas a la perfección.
Pablo se adelantó. Un gran ojo emergió de la mesa y flotó hasta quedar situado a una cuarta de su cara. Entonces un sonido de origen mecánico, como un susurro de clicks y clacks, emergió de alguna parte. Flik contestó con fluidez en aquel extraño lenguaje.
–Les he dicho que eras nuestro candidato. No temas. Ahora el ojo medirá y registrará tus parámetros.
Tal y como había predicho Flik, aquella esfera se paseó a una corta distancia de su cara y luego retrocedió en silencio, fundiéndose de nuevo con la superficie de la mesa.
Pablo se lo tomó como una invitación a sentarse. Al instante de hacerlo, sintió que el taburete se adaptaba con suavidad al contorno de su cuerpo. Detrás de él un respaldo surgió de la nada para permitir que apoyase su espalda, envolviéndole. El asiento, que se había convertido en un sillón, se adaptaba perfectamente a sus movimientos, aplicando la resistencia justa. Pablo no recordaba haberse sentado nunca en algo tan cómodo. Una vez que terminó de ajustar su posición, todos pudieron ver como un velo casi invisible se levantaba alrededor de la mesa y su ocupante para aislarlo del entorno.
–¡Pabo! –gritó sorprendido Rodrigo, al ver que su hermano quedaba encerrado en el interior de aquella pantalla semitraslúcida.
–No puede oírte, Rodrigo. Pero no te preocupes, las máquinas lo hacen para evitar que nadie pueda interrumpir La Prueba. No se trata de nada más que eso. Confía en mí, nunca os harían daño.
Pablo estaba impaciente. Las palmas de sus manos sudaban ligeramente. Aguardaba a que frente a él se sentase su rival de un momento a otro. La pantalla sobre su cabeza cobró luminosidad, y con una espectacular nitidez, que estaba muy lejos de todo a lo que estaba acostumbrado, se perfilaron en ella los contornos de unos coches en tres dimensiones.
–Ez la “Calela de la Muelte” –Rodrigo, que no se perdía detalle de lo que sucedía en la pantalla, reconoció el juego al instante.

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