sábado, 3 de diciembre de 2016

RÉQUIEM POR EL REINO MÁGICO (4)

Cuando todo parecía perdido, y estábamos a punto de perecer ante un enemigo que nos estaba masacrando y nos arrollaba amparado en la oscuridad de la noche, sucedió el milagro. En la orilla del río, a escasa distancia de donde aguardábamos nuestro final, una hermosa luz comenzó a brillar con tal intensidad que me obligó a levantar la mano para protegerme de su fulgor. Un tronar como nunca había oído acalló los ruidos de la contienda. Pensé que aquello formaba parte de una nueva estrategia para acabar con nuestra débil resistencia, hasta que caí en la cuenta de que los demonios parecían tan desconcertados ante lo que estaba sucediendo como nosotros. Un gran muro de agua se materializó en la oscuridad y se abatió sobre las criaturas, barriendo el campo de batalla y llevándose al grueso de los demonios, y también a alguno de los nuestros, hacia el mar, donde quebró en mil pedazos y con gran estruendo las extrañas embarcaciones. El agua apagó las hogueras y todo se quedó iluminado únicamente por la extraña luz. La corriente nos había volteado a todos con gran violencia y nos había arrastrado hasta hacernos chocar con las casas del pueblo y los árboles. Yo tenía un fuerte golpe en el costado y me costaba respirar, y aún así, cuando la ola pasó y el nivel del agua bajó, busqué mi espada para enfrentarme de nuevo a los enemigos. En esta ocasión la fortuna estaba de nuestro lado, al mirar alrededor me di cuenta con alivio que los demonios se batían en retirada. Los que no se había llevado el agua huían de la luz entre siseos para esconderse entre las sombras. Abatido por el cansancio, hinqué la rodilla en aquella tierra sucia y maloliente y, apoyado en la espada, contemplé hipnotizado el maravilloso resplandor que nos había salvado de ser exterminados y que se aproximaba como si estuviese suspendido en el aire. No sabíamos a qué se debía aquel extraño fenómeno, pero si de algo estoy seguro es de que ninguno de nosotros sintió miedo. Cuando la luz llegó hasta nosotros, por fin lo entendí todo.
—¡Nimué! —exclamé mientras intentaba ponerme en pie.
Pero la hechicera a la que el común de los mortales conocía como la Dama del Lago solo tenía ojos para el cuerpo caído de nuestro rey. Al llegar a su lado se agachó y comenzó a acariciar su cabellera cana.
Saqué fuerzas de donde no tenía y me acerqué para escuchar las que serían las últimas palabras de Arturo. Su rostro reflejaba un dolor que no era sólo físico. Ninguna de sus heridas, a pesar de que lo habían llevado a las puertas de la muerte, era tan dolorosa como la que se había abierto en su corazón al ver el cuerpo poseído de su amada. El hombre que había guiado a su pueblo hasta la victoria en innumerables ocasiones, el rey cuyo nombre infundía miedo entre los enemigos en el campo de batalla, yacía como un guiñapo desmadejado y medio enterrado en el lodo. Al verme, hizo un esfuerzo por incorporarse, pero yo se lo impedí. Arturo apretó mi mano con las pocas fuerzas que le quedaban. Las lágrimas arrasaban unos ojos tristes y cansados.
—El fantasma de nuestro pasado ha llegado para reclamar lo que es suyo —dijo dirigiéndose a Nimué. Los hombres que podían mantenerse en pie comenzaron a formar un círculo a una distancia respetuosa del rey caído. Después Arturo me miró y continuó para depositar su pesada carga sobre mis hombros—. Has de vengar esta afrenta, Lanzarote. Ahora el destino del reino está en tus manos —. Y nada más pronunciar mi nombre, como si la muerte se hubiese apiadado de él hasta que pudiésemos escuchar su última voluntad, expiró.
La hechicera sostenía la cabeza del rey en su regazo y acariciaba su rostro frío con una delicadeza que mostraba sin palabras lo que había llegado a sentir por él. No hizo falta que le preguntase. Sin levantar los ojos del cuerpo de su amado comenzó a hablar.
—Antes de juzgarnos, y para entender el alcance de lo que hicimos en el pasado, es preciso que os pongáis en situación, caballero. Como vos bien sabéis, hubo una época en la que nuestro reino agonizaba cercado por la magia negra y por otra suerte de poderes que ningún hombre llegó jamás a imaginar. Los dioses nos habían abandonado a nuestra suerte y permitían que los enemigos robasen el alma de nuestros niños para esclavizarlos por toda la eternidad. Era necesario hacer algo para equilibrar la balanza…
Con sus palabras, Nimué me hizo retroceder en el tiempo, a una era de terror en la que nos escondíamos en cuevas húmedas y sombrías, y solo nos podíamos permitir luchar en pequeñas escaramuzas. Hasta que un hecho acabó por cambiarlo todo.
—Excalibur… —murmuré.
—Así es. La noche en la que Merlín nos expuso su plan, los enemigos empujaban con sus arietes las mismísimas puertas de Camelot. Quizás debimos negarnos, pero él era el hombre más sabio que conozco y, aunque yo mostré mis reparos, Arturo acabó por convencerme. El rey estaba desesperado.
—Pero la espada fue un regalo de los dioses para guiarnos a la victoria.
—No, caballero, eso es lo que quisimos que creyerais. Amparados en el engaño, y con las mismas oscuras artes que utilizaba el enemigo, Merlín y yo nos infiltramos en la fortaleza del demonio que conocéis como Drácula y robamos el único arma cuyo inmenso poder podría desequilibrar la contienda. Pensábamos que él no daría con nosotros, que se cansaría de buscarla y que suplicaría al rey de los infiernos que le forjase una nueva espada —continuó Nimué. De su cuerpo emanaba una iridiscencia mucho más tenue que la que nos había deslumbrado antes. Sus ojos eran dos pozos completamente negros—. Pero cómo acabó Excalibur en nuestro poder es una historia para la que ahora mismo no tenemos tiempo. Por ahora os bastará con saber que se trata de una espada muy especial. Nacida en las fraguas del infierno, es capaz de convertir en invencible el ejército capitaneado por aquel que la empuñe. No hay poder en este mundo que pueda rivalizar con el suyo. Pero el precio que hay que pagar por sus servicios es mucho mayor que el beneficio que se obtiene a cambio. El metal del que está hecha esa hoja maldita se alimenta de la sangre y del alma inmortal de aquellos a los que arrebata la vida. En nuestro descargo he de decir que nadie sabía qué era lo que se nos pediría a cambio, y cuando lo descubrimos no nos pareció demasiado importante. Si era sangre lo que quería, saciaríamos su sed con la de nuestros enemigos en cada batalla que librásemos. Lo único que nos preocupaba era que su leyenda pudiese llegar a oídos de su legítimo dueño, así que mantuvimos su procedencia en secreto y prohibimos a bardos y a juglares que cantasen las gestas de nuestros ejércitos. El tiempo pasaba y nuestros días se contaban por victorias. Hasta que llegó el momento en que Avalon libró la última batalla contra el mal, y las huestes de la oscuridad perecieron o se escondieron en las simas más profundas. La anhelada paz se convirtió en una realidad que se celebró por todo lo alto en cada rincón del reino durante días. Ya no había enemigos a los que temer y nuestras gentes podrían volver a vivir a la luz del día. Pero eso también significaba que no habría forma de saciar la sed de Excalibur. Nos costó mucho tomar una decisión sobre qué hacer con ella. Merlín abogaba por devolverla, abandonarla a los pies de las murallas de la fortaleza maldita de donde la habíamos robado. Yo argumenté que no me parecía una buena idea retornar un arma tan magnífica a las manos de aquella entidad demoniaca, a quien ya habíamos desafiado en una ocasión, así que aposté por encerrarla en la mazmorra más profunda de Camelot y dejar que se muriese, languideciese o durmiese un sueño eterno.
—Y deduzco que Arturo os hizo caso.
—Así es. Mi propuesta fue un alivio para Arturo, que no quería desprenderse de Excalibur, pero, como supe más tarde, tampoco la escondió como yo había sugerido. Me temo que llegó un momento en el que la espada comenzó a tomar decisiones por él, envenenando su entendimiento, hasta conseguir que ambos fuesen solo uno.
En ese momento me vinieron a la memoria las palabras de mi dulce Ginebra, cuando me contaba entre llantos que a duras penas reconocía al hombre con el que se había esposado.
—No es necesario saber más, mi señora. Ahora hemos de concentrarnos en cómo vencer al demonio y a sus huestes…
—No podéis, Lanzarote —la hechicera cambió su tono duro por otro más compasivo—. Y lo más grave de todo es que creo que nadie puede. Lo supe cuando me interné en su castillo. Si nuestra fuerza combinada no fue capaz de derrotar a Drácula en el primer encuentro, ¿qué esperanzas podemos albergar ahora que Merlín ya no está entre nosotros?
—Aunque se trate del mismísimo demonio, acabo de hacer un juramento a un rey moribundo. Quizás el enfrentamiento no nos proporcione más que una muerte cierta, pero...
—¡Basta! —la voz de Nimué pareció tronar en la oscuridad y sus ojos brillaron con una luz mística—. No pongo en duda vuestro valor, pero la vuestra no sería más que otra de muchas muertes inútiles. Valéis mucho más vivo que muerto, Lanzarote. Después de que pase la tormenta habrá un reino que gobernar, y no conozco hombros más fuertes sobre los que descansar esa responsabilidad que los vuestros. Y ahora disculpadme, caballero, he de intentar acabar con aquello que iniciamos hace demasiado tiempo.
La hechicera se abrió paso entre los hombres en su camino hacia el río. Cuando desapareció, presentamos los respetos a nuestro rey caído y lloramos su muerte durante un instante. Después comenzamos a organizarnos y a trabajar como si fuésemos uno solo, con una rabia contenida que superaba con creces el miedo, el dolor y el cansancio. El alba nos sorprendió amortajando cuerpos desmembrados y atendiendo lo mejor que podíamos a los heridos.
La luz del nuevo día nos hizo sentirnos más seguros, pero también nos hizo ser conscientes de la horrible realidad. De los trescientos hombres que habíamos cruzado el puente de Camelot la mañana anterior, apenas cincuenta podíamos montar a caballo. Con los heridos sería imposible regresar al castillo antes de que cayese la noche, así que decidimos enviar a dos jinetes para pedir ayuda. Mientras tanto, los que nos quedábamos en el pueblo dedicaríamos nuestros esfuerzos a fortificar la posición y a recuperarnos. Si los refuerzos forzaban la marcha, llegarían a nuestra posición con tiempo suficiente para poder organizar la defensa. Cuando los demonios volviesen para atacarnos esa noche se encontrarían con un ejército preparado y numeroso dispuesto a vender muy cara su vida.
Nunca perdimos la esperanza de que más pronto que tarde escucharíamos el tronar de los cascos de los caballos que anunciaría la llegada de los refuerzos, pero el día pasó y la noche llegó sin novedades, y el desánimo enraizó en el espíritu de los hombres. Estábamos solos. Nadie vendría a ayudarnos.
No fuimos capaces de dormir esa noche. Cuando se hizo patente que tendríamos que intentar defendernos por nuestra cuenta, permanecimos atentos a las sombras para evitar que los demonios pudiesen cogernos de nuevo por sorpresa.
La noche se nos hizo eterna, pero al final asistimos con alivio, y también con cierto desconcierto, a la llegada de un nuevo amanecer. No teníamos noticias de los refuerzos, y tampoco los demonios habían hecho acto de presencia para hostigarnos. O por lo menos eso pensábamos en un principio, porque cuando la luz del alba iluminó el campamento, nos dimos cuenta de que la noche nos había dejado un nuevo horror que terminó con lo poco que quedaba de nuestra maltrecha moral. De algún modo que no lográbamos entender, los demonios habían logrado burlar nuestra vigilancia y se habían llevado los cuerpos de nuestros caídos, incluido el de Arturo.
No podíamos esperar más. Teníamos que regresar a Camelot, y teníamos que conseguirlo antes de que volviese a anochecer. El penoso camino de vuelta bajo una lluvia torrencial dejó un par de muertos más entre los heridos. Cuando llegamos a la colina desde la que se divisaba el valle, nos dimos cuenta de que algo no estaba bien. Buitres y cuervos sobrevolaban el castillo, y densas columnas de humo negro se elevaban hacia el cielo y se mezclaban con las nubes de tormenta. Abatidos, espoleamos nuestros reticentes caballos y atravesamos un bosque muerto, poblado por árboles retorcidos y enfermos cuya corteza supuraba un líquido denso y maloliente que parecía venenoso y marchitaba la hierba que tocaba. También descubrimos la razón por la que nunca habían llegado los refuerzos. En un recodo de la senda, tras unos troncos medio comidos por la podredumbre, encontramos los cuerpos mutilados de un par de caballos. Eran las monturas de aquellos que habíamos enviado a Camelot a pedir ayuda. No vimos ni rastro de los hombres. Salimos del bosque y recorrimos el último trecho hasta el castillo al galope. Al llegar al puente levadizo comprobamos aterrorizados que permanecía bajado y que nadie lo custodiaba. Camelot, nuestro hogar inexpugnable, había caído. Los caballos rehusaron traspasar la entrada, como si pudiesen percibir esencias de maldad que a los hombres nos pasaran desapercibidas. Desmontamos y algunos de los nuestros, derrotados y fuera de sí, rompieron la formación en busca de sus familias mientras gritaban en vano los nombres de los suyos poseídos por la desesperación. Tan afectado estaba por todo lo que veía, que ni siquiera me molesté en detenerlos. No volvimos a ver a ninguno de aquellos hombres.
En las calles y en las paredes empedradas se dibujaban ríos de sangre de aquellos que habíamos jurado defender con nuestras vidas. Había signos de batalla en cada esquina. Barricadas destruidas, fuegos que se alimentaban de la madera de las casas. Pero, como había sucedido en el pueblo, ni un solo cuerpo. Mientras avanzaba lentamente por las calles desiertas tuve la misma sensación que me había asaltado en el bosque. Camelot ya no era nuestro hogar y no podría serlo nunca más. Aquellas piedras centenarias habían sido testigo mudo de la barbarie que se había cometido contra hombres, mujeres y niños inocentes. Habían profanado nuestro santuario.
Entre las sombras un movimiento llamó mi atención. Eché a un lado unos cestos que escondían a un hombre, oculto bajo un carromato en llamas. Llevaba puesto el uniforme de la guardia. Pude ver que por las heridas abiertas en los brazos y en la pierna había perdido mucha sangre. Poco se podía hacer por la vida de aquel desdichado. El hombre me miró con ojos desorbitados y, con un último esfuerzo, gritó al reconocerme:
—¡Acabad con mi vida, señor, os lo suplico! ¡Después de lo que sucedió esta noche no soy digno de permanecer entre los vivos!
—Tranquilizaos, buen hombre. Ahora estáis entre amigos, y ya nada malo puede ocurriros —acomodé su cabeza lo mejor que pude. Necesitaba saber qué era lo que había sucedido—. Contadnos cómo pudieron traspasar nuestras defensas.
Un hilo de sangre resbaló por su barbilla.
—No lo hicieron, mi señor, no necesitaron hacerlo. Nosotros bajamos el puente...
—¿Cómo pudisteis...? ¿Cómo por todos los santos se os ocurrió semejante cosa?
—Vos hubieseis hecho lo mismo, de haber sido el rey quien os lo hubiese ordenado.
—¿Arturo, aquí? Pero si el rey está muerto.
—No mi señor, el rey está aquí. Ha regresado con lady Ginebra y han permitido que la oscuridad se adueñe Camelot —el hombre me agarró para acercar mi cara a la suya—. No son hombres, mi señor. Escalan las paredes como arañas y reptan como serpientes. Esos demonios no mueren por el acero. Los acuchillábamos una, y otra, y otra vez, pero no mueren. Dios tiene que habernos abandonado para permitir esta carnicería —sus ojos se llenaron de lágrimas—. Mi mujer, y mi hija, muertas. Todos están muertos. Pero no del todo, porque vuelven para intentar llevarnos con ellos.
Di orden de que asegurasen la vivienda más cercana e intenté llevar conmigo a aquel hombre pero, antes de que pudiese impedirlo, sacó mi daga de la vaina y se cortó la garganta.
—Yo no me convertiré en uno de ellos —alcanzó a decir con un último estertor, y su sangre se deslizó por las piedras hasta mezclarse con la que se había vertido la noche anterior.
Cerré los ojos por un instante y comencé a rezar una plegaria por aquel desdichado, pero algo me impidió acabarla. Un fulgor semejante al que nos había salvado en la orilla del río comenzó a brillar entre las edificaciones con una intensidad tal que era imposible que pasase desapercibido. Solo había una explicación. Acudimos al origen de la luz tan rápido como nos lo permitieron nuestros cansados cuerpos. El día moría tras las murallas y las sombras crecían cercándonos con malos augurios.
La hechicera estaba en medio del patio de armas. El agua del abrevadero y de la fuente se elevaba a su alrededor con poderosos chorros que inundaban el empedrado. Al acercarnos a ella pudimos comprobar que distaba mucho de parecerse a la hermosa mujer que nos habíamos encontrado dos noches antes. Su carne parecía consumida y los huesos de su encorvado esqueleto no le permitían mantener una posición erguida. Si la hechicería exigía un precio, seguramente lo estaba pagando con su vida. Tenía los ojos en blanco y recitaba una invocación en una lengua que parecía antigua. Ríos de poder fluían de las yemas de sus dedos hasta mezclarse con las corrientes y los remolinos de agua, que se agitaban cada vez con más violencia.
De los soportales de los patios nos llegaban gritos que helaban la sangre, sonidos que parecía imposible que pudiese emitir una garganta humana. Entre las sombras cada vez más densas uñas duras como el acero arañaban impacientes la piedra.
—¡Nimué! —exclamé por encima de los alaridos, y la hechicera se giró sorprendida.
La Dama del Lago abrió sus grandes ojos azules e intentó una sonrisa al vernos, mostrándonos de nuevo el rostro amable que ya conocíamos. Después caminó con dificultad y miró a su alrededor.
—No tenemos tiempo que perder, Lanzarote —dijo con un hilo de voz—. El sol está a punto de ocultarse y los demonios saldrán de sus escondites para terminar lo que empezaron y marcharse victoriosos con Excalibur, y no voy a consentirlo. Ahora Camelot está maldito, al igual que todo lo que tocan estos seres. Es necesario arrasarlo desde los cimientos.
—Entonces no habrá salvación para ninguno de nosotros. Ya no merece la pena seguir viviendo…
Nimué puso un dedo sobre mis labios. Estoy seguro de que en aquel momento leyó mi alma atormentada por el recuerdo de mi amada.
—Todos esos demonios no deben confundirte, Lanzarote. Tan solo son las herramientas que él utiliza para conseguir sus fines. Cuando el vampiro domina su voluntad, nunca más vuelven a ser las personas que amamos. El cuerpo que visteis hace dos noches era el de Ginebra, pero su alma ya no está con nosotros —quizás hasta ese momento había preferido vivir engañado, pensando que todavía había alguna posibilidad de recuperar a mi señora. Al oír las duras palabras de la hechicera bajé la vista para disimular las lágrimas. Nimué continuó—: Me equivoqué. Cuando llegué a Camelot él ya estaba aquí. Y todos han pagado muy caro ese error. Eran demasiados y estaban en todas partes. Y nadie está preparado para luchar contra sus seres queridos. Ahora tienen la espada, pero se hicieron con ella justo antes de que saliese el sol y la luz del día los ha mantenido a raya en sus escondites. En cuanto llegue la oscuridad, saldrán de sus agujeros y acabarán lo que empezaron ayer. No podemos hacer nada para impedirlo, pero no todo está perdido. Sepultaré Camelot bajo las aguas de los lagos de las montañas y los demonios quedaran atrapados para siempre entre estas murallas. Ahora has de partir para contar al mundo lo que sucedió en Avalon y advertirles de que jamás intenten entrar en Camelot, o nuestro sacrificio habrá sido en vano.
De inmediato entendí las implicaciones de lo que estaba escuchando.
—Permitid que os ofrezcamos nuestra espada. No lucharéis sola. No somos muchos, pero quizás así tengamos una oportunidad…
—No, caballero, esto es el fin, pero no tiene que serlo para todos —Nimué puso la mano sobre mi pecho—. Además este joven corazón se rompería de nuevo al ver a vuestra amada entre la legión de vampiros. En cuanto a mi, no os preocupéis, todos hemos de morir algún día. Si el destino quiere que termine mis días entre estas piedras, no me parece un mal final. Nada más que nos quedan unos instantes de luz. Ya puedo sentir el mal reptando hacia nosotros. ¡Ahora tenéis que iros! —gritó mientras su rostro se transformaba en una máscara de terror y movía las manos con una energía que casi no tenía para conjurar las aguas.
El cielo se iluminó con los estallidos de los relámpagos y un viento helado y demencial comenzó a soplar con un aullido ensordecedor que ahogaba los gritos de los demonios. A nuestro alrededor la oscuridad parecía cobrar vida.
Unas enormes lenguas de agua nos envolvieron y nos llevaron con violencia entre las construcciones. Estuve a punto de perder el conocimiento en varias ocasiones. El torrente de agua me golpeaba contra las paredes y, cuando pensé que los pulmones me iban a estallar, me encontré medio aturdido más allá del puente levadizo. Nadie más había salido del castillo. El río crecía por momentos y un rugido que provenía de las montañas no hacía presagiar nada bueno. Con el cuerpo magullado, a duras penas fui capaz de subir a mi caballo, que aguardaba inquieto. Demoré un instante más de lo necesario mi partida, quizás con la esperanza de ver por última vez a mi amada, aunque eso acabase por costarme la vida.
Estoy seguro de que las bestias son capaces de sentir cosas que el hombre no puede. Así fue que mi caballo, como si aventurase que yo no tendría la fuerza de voluntad necesaria para abandonar el lugar a tiempo, comenzó a galopar desenfrenadamente alejándonos de Camelot. Llegamos a la cima de la colina a tiempo para ver como las aguas de los lagos de la montaña anegaban el valle y sepultaban la fortaleza. Es imposible que nadie sobreviviese a aquel desastre, pero por si llegan los tiempos en los que las aguas retrocedan y dejan al descubierto lo que quede del castillo, que sirvan estas palabras para desanimar a cualquier hombre a rebuscar entre sus ruinas si valora en algo la inmortalidad de su alma. Dejad que los muertos descansen en paz, y que los que no lo están permanezcan confinados para siempre bajo las aguas.










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