domingo, 14 de septiembre de 2014

APUNTES DEL APOCALIPSIS: EL PRINCIPIO DEL FIN

El cajón blindado salió despedido por el aire empujado por la tremenda fuerza de la explosión, dio varías vueltas mientras describía un arco perfecto e impactó con violencia en el suelo, a los pies de la colina. Había sido diseñado para soportar mucho más daño del que había recibido, así que los sellos solo se abrieron cuando alguien introdujo los códigos en el terminal situado en el costado. El aire del interior del compartimento estanco se escapó al exterior con un siseo apenas audible y el sistema de apoyo vital inició el proceso de despertar a la huésped inyectando los compuestos químicos precisos en su organismo.
La mujer abrió los ojos y la fría luz de los leds la obligó a parpadear. Cuando pudo enfocar la vista, descubrió con horror que estaba tumbada dentro de una especie de ataúd metálico que se ajustaba de forma perfecta a su cuerpo. Las luces de colores chillones brillaban demasiado cerca de sus ojos, y los sonidos estridentes de las alarmas dolían dentro de la cabeza. No era su casa, ni siquiera un lugar que conociese, y parecía que todo estaba mal: arriba era abajo y abajo era arriba. Asustada y al borde de un ataque de claustrofobia, empujó con la cabeza y descubrió con sorpresa que la pared frente a sus ojos cedía casi sin esfuerzo.
Pero afuera las cosas no estaban mejor.
La noche ardía en llamas y un aire demasiado caliente y de olor desagradable, producto de la combustión de las gomas y líquidos inflamables, la envolvió de inmediato. Mirase donde mirase solo veía caos y destrucción. El suelo estaba calcinado y un mar de llamas ascendía colina arriba con rapidez, alimentándose de la hierba seca de finales de otoño.
¿Cómo había llegado hasta allí? Intentó retroceder mentalmente en el tiempo, pero las luces de emergencia y las sirenas confundían sus sentidos y le impedían pensar con claridad. Ni siquiera estaba segura de quién era. Los recuerdos acudían inconexos, como fotografías excesivamente brillantes, y la línea temporal se rompía en tantas ocasiones que era imposible sacar conclusiones. A juzgar por lo que veía, lo único seguro era que parecía haber sufrido alguna especie de accidente.
Reparó en que estaba desnuda, y le sorprendió no sentir calor por la proximidad del fuego. La mujer observó sus manos, iluminadas con los tonos anaranjados de las llamas, como si las viese por primera vez. De sus antebrazos y de su pecho colgaban cables y delicados tubos que parecían clavarse profundamente en el cuerpo.
El movimiento de una sombra a unos metros de donde se encontraba captó su atención. Creyó distinguir la silueta de una persona recortada en una espesa cortina de humo. Parecía agazapada detrás unos restos retorcidos de chatarra y solo de vez en cuando se asomaba para comprobar algo. La mujer tendió la mano hacia la sombra y gritó pidiendo ayuda, pero en ese momento se dio cuenta de que quizás debería haber sido mas cauta. Que aquella persona estuviese escondida no significaba que pudiese ayudarla. En la naturaleza se escondían tanto las víctimas como los depredadores. Quizás el extraño fuese el origen de todo aquel caos.
El momento de duda terminó cuando un poderoso haz de luz perforó las tinieblas e iluminó al hombre. La mujer alcanzó ver su rostro de sorpresa mientras giraba la cara hacia el origen de la luz y levantaba la mano para impedir que algo o alguien lo alcanzase. Una ráfaga silenciosa de proyectiles destrozó la mano del hombre e impactó en su cuerpo agitándolo con pequeñas sacudidas.
La mujer observó con sorpresa como el cuerpo se derrumbaba sin vida.
Tiró de los cables que la unían a la máquina para arrancárselos, y sintió que desgarraban piel y carne allí donde estaban clavados, pero no sintió dolor. Cuando estaba a punto de poner un pie fuera del contenedor, un hombre embutido en un sofisticado traje, que parecía sacado de alguna película futurista, apareció de la nada y volvió a acribillar al hombre sin ningún tipo de miramiento.
La mujer se escondió mientras observaba las evoluciones del hombre, que iluminaba la oscuridad buscando algo. Los recuerdos parecían borrase a cada instante que pasaba, pero jamás podría olvidar aquella cara iluminada de blanco fluorescente y la determinación de su mirada. Más hombres se unieron al primero y comenzaron a disparar a su alrededor. Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaba sola. Había más cabinas como aquella en la que estaba escondida, diseminadas sin orden ni concierto sobre la hierba. Y los hombres abrían fuego y las acribillaban sin piedad.
Un instinto primario de rabia la empujó a atacar a aquellos hombres, pero algo dentro de su cabeza la detuvo y le susurró que lo mejor sería huir y ponerse a salvo, así que salió a la oscuridad y corrió colina arriba. No volvió la vista atrás hasta llegar a la cima.
A los pies de la colina, las llamas iluminaban una especie de transporte ultramoderno que se había salido de la carretera. Pequeñas ráfagas de disparos cortaban la noche en varios lugares, hasta que cesaron sin más. La mujer vio entonces cómo las luces se reorganizaban en un mismo punto y comenzaban a ascender la ladera de la colina en su misma dirección. La misma voz de antes le susurró que reanudase la carrera.
Las piernas ya no obedecían con la misma precisión y eso convertía la huída en algo errático. No era cansancio, parecía más bien falta de coordinación. Como si estuviese ligeramente bebida. En el horizonte brillaba la luz de la civilización y esa luz la atraía como a una polilla. Quizás si pudiese llegar hasta allí tendría alguna posibilidad...
Marcus Windermere resoplaba mientras intentaba no perder demasiado terreno con los hombres de Blackrock. Aquellos mercenarios sin escrúpulos seguramente se estarían riendo de él y de sus esfuerzos por no perder paso. No estaba en forma, pero no necesitaba estarlo. Él era el cerebro. Además, correr colina arriba, con una temperatura de más de treinta grados y embutido en aquellos pesados trajes NBQ, no ayudaba precisamente.
Si el asunto no fuese tan condenadamente grave hasta a él le parecería divertido.
Ya que no habían sido capaces de detectar al topo dentro de la organización, por lo menos podrían haber hecho más caso a su informe. En él Marcus había sugerido que todas las amenazas que habían recibido tenían como único objetivo hacer que Sword sacase a los especímenes a la calle para trasladarlos a un lugar más seguro. Y también había predicho que ese sería el momento en el que los terroristas intentarían atacarlos. Casi siempre tenía razón, pero en este caso hubiese preferido no tenerla.
Levantó la vista y se dio cuenta de que era imposible no perder el ritmo con aquellas máquinas asesinas y sin escrúpulos que lo precedían. Varios doctorados y conocimiento suficiente para un Nobel, y moriría de un ataque al corazón en una colina a las afueras del DF. Era sorprendente la resistencia que las esporas habían proporcionado a la chica. A pesar de su físico enclenque y de llevar muerta varios días, había mantenido la distancia con los hombres de Blackrock en todo momento. Solo esperaba que no la cagasen de nuevo y pudiesen impedir que se escapase. Si no la detenían todo se habría acabado. A la mierda, pensó, y comenzó a caminar mientras intentaba recuperar el aliento. No serviría de nada convertido en un cadáver.
Hermann Ozzyn miró hacia atrás. El doctor había dejado de correr. Bien. No lo necesitaban. Sus hombres y él se encargarían de aquella emergencia. El objetivo había llegado a campo abierto, así que detuvo la marcha, se arrodilló y lo buscó con el sofisticado visor nocturno de su fusil. Tan seguro estaba de acertar, que durante un instante se permitió recrearse con la desmadejada carrera de la fugitiva. Después expulsó lentamente el aire de los pulmones y acarició con suavidad el gatillo. Un ruido seco rompió el silencio de la noche y una fuerza invisible golpeó a mujer y la arrojó sobre la hierba calcinada.
La mujer sintió el impacto de la bala en su hombro izquierdo, y la fuerza del golpe la empujó y la volteó arrojándola al suelo unos metros más allá. Era extraño, pero no sentía dolor. Quizás un poco de hambre, pero nada más. La pequeña voz dentro de su cabeza había elevado el tono y ahora urgía que se levantase y continuase con la huida. Hacia adelante, hacia las luces de la ciudad.

Hermann observó con sorpresa como la mujer se recuperaba del primer impacto y volvía a levantarse para reemprender la marcha. Contrariado, volvió a hincar la rodilla en tierra. A trescientos metros no fallaría una segunda vez. El mercenario compensó la velocidad del viento en el arma y efectuó un segundo disparo. Por la mira pudo ver cómo la bala de carga hueca alcanzaba el objetivo y destrozaba el lóbulo occipital de la mujer.

El segundo golpe volvió a arrojarla al suelo. Esta vez el impacto había sido en la cabeza y había acallado la voz que susurraba. La mujer casi agradeció el silencio. Ahora, mientras se apagaba poco a poco, podía por fin escuchar el sonido estridente de las chicharras y los grillos. Le pareció una hermosa forma de quedarse en paz con el Creador.

Cuando Marcus llegó hasta la mujer, los hombres de Blackrock habían comenzado a incinerar el área. Le habían dado un minuto, y ese era el tiempo que tenía para estudiar el cadáver. Estaba seguro de que aquellos hombres sin escrúpulos lo incluirían sin remordimientos en la pira funeraria en caso de que fuese necesario. Marcus iluminó el cuerpo. No sin dificultad, puesto que el sofisticado traje NBQ limitaba mucho los movimientos, se agachó y observó con detenimiento los signos del cambio que las esporas habían realizado en el rostro: las pupilas habían desaparecido detrás de un baño lechoso y los labios se habían retraído para dejar al descubierto unas encías negras y unos dientes demasiado grandes. Muerta por segunda vez.
Hermann, el hombre de Blackrock, hablaba con alguien por el intercomunicador mientras ordenaba a sus dos hombres con gestos de la mano que ampliasen el área a quemar. El hombre se acercó y se señaló el casco a la altura de los oídos.
—Línea segura, doctor. Quieren hablar con usted —y le dio la espalda para dirigirse de nuevo a sus hombres.
Marcus se dio cuenta de que la luz roja de llamada llevaba un tiempo parpadeando ante sus ojos. Pulsó un botón y el indicador pasó a verde.
—Buenas noches, doctor Windermere. Soy Alexis Gondhölm. Cuénteme su versión de lo sucedido.
El gran jefe de Sword en persona. Marcus nunca había hablado con él directamente, pero sí le habían hecho llegar en más de una ocasión las felicitaciones de su parte. La voz sonaba muy tranquila. No debía tener ni idea de lo increíblemente cerca que estaban del Apocalipsis.
—Me imagino que el señor Ozzyn ya le habrá puesto al corriente del ataque terrorista, así que voy a ahorrar esa parte. Hemos encontrado todos los cuerpos, con lo que esa amenaza parece estar neutralizada, pero hay signos evidentes de que las esporas están libres y el viento sopla en dirección al DF. Esto se nos ha ido de las manos y sin duda se convertirá en el principio de algo imparable. No hay sitio donde podamos escondernos. Es necesario que todo esto salga a la luz. Es prioritario que el gobierno borre la zona con un arma nuclear. Si no lo hacen, en unas seis horas el viento habrá llevado las esporas hasta las afueras de la ciudad y la situación se volverá incontrolable. No hay tiempo que perder, si no actuamos inmediatamente estamos todos muertos.
Marcus hablaba atropelladamente y repetía una y otra vez los hechos con voz nerviosa para que no quedase lugar a la interpretación. Era absolutamente necesario que actuasen según el protocolo que él había diseñado, y era preciso que lo hiciesen inmediatamente.
—Agradezco su interés y aprecio el esfuerzo a la hora de trasladarme sus inquietudes, —contestó la voz—, pero tengo opiniones encontradas acerca de la capacidad de esas esporas de trasladarse a otros cuerpos. Hay miembros de su equipo que aseguran que incinerando un área de seguridad en torno a los especímenes acabaríamos con la amenaza.
Marcus no daba crédito a lo que estaba oyendo. Aquel hombre, cuya inteligencia estaba fuera de toda duda, cuestionaba su teoría y, lo que era aún peor, estaba perdiendo un tiempo precioso.
—Me temo que no es capaz de entender lo jodido de la situación...
—Según la información que poseo, la suave brisa a la que usted se refiere sopla del suroeste a una velocidad de 1,4 metros por segundo —Alexis lo interrumpió de forma brusca—, y no se prevé que amaine en las próximas horas. Ahora mismo, varios micrones de esa preciada espora suya cabalgan hacia el DF sin que nadie pueda hacer nada por evitarlo. Estimo que la situación se volverá incontrolable en las próximas 24 a 36 horas, y que la pandemia arrasará el planeta antes de este mismo sábado. Marcus, dígame por favor qué es lo que no entiendo de esta "jodida" situación.
Marcus se quedó callado. Su cerebro estaba pensando qué era lo que estaba mal, hasta que cada una de las piezas encajó por fin en su sitio.
—Usted es el topo —pronunció las palabras lentamente y al darse cuenta de la gravedad de la situación, continuó: —Tengo que ponerme en contacto con las personas adecuadas...
—Usted no hará nada, Marcus. La culpa de todo esto es suya. De usted y de todos sus títulos eminentes y sus promesas incumplidas. Vino a mí y me prometió que podría erradicar la muerte, que sería el fin del dolor físico. Y yo le creí. Me muero, Marcus. No tengo tiempo que perder. Cada segundo que malgasto en esta conversación el dolor aumenta. Ahora, después de invertir varios cientos de millones de euros en su investigación, me dice que el proceso es inestable —Alexis calló durante un segundo— Quizás debería haber apostado mi dinero por esa pequeña espora en vez de por usted...
—Está loco. No sabe a qué se está enfrentando...
—¿De verdad cree que no lo sé? De nuevo me subestima, doctor. No quiero quedarme fuera de este mundo porque no sé qué hay más allá. También hemos invertido ingentes cantidades de dinero en averiguarlo, pero no estoy más cerca de saberlo que hace diez años, cuando empezamos con todo esto. Así es, Marcus, tengo miedo. Miedo a ese más allá de fe, y miedo a quedarme fuera de un mundo maravilloso de avances tecnológicos y vida en otros planetas. Está decidido. Si no hay mañana para mi, tampoco lo habrá para la humanidad —Alexander continuó después de una pequeña pausa para que su interlocutor asimilase todo lo que acababa de decirle—. ¿Sabe lo que creo, Marcus? Creo que es usted un perezoso, y por eso he organizado todo esto, por usted, para que su nombre pase a la historia como el de el científico que venció a la muerte. Pero lamentablemente me he visto obligado a poner en marcha el reloj del fin del mundo, porque no me parecía que tuviese suficiente motivación. Estimo que como mucho, le quedan unas 35 horas para encontrar la solución al problema y hacer que la relación simbiótica funcione.
—El mundo sabrá de todo esto.
—¿El mundo? ¿Qué mundo? Si usted falla no habrá mundo al que informar, y si, como yo espero y deseo, encuentra la solución a nuestro problema, ¿quién va a creer en su teoría de la conspiración? Unos activistas, que desafortunadamente han sido abatidos en el asalto, han puesto en peligro el futuro de la humanidad, pero usted, el doctor Marcus Windermere nos habrá salvado a todos. Será un héroe.
—¿Sabe?, me gustaría tener esas respuestas que usted anda buscando para poder negárselas. Después de escucharle, nada me haría más feliz que ver cómo se pudre, maldito cabrón. Esas esporas a las que usted se refiere estaban aquí mucho antes que nosotros, y quizás hasta sean los legítimas herederas de este que usted llama su planeta. Llevan enterradas en el Ártico más profundo miles de años, y están tan frescas como el primer día. ¿Qué le hace pensar, pedazo de idiota, que la falta de un huésped vaya a acabar con ellas? Llevo estudiando a esas hijas de puta desde que las desenterramos. Yo diseñé la simbiosis y todavía no estoy seguro de qué coño son capaces de hacer. No puedo responder por lo que pueda pasar en un ambiente incontrolado. Ni siquiera estoy seguro de que la radiación pueda acabar con ellas.
—¿Sabe, Marcus? La verdad es que llevo mucho tiempo esperando este momento. ¿Acaso puede imaginarse lo que puede llegar a sufrir una mente brillante como la mía, encerrada en un cuerpo enfermo que se apaga de forma rápida e imparable.
Marcus había escuchado suficiente a aquel loco, así que cambió de canal y dejó a Alexander con la palabra en la boca.
Habían jugado a ser dioses, y habían fallado. ¡Cómo había podido ser tan estúpido! Creer las mentiras de aquellos hombres de Wall Street que solo le habían dicho lo que quería oír  para seguir adelante con los experimentos. Un caudal de dinero ilimitado para acabar con la muerte, para conseguir la inmortalidad. Ahora lo sabía, no se podía rescatar a nadie de la muerte. Podía jugar a animar el cuerpo, intentar detener la descomposición de la carne, o por lo menos ralentizar el proceso, pero nada más. Lo que volvía no se parecía en nada a lo que se había ido. Faltaba el alma. Y ahora era demasiado tarde. Las esporas cabalgaban en aquel viento cálido que soplaba insistentemente hacia los barrios del DF. El viento del fin del mundo. Un proyecto que había nacido para liberar a la especie humana de sus límites temporales acabaría con todos.
Un click metálico sonó detrás de él y lo devolvió de forma brusca a la realidad. El NBQ le impedía darse la vuelta, pero le costó solo un segundo darse cuenta de qué era lo que estaba sucediendo. Se había quedado fuera.
Con movimientos pausados quitó uno a uno los cierres de la escafandra y se la sacó. Quería respirar aire de verdad por última vez. Se enjuagó el sudor de la frente con la mano y miró hacia arriba. El cielo estaba despejado y las estrellas le hacían guiños con una luz que habían emitido miles de años atrás. Quizás aquellos puntos brillantes ya hubiesen dejado de existir en ese mismo instante. Ese pensamiento lo tranquilizó. Al final qué podías esperar de algo tan insignificante como la especie humana, si se comparaba con aquellos titanes del universo.
—Vamos, Hermann, adelante —dijo sin titubear—, de todos modos ya estamos todos muertos. Sólo le pido un favor, que no sea en la cabeza; déjeme contemplar este cielo hasta el último segundo…
Deseo concedido, pensó Hermann, y apretó el gatillo de la Glock. Un nuevo disparo rasgó la noche y las chicharras dejaron de cantar por un instante. A tan corta distancia la bala entró por la espalda del hombre y salió por el pecho dejando un buen boquete. El traje NBQ se tiñó de rojo mientras la mayor autoridad mundial sobre la reanimación humana cayó lentamente, casi con pereza, sobre el cuerpo de la chica.
Hermann guardó un instante de respeto. El doctor había llegado a caerle bien, pero no tanto como para desobedecer las órdenes de los que pagaban.
—No es nada personal, amigo —murmuró a modo de despedida mientras se alejaba de los dos cuerpos para ayudar a sus hombres, que no se habían inmutado con el nuevo disparo.
Si había algo que no se podía negar, era que la espora actuaba muy rápido. Era muy diferente contaminar un organismo vivo y tener que competir por el control del mismo, a que se le ofreciese un cuerpo recién fallecido, con las funciones sinápticas casi intactas. Marcus Windermere sabía lo que hacía cuando se había quitado la escafandra del NBQ y se había pasado las manos contaminadas por la cara. Había consentido que la espora se introdujese en su cuerpo. Sabía que, cuando se despertase con un hambre atroz, ya no sería él. Su alma se habría ido a donde quiera que iban todos aquellos que jugaban a ser Dios, probablemente al infierno, pero todavía podría permitir que la espora utilizase su cuerpo como un vehículo de destrucción.
El ser que había sido Marcus se levantó de forma torpe y se dirigió con pasos vacilantes hacia el primero de los hombres.
Los trajes NBQ eran perfectos para impedir que cualquier tipo de patógeno pudiese contagiar a quien lo llevaba puesto, pero no habían sido diseñados para la lucha cuerpo a cuerpo. Era imposible que un hombre enfundado en un NBQ pudiese ver con facilidad qué era lo que sucedía a su espalda. La suerte había querido que cuando Marcus llegó hasta los hombres, los tres estuviesen de espaldas, distraídos en sus faenas.
Marcus atrapó al hombre y sus manos arañaron, tiraron y desgarraron con ferocidad. El soldado, sorprendido por el ataque, roció con el líquido inflamable del quemador a sus compañeros, que comenzaron a gritar mientras se consumían con aquel fuego pegajoso. Los gritos en los intercomunicadores eran terribles, pero Marcus continuó escarbando en el cuerpo del hombre con una fuerza sobrehumana. Cuando los gritos se apagaron tan solo se oían los ruidos de deglución del zombi por encima de un coro de chicharras.

Al día siguiente las portadas de los primeros diarios de la mañana recogieron dos noticias sin ningún tipo de relación aparente: un incendio incontrolado a las afueras del DF y una oleada de violencia extrema que se había desatado en las favelas. El ejército había logrado acordonar la zona y se había decretado el toque de queda. Los pocos testigos que habían logrado escapar de la masacre, decían aterrorizados que la Santa Muerte ya no recibía más cuerpos y los estaba escupiendo desde las entrañas de la tierra.

El viento sigue soplando y lleva la carga mortal cada vez más lejos. Es el principio del fin.

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