Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano
El viento aullaba con las voces de mil
demonios. Parecía que una manada de lobos hambrientos persiguiese a los dos
jinetes por las callejuelas de la ciudad. En aquella noche sin luna, negra como
la pez, apenas se veía un palmo más allá de la luz de las antorchas, pero el
sentido de la orientación del hombre que iba en cabeza era extraordinario y
llegaron a la casa del magistrado sin ningún contratiempo.
Tomwats,
el más joven, temblaba como una hoja. Y no era únicamente por el viento frío,
que acuchillaba sin piedad la piel de su rostro; también tenía miedo. Acudir a
la casa del gran magistrado a esas horas de la noche, en plena tormenta, era un
desafío solo a la altura de aquellos a los que lo tenía acostumbrado el maestro
Locksher.
Ambos
descendieron de sus monturas. Locksher se echó la capucha hacia atrás para
dejar al descubierto su rostro enjuto y descargó tres golpes con la cabeza de
bronce de su bastón sobre la pesada puerta de madera. Estaba a punto de golpear
de nuevo cuando ambos pudieron ver la luz de una vela que iluminaba las
ventanas superiores y comenzaba poco después a moverse hacia la planta baja.
Después
de varias vueltas de llaves y ruidos chirriantes de metal al descorrer los
cerrojos, la puerta se entreabrió para dejar ver la cara oronda y contrariada
de una mujer envuelta en una manta.
—Solo
los rufianes con intención de robar, o los sacerdotes a los que se les ha
pedido la extremaunción salen de sus cobijos a estas horas, maestro Locksher.
—Pues
no somos ni lo uno ni lo otro —bramó él—. Y ahora apartaos, buena mujer, que el
asunto que venimos a tratar con el alto magistrado es de vital importancia para
el destino del reino y no admite demora.
El
ama de llaves hubiese podido impedir con facilidad que los dos hombres entrasen
en la casa, pues duplicaba a ambos en peso, pero la firmeza con la que le había
hablado el hombre y su fama de investigador infalible hicieron que se apartase.
—Dígale
al magistrado Hollymoor que lo esperaremos sentados en la biblioteca.
—Por
supuesto que se lo diré. Y Dios los coja confesados si el asunto que les trae
hasta aquí a estas horas de la noche no es tan importante como para
despertarlo...
La
mujer encendió varias velas que iluminaron de forma tímida la sala y arrojó un
tronco a las llamas de la chimenea, que comenzaron a revivir con brío. Después
desapareció escaleras arriba.
Locksher
guiñó un ojo al chico para infundirle tranquilidad. El caso que tenían entre
manos era, sin lugar a dudas, el más difícil de su carrera. La estrategia que
había ideado para llegar hasta el criminal más peligroso e inteligente de todos
aquellos con los que se había enfrentado, requería de una puesta en escena
perfecta. En su mente había escrito una obra de teatro magistral cuyo argumento
solo conocía él. Y precisaba convencer a cada uno de los actores para que
ejecutasen su papel sin cuestionarlo y le permitiesen así levantar el telón del
siguiente acto.
Ambos
pudieron oír cómo, en el piso de arriba, el magistrado maldecía en voz
alta cuando el ama de llaves lo
despertó para sacarlo de la cama.
Un
buen rato después apareció por la puerta el grueso cuerpo del magistrado que,
sin saludar a los recién llegados y visiblemente malhumorado, escogió un sillón
de orejas frente a la chimenea e invitó al investigador a sentarse frente a él.
—Matilda,
tráiganos un par de copas de coñac. Este hombre parece congelado.
Locksher
se dio cuenta al instante de qué era lo que pretendía aquel hombre. Estaba
castigándolos. Por motivos del cargo que ostentaba, no podía desoír a un
investigador si este requería su atención, y la hospitalidad le obligaba a ser
amable con él. Pero al ignorar a Tomwats dejaba muy claro que nada más que haría
aquello a lo que estuviese obligado, y eso no era en absoluto conveniente para
los intereses de la investigación, no si lo que Locksher buscaba era un poco de
cooperación. Sabía del magistrado Hollymoor que era un hombre muy ambicioso y
que, a pesar de su edad, todavía aspiraba a llegar aún más arriba en su
carrera. Locksher decidió jugar sus cartas, así que se acercó hasta el hombre y
le susurró al oído:
—Debido
a la urgencia de nuestro caso, no he tenido tiempo de presentar adecuadamente
al chico, pero, ahí donde lo veis, tenéis delante al sobrino del gobernador —y
se alejó un palmo para comprobar el impacto que había tenido la noticia en la
cara del magistrado, que lo miraba con los ojos abiertos como platos—. Además,
se trata de un joven muy bien relacionado en la corte. Hay quien me ha dicho
que incluso le están buscando alguna embajada...
Locksher
había mentido, por supuesto. Tomwats, su aprendiz, era huérfano, y el único
contacto que había tenido con la corte había sido el día en que el príncipe
Henry los habían convocado para investigar la muerte su padre, el rey Edward,
que había fallecido aplastado por un enorme colmillo de elefante. Justicia poética,
dirían algunos, si se tenía en cuenta que aquel colmillo había pertenecido a un
animal al que antes había asesinado el monarca. Accidente sospechoso, había
concluido entonces la investigación, pero sin pruebas para que Locksher pudiese
demostrar nada más o acusar a alguien en firme.
—¡Por
el buen Dios, Matilda! ¿Dónde están esas tres copas? —gritó el magistrado para
corregir el desplante inicial—. Estos buenos hombres están medio congelados.
Por favor, chico, acércate a la lumbre para calentar un poco tus huesos.
Locksher
no pudo evitar que las comisuras de sus labios dibujasen una pequeña sonrisa. ¡Qué
manejables podían llegar a ser los hombres si se accionaba el resorte adecuado!
Ahora estaba seguro de que el magistrado sería mucho más receptivo a su teoría
de la conspiración.
Después
de una intranscendente charla sobre la crudeza del invierno, que tuvo lugar
mientras Matilda servía las copas, el magistrado preguntó por el motivo de la
visita. El tono era mucho más amable.
Locksher
extrajo una carta de una bandolera de cuero y, después de comprobar que era la
correcta, se la acercó al hombre, que se puso los anteojos y la entornó para
examinarla a la luz del fuego de la chimenea.
—Y
bien, ¿qué es lo que se supone que estoy leyendo?
—¡Oh!,
el texto es irrelevante, señor. Se trata de la típica carta que los suicidas
dejan para explicar los motivos que lo llevaron a tomar tal decisión.
—Pues
si el texto es irrelevante, no veo... —la voz del magistrado denotaba un poco
de impaciencia.
—Ahora
observe esta otra. Hace unos cuantos años, investigué el caso de la hechicera
real y Blancanieves. Esta es la carta en la que uno de los señores enanos
solicita la ayuda del príncipe para detener a la hechicera por haber envenenado
a Blancanieves. Lo demás es de sobra conocido: nuestro noble príncipe Henry, al
que Dios tenga en su gloria, encandilado por la belleza de Blancanieves, la
besa y la casualidad hace que ella despierte de su trance en ese mismo momento.
La leyenda atribuyó al beso un poder que no tenía, porque luego se descubriría
que la dosis de veneno administrada en la manzana no había sido letal, pero fue
el oportuno milagro que hizo que el pueblo aceptase a una plebeya como la nueva
princesa.
Después
de echar un vistazo a la nueva carta, Hollymoor lo miró por encima de los
anteojos.
—Esta
carta parece la auténtica, pero todos sabemos que no puedes tener en tu poder
las pruebas de un caso, aunque este haya sido resuelto, ¿verdad, hijo?
Al
oír eso Tomwats sufrió un nuevo escalofrío. Los métodos se investigación de su
maestro eran, por decirlo de un modo suave, poco convencionales. Muy a menudo
incluían mentir o manipular pruebas. Y era bien cierto que nunca había quedado
un caso por resolver, incluso los más difíciles, pero el chico se sentía como
si siempre estuviese dando saltos sin red. El día en el que algo fallase ambos
se verían obligados a responder ante la justicia, por muy bien que la hubiesen
servido hasta entonces. El maestro Locksher le decía a menudo que los malos
siempre iban un paso por delante y, en la mayoría de los casos, era imposible
atraparlos sin romper unas cuantas reglas.
Locksher
estaba decepcionado. Desgraciadamente volvía a ser verdad que cuando el sabio
señalaba a las estrellas, los necios miraban al dedo. Pero no era problema,
estaba acostumbrado a tratar con necios. Se pondría a la altura del hombre y lo
guiaría hacia la solución del problema como si estuviese tratando con un niño. ¿Acaso
no lo hacía siempre?
—No,
magistrado, no son las auténticas, por supuesto —mintió sin titubear—. Pero se
trata de unas réplicas exactas, realizadas mediante técnicas secretas que nos
enseñaron los amables monjes de un monasterio cuyo nombre nos ha sido prohibido
revelar, ¿verdad, Tomwats?
—A...
Así es, señor —corroboró el chico con un deje de inseguridad y abrumado por la
inventiva de su maestro—. ¡Menuda cerveza la de aquellos monjes! —añadió de su
propia cosecha el muchacho, lo que sorprendió positivamente a Locksher.
—¡Matilda!
Deje de espiar entre las sombras y sírvale otro trago a nuestros invitados.
Este muchacho todavía tiembla de frío como un pajarillo. Tartamudea y casi no
puede ni hablar...
La
mujer dejó que transcurriesen unos segundos y entró en la sala con la cabeza
bien alta y toda la dignidad que fue capaz de reunir para cumplir con los
deseos de su señor. Cuando estaba a punto de retirarse, el magistrado dijo:
—Déjenos
la botella y acuéstese, que ya le contaré por la mañana aquellos detalles de la
conversación que sean de su interés.
Una
vez que se quedaron solos, el magistrado retomó intrigado la conversación.
—Veo
las cartas, pero necesito que me diga sin más rodeos qué es lo que les ha traído
hasta mi casa esta noche.
—Entiendo,
señor, que a plena luz del día no se habría escapado a su sagaz vista que ambas
cartas están escritas por la misma persona. —El magistrado comenzó a comparar
ambas cartas entre sí a la luz de la vela y ahora sí detectó ciertas
similitudes entre ellas—. No hay duda al respecto. He hecho que ambas sean examinadas
por varios maestros calígrafos de excelente reputación y todos ellos han
llegado a las mismas conclusiones: la caligrafía, el tipo de tinta e incluso el
papel son idénticos en ambos casos.
—Veamos...
Lo que ustedes están tratando de decirme es que uno de los señores enanos,
concretamente el que escribió esta carta de auxilio, la que salvó a nuestra
hermosa reina Blancanieves de aquella muerte aparente, se ha suicidado.
Locksher
debía ser muy cuidadoso a la hora de expresar su teoría de la conspiración. Tenía
que serlo cuando era preciso apuntar su flecha tan alto. Había sido muy hábil
al aludir a la inteligencia del magistrado y ahora necesitaba presentar poco a
poco las pruebas para que pareciese que todo encajaba de forma natural, sin
ningún tipo de estridencias.
Tomwats,
por su parte, estaba desconcertado, pero eso era algo habitual. Su maestro en
rara ocasión le hacía partícipe de las investigaciones. Decía, seguramente con
acierto, que aquello que no sabía no podía matarlo. Aun así su fe en el maestro
investigador era inquebrantable. Locksher nunca había fallado a la hora de señalar
el culpable de un crimen, y había aprendido más con él en un año que en la
academia de investigadores en diez.
—Bueno
—continuó Locksher—, lo cierto es que esa carta de suicidio es la que se
encontró en la habitación del rey Henry, justo después de que el ayuda de cámara
hallase su cuerpo sin vida.
Hollymoor
ya no tenía sueño. Si lo que insinuaba aquel investigador era cierto, el rey
podía haber sido asesinado.
—¿Y
cómo os explicáis esa coincidencia?
—Me
temo que vos ya os habréis hecho una teoría al respecto. De todos es conocido
el rencor que sienten hacia los hombres los señores enanos por haberlos
desterrado a los bosques. —Locksher vio que eso no impresionaba al magistrado,
así que decidió dar una vuelta de tuerca más al argumento—. Mis informadores me
han dicho que esta misma noche, quizás mientras estamos manteniendo esta misma
conversación, los enanos tratarán de asesinar a la reina Blancanieves mientras
duerme. Créame si le digo que no tenemos tiempo que perder, magistrado
Hollymoor.
—¿Y
qué podemos hacer entonces? O vuestra fama es inmerecida, o si os conozco un
poco juraría que ya tenéis algo planeado...
—Cierto,
magistrado. Todo lo sucedido hasta ahora me hace sospechar que hay más
implicados en esta trama que los señores enanos. No sabemos cuántos de los de
palacio pueden estar alentando la conspiración y no podemos permitirnos el más
mínimo error, así que me he puesto en contacto con el conde de Faithfulrock,
que nos ha enviado a doscientos de sus más leales hombres.
—Pero
Faithfulrock es conocido por su oposición a Blancanieves. Nunca aceptó que una
plebeya accediese al trono...
—Precisamente
por eso, señor. Fue su inquebrantable lealtad a la monarquía la que le hizo
tomar esa decisión. Por un lado, el conde goza de mi más absoluta confianza, y
no se me ocurriría mejor persona para confiarle el destino del reino y de la
corona. Y por otro, estoy seguro de que a nadie en su sano juicio se le ocurriría
introducir insurgentes entre sus hombres, porque no le servirían de ayuda ya
que ninguno de ellos está en palacio. Todo el mundo sabe que el rey Henry lo
desterró a él y a los suyos después de su pública renuncia a aceptar a Blancanieves como reina.
—¿Y
puedo saber dónde están ahora esos hombres?
—A
las puertas del castillo, señor. A la espera de que lleguemos con una orden
suya para que los soldados de palacio bajen el puente y podamos abortar así la
conspiración.
—Pues
no perdamos más tiempo hablando entonces. ¡Matilda, despierte a esos haraganes
de las cuadras y haga que ensillen inmediatamente mi caballo! ¡Partimos hacia
palacio!
Apenas
una hora después, y tras un penoso viaje bajo la tormenta, el pequeño ejército
llegó a las puertas de palacio. Tal y como había supuesto Locksher, la orden
firmada por el magistrado les abrió las puertas del castillo y permitió que los
hombres del conde se desplegasen en una aparente formación defensiva y
corriesen escaleras arriba hasta los aposentos de la reina.
—Ahora,
magistrado Hollymoor, necesito ejecutar un pequeño cambio de planes para el
cual preciso que estéis lo más atento posible —comentó Locksher ante las
puertas de la alcoba real—. Si mi teoría es correcta, esta noche caerá una de
las mayores amenazas para nuestro reino, y restituiremos el honor de una
persona juzgada y encarcelada injustamente. Si me equivoco, responderé de mis
actos ante los tribunales de justicia. Conde, por favor, haga los honores, que
nunca se me dio bien derribar una puerta.
A un
gesto del conde, diez de sus hombres redujeron a los confundidos miembros de la
guardia real que custodiaban los aposentos de la reina, mientras que otros
cinco derribaban la puerta.
Tras
el estrépito que se produjo cuando la puerta cayó al suelo, los hombres del
conde entraron en tromba en la habitación. La sorpresa de todos, los recién
llegados y los que estaban dentro de la habitación, fue mayúscula y así se
reflejó en sus desconcertados rostros.
Al
ver lo que se escondía tras las puertas de los aposentos reales, Tomwats
palideció. Tal y como el maestro había predicho, en la habitación de la reina
había siete enanos, pero no parecía que estuviesen asesinándola. O por lo menos
no en el modo en el que el muchacho se lo imaginaría. Todos estaban desnudos, y
los cuerpos fuertes y peludos de los enanos contrastaban con la delicada y
blanca piel de la reina. Ellos estaban dispuestos alrededor de Blancanieves en
posturas poco menos que acrobáticas, y realizaban cosas que él jamás hubiese
imaginado que pudiesen hacerse. Cosas que, con seguridad y según el ministro de
su parroquia, serían objeto de inmediata excomunión. Por decirlo de una forma
suave, y en palabras de su tío, capitán de fragata retirado, lo que aquellos
enanos le hacían a la reina interesaba tanto a la proa como a la popa, y todo
ello a diferentes alturas de la línea de flotación.
—¡Cómo
os atrevéis, Locksher! —gritó la reina mientras intentaba taparse con un salto
de cama transparente, y recuperaba una verticalidad que le otorgaba un poco más
de dignidad—. Sin duda habéis cometido atrocidades mayúsculas en vuestra
carrera como investigador, pero esta las supera a todas. ¡Me encargaré
personalmente de que os retiren la licencia y de que vuestros huesos acaben en
el más húmedo de los calabozos!
Mientras
la reina gritaba fuera de sí, los enanos comenzaron a correr de un sitio a otro
como pollos sin cabeza. Alguno de ellos intentó enfrentarse desnudo a los recién
llegados, otros comenzaron a buscar entre el montón de ropa del suelo sus
vestimentas, y otros intentaron escapar descolgándose por la enredadera del
balcón, pero todos fueron rápidamente reducidos por los hombres del conde y
sacados a rastras de la habitación.
Locksher
sabía que ese era el momento más delicado de la representación. Había engañado
a Hollymoor para que firmase la orden contra los señores enanos, pero sólo él
sabía que era necesario ir todavía más allá. El magistrado estaba
desconcertado, pero no tardaría en salir de su asombro. Locksher necesitaba de
forma urgente una confesión.
—Buenas
noches, majestad —saludó con tono solemne Locksher—. Me alegro de que recordéis
mi nombre. ¿Por qué conformarse con uno, aunque sea el rey, si se puede tener a
siete, verdad? —comentó con cierta ironía mientras avanzaba unos pasos hacia la
cama y mostraba las cartas—. Me imagino que os preguntaréis cómo hemos llegado
hasta vos. Me temo que alguien muy tenaz y con la suficiente perspicacia reparó
en que la carta de un hombre muerto y la de una acusación de hace años estaban
escritas por la misma persona.
Hollymoor
estaba a punto de pedir explicaciones, pero guardó silencio al oír la dulce voz
de la reina.
—Me
imagino que no hay nada como hacer las cosas una misma.
—Una
vez que nos dimos cuenta de lo de las cartas, investigamos un poco en su pasado,
majestad. Por un lado tenemos a un leñador desaparecido de forma misteriosa,
cuya esposa asegura que usted es la persona que convivió durante varios años en
la casa de los señores enanos, en lo más profundo del bosque, la misma persona
a la que el leñador acusó de brujería en al menos tres ocasiones. También
tenemos un análisis exhaustivo del cuerpo del rey Henry, su fallecido esposo,
en el que los galenos afirman que en el organismo había la cantidad suficiente
de una droga extraída de la dodecágona como para producirle parálisis muscular.
Una vez inmovilizado, simular un suicidio sería un juego de niños. También
tenemos la confesión de la hechicera real, una anciana que lleva encerrada en
la torre condenada por intento de asesinato, de "su" asesinato,
majestad, demasiados años. A esa mujer a la que usted acusó de brujería, tan
solo la libró de la horca toda una vida de fiel servicio a la corona. Después
de ejecutar su maquiavélico plan, usted sabía que ningún tribunal dudaría de la
inocente confesión de una hermosa dama, que además había regresado de la muerte
de forma tan milagrosa. Solo me falta por demostrar cómo lo organizó todo para
que el padre del rey falleciese de forma tan oportuna en aquel desgraciado
accidente, pero me imagino que los verdugos no tardarán en arrancar la verdad a
alguno de sus cómplices.
—Por
lo menos lo he intentado, Locksher. No es fácil, para una chica de pueblo como
yo, llegar a lo más alto —dijo Blancanieves mientras tomaba una manzana roja
como la sangre de un gran frutero de cristal tallado que había al lado de la
cama—. La noche ha sido muy larga y estoy bastante cansada. Esta fruta que ven
en mi mano acabara por pudrirse del mismo modo que el tiempo arrugará esta piel
joven y tersa —comentó con una voz dulce como la miel, mientras deslizaba la
punta del dedo por el hombro y, con un movimiento sutil, dejaba al descubierto
un pecho perfecto—. ¿No sería una pena que permitiésemos que eso sucediese sin
disfrutar de este momento? Vamos, señores, acérquense y tomen una de estas
sabrosas manzanas...
Tomwats
estaba mareado. Estaba seguro de que Blancanieves utilizaba alguna técnica de
brujería para intentar encantarlos y, a pesar de saberlo, sentía que el cuerpo
no le obedecía. Algo que no podría explicar lo empujó a aceptar el
ofrecimiento. Aquella mujer que mantenía una pose de fingida inocencia, y que
enseñaba un pecho de alabastro en el que se dibujaba un pezón como una moneda
de cobre, era la reina, su reina, la mujer poderosa e inalcanzable que dirigía
los designios del reino y la que el pueblo había jurado obedecer. La mezcla de
poder y sensualidad lo desarmó y avanzó unos tímidos pasos en dirección a la
cama.
—¡Detente,
Tomwats! —gritó con firmeza el maestro—. Es mucho más inteligente de lo que
imaginas. Alguien como ella no deja cabos sueltos. Si no me equivoco, cuando
revises el frutero encontrarás otras siete manzanas; tantas como señores enanos
había en esta sala. Justo las únicas personas que habrían podido delatarla.
Después de esta noche, nadie habría podido testificar en su contra.
En
un arranque de rabia, el dulce rostro de Blancanieves se transformó en una máscara
terrorífica de ira y, en un gesto inútil, arrojó la manzana con todas sus
fuerzas hacia Locksher, que la esquivó sin apenas moverse.
—¡Te
odio, Locksher! ¡Nadie más habría podido descubrirme! ¡Te prometo que me vengaré!
—¡Lleváosla
acusada de asesinato y alta traición! —gritó el magistrado a los hombres que
aguardaban una orden suya al otro lado de la puerta—. He visto y oído
suficiente por esta noche.
—Cubríos,
señora. La tormenta ha dejado los pasillos fríos y las corrientes de aire son
muy traicioneras. No me gustaría que os resfriarais —le dijo Locksher al pasar
a su lado.
—Gracias
por vuestra preocupación, Locksher, pero quizás todavía quede, en algún sitio
de este castillo, un hombre de verdad con el que pueda utilizar mis encantos.
Locksher
estaba satisfecho. Las teorías, según su propia definición, eran tan solo eso,
teorías, y para que fuesen válidas había que demostrarlas. Esa noche se había
arriesgado demasiado, seguramente más allá de lo necesario pero, después de que
su cabeza encajase las piezas del puzzle, había sido necesario organizarlo todo
rápidamente y rezar para que todo saliese según lo previsto. Y había tenido
mucha suerte.
Hollymoor
se acercó a él.
—Esta
noche nos has manejado a tu antojo, Locksher, y las cosas te han salido bien.
Pero no me gustan tus métodos, del mismo modo que no me gusta que jueguen
conmigo. No te tomes esto como una amenaza pero, si sigues saltando sin red, el
día que pierdas pie nadie tenderá una mano para impedir que te caigas. Tus métodos
de investigación te están granjeando enemigos poderosos... Ten cuidado.
Y
el magistrado se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta, pero antes de
irse todavía tuvo que escuchar las últimas palabras del investigador.
—El
favor que os voy a pedir ahora no es para mí, magistrado Hollymoor. —Al oír su
nombre, el hombre detuvo su caminar sin volverse para escuchar qué era lo que
tenía que decirle Locksher—. Recordad que todavía está encerrada una inocente
en la torre. No demoréis su puesta en libertad, que bastante ha sufrido ya esa
buena mujer.
—Se
hará lo que deba hacerse, no os preocupéis. Y se hará sin demora —respondió el
hombre, y después se fue.
Locksher
se quedó pensativo tan solo un segundo, justo el tiempo en el que repasó
mentalmente todo lo que había sucedido. Las palabras del magistrado no habían
hecho mella en él, del mismo modo que las gotas de lluvia no calaban la piedra.
Había asumido cada riesgo que corría desde que había comenzado a investigar el
primero de sus casos. No se podía cocinar
sin romper algún plato.
—Vámonos,
Tomwats. Aquí ya no tenemos nada que hacer.
Y
así fue como el sagaz Locksher y su inseparable Tomwats resolvieron uno de los
casos más difíciles de su carrera.
¡Menudo zorrón! Le van a faltar agujeros a esta Blancanieves, ja, ja, ja.
ResponderEliminarVoy a tener que poner dos rombos para que no me echen de Blogger. Gracias, Loren.
EliminarDeberías poner en tu blog la ilustración de Verónica para este relato. Me parece muy buena.
ResponderEliminarSí, la verdad es que es magnífica. Como todo lo que hace. Tiene un estilo muy definido y personal.
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