Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano
El viento de
principios de otoño agitaba las ramas de los árboles y se llevaba sus hojas en
remolinos que cruzaban la estrecha carretera. El cielo estaba cargado de nubes
oscuras que prometían tormenta. Martín conducía despacio su viejo Mercedes. No
porque no conociese el camino, sino para que le diese tiempo a pensar. En la
radio sonaba una canción en cuyo estribillo una mujer repetía con insistencia «¿Quieres casarte conmigo? ¿Quieres casarte conmigo?»
Martín apagó la radio y el sonido del viento se hizo más intenso. Los faros del
coche iluminaban un pedregoso camino ascendente que se retorcía alrededor de la
colina del Cuervo. Arriba, en la cima, estaba la casa de Laura, una de las
casas de su familia.
Laura era la mujer de otro hombre porque lo
decían unos papeles, pero en realidad no tenía dueño. Durante los tres últimos
meses Laura había sido suya, sólo suya. Ahora todo eso tenía que acabar. Martín
no tenía miedo de lo que pudiera pasarle. Si le hubiese importado un ápice su
integridad física, jamás hubiese elegido ser investigador privado, la profesión
de la que malvivía. Pero la vida casi siempre te atropella, y pocas veces
puedes escoger aquello que quieres ser. Además, había sido su profesión la que
le había hecho conocer a Laura, aunque de una forma que jamás se podría haber
imaginado.
Martín recordó la primera vez que uno de los
lacayos de don Victorio se había puesto en contacto con él. El código ético de
Martín era muy estricto y tenía muy claro que no debía trabajar para personas
como el «Don», como lo llamaban en los bajos
fondos de la ciudad. Pero también tenía letras que pagar, así que aparcó sus
reservas para una ocasión en la que pudiera permitírselo y aceptó una reunión
en la casa de la playa de don Victorio.
El día de la reunión lo registraron antes de
entrar en la casa. Después le hicieron pasar al salón, en donde le esperaba don Victorio, y cerraron las puertas
correderas detrás de él. Martín podía ver las sombras de los esbirros moviéndose
a través de los vidrios de las puertas, a una voz de distancia de su amo. El hombre le invitó a sentarse
frente a él, en un sillón de cuero que debía de costar más que lo que Martín
ganaba en un año, y le dijo sin rodeos lo que pretendía: tenía una mujer,
Laura, y necesitaba que la siguiese porque sospechaba que lo engañaba.
—¿Por qué yo? —preguntó Martín un instante
antes de que su cabeza le aconsejase no hacerlo.
En el silencio incómodo que siguió a su
pregunta, uno de los hielos del vaso que sostenía chasqueó y se hundió en el
whisky. Don Victorio lo miró a los ojos, se llevó el puro a la boca y chupó con
fuerza, después exhaló el humo. Su voz salió entre la bruma.
—No me fío de mis hombres. Son unos carniceros
y esta no es una labor para carniceros. Si he de salir en la página de sucesos,
por lo menos que no sea por un asesinato en el que además me llamen cornudo. —El
hombre volvió a chupar el puro—. En cuanto a los demás detectives... Esta
ciudad está llena de mediocres. Si no fuese así, cómo iba a llegar yo hasta
donde he llegado...
Quizás había sido un chiste, pero Martín pensó
que podría ser más peligroso reírse que no hacerlo. Don Victorio continuó
hablando:
—Conozco a toda la carroña que se hace llamar
detective de aquí a Madrid. Borrachos, drogadictos, chulos de putas. En el
mejor de los casos unos incompetentes. ¿Sabes que conocí a tu padre?
A Martín esa afirmación no le extrañó en
absoluto. Su padre había sido capitán de la policía local, y como tal había
tenido relación "profesional" con todos los maleantes de la ciudad.
Durante un tiempo incluso se investigó la posibilidad de que hubiese sido don
Victorio el que hubiese dado la orden de asesinarlo, pero sólo se había llegado
a callejones sin salida. Otro crimen más sin resolver.
—Pues resulta que le debía varios favores. —El
hombre aclaró el término cuando se dio cuenta de que Martín arrugaba el
entrecejo—. No de esa clase. Tu padre era un hombre honrado, alguien que no
estaba en venta. Puedes estar muy orgulloso de él, chaval.
Don Victorio se tomó un buen trago de whisky.
—Y sucede que yo, aunque la gente no lo crea,
soy un hombre de palabra. Un hombre no tiene nada si no tiene palabra,
¿entiendes? Ahora que tu padre no está, estoy en deuda contigo, chico.
Martín seguía callado.
—Sé que eres un chico listo. Mi gente me lo ha
dicho. Tan sólo necesitas un pequeño empujón y rodearte de las personas
adecuadas. Arrímate a mí y no te faltará de nada.
Aquella noche, un chófer lo llevó a su casa.
Durante el trayecto, Martín no dejó de pensar en su padre y en qué hubiese
dicho del apretón de manos con el que había sellado el acuerdo con aquel hombre.
Martín pidió que lo dejasen a un par de manzanas de su casa. No quería que sus
vecinos le viesen llegar en un coche tan lujoso, un coche que todo el mundo
sabía a quién pertenecía.
Martín llegó a casa y entregó a Alicia el sobre
con el adelanto de un dinero con el que podrían hacer frente a los pagos
atrasados de la hipoteca. La sonrisa de su mujer hizo que sus dudas se
desvaneciesen por un instante.
—¿Ves?, te dije que las cosas no tardarían en
cambiar —dijo Alicia mientras le abrazaba.
Martín fue incapaz de decir nada. Lo que su
mujer no sabía era lo proféticas que llegarían a ser esas palabras.
Cuando Martín vio a Laura por primera vez fue
como si nunca antes hubiese visto una mujer. La conocía por las fotos en la
prensa y en alguna revista, y sabía de ella, porque era su obligación, que era
mucho más joven que su marido, pero las fotos no hacían justicia. La imagen de
un leopardo decía mucho acerca de la belleza del animal, pero nunca sería lo
mismo que verlo en movimiento. Laura era el leopardo, y era mucho más que una
cara bonita y un cuerpo de escándalo.
No hizo falta mucho alarde para certificar lo
que don Victorio sospechaba. A Laura le encantaba flirtear con machos con
suficiente pedigrí. Un par de veces por semana salía con sus amigas de compras
y luego se iban hasta el Casino a perder unos miles de pesetas. Un par de horas
y dos Gin Tonics después, se despedían con efusividad y se citaban para una
próxima ocasión. Entonces era cuando Laura conducía su deportivo hasta la casa
de alguien o a algún hotel en que había quedado previamente.
Martín se preguntaba muy a menudo por qué le
habían contratado para algo tan sencillo de demostrar. Pero los trabajos
fáciles tienen de malo que hacen que bajes la guardia. No pasó mucho tiempo
hasta que le sucedió lo que casi siempre le pasa al gato, que lo mata la
curiosidad.
Una lluviosa tarde de verano, mientras
aguardaba en el coche con la cámara de fotos preparada a que Laura saliese del
Casino, se dio cuenta de que una figura borrosa cruzaba la calle y se acercaba
corriendo hasta el coche. Martín se quedó paralizado mientras veía cómo la
silueta desdibujada por el agua que resbalaba por los cristales rodeaba el
coche y abría la puerta del acompañante. Antes de que entrase, Martín ya sabía
quién era. Esta vez se había acercado demasiado.
—Eres otro de los esbirros de mi marido,
¿verdad? —dijo Laura mientras señalaba la cámara de fotos en el regazo.
La mujer estaba completamente empapada. La camisa
blanca se pegaba a su cuerpo y unos pezones oscuros se dibujaban bajo la tela.
—¿Te gusta mirar? ¿Eres de los que disfruta
espiando a la gente? —preguntó divertida.
Martín era incapaz de pronunciar una palabra.
¿Qué debía hacer? ¿Debía disculparse?, ¿disimular?, ¿negar la evidencia? Estaba
hipnotizado por la seguridad y la sexualidad arrolladora de aquella mujer.
Laura tomó la cámara. Martín pensó que quizás querría romperla o robarle el
carrete, y eso era algo que no podía permitir. No era muy buena, pero en su día
le había costado más de lo que se podía permitir y era su herramienta de
trabajo. Cuando Martín comenzó a protestar, la mujer arrojó la cámara al
asiento de atrás del coche y le puso un dedo en la boca para silenciarlo.
Después le bajó la cremallera del pantalón. Afuera seguía lloviendo y, de vez
en cuando, alguna silueta borrosa transitaba alrededor del coche. Fue la mejor
mamada que le habían hecho nunca.
Esa fue la primera vez. Después hubo muchas
más. A veces en hoteles, a veces en alguna de las casas de Laura, en ocasiones
en sucios moteles de carretera.
![]() |
Ilustración de Sonia del Sol |
Martín se sentía incapaz de resistirse al
influjo hipnótico de aquella mujer. Cada vez que regresaba cansado a su casa
por la noche, y veía a Alicia y las niñas, se arrepentía de lo que había hecho
por el día. Se sentía sucio. Mientras intentaba conciliar el sueño, se obligaba
entre lágrimas a repetir una y otra vez que no caería de nuevo en la tentación,
que ni Alicia ni las niñas se merecían vivir aquella mentira. Pero al día
siguiente aguardaba la llamada de Laura con impaciencia y acudía a la nueva
cita ardiendo de deseo.
Después de tres meses, Martín se dio cuenta de
que aquello no podía continuar. Estaban en juego muchas cosas. Durante todo ese
tiempo, los informes que le había pasado don Victorio habían sido muy vagos. En
ocasiones hasta a él mismo le había costado que las mentiras saliesen de su
boca. Y don Victorio no era una persona a la que se pudiese engañar durante
mucho tiempo. Pero sobre todo no podía seguir así por Alicia. Quería a su
mujer. O más bien quería lo que tenía con su mujer. Laura no era de verdad.
Había estado muy bien, pero más temprano que tarde se acabaría. Laura se
encapricharía de otro y él se vería obligado a despertar de golpe. Estaba
cansado de ver matrimonios rotos en pedazos por culpa de una tercera persona.
Era parte de su trabajo. Después, todo el mundo se arrepentía, pero ya era
demasiado tarde, nada volvía a ser lo mismo. Y los niños, siempre los niños,
eran los que más sufrían. Martín no tenía ganas de convertirse en uno de sus
trabajos, en otro asunto más en una de las carpetas de su archivador.
Cuando Laura le llamó para citarle en la casa
de la colina del Cuervo, Martín se dijo que no habría mejor momento que ese
para decirle que todo se había acabado. No era algo que se pudiese decir por
teléfono, no después de lo que habían compartido. Pero su decisión era firme.
Martín detuvo el coche en la parte de atrás de
la casa. No había un ser vivo en varios kilómetros a la redonda ni la
posibilidad de que nadie pasase por allí, pero sentía que no debía tentar a la
suerte dejando el coche a la vista. No se sentía cómodo. Salió del coche
sujetando el sombrero con una mano y bajando la cabeza para enfrentarse al
viento que, como en una premonición, le empujaba para que no se acercase a la
casa. La puerta del garaje estaba abierta, tal y como le había dicho Laura, y
la casona estaba en penumbra, iluminada sólo por unas velas que le mostraban el
camino. A Laura le gustaba jugar, y a él no le había importado ser el juguete.
Durante un segundo pasó por su cabeza la idea de continuar con la aventura sólo
una vez más, pero pensó en Alicia y en las niñas y se obligó a sí mismo a ser
fuerte. Confiaba en mantener esa fortaleza cuando volviese a ver a Laura.
Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas
porque la casa no estaría habitable hasta el invierno. Martín ascendió las
escaleras lentamente. Sus dedos acariciaban el pasamanos y dejaban una huella
en el polvo que lo cubría. Las velas lo guiaron hasta una de las estancias del
piso superior. Martín entró en la habitación. No había rastro de Laura. La cama
estaba hecha con sábanas limpias y sobre el dosel había varias docenas de velas
que le daban un aspecto de altar. La puerta entreabierta del baño dejaba escapar
más luz temblorosa. Laura seguramente estaría dándose un baño. Martín arrojó el
sombrero sobre la cama y aflojó el nudo de la corbata. En ese momento ya no
estaba tan seguro y su decisión no era tan firme. Temía volver a caer en la
tentación si veía de nuevo a Laura.
El baño estaba vacío. La bañera rebosaba de
agua que olía a aceite de rosas. Martín comprobó la temperatura con un par de
dedos. Estaba fría. Desconcertado, volvió a la habitación. Cuando estaba a
punto de llamar a Laura a voces para que dejara de jugar a escondite, reparó en
la puerta que conducía a la galería. A Laura le gustaba sentarse a leer con el
mar Cantábrico de fondo, y en más de una ocasión habían hecho el amor
acompañados por el rugido de las olas. Martín salió a la galería y lo que vio
le dejó sin habla.
En algún sitio detrás de las nubes un sol que
hacía días que no se dejaba ver se estaba poniendo, pero la mortecina luz era
suficiente para iluminar el corredor. Laura estaba sentada en un sillón de
mimbre, completamente desnuda. En su pecho se dibujaban varios círculos rojos y
la sangre resbalaba en finos hilos por la piel blanca hasta su sexo. Sus ojos
estaban abiertos con el asombro de alguien que no puede creer que su vida
pudiese acabar de esa forma, o a manos de semejante verdugo. Martín estaba
acostumbrado a encontrarse con escenas como esa, pero nunca antes se había dado
el caso de que se hubiese follado a la difunta. Varias arcadas empujaron los
restos de su digestión hasta la garganta y tuvo que girar la vista para tranquilizarse.
Don Victorio. Tenía que haber sido él. Martín
reconoció que esta vez había jugado con un fuego demasiado peligroso. Y ahora
estaba a punto de quemarse. Una vez que su respiración volvió a la cadencia
habitual, se dio cuenta de que sobre una mesita había varias fotos
desordenadas. En ellas aparecían Laura y él en alguna de las escasas ocasiones
en las que se habían dejado ver juntos en público. Don Victorio los había hecho seguir. Y eso
había sido el fin. No tenía escapatoria. Aunque nunca se había podido demostrar
nada, todo el mundo sabía que don Victorio era una persona muy afortunada.
Todos aquellos que suponían un problema para sus planes fallecían. Siempre. Y
nunca por causas naturales, sino todo lo contrario. Sus víctimas siempre
encontraban formas horribles de dejar este mundo. A las personas como el «Don» les interesaba dar la mayor publicidad posible a esos
"accidentes", para que al resto de los mortales se les quitasen las
ganas de hacerse los héroes. Martín no tenía duda alguna acerca de la autoría
del asesinato de Laura, y no era tan inocente como para pensar que todo se
había acabado ahí. Ahora le tocaría a él. No podía ni imaginar lo que don
Victorio sería capaz de hacerle después de haber traicionado su confianza de
esa forma.
La luz de los faros de un coche cortó la
oscuridad de la noche. Todavía estaba bastante lejos, pero no había duda alguna
de que alguien se acercaba a la casa. Un sudor frío comenzó a mojar la camisa
de Martín. Quizás fueran los asesinos, que volvían para rematar la faena.
Quienquiera que fuese no debía encontrarle junto al cadáver.
—Hola, cariño.
La voz que sonó a sus espaldas era tan familiar
como imposible de encajar en la escena. Martín se dio la vuelta. Le habían
pillado con la guardia baja, y eso era algo que en su profesión no se podía
permitir. Tan ocupado había estado primero en pensar si se follaría o no a
Laura, y después en cómo salvar su pellejo, que no había hecho caso de su
manual de supervivencia. Tendría que haber registrado el resto de la casa.
Alicia había aparecido entre las sombras, probablemente desde otra de las
habitaciones que daban al corredor. Su esposa estaba de pie, justo detrás del
sillón de mimbre en el que Laura descansaba su sueño eterno.
—No entiendo nada, Alicia. ¿Qué haces tú aquí?
—Martín dio un paso hacia las dos mujeres.
El haz de luces del coche que se acercaba
barrió de nuevo la fachada de la casa. Cuando la oscuridad los envolvió de
nuevo, Alicia levantó la mano y un trueno brillante cortó la noche. Martín cayó
al suelo con las manos en la rodilla. El dolor era tan intenso que le impedía
pensar con claridad.
—Era yo la que me negaba a creer que esto
pudiese estar pasando. Era yo la que confiaba en que todo se acabase y que
algún día regresaras a mí para siempre. Era yo la que tenía la esperanza de que
hoy no acudieses a esta cita.
La voz era la de Alicia, pero no era ella la
que hablaba. La dulce Alicia se había ido, quizás para siempre. La voz de su
mujer estaba cargada de resentimiento y venganza. Martín no podía ver la cara
de su Alicia desde el suelo, pero estaba seguro de que lágrimas de rabia
acompañaban sus palabras.
—Lici, por favor, te lo suplico. Puedo explicártelo
todo. Todavía podemos empezar de nuevo. Hazlo por Beth y por Isa. No merecen
que todo acabe así, con su padre muerto y su madre en la cárcel para siempre.
—Nada tiene por qué acabar como tú dices...
—Viene un coche. Todavía podemos salvarnos. Don
Victorio tiene muchos enemigos, pudo haber sido cualquiera de ellos...
—Sé que viene un coche.
Alicia se movió con rapidez. El dolor nublaba
la vista de Martín, pero aún así alcanzó a ver a su mujer mientras dejaba la
pistola con la que le había disparado en la rodilla en la mano inerte de Laura.
Después se acercó hasta él y le arrojó su revólver, el que guardaba en la caja
fuerte para cuando los asuntos del trabajo se ponían feos.
—No te molestes en intentar usarlo, cielo. Si
hubieses quitado tus ojos de sus tetas y hubieses podido contar los agujeros,
te habrías dado cuenta de que no quedan balas en el tambor.
Martín pudo oler el perfume de Alicia cuando se
acercó. Su mujer vestía de negro riguroso. Su pelo oscuro estaba recogido en
una cola de caballo y sus manos estaban cubiertas con guantes de cuero. ¿Cuánto
tiempo llevaba planeando su venganza? ¿Cuánto tiempo llevaban compartiendo
cama, él pensando en Laura y ella en cómo deshacerse de ambos?
—Has llamado a la policía. Estás loca...
—¿A la policía? El que estás loco eres tú si
piensas que soy tan tonta. Tienes demasiados amigos allí. Podrías tener alguna
oportunidad. —Alicia se acuclilló ante él—. No, verás, es mucho más sencillo.
De alguna forma tú querías dejarlo y ella no, o al revés, poco importa eso
ahora. O quizás intentaste chantajearla —dijo mientras señalaba las fotos—. Lo
único cierto es el resultado final. Te la cargaste, pero antes ella te hirió a
ti. Y no, no fui yo quien llamó, aunque es cierto que tuve que forzar un poco
la situación porque la muy zorra se negaba a llamar a sus guardaespaldas para
que viniesen a buscarla. ¿La excusa? Algo tan sencillo como que su coche no
arrancaba.
Alicia se levantó.
—¿Qué pasará cuando esos asesinos te
encuentren? —continuó—. Échale imaginación. No sé quién podrá creer tu
historia, acusando a una pobre madre que pasa el fin de semana con sus dos hijas
de ser una asesina fría y calculadora, pero siempre podrás intentarlo.
Alicia se volvió y se confundió con las
sombras.
—Ahora me voy. Imagino que lo entenderás. No es
bueno para los intereses de lo que queda de mi familia que me encuentren aquí,
divagando contigo. Saldré por una de las ventanas de atrás de la planta baja.
La lancha del tío Rafael está abajo, en el embarcadero, y ya sabes que soy
buena navegando, me viene de familia. ¿Por qué te cuento todo esto? Pues porque
no te servirá de nada saberlo y hará que te des cuenta de todo lo que te has
perdido...
—¡Lici!
Su voz resonó en la estancia, pero la única
persona que podía haberle oído estaba muerta. Alicia se había ido. Martín
intentó arrastrarse hasta las fotografías, pero el dolor atroz hizo que casi
perdiese el conocimiento. Unos pasos pesados comenzaron a sonar en la escalera
que conducía al piso superior.
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