sábado, 24 de marzo de 2012

EL BOSQUE

Publicado en http://surcandoediciona.wordpress.com/2011/11/01/el-bosque/
Con la colaboración en la corrección de mi amiga Mariola Díaz Cano

La niña salió de su escondite en el agujero del viejo roble. Temblaba de frío y de miedo. La niebla cubría la vegetación como un manto de algodón, pero con la tenue luz de la mañana podían verse aquí y allá los restos de la matanza. Miembros torcidos, los cuerpos inertes de las bestias, rojo donde sólo debiera de haber verde. Silencio. La  pequeña estaba muy cansada después de haber pasado toda la noche sin dormir. En ese momento recordó los sucesos del día anterior y lo cerca que había estado de encontrar la muerte.
Todo empezó cuando la luz del sol estaba en lo más alto. Su madre la había enviado al corazón del bosque a buscar algo de comida. Tenía demasiados hermanos, más pequeños que ella, y su madre no podía ocuparse de todos. Si padre estuviese aún con ellos, las cosas habrían sido muy diferentes y no se habría visto obligada a desempeñar tareas propias de alguien mayor.
En sus viajes por el bosque, la niña había procurado siempre moverse con sigilo entre las sombras; en aquel mar de enormes árboles milenarios eso no era muy difícil de conseguir para alguien de su tamaño. Pero ahora su instinto le advertía de que la habían descubierto. Alguien la seguía. Veía cosas por el rabillo del ojo que desaparecían cuando giraba su cabeza. En un par de ocasiones se había subido a un árbol para esconderse y, de paso, tratar de averiguar qué era lo que la perseguía. Todo había sido inútil. Fuese quien fuese era muy listo. No perdía su rastro y también se ocultaba en las sombras, esperando a que ella reanudase su marcha. Cuando la niña, con la confianza de haber despistado a su perseguidor, bajaba de su atalaya y comenzaba a correr hasta casi perder el aliento, inmediatamente volvía a sentir una presencia que la seguía en paralelo, a veces a su derecha, a veces a su izquierda, siempre oculta tras el muro de árboles y vegetación.
El bosque escondía a sus hijos.
Incapaz de deshacerse de su acosador, y cuando las sombras comenzaron a hacerse demasiado largas, la niña aprovechó el hueco en un viejo roble para esconderse. Quizás en esta ocasión tuviese más suerte y la creciente oscuridad pudiese ocultarla del acechador. Aguardó conteniendo la respiración. La luna comenzó a bañar con su luz de plata el pequeño claro delante de su escondite. Las sombras se movían con demasiada rapidez a su alrededor. Podía ver el vaho de las agitadas respiraciones entre la vegetación. De repente, una de las sombras se materializó delante de ella. La niña distinguió con facilidad su lomo arqueado, su cabeza baja, husmeando y buscando su rastro, sus blancos colmillos de los que goteaba la saliva que anticipaba el festín. ¡Lobos! La manada la había encontrado. No era la primera vez que sus caminos se cruzaban, pero hasta ahora había logrado esquivarlos gracias a su agilidad e ingenio.
Las bestias estaban inquietas. Parecía que habían encontrado su olor. La niña se escondió aún más adentro del roble y sintió cómo las telarañas se enredaban en su pelo. Estaba atrapada. No tardarían mucho tiempo en dar con su escondite. Pero cuando todo parecía perdido y el miedo la paralizaba, las bestias volvieron a ocultarse en la espesura. Alguien más se acercaba. Un instante después una pequeña sombra cruzó el claro con despreocupación. La niña no tardó mucho tiempo en identificar a un pequeño osezno que, ajeno al peligro, comenzó a jugar y retozar entre las hierbas. La pequeña pudo ver los movimientos nerviosos de los lobos tras los matorrales, sus ojos brillantes. Podía imaginar sus cuerpos tensos, con los músculos a punto de saltar. Sin previo aviso, la vegetación se abrió y las bestias se abalanzaron sobre el osezno. Era fácil imaginar lo que sucedería a continuación. El pequeño animal no tenía ninguna posibilidad.
Ilustración de Sonia del Sol
El silencio de la noche se rompió en mil pedazos, llenando el claro de gruñidos, ensordecedores rugidos y un enorme ruido de pelea. El combate era desigual y, de seguir así, acabaría rápido. Pero, al oír los lamentos del pequeño osezno, alguien más llegó al claro. Una enorme masa de músculo se abrió camino entre el follaje, arrasando todo a su paso. La tierra temblaba. La madre del osezno había oído sus doloridos llantos y acudía en su ayuda. El roble palpitaba con cada uno de los acelerados pasos de la recién llegada. Los lobos habían sido cogidos por sorpresa y eso inclinó rápidamente la balanza del lado de la furiosa madre.
Con una fuerza descomunal, la enorme osa arrojó a uno de los lobos contra el tronco en el que la niña se escondía. El chasquido de los huesos de la bestia al quebrarse pudo oírse con claridad por encima del estruendo de la pelea. La adrenalina se disparó en el torrente sanguíneo de la pequeña, el miedo la embargaba. Pero todo acabó igual de rápido que empezó. Los lobos que aún podían correr huyeron. La manada se dispersó. En el claro tan sólo quedaron los cuerpos inertes de las bestias, y los osos. El pequeño estaba malherido y no podía moverse. La madre se postró a su lado, aguardando lo inevitable. Los lamentos duraron toda la noche. Al llegar la primera luz de la mañana, el osezno cesó en sus llantos. La niña pudo ver cómo la madre se lo llevaba con paso cansino. La osa también estaba seriamente herida. Era muy probable que tampoco ella pudiese llegar a ver un nuevo amanecer. La pequeña necesitaba irse de allí con urgencia. Los lobos volverían. El hambre les empujaría de nuevo a arriesgarse a un enfrentamiento con la osa, y aquel animal herido era ahora más peligroso. Esa noche la niña había tenido suerte, de no haber aparecido el osezno, ahora podrían ser sus restos los que yaciesen entre la hierba bañada por el rocío. El bosque era implacable con los inadaptados y con los débiles.
No podía perder más tiempo con las cosas que ya habían pasado, pensó mientras caminaba como perdida, sin rumbo aparente. Llevaba un día sin comer y su estómago se lo recordaba a cada paso. Sus piernas, menudas y delgadas, la llevaban entre la maleza con el paso propio de alguien de su corta edad. El sotobosque era ahora menos denso y el ramaje de los arbustos apenas laceraba la piel desnuda de sus piernas. A veces transitaba por sendas holladas por animales mucho mayores que ella, en otras ocasiones se veía obligada a atravesar muros de vegetación, en apariencia infranqueables, allí por donde lo hacían las pequeñas criaturas. La humedad magnificaba los olores, el terreno era blando bajo sus pies, acolchado de hojas y de musgo. Muy a menudo detenía su marcha, levantaba la cabeza y escuchaba los sonidos del bosque. El viento entre las ramas de los árboles, el batir de alas de los pájaros y sus graznidos. Captaba ruidos que antes, en compañía de sus padres, le habían pasado desapercibidos.
Comenzó a llover. Podía oír las gruesas gotas de tormenta de verano golpeando las hojas de los árboles muy arriba, por encima de su cabeza. El agua aún tardaría un tiempo en calar las espesas copas y caer sobre ella.
La pequeña había sido instruida para sobrevivir. Había aprendido a orientarse por la luz del sol, aunque no pudiese ver el cielo porque los árboles lo escondían casi siempre. También sabía que no debía beber de los estanques, sino de los pequeños arroyos de agua corriente. Los estanques estaban habitados por  criaturas terribles y se corría un riesgo innecesario al acercarse a la orilla.
Cuando la desesperación comenzaba a crecer en su pecho hasta casi impedirle respirar, y pensaba que tendría que volver con los suyos con las manos vacías, la pequeña apartó unas ramas y dio con un claro. No podía creer lo que veía. Después de tanto tiempo vagando entre la espesura, por fin había encontrado lo que buscaba. Sus ojos se humedecieron de alegría.
Elena salió de la tienda de campaña, donde le había cambiado el pañal al bebé, y cuando vio a la pequeña, se quedo petrificada. La niña, porque no podía ser mayor que una niña, estaba de pies sobre una gruesa raíz cubierta de musgo que sobresalía del suelo, justo en el borde del claro. Su piel, pálida como la leche, lucía sucia. El pelo, enmarañado y lacio, le cubría la cara y gran parte del torso. Todavía no sabía cómo había reparado en ella, porque su inmovilidad la hacía casi invisible. Inmediatamente se despertó en ella su instinto maternal. Había oído casos de niños perdidos que habían sobrevivido a su suerte en algún bosque, acogidos y alimentados por animales salvajes. Desde luego aquel bosque era realmente inmenso y debía de haber muchos parajes vírgenes que el hombre todavía no había contaminado. Alguien sin el entrenamiento adecuado podría haberse perdido sin remedio. Quizás sus padres estuviesen en algún sitio, malheridos. La mujer llamó a su marido, que se había alejado un poco para recoger leña.
El grito no inmutó a la niña. La pequeña nunca había visto un humano, porque nunca se habían aventurado tanto en el corazón del bosque, pero sabía de ellos por las historias que su madre le contaba. Miles de años atrás el hombre había vivido en comunión con la naturaleza. Habían llegado a ofrecer sacrificios a los antiguos dioses en altares ahora cubiertos por la vegetación, y respetaban al bosque como algo vivo. Pero se habían olvidado sus orígenes y habían condenado a las criaturas salvajes, como ella, a pequeños reductos a los que su destructora mano todavía no había llegado. La pequeña tampoco podía olvidar que habían sido los humanos los que habían asesinado a su padre, al arrasar con fuego el bosque en el que vivían. En eso se habían convertido los hombres, y eso precisamente la diferenciaba de ellos. El respeto por la vida. Cazar no era algo nuevo para la pequeña, y la muerte se había convertido en su compañera de viaje desde que tenía uso de razón, pero era algo necesario para su supervivencia y la de los suyos. El hombre mataba sólo por placer.
Elena escuchó cómo su bebé la llamaba desde el interior de la tienda de campaña. Tenía hambre. Al oírlo, la niña torció su gesto y giró la cara hacia el sonido. Había algo raro en su expresión, pero la mujer no cayó en la cuenta hasta que su marido apareció entre la espesura, alertado por su grito. La mujer señaló a la niña y en ese momento se dio cuenta de qué era lo que estaba mal. Su sexto sentido de madre la puso en alerta: los gestos al localizar el llanto del bebé, la seguridad en los movimientos. La pequeña no estaba asustada, más bien actuaba como lo haría un depredador. El horror la paralizó cuando la niña dejó al descubierto una cola, semejante a la de un escorpión, que ascendió por encima de su cabeza. Podía ver con claridad el aguijón, del que goteaba un líquido rojo. Su marido dejó caer los troncos que había reunido y no tuvo tiempo de hacer nada más. La niña se abalanzó sobre él a la velocidad del pensamiento. El hombre retrocedió, tropezó con una raíz y cayó, con lo que se quedó tendido boca arriba. La niña acabó muy rápido con su resistencia. Atacó en silencio justo donde le habían enseñado a hacerlo, en el cuello. Aquel menudo cuerpo escondía una fuerza mucho mayor de lo que aparentaba. La mujer no cesaba de gritar y sus voces se mezclaban con los llantos del bebé. Pero no importaba, allí nadie podría oírles. Cuando acabó con el hombre, la niña se levantó y se dirigió hacia la mujer. La sangre caliente escapaba por las comisuras de sus labios.
Los gritos histéricos cesaron en segundos y poco después también el llanto del bebé.
Con el estómago lleno, la pequeña se permitió una pequeña siesta. Cuando despertó, la luz del sol menguaba rápidamente. Debía reemprender la marcha. En su camino de vuelta procuraría dar un rodeo aún mayor al estanque. El olor de la carne que llevaba a la madriguera podría hacer que las criaturas del agua se atreviesen a desafiar los límites de su territorio. Esa noche sus hermanos pequeños comerían.
El bosque protegía a sus hijos.

1 comentario:

  1. Enhorabuena!!!! Sigue adelante, el mundo necesita más escritores como tú. Logras hacer, de tu fantasía ,un arte.

    BESOS DESDE LANCELOT

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