Pablo despertó bañado en sudor y completamente descolocado.
Por un instante no supo donde se encontraba. Apenas había descansado. La
pesadilla le había atrapado durante toda la noche y eso le había impedido
dormir bien. Si había cantidad de sueños hermosos de los que sólo quedaba el
vapor de su fragancia cuando uno volvía a la realidad del día siguiente, ¿por
qué la pesadilla seguía clavada con nitidez en su cabeza con todo lujo de
detalles?
Tanteó en la oscuridad de su habitación, con precaución y un
poco de miedo, hasta que encontró la cinta de la persiana. Entonces tiró de
ella. Como un oscuro presagio, la mañana
había amanecido brumosa. El aire pesaba cargado de humedad y dificultaba la respiración.
A pesar de no verse el sol, el bochorno era agobiante incluso a aquellas
primeras horas de la mañana. ¡Qué diferencia con el frágil y cristalino día
anterior! Este era uno de esos días de verano en los que era inevitable que
todo acabase en tormenta de gotas gordas. Y cuanto antes llegase mejor. Sólo a
partir de ese momento habría alguna posibilidad de que el cielo se despejase.
Tampoco Rodrigo parecía haber descansado del todo bien.
Todavía podía leerse un poco de agotamiento en su mirada cuando Pablo le
despertó, agitándole ligeramente.
En la cocina, además del “buenos días” inicial, sus padres no
les dedicaron mucha atención. Estaban enfrascados en una conversación de esas
de mayores, sobre la poca o mucha importancia que tenía lo que le estaba
sucediendo al sol. Así que los dos chicos llenaron sus barrigas con la ayuda de
Macarena, y evitaron hacer preguntas. Sabían que las respuestas serían muy
parecidas a aquellas que obtuvieron cuando se les ocurrió preguntar cómo era
posible que llegasen las imágenes al televisor.
Pero Pablo había visto en su sueño lo que le estaba pasando
al Sol y, al escuchar la conversación entre sus padres, se hizo inevitable que
volviese a revivir las terribles imágenes de la pesadilla. Por fin encajaban
todas las piezas del puzzle. Lo que le ocurría al Sol no era muy diferente de
lo que sucedía a Mundo Flik. Las máquinas habían localizado su estrella y
trataban de llevar la guerra a la Tierra, a Pablo no le cabía duda alguna al
respecto. Pero no podía contárselo a nadie. Se lo había prometido a Flik.
Además, y aunque lo hiciese, ¿quién le creería? ¿Cuándo se había visto que un
niño pudiese aportar soluciones a un problema de mayores? Ni siquiera le
tendrían en cuenta.
Lo cierto era que Pablo también estaba luchando por la
Tierra, y si ya había ganado a las máquinas en una ocasión, no tendría por qué
no poder hacerlo otra vez más. Después del desayuno, los niños subieron a su
cuarto a jugar porque las primeras y gruesas gotas de agua, procedentes de unas
inmóviles y espesas nubes, comenzaron a estrellarse en la negra pizarra del
tejado.
Pablo se acercó a la ventana, en cuyo cristal comenzaban a
dibujarse los primeros arañazos de agua. Al niño le asustaba la idea de que
Flik apareciese y no pudiese comunicarse con ellos. Rodrigo arrastró el pequeño
taburete para ponerse a su altura. Estaba poco comunicativo. El vaho de sus
respiraciones empañaba rítmicamente el cristal. En el horizonte los relámpagos
de la tormenta iluminaban con brillantes destellos un encrespado mar de color
marrón.
Justo cuando sonó el cascabel de Gordo, que se estiraba en
sueños sobre la cama de Rodrigo, una pequeña pelota amarilla cobró vida a los
pies del viejo roble.
–¡Pablo, Rodrigo!, es la hora. Tenéis que venir hasta el
portal –la voz de Flik sonó con claridad dentro de sus cabezas y las dudas
comunicativas de Pablo se disiparon por completo.
Los dos chicos se miraron al unísono.
–Vamos, Rodrigo.
–Pelo, pelo... y zi noz cae un layo. Y zi le cae un layo a
Flik.
–No seas absurdo, hombre. ¿Cuántas ranas has oído tú que
mueran chamuscadas por un rayo?
–Ya pelo, pelo...
–Anda, vamos y déjate ya de pelos –Pablo recordó algo que
había funcionado muy bien el día anterior–. ¿O acaso crees tú que Tarzán se
esconde en su cueva, cada vez que tiene que salvar a un bicho de esos de la
selva, tan sólo por que se ponga a llover?
En la cabeza Rodrigo de nuevo sonó clic. Pablo había pulsado
otra vez, con gran habilidad, su fibra sensible. Ya no era Rodrigo el que
hablaba. El que ahora se encontraba a su lado era Tarzan, el invencible.
–Vamonoz, Pabo, que no tenemoz tola la manana.
Los dos hermanos corrieron escaleras abajo. Macarena trató de
interponerse en su camino, gritando que estaba lloviendo y que si salían,
volverían calados hasta los huesos y ensuciarían toda la casa, pero los niños
utilizaron la estrategia sobradamente conocida por ellos de divide y vencerás.
Uno corrió por su izquierda y el otro por la derecha, dejando a la pobre mujer
indecisa y mascullando algo en arameo, sin poder evitar que los niños la
superasen.
Pablo y Rodrigo atravesaron el garaje como exhalaciones y
saltaron por encima de Lucas, que a esa hora todavía permanecía en su camita.
El pequeño animal apenas se inmutó con la presencia de los chicos. Su padre les
había dicho que debía de sufrir una indigestión. Lucas era un glotón y nunca
comía suficiente. No era la primera vez que le pillaban en casa de Carlos, con
las pezuñas en la masa, atracándose con la comida de los perezosos perros de su
amigo. Después de esas excursiones lo más habitual era que se quedase así de
aletargado. En esos casos el veterinario siempre recetaba lo mismo, DD. Es
decir, dieta y descanso.
Al salir al jardín, a Pablo le asaltó una multitud de
diferentes olores magnificados por las primeras gotas de lluvia. Sobre todos
ellos, predominaban el de la tierra caliente y mojada, y el de la hierba
húmeda.
Sin perder un segundo para mirar atrás, Flik y los chicos
saltaron dentro del árbol. Los tres escaparon de una tormenta que crecía en
intensidad por momentos y que casi estaba sobre la casa.
En Mundo Flik las cosas estaban aún peor que en la jornada
anterior. Al subir a los discos que les conducirían hasta la cámara de la
contienda, Pablo volvió la vista hacia el árbol de cristal y se dio cuenta de
que su brillo había perdido mucha intensidad. Durante el trayecto, y al alzar
la cabeza, también pudo observar que los oscuros penachos del exterior
conseguían filtrarse sin mucha dificultad a través de la invisible barrera de
la cúpula. Una vez en el interior se buscaban entre sí para formar olas cada
vez mayores. Como si las plumas caídas de un cuervo pudiesen reunirse para
forjar de nuevo el ave. Aquel aire contaminado amenazaba con cubrir con su
pestilente aliento la vida que se refugiaba en aquel santuario.
–¡Demonios! –exclamó Pablo– hay “mogredumbre” en cualquier
sitio que mires. Todo está “putrificado”.
–Así es. Ayer sucedió algo tras el primer enfrentamiento
–explicó Flik, que fue capaz de entender las palabras de su amigo gracias al
contexto en el que las había utilizado–. Durante un tiempo precioso las
máquinas abandonaron sus tareas mínimas por alguna misteriosa razón que aún no
conocemos, y todo en el exterior se degradó aún más. Necesitamos acabar esto
cuanto antes. No aguantaremos mucho tiempo.
Dentro de la Cámara todo estaba igual que el día anterior. La
verdad era que Pablo no esperaba que fuese de otra forma.
–¡Hoy quielo cugal yoooo! –gritó Rodrigo, cuando comprobó que
Pablo avanzaba hacia la mesa–. ¡Me toca a miiiiiiiií!.
Los invisibles ojos mecánicos que les observaban y enviaban
datos a Gran Máquina, enfocaron a aquella criatura que hablaba utilizando tan
confuso lenguaje. Mientras lo hacían, registraban su sonido y hacían vanos
esfuerzos por traducirlo.
–No puedes, Rodrigo –contestó Pablo–, este es un asunto
serio. Ya te dejaré jugar en casa con la consola.
–No ez lo mizmo. ¡Jo!, ¡qué molo tienez! No ez juzto– el
pequeño se cruzó de brazos enfurruñado.
Pablo se sentó, y de nuevo aquel respaldo se amoldó
perfectamente al contorno de su espalda. Ya había tomado en sus manos el mando
y esperaba la aparición de los minúsculos tentáculos de su rival, cuando una
hermosa voz emergió de algún lugar detrás de la posición que debía de ocupar su
contrincante. Aquel agradable sonido se quedó flotando en el aire, como el
aroma de un buen perfume.
–Disculpad el retraso. Mi nombre es Uno.
Quien les hablaba brotó de la pared acaramelada como un
chorro de aceite. Como si la peculiar materia de la que estaba construida la
Cámara se apartase un poco para dejar paso al invitado. A Pablo le dio la
impresión de que una técnica muy parecida tenía que ser la que utilizaban los
fantasmas para atravesar las paredes.
La figura no era más alta que Pablo, pero tampoco más baja.
Lo que fuese que se sentó frente a él era del mismo material que las paredes y
la mesa. Parecía ser que todo en Mundo Máquina estaba construido con aquel
extraño compuesto. Al mirarlo, a Pablo le daba la extraña sensación de estar
contemplándose en un espejo oscuro, o de estar viendo a su sombra más espesa.
En la cabeza de aquella aparición, unas ondas simulaban pelo. De tener una piel
como la suya, aquella figura no debía de ser muy diferente a él.
Uno se sentó frente a él y tomó el mando en sus manos. Pablo
estaba hipnotizado por los movimientos suaves y líquidos de aquella máquina.
–Cuando quieras –volvió a decirle aquella voz melosa.
Pablo elevó su vista hacia la pantalla, tan sólo para darse
cuenta de que Uno ya había elegido el circuito y su vehículo. El velo protector
se alzó a su alrededor para aislarles de nuevo del entorno.
Estaban esperándole.
El Planeta de Congelado.
Demonios, pensó Pablo.
Demonioz, pensó Rodrigo,
desde su posición de espectador privilegiado, en cuanto vio el circuito que
habían elegido las máquinas.
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