–Pablo,
¿hacemos un castillo para príncipes y princesas? –preguntó Sara, para ver si al
ser la primera en proponer un juego les pillaba a todos desprevenidos y obtenía
por descuido su aprobación–, he traído a Felisa, a Felipe y a su pony
maravilloso... –continuó hablando, a la vez que agitaba en el aire una linda
muñequita de larga cabellera plateada.
Sara se plantó ante él. Esperaba una respuesta. Desde que la
niña había llegado al barrio, Pablo ya había jugado unas cuantas veces con
Felipe, Felisa y su pony. Y ella sabía que hasta le había gustado. Pero eso
había sucedido en la intimidad de sus casas, y ahora estaban en la playa,
rodeados por todos sus conocidos. En situaciones como aquella, su amigo solía
dejar clara su preferencia por los juegos masculinos.
Pablo había crecido con Carlos “el sanguinario”, y sus juegos
y aventuras se basaban en los mismos argumentos. Luchas y sangre. Lo único que
cambiaba en sus guiones era el paisaje, que bien podía ser el espacio profundo,
el salvaje oeste o la Francia de los mosqueteros. El resto siempre era igual y
muy fácil de adivinar. Necesitaba un poco más de tiempo para adaptarse a las
propuestas de la nueva inquilina de la pandilla. Ahora no podía mostrar el más
mínimo atisbo de debilidad. Un corro de chicos de su misma edad esperaba
expectante su decisión, no podía fallarles...
–¡No, demonios! Lo que haremos será construir el castillo de
la calavera negra. Después lo rodearemos de un profundo foso, en el que pondremos
pestilentes caimanes del Artico que escupan veneno a aquellos que intenten
atravesarlo.
–¡Síííí! –corearon todos los chicos al unísono– ¡caimanes!,
¡Artico!
–Yo voy contigo Zala... –le dijo Rodrigo, a quien le daba
pena que Sara fuese la única chica en aquel grupo de brutos.
–Bueno, bueno –acabó Sara, que siempre tenía la última
palabra y estaba preparada para una negativa–, caimanes y foso. Pero con
príncipe y princesa, ¿vale?
–Vale –aceptó Pablo, porque en ese momento ya sabía quien iba
a acabar en las fauces de los caimanes venenosos.
Cuando los caimanes de Pablo estaban terminando de devorar a
Felipe y comenzaban con una de las patas del pony, una figura se interpuso
entre el sol y los chicos. Todos levantaron la mirada, era Carlos, que ya había
llegado a la playa, aparentemente libre por fin de sus “problemas técnicos”. El
chico se despojó de su camiseta del Barça, y dejó a la vista un cuerpo flácido
y del color de la arena seca.
–¿Lo de tu hermano, Pablo? –le preguntó Carlos, con gran
interés y crípticas palabras, acerca de la posible transformación nocturna de
Rodrigo.
–Nada, falsa alarma –y Pablo en ese momento volvió a recordar
que aún no había devuelto las cabezas de ajo a su sitio–. Luego te lo cuento
todo
–¡Pues vaya fastidio! –exclamó su amigo, contrariado por no
haber podido demostrar su teoría y no ser todavía capaz de descubrir a un
vampiro, con tantos como había por ahí sueltos –. Bueno, ¿jugamos a la Guerra
de las Galaxias?
–¡Vale, vamos! – volvió a gritar entusiasmado el dócil coro
masculino.
Carlos era algo así como el capitán del equipo. Era el mayor
de la pandilla y además poseía un increíble don de gentes. Sabía cómo ganarse a
todos los chicos, que siempre estaban hambrientos de sus sangrientas historias.
Cuando su amigo hizo aparición para Pablo fue una especie de alivio. Ya estaba
un poco cansado de tanta boda real y de tantos niños a los que había que llevar
al colegio. Y es que Pablo no sabía cómo, pero Sara siempre acababa llevando el
juego a su terreno, con lo que los vampiros acababan yendo a comprar leche al
super y los hombres lobo tenían que bañarse con champú acondicionador todas las
noches. A Pablo no le costó mucho decir que sí a Carlos
–Yo tambén quelo, Pabo.
Carlos siempre trataba de evitar que Rodrigo jugase con ellos
porque era muy pequeño. O detenía el juego en exceso, o acababa llorando
–Rodrigo ¿por qué no te quedas con Sara y los otros chicos
más pequeños? –le dijo Carlos, mientras señalaba con naturalidad al grupo de
los parias, aquellos que por su edad aún no habían sido llamados al Olimpo de
los mayores–: con nosotros podrías hacerte daño
–Oye Cal-loz, que yo tambén zoy mayol, como tú
–Claro, claro. Pero si no tiene nada que ver con el tamaño.
–Zí, ez pol ezo, zí –respondió un airado Rodrigo–, que oz
cleéiz muy listoz y que yo zoy bobo...
–Rodrigo, no hace falta que grites.
Pablo miró a su madre, que permanecía sentada bajo la
sombrilla jugando con Pelayo. Temía que pudiese escuchar la discusión entre
Carlos y su hermano, porque ya sabía de qué lado se pondría en caso de tener
que intervenir
–... Pelo tú no tenez una lana amalilla que haba.
Carlos siempre tenía preparadas réplicas para las objeciones
de Rodrigo, pero esta vez se quedó mudo. ¿De qué estaba hablando ahora el
pequeñajo?. Pablo reaccionó a la velocidad del rayo. Tomó a su hermano del
brazo y se alejó con él a unos pasos del grupo de sorprendidos chicos. Pablo
era el responsable de mantener un gran secreto. Algo tan grande e importante
que nadie más en el mundo conocía su existencia... excepto Rodrigo. Y no estaba
dispuesto a consentir que lo estropease. Pablo no quería que nadie más se
entrometiese. Era suyo. Sólo suyo. Flik había venido a buscarle a él, y esa
mañana había quedado claro que era capaz de manejar aquel asunto sin ayuda de
nadie. Pablo se había sentido como un héroe tras la victoria, y eso era algo no
sucedía muy a menudo. Además, estaba cansado de que los mayores hablasen entre
ellos con palabras que nadie más entendía, y que cuando les preguntaba por algo
le despachasen con la célebre frase de “cosas de mayores”. Pues ahora se
trataba de una cosa de niños, y no permitiría que ninguno de los mayores
husmease en su secreto
–Oye, Rodrigo, sabes que no puedes hablar de Flik a nadie. Te
lo dijo bien claro.
Rodrigo, que era muy listo, sabía perfectamente cómo tratar
con su hermano. Su intención nunca había sido la de contar el secreto a nadie,
sino la de utilizarlo como llave para conseguir lo que quería. Si lo revelase
perdería poder sobre Pablo y eso no le interesaba de ninguna manera
–Ah, no ¿eh? ¿Y zi le dico a mami que no quielez cugal
comico?
Pablo miró al chantajista de su hermano a los ojos. Rodrigo
le aguantó desafiante la mirada
–Vale, tú ganas –dijo rendido Pablo–, volvamos con los demás.
Y dicho esto, regresaron con los chicos, que aguardaban
expectantes. La sonrisa de Rodrigo no cogía en su cara
–Carlos, seguro que puede jugar en mi equipo –comentó Pablo
zanjando la cuestión, a la vez que se acercaba a su amigo y a los sorprendidos
chicos–, donde voy yo, también va él. Acabo de decidir que mi hermano ya es
mayor.
Carlos no salía de su asombro. Pero si era Pablo el que
siempre le pedía alguna excusa para poder librarse de Rodrigo. Y no era por
falta de cariño, que de sobra sabía que los hermanos se adoraban, si no porque
consideraba que todavía no estaba a la altura de sus aventuras. No cabía duda
de que algo muy jugoso tenía que estar en juego, para que Pablo apoyase así al
renacuajo. Rodrigo pasó a su lado, muy cerca, hinchando el pecho y moviendo el
culito de un lado a otro como un pavo real. Después se marcharon todos juntos
hacia el lugar más idóneo en el que vivir sus aventuras.
No habían pasado ni cinco minutos, cuando Rodrigo volvió
junto a Sara, con los brazos cruzados sobre el pecho y visiblemente enfadado.
Arrastraba sus pies haciendo surcos en la arena
–Zon un lollo. Zolo puedo zel ele-doz y no puedo decil maz
que fiúúú fiúúú
–Pues ven a jugar con nosotros, que te dejo ser el príncipe
Felipe.
–Nooooo, yo quelo zel el pony…
–Vaaaale –respondió Sara, feliz por tener otro cortesano en
su corte real– hagamos un gran castillo digno del príncipe Felipe.
Después de un buen rato de intenso trabajo, y cuando los
ingenieros areneros dieron por fin el visto bueno a la construcción, sucedió el
incidente que vino a enturbiar aquella hermosa tarde de verano. Todo barrio,
toda infancia, todo momento de felicidad tiene a sus propios gemelos. Chicos
que con su aparición consiguen que se disparen los niveles de adrenalina, del
mismo modo que si uno estuviese nadando entre tiburones.
El choque con la tierna construcción de arena fue brutal y
dio buena cuenta de la parte noble del castillo. Justo aquella en la que se
alojaba el príncipe Felipe. Fue como si el meteorito que había acabado con los
dinosaurios hubiese vuelto a caer sobre la Tierra. Atónitos, y cubiertos por
completo de la arena que había salido volando en todas direcciones tras el
impacto, los chicos que habían levantado aquel hermoso y esbelto castillo
permanecieron inmóviles a su alrededor. Velando la moribunda construcción.
Habían pasado del orgullo y la satisfacción por la obra realizada a la más
rotunda de las decepciones.
Del cráter, y sacudiéndose de la misma forma en la que lo
haría un oso pardo, se irguió lentamente la figura de uno de los gemelos.
Ocasionando, a la vez que recuperaba la verticalidad, el mayor daño posible a
lo que aún quedaba en pie del castillo.
Entre risas mal disimuladas y algún que otro comentario
despectivo, enseguida llegaron al lugar del desastre su fotocopia humana y el
resto de la temible banda de la calavera.
Al llegar a la playa, Pablo y Rodrigo les habían visto
merodear por los alrededores. Ahora sabían que aquellos merluzos habían
aguardado hasta que los chicos finalizasen la construcción para realizar su
violenta presentación
–Estáis justo en medio del campo de fútbol –les soltó
desafiante el gemelo recién llegado, con uno de sus pies apoyado sobre un
balón.
Los gemelos tenían la misma edad de Carlos, pero al contrario
que él no se alimentaban tan sólo de pizza y coca cola. Con la carne de uno
solo de aquellos brutos podrían fabricarse fácilmente dos o tres cuerpos como
el de Carlos. Además, y por si eso fuese poco, había que añadir el pequeño
detalle de que ambos tenían el cinturón verde amarillo de kárate. Eran más
grandes y más fuertes, y lo sabían.
Pablo y Carlos se acercaron al barullo alertados por uno de
sus amigos, y se encontraron a todos los chicos aguardando en una especie de
tensa calma. El aire estaba cargado con la electricidad que precede a la
tempestad. La más pequeña chispa bastaría para desencadenar la batalla. Lo que
más sorprendió a Pablo, algo que no se hubiese podido imaginar ni en un millón
de años, es que fuese precisamente su hermano el que se estuviese enfrentando a
los gemelos. En primera línea de combate.
Rodrigo, el prudente.
¿Qué estaría pasando por aquella pequeña cabeza de chorlito,
para que hubiese olvidado sus principios y le hubiese hecho avanzar hasta el
frente de batalla? A Pablo le hervía la sangre. Bien era cierto que su hermano
y él tenían todos los días algún enfrentamiento, y que alguno de ellos
terminaba, como buenos hermanos que eran, en una pelea de las gordas. Ese tipo
de desencuentros nunca iban más allá de
unos dientes marcados en un brazo, o un arañazo que amenazase sangre en la
espalda. Heridas de guerra a las que había que añadir el justo castigo impuesto
por el implacable juez que era Macarena. Eso no contaba, él podía pelearse con
su hermano cuanto quisiera y viceversa, que para eso eran hermanos, pero ante
cualquier amenaza exterior, los dos responderían siempre como una única
persona.
El sentido común de Pablo esta vez le aconsejó intermediar
para tratar de evitar la tragedia. Sabía que sería complicado, pero tenía que
intentarlo. La fuerza bruta no funcionaría contra la “banda de la calavera” al
completo. Estaban en desventaja. Además estaba seguro de que eso era justo lo
que buscaban los agresores, una buena pelea. Antes de que pudiese abrir la
boca, oyó con claridad la voz de su hermano tomar las riendas de la situación
–¡Y que zepaz que a mí no me da medo tu banda de la cacavela!
Rodrigo hinchó el pecho y se puso de puntillas para mirar más
de cerca los ojos del gemelo que estaba más próximo. La frase había sido
pronunciada con la contundencia necesaria para que no hubiese lugar a
interpretaciones erróneas. Pablo no podía creer lo que estaba escuchando. ¿Era
éste de verdad su hermano? Por su cabeza pasó la conversación que habían
mantenido esa misma mañana, en la que recomendaba a Rodrigo ser un poco más
valiente y atrevido. ¿Tanto efecto había hecho en su hermano menor aquellas
palabras? Si fuese así, sería necesario mantener con urgencia otra reunión con
él, en la que pudiese mencionarle las bondades de sopesar las consecuencias de
sus actos. Pero ahora ya no había tiempo. La situación se hallaba exactamente
en donde querían los gemelos, con las dos pandillas demasiado cerca una de la
otra para retroceder. Si aquellos brutos estaban buscando un motivo para
iniciar una pelea, ya lo tenían. Rodrigo se lo había servido en bandeja.
Los gemelos parecían un poco sorprendidos por haber llegado
tan rápidamente hasta aquel punto de no retorno. Las personas como ellos vivían
más bien del miedo que infundían, que de llevar a la práctica sus amenazas.
Pero una frase como aquella, pronunciada de esa forma y delante de tanta gente,
no dejaba muchas opciones. Estaba en juego su credibilidad como matones.
A Pablo le daba la sensación de que de poco serviría
explicarles que su hermano no era capaz de pronunciar la palabra calavera como
los demás. A juzgar por la actitud de aquellos bestias, que cercaban a Rodrigo
de tal manera que apenas se le veía entre tanta carne, habían tomado sus
palabras como un insulto
–¡Vamos, escuchadme chicos! Mi hermano no quería decir eso.
El no sabe decir la palabra “calavera”.
Pablo se interpuso entre las dos partes en conflicto, aún
arriesgándose a ser el primero en recibir un mamporro. Carlos se puso a su
lado. Por su cara de profunda concentración, Pablo supuso que estaba intentando
poner en práctica alguno de sus trucos jedi.
–¡CA-CA-VE-LA!, ¡CA-CA-CU-LO! –les espetó Rodrigo, asomando
desde detrás de su hermano.
Nada más oírlo, Pablo se giró y le fulminó con la mirada. ¡A
ver si al final resultaba que el inocente Rodrigo sabía decir la palabra
calavera!, pensó Pablo
–¿Todo bien, chicos? –preguntó el padre de Sara, mientras se
acercaba rápidamente al grupo de la mano de su hija.
Los gemelos, que estaban a punto de saltar como panteras
sobre los chicos, frenaron su ímpetu de golpe. Pablo respiró profundamente.
Había llegado la caballería y lo había hecho como en las películas de vaqueros,
en el último momento. Lo normal es que nadie fuese capaz de distinguir quién
era quién de los gemelos, pero los que los sufrían en sus carnes sabían que uno
era el maquiavélico cerebro y el otro su brazo ejecutor. El que de los dos era
el músculo, se adelantó al resto de su tropa y les soltó una amenaza muy
directa.
–Un día, cuando vuestro padre os lleve al cole en ese
cacharro de coche que tenéis, os pasaré por encima con el Hummer y ni siquiera
me enteraré.
–Otra vez será, enanos –les susurró el otro de los gemelos,
antes de alejarse con su siniestro grupo de colegas.
El padre de Sara fue el primero en decir algo:
–Cuando yo tenía vuestra edad, también había gemelos en mi
barrio. Conozco a este tipo de matones de tres al cuarto nada más verlos.
–¿Qué ez un jamel? –preguntó el liante Rodrigo a la
concurrencia. Los chicos le rodearon y le felicitaron por su arrojo.
Su pregunta quedó sin respuesta al aparecer sus padres, con
Pelayo y sus andares tambaleantes, para
proponerles un baño. Todos aceptaron por unanimidad entre vítores y ovaciones,
incluido Pablo, que dejó por un momento
a Carlos, los-jedis-nunca-se-bañan-por-iniciativa-propia, para unirse a los
bañistas. A Pelayo no le quedó más remedio, mientras los demás disfrutaban de
las olas, que quedarse con su mamá en la orilla, sentado en un charquito de
agua calentada por el sol. Cuando regresaron a las toallas, todos estaban
muertos de hambre, así que atacaron sus meriendas sin piedad. El sol ya había
aflojado mucho y los chicos se juntaron en un corro. Había llegado el momento
de las confidencias.
–Carlos, ¿sabes que las arañas ya no están en su sitio? –le
dijo Pablo a su amigo– algún animal debe de habérselas zampado.
–No –respondió su amigo, a la vez que masticaba un pedazo de
bocadillo–, fueron los gemelos. Se las llevaron en un tarro de cristal. Pude
verles ayer por la tarde, desde la ventana de mi habitación. Debieron de
seguirnos alguno de estos días, cuando las alimentábamos.
–¡Qué canallas! –dijo Pablo– ¡Cómo me gustaría darles un
escarmiento!
–Ese día llegará, Pablo –le contestó Sara–, ya verás.
–Aún hay más –continuó Carlos–, también han pegado estos
carteles por toda la casa abandonada.
El chico rebuscó en su mochila y sacó un papel arrugado que
desplegó para que sus amigos pudiesen verlo.
"PROPIEDAD PRIBADA"
"PRIBIDO EL PASO"
"PELIGRO DE MUERTE SI TE PILLO"
"TENGO PERRO PELIGROSO"
–Este debió de escribirlo el gemelo torpe, pero de todas
formas se entiende bien –aclaró Carlos.
–¿Noz echan del ezcondite zecleto? –Rodrigo parecía abatido.
–Esto es cosa de los chicos, no de sus padres –concluyó
Sara–. Sólo quieren asustarnos. Tienen tanto derecho como nosotros a entrar en
esa propiedad.
Pablo no sabía por qué, pero le atraía la forma de razonar de
Sara y lo resolutiva que era.
Como siempre sucedía a la hora de volver a casa, el momento
llegó justo cuando más interesante se estaba poniendo la conversación. Los
chicos, que ya sabían hasta dónde podían forzar la situación, sólo cedieron con
la promesa del helado. Así que, una vez concluidas las negociaciones,
recogieron todas sus cosas, limpiaron de arena a Pelayo lo mejor que pudieron
y, tras despedirse de Sara, que se iba de cena con sus padres y unos primos
lejanos a un restaurante en el puerto, tomaron el camino de regreso.
Cuando llegaron a casa el sol había desaparecido del
horizonte. Los mayores corrieron al baño, y se ducharon entre risas y pompas de
jabón. Después de ellos le tocó el turno a Pelayo, al que sus padres asearon en
el barreñito, mientras reía sin cesar y pataleaba, arroando pequeños maremotos
en todas direcciones. Cuando terminaron con los baños, todos cenaron
ligeramente, vieron un rato la televisión, y en cuanto sus padres se dieron
cuenta de que Rodrigo se quedaba dormido, les llevaron a la cama.
–Rodrigo. ¡Rodrigo! –llamó Pablo a su hermano en la oscuridad
de la habitación.
Pero no hubo respuesta. Su hermano estaba frito.
El día había sido muy intenso y la noche era el mejor momento
para repasar mentalmente los hechos de la jornada.
¡Qué lejos quedaban Flik y su problema en aquel momento!
Pablo se sentía como un héroe. No, en realidad era un héroe.
Uno auténtico, como los de las películas. Era el guardián de un enorme poder
que crecía en su interior y que recorría sus manos. Las manos que habían
derrotado a su terrible enemigo en el primero de los enfrentamientos. No todos
los días alguien era capaz de salvar un mundo. Podía sentir la magia en las
puntas de sus dedos. Nada podría derrotarle, ni en este día ni en ningún otro.
Pablo se sentía grande, peligroso, era invencible, era... era... y no fue capaz de acabar la frase. Medio
instante después también él se durmió.
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