Rodrigo pensaba que Uno era muy guapo, y eso para él era
sinónimo de bondad y de persona en la que se podía confiar. Les había dejado
jugar a los dos y se lo estaban pasando genial. Pelayo, a su lado, se agitaba
de forma espasmódica y gritaba de emoción. El pequeñín accionaba la parte del
mando que quedaba a su alcance como podía, y como consecuencia de sus órdenes
el bólido se movía con impulsos erráticos e impredecibles.
Hacía mucho tiempo que Rodrigo no se lo pasaba tan bien. En
casa eran muy pocas las ocasiones en las que Pablo le dejaba jugar con la
consola. Y para Pelayo era la primera vez.
–¡Mola pila!
–¡Gaaaaaa!
Cuando Rodrigo se giró, no lo hizo porque pudiese oír a su
hermano mayor, eso era imposible con el rugir del motor y los densos ruidos de
la selva a su alrededor, pero algo dentro de su cabeza de sugirió que lo
hiciese.
Y se asustó. No esperaba encontrarse con su hermano y con
Flik tan cerca. Además su conciencia no estaba del todo tranquila, ya que se
consideraba un poco culpable por haber desaparecido sin avisar.
Pablo parecía enfadado. Gritaba y golpeaba la pared invisible
con mucha fuerza.
Y eso fue precisamente lo que tranquilizó a Rodrigo. La pared
invisible. Nadie podía alcanzarles mientras estuviesen allí sentados.
Cuando todo acabase y la protección desapareciese… eso ya
sería otra historia. Pero por ahora lo mejor que podía hacer sería disfrutar
del momento. Quizás el enfado de su hermano desapareciese un poco más tarde.
Así que Rodrigo, que era muy listo, optó por hacerse el loco y se limitó a
saludar con la mano a su hermano mayor.
Pero, más allá de la barrera de protección, su hermano
continuaba gesticulando de forma desesperada y señalaba a un punto en la
pantalla, por encima de su cabeza.
Rodrigo miró hacia donde su hermano quería que lo hiciese y
se quedó boquiabierto.
Entre la verde espesura de la selva, podía ver cómo algo
enorme se acercaba y desplazaba la vegetación a su paso. Se movía muy rápido.
Rodrigo no acababa de fijar la vista en lo que estaba por llegar, porque Pelayo
seguía aporreando el mando sin control, y el bólido avanzaba trazando bruscas
eses que le mareaban.
–¡Pelalo, gila tolo!, ¡tolo! –le ordenó Rodrigo a su hermano
menor, para poder ver la amenaza a la que se enfrentaban.
Pelayo parecía incapaz de darse cuenta del peligro que les
venía encima, así que Rodrigo le arrancó el mando de las manos le dejó
estupefacto. El bólido entonces detuvo su alocada marcha y se congeló en una
tensa espera.
Lo que fuese que se acercaba a su posición continuó apartando
enormes árboles a su paso como si fuesen palillos. Al final, el monstruo salió
de la espesura de forma violenta. Se trataba de un inmenso bulto cubierto casi
por completo de la vegetación que había arrancado en su camino. Expulsaba un
denso humo negro con enormes resoplidos de dragón.
A Rodrigo le recordó al elefante loco de aquella película de
Tarzán, “La venganza de los hombres cocodrilo”, que había salido de la espesura
de la selva aplastando a todos los que había encontrado en su camino.
–¡Ambaguashita! –gritó, de igual forma que lo haría su héroe,
para tratar de controlar la situación.
Tarzán nunca se equivocaba. Así que una vez lanzado el grito
de guerra, tiró de la dirección del bólido hacia la derecha y aceleró a fondo.
Justo en ese momento, los chicos escucharon un siseo sibilante que sólo uno de
los dos sabía a qué se correspondía.
<<Pfffffff>>.
–Pel-lón Pelalo –pidió disculpas de forma automática Rodrigo
sin mirar a su hermano, después del incontenible escape de gases que había
brotado de su retaguardia, fruto de la emoción del momento y de haber invertido
poco tiempo en masticar adecuadamente la comida.
Como el mando de control
estaba al revés, su bólido realizó un espectacular trompo a la izquierda y se
detuvo. Ahora que por fin había situado su vehículo en el sentido correcto, Rodrigo
sabía que era lo que tenía que hacer para huir del monstruo que se acercaba por
detrás. Correr más que él. Y si de algo estaba seguro, era de que en una
carrera nadie sería capaz de ganar a su bólido.
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