Por si todo eso fuese poco, los chicos tampoco podían contar
con sus amigos esa mañana. No les costó mucho averiguar que Carlos estaba de
nuevo con “problemas técnicos”, y que a Sara le había surgido un viaje a
Covadonga con esa parte de la familia que no se veía más que en las bodas y en
los entierros. La niña no volvería hasta la noche. No, si cuando las cosas se
torcían...
Cuando Flik llegó al jardín, lo primero que escuchó fue a
Pablo hablándole a su hermano.
–¿Ves cómo el árbol no se abre cuando tú quieres, señor
listillo?
Al principio Flik no entendía lo que Pablo quería decir, pero
al mirar a Rodrigo lo comprendió todo. El niño mostraba en su frente, con
claridad meridiana, parte de la orografía del tronco del árbol. Su testarudez
le había llevado a intentar abrir el portal empujando con su cabeza
–Puez una vez lompí un azuleco de la cocina de un cabezazo
–aclaró, al ver aparecer a Flik, para no parecer un tonto.
–Además, no se trata de empujar con más fuerza –continuó
Pablo–. ¿No ves lo debilucho que es Flik con esas patitas tan esmirriadas?
Flik contempló por un momento sus hermosas ancas de rana
amarilla y a punto estuvo de iniciar una discusión para defender su honor, pero
se contuvo. Decidió que habría mejores momentos que ese para discutir acerca de
la fuerza de las patas de una rana.
–Hola, Pablo. Hola, Rodrigo –se detuvo un segundo, mientras
contemplaba al nuevo miembro del trío–. Hola, Pelayo, ¿cómo estás?
–¡Gaaaaaaaaaa! –Pelayo estiró sus brazos para intentar coger
aquella rana amarilla que parecía tan divertida.
–No podemoz il contigo, Flik. Tenemoz que cuidal de nueztlo
hemanín –el tono de voz de Rodrigo era de lo más serio, comprometido y
responsable.
–Perdonad chicos, pero no veo dónde está el problema.
–¡Poz que no podemoz decal a nueztlo hemanín zolo, demonioz!
Mila que penzé que elaz maz lizto Flik, calamba.
–Rodrigo, pero si no le vais a dejar solo ni un segundo.
Recuerda que en las ocasiones que os venís a mi mundo el tiempo aquí se
detiene. Cuando entréis en el portal todo se quedará congelado hasta que
volváis, por lo tanto vuestro hermano pequeño no estará solo ni un segundo. Y
recordad cuanto os necesitamos. Hoy es el día final.
Pablo miró a Rodrigo. Por supuesto, ¿cómo no se le habría
ocurrido antes a él? Había sido testigo de cómo Lucas se había detenido en su
salto, sólo para acabarlo cuando ellos habían regresado al jardín. Incluso el
trueno del día anterior había quedado a medio rugir hasta su vuelta, después de
la derrota.
–Vale, de acuerdo. Con el hermanín no pasa nada. Pero hoy sí
que tengo muchas dudas, Flik. ¿Y si no puedo ganar a la máquina? –se sinceró
Pablo.
–Pablo, conozco tus dudas y son razonables. Leo tu mente
mejor de lo que crees. Por eso sé que lo harás lo mejor que puedas. Nosotros sí
estamos seguros de que puedes ganar. Pero ahora debemos partir. Recordad que
mantener el portal abierto consume mucha energía, y que la necesitamos para
mantener a salvo el santuario durante el mayor tiempo posible. Por cierto,
¿dónde está Pelayo? –Flik se giró sobre sí mismo, con pequeños pasos de rana,
mientras hacía la pregunta.
Y entonces vieron a Pelayo. O por lo menos lo que de Pelayo
todavía se veía. Porque los tres se quedaron de piedra al contemplar cómo el
regordete pie izquierdo del pequeñín, que había observado cómo Flik salía del
árbol, terminaba de introducirse en el portal abierto...
–¡Demonioz! –exclamó Rodrigo.
–¡Demonios! –exclamó Flik.
–¡Demonios! –exclamó Pablo– ¡Ya no sé qué más cosas terribles
nos pueden pasar!
Y, dicho esto, los tres
corrieron para saltar dentro del portal sin perder un segundo.
Una vez en el intermedio, que era así como los chicos llamaban
a aquel lugar en medio de ninguna parte que no era ni su planeta ni el de Flik,
se dieron cuenta de que se habían preocupado en exceso. Pelayo estaba sentado
sobre su rechoncho culo forrado de pañal. Señalaba maravillado las luces de las
estrellas que destellaban muy por encima de él.
¿Acaso tampoco tenía miedo, o sentido alguno del peligro,
aquel otro descerebrado hermano suyo?, pensó Pablo.
Cuando Flik y los dos chicos se abalanzaron sobre él, Pelayo
lo interpretó como un juego, y como ya estaba harto de pasar tanto tiempo
encerrado, bien en la cuna o bien en el corralito, gateó a toda la velocidad
que eran capaces de generar sus piernecitas hacia lo que parecía una luz más
grande.
Pablo pudo ver con claridad la cara feliz y redonda de su
hermano, antes de que se volviese para huir y tomar distancia de nuevo sobre
ellos, no sin antes emitir un “gaaaaa” de los suyos, que nadie pudo oír en
aquel espacio sin sonidos.
Menudo lío en el que se
había metido. Pablo no quería ni pensar en lo que podría suceder de no poder
llevar a sus dos hermanos de vuelta, sanos y salvos, con sus padres. Lo de
salvar un planeta sería una minucia comparado con salvar su pellejo.
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