–Ya te dije que no sabían leer, hermano.
La voz provenía de arriba. Pablo y Rodrigo se detuvieron y
alzaron la vista. Los gemelos estaban sentados en una gruesa rama del nozal que
crecía en el jardín de la casa abandonada. Llevaban puesta la camiseta oficial
de su pandilla, negra y con un dibujo en el pecho de una calavera blanca sobre
dos tibias cruzadas. Pablo ya se había olvidado de la amenaza del día anterior,
y también de los carteles que les prohibían el paso a la finca. Parecía que los
gemelos estaban solos. En otras circunstancias, el instinto de Pablo le hubiese
aconsejado salir de allí pitando, pero en aquel momento no sentía miedo, tan
sólo contrariedad porque sus planes volvían a torcerse con otro imprevisto más.
–Hemos venido a daros una oportunidad –les dijo Rómulo–. No
es del todo justo que os echemos de aquí sin más.
–¿Qué es lo que queréis de nosotros? –le preguntó Pablo, que
no estaba de humor para tonterías y quería terminar con aquello cuanto antes.
–Veréis, os retamos a un duelo –continuó Rómulo disfrutando
de la situación–. Será mañana por la tarde, a las seis. El que gane se queda
con la casa. Los perdedores nunca más se acercarán por aquí.
–Ni lo sueñes, amigo. Vosotros nunca jugáis limpio –objetó
Pablo, como si tuviesen alguna posibilidad de ganar si las cosas fuesen de otra
forma.
–Me da igual lo que pienses, enano, es vuestra última
posibilidad de recuperar la casa abandonada.
–No noz poléiz echal de aquí, polque no mandaiz en ezta caza
–les espetó Rodrigo.
–Tendrías que haber dejado que entrasen en la casa, así les
podríamos haber atrapado y después les hubiésemos dado una buena zurra –le dijo
Remo a su hermano–. Me muero de ganas por retorcer un poco el brazo a estos
listillos.
Pablo sopesó sus posibilidades de escapatoria y retrocedió
con disimulo un par de pasos. El más bruto de los gemelos hizo ademán de bajar
del árbol, con tan mala suerte, que resbaló con una rama húmeda y aterrizó con
su trasero sobre el césped.
–¡Uf!, ezo tene que dolel un montón –exclamó Rodrigo
divertido.
Remo, más herido en su orgullo que en las posaderas, se
levantó como un resorte y se abalanzó sobre los niños, pero su pie se enredó en
una raíz de glicinia y de nuevo acabó sobre la hierba, sólo que esta vez de
bruces. Esta no debía de ser una de sus mejores tardes. Pablo y Rodrigo no se
quedaron a ver cuánto tardaba en levantarse, y se dieron la vuelta para
alcanzar con rapidez la seguridad de su jardín.
–¡Recordad!, ¡mañana por la tarde! –les gritó Rómulo todavía
subido al árbol.
Los gemelos no se atreverían a traspasar el límite de su
jardín. No mientras permaneciesen frescos en su memoria los rotos que Lucas les
había hecho el mes pasado en la parte trasera de sus pantalones. Menos mal que
aquel par de brutos no sabían que el pequeño perro estaba enfermo.
Pablo necesitaba ahora más que nunca hablar con sus amigos y,
cuando descubrió por la madre de Carlos que ambos se habían ido a jugar a casa
de Sara, cambió de nuevo el rumbo y se encaminó junto a su hermano a casa de la
niña. A Pablo le extrañó un poco que su mejor amigo no hubiese acudido a
buscarle a él primero, pero estaba tan atontado por la derrota de la mañana,
que no le dio más vueltas al asunto. Después de saludar a los padres de Sara
los chicos subieron a la habitación de su amiga, abrieron la puerta y entonces
se quedaron sorprendidos con lo que vieron.
Su amigo estaba jugando con Sara. Lo increíble era a qué
estaba jugando Carlos-el-jedi. Habían
montado el Palacio Mágico y frente a él habían aparcado un carruaje. También
habían construído un pequeño pueblo, con cajas de zapatos de colores, y por
todos lados había muñecas vestidas de rosa. Carlos, que estaba de espaldas a la
puerta, tenía en su mano a la princesa y parecía estar muy involucrado en su
papel. A Pablo no le dio la impresión de que su amigo estuviese sufriendo
precisamente con el juego.
–¡Hola, chicos! –exclamó alegre Sara al verles–, sentaos aquí
con nosotros y elegid personaje. Lo estamos pasando muy bien, ¿verdad Carlos?
–Bueno, estoooo. Yo… –acertó a balbucear Carlos, un poco
azorado y muy sonrojado, y soltó el pony de forma automática.
–Lo ziento, muchachoz –se adelantó Rodrigo a su hermano
mayor–, pelo hoy no eztamoz pala jueguezitoz.
–¿Y eso por qué? –Carlos se levantó y se alejó del castillo
mágico como si el juguete tuviese una enfermedad contagiosa.
Fue Pablo el que tomó la palabra. No quería que, para
justificar su abatimiento, Rodrigo acabase hablando de Flik y su problema.
–Casi nos pillan los gemelos. No vamos a poder volver a la
casa abandonada.
Y el niño les contó el asunto del encontronazo y lo del
duelo, sin omitir las dos cómicas caídas del matón, lo que provocó las risas de
sus amigos.
–Alguien tiene que pararles –dijo Sara–, tenemos que planear
algo para que dejen de meterse con nosotros.
–Sí, pero qué podemos hacer –objetó Carlos–. Son más fuertes.
Pablo se sorprendió de que Carlos no pudiese ofrecer solución
a un problema. Siempre se le ocurría algo. La mayoría de las veces lo que
proponía no funcionaba, pero eso nunca le había detenido. Sin embargo, en
presencia de Sara su amigo parecía más cauto.
–No lo sé, pero hemos de hacer algo –continuó Sara–. Hoy es
la casa abandonada, pero mañana será otra cosa. Si cedemos siempre ante sus
amenazas, van a acabar por no dejarnos salir de nuestras casas. No cabe duda de
que nos tienen en el punto de mira. Somos sus juguetes, y no pararán hasta que
les demos una lección.
En eso todos estaban de acuerdo, porque nadie protestó. El
problema era cómo darles una lección.
Sara notaba que Pablo tenía su cabeza puesta en otro sitio.
Su amigo estaba diferente, poco comunicativo. Los enfrentamientos con los
gemelos estaban al orden del día, y la indigestión de Lucas pasaría, por eso
Sara no creía que fuesen motivos suficientes para abatirle así. Pero no conseguía
que confiase en ella para que le contase más, con lo que tampoco podía
ayudarle.
Pablo estaba triste y apesadumbrado. Mientras que Carlos
trataba de desviar su atención, haciendo chistes fáciles que no tenía ganas de
reir, Sara intentaba acercarse a él para averiguar el origen de su problema.
Podía ver el esfuerzo que hacía la niña, y Pablo lo apreciaba. ¡Cuánto le
hubiese gustado poder hablar con ella de Flik y de la Prueba! Hasta en algún
momento había estado tentado de compartir el peso que le agobiaba, pero al
final su sentido del deber le había hecho resistir. Aunque no podía
demostrárselo, aquella tarde Pablo se sintió muy unido a Sara y agradeció su
preocupación.
Los chicos continuaron hablando, pero no encontraron ninguna
solución al tema de los gemelos. La tarde pasó y al final de la misma se
despidieron hasta el día siguiente. Hiciesen lo que hiciesen ante la amenaza de
los gemelos, se comprometieron a hacerlo juntos.
A la hora de la cena su madre se dio cuenta de que algo raro
pasaba. Entre cucharada y cucharada de papilla de Pelayo, intentó averiguar,
con sutiles preguntas de madre, el motivo de la apatía de sus dos hijos
mayores.
Silencio.
Comprobó entonces si tenían fiebre. Tampoco.
Bueno, pensó, mientras que no estuviesen enfermos... mañana
sería otro día. Como madre experta estaba acostumbrada a los repentinos cambios
de humor de los niños, a los que cualquier revés insignificante podía sumirles
en una especie de letargo que de otra forma pasaba rápido.
Su padre bajó a cenar después de que tuviesen que llamarle
con la alarma luminosa hasta en tres ocasiones. Pablo estaba seguro de que, de
no avisarle, podría pasarse dos días sin comer. Cuando su padre se sentó por
fin a la mesa, Pablo advirtió que tanto él como su madre estaban preocupados. Se
notaba por el tono de su conversación, y el bajo volumen antiniños que
utilizaban. Ambos hablaban con palabras de mayores, pero aún así Pablo fue
capaz de quedarse con términos como “problema grave”, “el Sol se apaga”,
“difícil solución” o “los mejores investigadores del mundo están tratando de
buscar una solución”.
Para Pablo, el que las mejores personas del mundo estuviesen
tratando de buscar una solución, lejos de tranquilizarle le preocupaba aún más,
porque le daba una idea de cómo era de serio el problema. Pero ya tenía
bastantes preocupaciones como para añadir una más a la lista. El suyo sí que
era un gran problema, y además estaba solo. Bueno, solo no. Con su hermano
Rodrigo. Y no podía pedir ayuda a nadie más.
Pablo y Rodrigo se fueron a dormir cabizbajos. Como les
costaba mucho conciliar el sueño, todavía se quedaron un buen rato charlando.
Pablo, de forma espontánea e inconsciente, comenzaba a tratar a su hermano
menor como a un igual. Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba recuperar un
poco de su moral perdida. Además, su hermano había demostrado ser todo un
valiente acompañándole a una aventura tan grande como aquella, y sólo por eso
ya se merecía su respeto. Pablo ni se planteaba la posibilidad de pasar a Mundo
Flik sin la compañía de su hermano. Y Rodrigo, que notaba la diferencia de tono
en las conversaciones con su hermano, por fin se sentía importante y trataba de
ofrecerle el apoyo que Pablo necesitaba. Su hermano mayor seguía siendo el
espejo en el que se miraba, y siempre estaría muy orgulloso de todos y cada uno
de sus actos.
–Rodrigo –susurró Pablo–, la verdad es que no sé si puedo
ganar a esa máquina.
–Tú elez el mecol, Pabo. Manana acabalaz con ella, ya velaz.
–Pero, ¿y si no soy
capaz? –en su voz había muchas dudas–. Si perdemos mañana, es muy probable que
Mundo Flik desaparezca. Ya viste como estaba hoy todo de estropeado. Además,
creo que algo mucho más importante que Mundo Flik está en juego en este
enfrentamiento. Pienso que es hora de que se lo contemos todo a nuestros padres
para que traten de ayudarnos. Creo que lo que va a suceder mañana puede ser
demasiado grande como para que
intentemos manejarlo solos.
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