Al día siguiente Pablo se despertó antes que el dormilón de
su hermano. Mientras se quitaba las telarañas del sueño de su cabeza y con sus
párpados todavía cerrados, apostó consigo mismo sobre si esa mañana habría sol
o nubes. Que el sol se decidiese a brillar, y fuese capaz de vencer al plomizo gris del día anterior,
sería muy importante para su maltrecha moral. Así que cuando abrió sus ojos, y
estos se acostumbraron a la oscuridad, sonrió al darse cuenta de que la luz del
sol atravesaba con trazo fino la
habitación.
El día empezaba bien. Pablo levantó la persiana y permitió
que la luz entrase por completo en su cuarto.
Ni rastro de nubes. Otro hermoso día de verano.
Pablo se acercó hasta la cama de su hermano, que continuaba
profundamente dormido. Rodrigo era capaz de quedarse dormido dentro del bombo
de una orquesta durante un redoble de tambor. Para Pablo seguía siendo un
misterio cómo demonios hacía su hermano para no mover ni un ápice sus sábanas
en toda la noche. No sería un vampiro, porque había pasado con éxito la prueba
del ajo, pero vaya si se parecía al conde Rúcula durante su descanso nocturno.
–Vamos, Rodrigo. Tenemos que estar preparados para cuando
venga Flik.
–No quelo. Décame dolmil un poco máz –y se volvió hacia la
pared para esconderse de la luz. Exactamente igual que lo haría el conde
Rúcula, pensó Pablo.
–Anda, vamos remolón. A ver si va a llegar Flik y nos pilla
todavía con el pijama puesto –Pablo tiró de las sábanas y dejó a su hermano con
las piernas al aire.
–¡Demonioz! –exclamó Rodrigo mientras se levantaba– No decáiz
a uno dezcanzal en paz.
A Pablo le dio la impresión de que no era la hora a la que
acostumbraban a levantarse. Su estómago no fallaba en cálculos como ese. Anoche
habían tardado mucho tiempo en dormirse, y sus pequeños cuerpecitos, para
compensar las horas necesarias de descanso, habían hecho que el sueño se
prolongase hasta bien entrada la mañana. Cuando salieron de su habitación, se
dieron cuenta de que todo en la casa estaba ya en marcha, aunque a mínimo
volumen para no despertarles.
–¡Vaya! –gritó Macarena en cuanto les vio aparecer por el
pasillo– ¡Ya están aquí las bellas durmientes!
–Buenos días, mis preciosos niños –les abrazó su madre, que
salía radiante de su habitación–. A ver mis dos hombretones. Dejad que os eche
un vistazo –continuó–: ¡guapísimos!, ahora id a desayunar, que nosotros tenemos
que ir a hacer unos recados al centro. Necesito que os portéis igual de bien
que siempre y no hagáis enfadar a Macarena.
–¡No caerá esa breva...! –concluyó la frase Macarena desde el
fondo de una de las habitaciones, mientras arreglaba a toda velocidad las
camas.
–¿De acuerdo chicarrones? –terminó su madre a la vez que
esbozaba media sonrisa por el comentario de Macarena.
–Pero, pero... ¿y tenéis que marcharos precisamente hoy?
–Pablo se daba cuenta de que el destino pretendía jugarle otra mala pasada. No
podría tener la ayuda que, por fin y tras mucho cavilar la noche anterior,
había decidido solicitar a sus padres.
–Claro, cielo –se irguió su madre mientras contestaba– la
cita con el doctor está fijada desde hace mucho tiempo. Llevamos días hablando
de esto, ¿no os acordáis? No la podemos posponer –su madre recordó de pronto lo
extraños que habían estado los niños durante la cena del día anterior– ¿acaso
queréis contarnos algo chicos?
Claro, “la cita”, pensó Pablo. Ahora recordaba que sus padres
llevaban días hablando de ella. Con todo el lío en el que estaba metido, lo
había oído, pero su cerebro no lo había procesado.
–Gueno, puezzzzz... velaz mami.... –Rodrigo acudió al rescate
de su hermano.
–No... nada –Pablo retorcía los dedos, debatiéndose en su
interior entre si hablar o no del problema con sus padres– es que...
El padre de Pablo apareció de repente y saludó a los niños
con efusividad. Sin la bata de su mujer ganaba mucho, pero los pelos de su
cabeza seguían dándole un aspecto de científico loco muy divertido. Hay cosas
que no cambiaban aunque uno las disfrazase.
–¿Tenemos reunión familiar y no me habéis invitado?, ¿me
habéis avisado y lo he olvidado? –comentó entre risas, consciente de sus muchos
despistes–. Cariño, si no salimos ahora mismo no puedo garantizarte que
lleguemos a tiempo. El tráfico en el centro es horrible a estas horas de la
mañana.
Los dos niños se miraron. Rodrigo vio en los ojos de su
hermano que las dudas de la noche anterior estaban muy lejos de despejarse.
Sintió cómo le pedía ayuda en silencio.
–Velaz papá. Ez que antemanana –que era la forma de Rodrigo
de decir anteayer– una lanita vino de muy, muy, muy lecoz... –gesticulaba con
las manos para apoyar su discurso– y noz dico que en zu paneta tooodo, toooodo
ze eztaba muliendo...
Rodrigo tomó aire.
Silencio.
En cierta manera Pablo se alegraba de que su hermano hubiese
tomado la iniciativa. Así su conciencia podría quedar tranquila porque no había
sido él quien había desvelado el secreto. Miró a sus padres, que seguían sin
decir nada. Sólo observaban a su hermano con atención.
–Entoncez...
–Rodrigo, cielo... ¿te importaría contarnos esa historia tan
bonita cuando volvamos? Es que ahora tenemos un poco de prisa... –su padre se
agachó a la altura de sus ojos y le miró con ternura.
–Pelo, pelo... –Rodrigo no sabía qué decir– ez que a lo mecol
luego ez talde...
–Te prometo que llegaremos enseguida. Entonces nos sigues
contando ese cuento tan bonito, ¿vale? –su padre no dejaba alternativa. Estaban
solos de nuevo.
–Gueno... vale.
El peso del que Pablo había comenzado a sentirse liberado por
un segundo, volvió a recaer con más fuerza todavía sobre su infantil espalda.
No les creían. Los chicos no eran capaces de transmitir a sus padres la
importancia de la situación. Para ellos no era más que otro hermoso cuento
inventado, y la verdad es que no podían reprochárselo. La historia era poco
menos que increíble.
–Rodrigo, no importa –dijo Pablo–, ya les contaremos después
la historia a papá y mamá –y lo tomó por los hombros agradeciéndole el intento.
–¡Ah!, se me olvidaba chicos –su madre se volvió desde la
entrada para dirigirse de nuevo a ellos–. Me gustaría que cuidaseis de Pelayo
durante nuestra ausencia. Sé que lo vais a hacer muy bien. Macarena os va a
echar una mano, pero no puede estar pendiente toda la mañana del pequeño porque
ha de preparar la comida.
–¡Pero mamá! –protestó Pablo pensando en Flik–. ¡Eso va a ser
imposible! No vamos a poder... esto... hemos quedado con Carlos en el jardín.
–Hummmm. De acuerdo. Le voy a comentar a Macarena que os
ponga una mantita sobre la hierba. El césped ya no está húmedo, porque las
cuatro gotas de ayer se evaporaron con el calor de la noche. Así estaréis todos
juntos. Estoy segura de que a Pelayo le encantará estar con tantos niños a su
alrededor. Además no le vendrá mal un poquito de sol.
–¡Pero mamaaaá...! –Pablo sabía que era inútil. La decisión
estaba tomada.
Su madre hablaba con Macarena para indicarle que no se
olvidase de ponerles crema solar a todos y de anudarles el pañuelo en la
cabeza. Sobre todo a Pelayo, que estaba demasiado pálido.
Desde luego, cuando las cosas comenzaban a torcerse... se
torcían de verdad, pensó Pablo.
Sus padres desaparecieron como por arte de magia. Unos
segundos más tarde los chicos escucharon el petardeo del viejo coche de la
familia al arrancar. El traqueteo lo producía su motor, modificado por sus
padres para que consumiese sólo agua, aunque para ello fuesen el hazmerreír de
todo el mundo debido a la escasa velocidad que lograba alcanzar, y la densa
estela de vapor que dejaba tras de sí.
Se habían quedado solos. Ahora sí que estaban en un lío. No
podían contar con la ayuda de sus padres. Y por si eso fuese poco se verían
obligados a tratar de evitar la muerte de un planeta, y con toda probabilidad
del Universo, cuidando de un hermano que no decía más que “Gaaaaaa” y que
todavía se hacía pis y caca.
–¡Gaaaaaaaaa! –se escuchó dentro de la habitación de sus
padres como respuesta a sus pensamientos.
Me rindo, ahora sí que no puedo más, pensó Pablo. Y entonces
llegó Macarena para envolverles a los tres como un huracán. Cuando terminó con
ellos todo había cambiado profundamente. Los tres niños estaban aseados y
peinados, eso último en la medida de las posibilidades de los pelos de cada
uno, y también vestidos y desayunados. Después Macarena les llevó a los tres al
exterior, tendió una gran manta de cuadritos rojos y verdes sobre el césped, e
hizo aterrizar sobre ella con suavidad a Pelayo. De lo preocupados que estaban
los niños por cómo se estaba complicando todo, ni siquiera repararon en que
Lucas seguía tumbado en su camita.
–Bueno –dijo Macarena dirigiéndose a Pablo– si tenéis algún
problema me llamáis, ¿vale? Estaré por la cocina. Y mucho cuidado con el bestia
de vuestro vecino.
No les dio ni tiempo a responder. El torbellino Macarena
desapareció, dejándoles sumidos en la tranquilidad de los musicales trinos de
los pájaros y algún que otro ladrido difuminado por la distancia. Pablo miró a
Pelayo.
–Esto es un desastre total, Rodrigo.
–¡Gaaaaaaa! –respondió divertido Pelayo, mientras abría su
boca sin dientes de par en par y gateaba hacia sus hermanos.
–A ver cómo nos saca
Flik de ésta –comentó Pablo, y levantó con cariño a su hermano más pequeño y se
lo llevó en brazos hasta un lugar más próximo al roble, allí donde la lógica le
decía que sería más probable que Flik apareciese. Rodrigo, alicaído, arrastró
la manta en la misma dirección.
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