El concurso de Flores y
Plantas de la Villa era, sin lugar a dudas, el más importante de la región.
Mucho más que el de Pasteles de Castaña Recién Hechos de Navidad, o el de
Trufas y Setas del Bosque con el que se despedía el otoño. Cada primavera
acudían al certamen personas de todo el reino buscando prestigio y riqueza,
pero siempre era en vano. Año tras año era don Malicioso, la persona más rica y
más temida de la Villa, quien se hacía con el galardón. Y no era de extrañar,
pues sus rosas de brillantes pétalos color púrpura eran las flores más hermosas
de todas las que se presentaban a concurso. El resto de las plantas, aún siendo
espectaculares, parecían ordinarias, y sus colores pobres y tristes en
comparación con aquellas rosas. Lo que aún nadie sabía era que, para conseguir
esa excepcional tonalidad, don Malicioso necesitaba regarlas todas las noches
con una poción a base de sangre de niño recién nacido, una práctica heredada de
su abuela, doña Eleonora, que había sido ajusticiada tiempo atrás por brujería.
Por eso don Malicioso, que había aprendido la lección de lo que le había
sucedido a su abuela, siempre realizaba sus oscuras prácticas bien entrada la
noche, cuando nadie le podía ver.
Aunque hacía muchos años que las
gentes de la Villa comentaban las posibles malas artes de don Malicioso, nadie
había llegado a acumular pruebas suficientes como para acusarle ante las
autoridades. Pero en ocasiones sucede que la justicia divina llega donde no
puede hacerlo la humana, y una fría noche de invierno en la que la nieve había
cubierto por completo la región, justo después de que don Malicioso regase sus
rosas como de costumbre, una pequeña estrella se descolgó del firmamento y fue
a parar a su jardín; y allí se quedó, enterrada bajo el blanco manto, siseando
mientras se apagaba con la nieve que cubría de nuevo su rastro. Como era el
invierno más crudo de los últimos años, hacía horas que las familias de la
Villa se habían refugiado en las casas en busca del calor de sus chimeneas, con
lo que nadie pudo ver la estrella fugaz mientras caía y el hecho pasó
totalmente desapercibido.
Llegó la primavera y don
Malicioso se encontró con que ese año sus rosas no adquirían el color púrpura
acostumbrado. Por más que las regaba no conseguía que cambiasen el blanco común
al resto de rosas; además sus plantas crecían esqueléticas y las que lograban
florecer se marchitaban enseguida. Aquella primavera don Malicioso no ganó el
concurso de Flores y Plantas, y eso fue toda una sorpresa para las gentes de la
Villa, que se atrevían a susurrar a sus espaldas en la pescadería, en la
carnicería y hasta en la panadería. Don Malicioso creía escucharles murmurar
incluso cuando no lo hacían. La situación se volvió insoportable. Don Malicioso
se juró a sí mismo que aquello no debía repetirse la próxima primavera, así que
se puso a investigar la razón por la que sus famosas rosas púrpura ya no
adquirían la hermosa tonalidad. Enseguida se dio cuenta que las plantas más enfermas
formaban un círculo casi perfecto en cuyo centro halló una extraña piedra de
color óxido. Don Malicioso concluyó que aquel era el punto del que irradiaba
todo el mal que afectaba a sus rosales, así que la cogió con fuerza y tiró de
ella con la intención de arrancarla de la tierra pero, por más que se
esforzaba, la piedra no se movía de su hueco. Parecía clavada. Después de
varios intentos, y cuando ya estaba a punto de rendirse, la piedra salió de su
agujero por sorpresa, lo que hizo que el hombre perdiese el equilibrio y
trastabillase, con tan mala suerte, que no pudo evitar que su trasero
aterrizase sobre el rosal más espinoso del jardín. El dolor y la ira cegaron a
Don Malicioso, que por un instante pensó en arrojar la piedra lo más lejos
posible de su jardín pero, justo cuando tomaba impulso, se dio cuenta de que
podía darle mejor utilidad a aquel guijarro, así que se retiró a su casa para
terminar de perfilar el plan que se estaba dibujando en su cabeza.
Aquella noche, después de
regar con un chorrito de sangre su rosal, Don Malicioso se encaminó protegido
por la ausencia de la luna hacia la humilde casa de Tristán, el niño cuyas
margaritas triples habían ganado el último concurso de Flores y Plantas, y que
este año, si su plan no funcionaba, volvería a ganar.
El siniestro hombre enterró
rápidamente la piedra en el punto en el que pensó que sus perniciosos efectos
podrían hacer más daño a las plantas de aquel pequeño jardín. Después se retiró
satisfecho a su casa, saboreando por anticipado la victoria.
Al día siguiente, Tristán
contempló con desolación el triste aspecto que presentaba su jardín. Parecía
haber sido arrasado por algún fuego invisible. El niño llamó a su abuelo y
juntos pasearon entre las flores devastadas. Tristán fijó su vista en un trozo
de la piedra que, con las prisas, don Malicioso había dejado al descubierto. El
niño excavó con sus manos desnudas alrededor de ella y la extrajo de la tierra
casi sin esfuerzo. Nunca había visto algo tan hermoso, pues la piedra, antes
fea y oxidada, en sus manos había adquirido los cristalinos colores del arco iris.
El niño la acercó a su pecho y la acunó, y la piedra pareció cobrar vida,
palpitando con una frágil luz interior. Tristán supo lo que tenía que hacer,
así que, con el beneplácito de su abuelo, la enterró con mucho cariño en el
rincón más soleado de su jardín.
Pasaron los días y la fecha
del concurso, la única marcada en el calendario de don Malicioso, se acercaba.
Estaba ansioso y quizás hasta un poco nervioso, pero por lo menos esta vez
estaba de nuevo preparado. Había doblado la dosis de poción y ahora sus rosas
presentaban un aspecto aún más lozano que antes del accidente. Su esfuerzo le
costaba, porque la sangre con la que elaboraba su poción era cada día más
difícil de conseguir, y por una cantidad insignificante de la misma pagaba una
fortuna en oro a los hermanos jorobados de la calle de la Luciérnaga.
Un día, cuando estaba
comprando el pan, comenzó a escuchar una conversación entre dos vecinos que le
preocupó sobremanera. La relación de don Malicioso con sus vecinos era casi
inexistente, así que antes de pedir alguna aclaración sobre lo que estaba
oyendo, se limitó a aguzar el oído para ver si podía captar más detalles.
Aquellos hombres hablaban de una planta maravillosa que cultivaba el último
ganador del certamen, y lo hacían con tal fascinación que no le cupo duda de
que este año la elección del ganador estaría muy reñida. Decían que la planta
en sí era de una belleza desconocida hasta entonces, pero que lo más hermoso
sucedía por la noche, cuando sus flores se abrían y sus brillantes frutos flotaban
hasta el firmamento para convertirse en nuevos luceros. El proceso reunía a
muchos habitantes de la Villa en cuanto se ponía el sol y, tal era la
importancia del asunto, que había oído que los jueces del concurso por primera
vez visitarían un jardín por la noche.
A don Malicioso eso de una
planta fuera de lo común, precisamente en el jardín en el que había enterrado
aquella horrible piedra, le pareció demasiada coincidencia, así que, con la
hogaza de pan aún caliente bajo su brazo, se encaminó a comprobar por sí mismo
lo que sucedía en el jardín del niño.
Alrededor de la casa de
Tristán se habían congregado personas de todas partes, incluso de fuera de la
región. Don Malicioso se abrió paso a codazos entre las protestas de la
multitud y, cuando por fin llegó a la primera fila y la cristalina forma de la
planta apareció ante sus ojos, no pudo reprimir un gemido de maravillada
sorpresa. Aquellos hombres se habían quedado muy cortos en sus halagos. Nunca
había visto nada parecido. Hasta su espíritu, envidioso y mezquino, parecía
impregnarse de una paz que nunca antes había conseguido, ni siquiera después de
sus victorias en los anteriores Concursos de Flores y Plantas de la Villa.
Estaba perdido. Este año
tampoco ganaría y eso era algo que no se podía permitir. Y lo peor de todo era
que la había tenido en sus manos; él había sido quien le había regalado la
semilla de la que había brotado tan extraordinaria planta. Donde él sólo había
visto una maléfica piedra, el chico había visto una semilla. No era justo. Los
dioses le habían sonreído a él en primer lugar y merecía otra oportunidad, así
que, con gran determinación, don Malicioso atravesó el jardín, llamó a la
puerta de la casa y, sin poder apartar la vista de la planta, cuando el abuelo
del chico abrió, pasó sin ser invitado.
Don Malicioso sabía que sus
permanentes groserías, su tono de voz autoritario y sus desplantes no
funcionarían a la hora de pedir favores, así que decidió disfrazarse de cordero
hasta lograr su objetivo y utilizó un tono de voz y unas maneras poco
habituales en él.
—La semilla de la que ha
brotado esa planta me pertenece —dijo mientras se llevaba a la boca un trozo de
galleta de jengibre que le habían servido acompañando a un aromático té de
jazmín—. Hace tiempo que la compré en la capital y aún no sé cómo, pero la
perdí; eso me causó profunda tristeza, puesto que quien me la vendió por una
enorme suma de oro me dijo que era de una rara belleza; de hecho me la
describió exactamente tal y como es vuestra planta.
Y acto seguido detalló las
características de la semilla con tal lujo de detalles como sólo podía hacerlo
alguien que la conociese perfectamente. El corazón del chico se encogió de
tristeza. Si lo que contaba aquel hombre era cierto, ya podía despedirse de su
planta pues, aunque sólo era un niño, conocía a la perfección la reputación que
precedía a don Malicioso.
—Disculpe mi
atrevimiento —le respondió el abuelo con desconfianza—, no pretendo dudar de
sus palabras, pero si tan importante era para usted esa semilla, es muy extraño
que no halla reclamado su pérdida hasta hoy. Para estar seguros de que estamos
ante su legítimo propietario me gustaría que nos condujese a la persona que se
la vendió y que así pudiese corroborar su historia.
Don Malicioso se dio cuenta
de que el proceso iba a ser más duro de lo en un principio se había imaginado,
pero aún así no abandonó su tono de falsa dulzura.
—Eso es imposible buen
hombre. Se trata de un buhonero que estaba de paso en la ciudad. Fui muy
afortunado al poder dar con él. Yo, que viajo mucho a la capital, jamás le
había visto antes y tampoco le volví a ver después.
—Pues entonces tiene un
problema de difícil solución —el abuelo se mostró firme en su decisión—, porque
esa versión de los hechos no es suficiente para demostrar su propiedad.
Don Malicioso no perdió la
compostura y volvió a la carga.
—Bien, dada la importancia
que esa semilla tiene para mí y la dificultad que tendría para hacerme con otra
de su misma especie, estaría dispuesto a ofrecerles un precio justo por ella,
aunque eso significase tener que pagarla dos veces —y el hombre sacó una
abultada bolsa de cuero marrón de su faltriquera de la que se escapaba el
tintineo del oro—.
La cantidad de monedas que
mencionó don Malicioso mareó a Tristán, que miró a los ojos de su abuelo. Aquel
podría ser el fin de los problemas de la familia para siempre, nunca más
tendrían que pasar apuros de dinero. Pero, por otra parte, nadie sabía como
podría afectar un trasplante a su planta y hasta los oídos de Tristán habían
llegado los comentarios acerca de las extrañas prácticas de don Malicioso. Por
nada del mundo quería que su hermosa planta acabase en las manos de aquel
hombre. El chico miró otra vez a los ojos de su abuelo que, mientras mesaba su
gran barba, parecía que esperaba su respuesta a la propuesta de don Malicioso.
—No —dijo Tristán con
seguridad—, mi planta no está en venta.
El abuelo sonrió. La ira de don
Malicioso creció de tal forma que podía leerse en sus ojos y en el color cada
vez más bermellón de su piel. No estaba acostumbrado a que alguien le
contradijese. El dinero podía comprarlo todo, siempre había sido así, tratase
con quien tratase. Pero aquel chico tan obstinado…
Don Malicioso de levantó del
sillón y salió de la casa dando un portazo, sin despedirse, agradecer el té que
no había probado o la galleta recién hecha que había dejado a medio comer. En
su cabeza sólo había sitio para una idea, si aquella planta no podía ser suya, entonces
no sería de nadie.
La noche anterior al concurso
don Malicioso se desplazó sigiloso hasta el jardín de Tristán e hirió de muerte
a la planta, cercenándola lo más cerca que pudo de la raíz con un herrumbroso
cuchillo.
La mañana siguiente amaneció
con un hermoso sol de primavera. Los
sabios que componían el jurado que habría de fallar el premio se pasaron la
jornada visitando huertos, jardines y casas particulares, y calificando centros
florales, tiestos y demás en la plaza del mercado. Las calles de la Villa
hervían de gente ansiosa por conocer el desenlace del concurso. Al caer la
noche la frenética actividad había disminuido de tal forma que ya sólo quedaba
uno de los concursantes por participar. Todo el mundo se había reunido en los
alrededores de la casa de Tristán. Don Malicioso estaba satisfecho por un doble
motivo. Por un lado los jueces habían dejado caer que sus rosas eran lo más
hermoso que habían visto durante la jornada, y por otro él sabía que el último
concursante no iba a poder desbancarle del primer puesto. No después de lo que
él había hecho la noche anterior. El pueblo entero lloraba la desgracia de
Tristán. Incluso el alcalde, don Belisario, había intentado interceder en
nombre del muchacho y de todo el pueblo para conseguir que se retrasase la
fecha del concurso y que así Tristán tuviese tiempo de recomponer su jardín,
pero el jurado había sido implacable. La fecha del concurso había permanecido
inamovible desde la primera edición, hacía ya cientos de años, y ni siquiera
las tres guerras la habían modificado.
El niño estaba de pie, al
lado de su planta cercenada, tal y como mandaban las normas del concurso. Había
intentado replantarla, enderezando su tallo con la ayuda de dos varas de bambú,
pero era evidente que se moría por momentos. Su luz interior apenas alcanzaba a
iluminar la figura del chico y disminuía a cada instante. Entre la multitud
allí congregada reinaba el más absoluto de los silencios, roto tan sólo ocasionalmente
por algún llanto. Don Malicioso disfrutaba con la situación. La multitud abrió
paso a los jueces, que aguardaron a la espera de un milagro hasta que la luz de
la planta se apagó. Cuando acababan de agradecer ceremoniosamente al niño que
se hubiese presentado, y ya se estaban dando la vuelta para retirarse a
deliberar, un murmullo de asombro que crecía entre la multitud los hizo
detenerse. Todos levantaron la vista hacia el cielo nocturno, que
repentinamente se había iluminado con un resplandor verde. En la más absoluta
oscuridad se dibujó una increíble aurora boreal, que precedió a una lluvia de
estrellas como nunca nadie había visto. Los luceros descendían como plumas del
firmamento y, al tocar el jardín de Tristán, se transformaban con rapidez en
cientos de plantas como aquella que yacía muerta en el suelo. De las ramas de
estas plantas colgaban millares de pequeñas estrellas multicolores que se
encendieron a la vez, arrancando gritos de asombro y aplausos entre los
presentes. En el jardín del chico se hizo de día en plena noche. A nadie le cabía
duda alguna acerca de quién sería el ganador del concurso de ese año.
Don Malicioso comenzó a alejarse
del clamor de la multitud en cuanto se dio cuenta de que su plan no había
funcionado. Profundamente humillado y muy enfadado, llegó a su casa sólo para
darse cuenta de que sus plantas habían sido de nuevo arrasadas por las mismas
piedras que en el jardín de Tristán se transformaban en hermosos luceros. Pero
lo que todavía no sabía era que su desgracia no terminaría ahí, porque días
después también se daría cuenta de que, después de la lluvia de estrellas, su
tierra se había vuelto estéril a cualquier semilla.
Don Malicioso se marchó del
pueblo y sus habitantes no volvieron a verle jamás, pero cuenta don Federico,
el boticario, que su hijo, que trabaja como médico en la capital, visita
habitualmente a un hombre al que trata de unas fiebres incurables producidas
por unas heridas de púas de rosal, tan dolorosas, que le impiden sentarse. A su
paciente, antes un rico terrateniente, parecía que le perseguía una especie de
maldición, pues cultivase tabaco, algodón o café, sus exuberantes plantas siempre
morían de la noche a la mañana, justo después de la aparición de una estrella
fugaz en el firmamento. Y así una y otra vez, hasta que sus tierras acababan
por volverse yermas, una situación que había terminado por arruinarle.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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