Cuando Pelayo se despertó de la siesta, el sol de principios
de julio ya no calentaba tanto, así que después de que Macarena embadurnase a
los pequeños con una buena ración de crema solar, padres y niños se encaminaron
hacia la playa.
La casa de Pablo se hallaba a unos escasos quinientos metros
de la playa de San Lorenzo y la familia siempre realizaba el trayecto
caminando. Pablo y Rodrigo solían jugar a adivinar quién, de entre las personas
con las que se cruzaban, comenzaba o terminaba sus vacaciones tan sólo con
mirar la expresión de sus caras. Pelayo, mientras tanto, iba sentado como un
marqués en el carrito que empujaba su padre.
Era un hermoso día de verano, que había que disfrutar como si
fuera el último, porque en Asturias nadie era capaz de predecir la meteorología
de la mañana siguiente. Pero eso también formaba parte del encanto de aquellas
tierras del norte.
La familia llegó a la escalera diecisiete. Pablo se encaramó
a la barandilla para contemplar la playa en toda su extensión y comprobar cómo
estaba de alta la marea. La línea de las olas era un lejano hilo de nata
montada que cercaba un mar tranquilo y cristalino. La retirada de la marea
había dejado al descubierto una gran superficie de arena dorada en la que
algunos chicos corrían persiguiendo balones o volando cometas. A Pablo le
gustaba contemplar la estridente mezcla de colores de las casetas de baño y las
sombrillas. Las personas, vistas desde aquella distancia, no eran más grandes
que las hormigas. Si estiraba la mano delante de sus ojos y la cerraba podía
atraparlas por docenas.
Aquel era uno de esos días tan brillantes que a Pablo le
parecían tan especiales y eran tan escasos. El cielo estaba alto y el aire
parecía liviano, frágil. Pequeños y casi transparentes velos algodonosos no
eran capaces de enturbiar el intenso azul del horizonte. ¡Qué lejos parecían
aquellos otros oscuros días de invierno, en los que el cielo estaba a sólo unos
palmos por encima de la cabeza y el aire se volvía espeso y pesado! Aquella
tarde olía a mar batido. A sal y a arena. A sol y a alegría... a vacaciones en
definitiva.
La villa de Gijón envolvía en toda su longitud la playa de
San Lorenzo, enmarcándola con los brillos de los cristales de los edificios,
que refulgían como diamantes al reflejar
el fuego del astro rey. Al fondo, y al final de la bahía, sobre un verde manto
de hierba y dominando como un incansable centinela el cerro, más allá del
barrio antiguo, se erguía el símbolo de la ciudad, el Elogio del Horizonte.
Contaba la leyenda, según la mamá de Pablo, a la que le encantaban todo este
tipo de historias, que el monumento era un regalo del dios del mar. Una muestra
del reconocimiento de éste al valor de los marineros del lugar. Su madre decía
que Poseidón respetaría su compromiso, y sería benevolente con las tempestades
que arrojase el violento mar Cantábrico sobre la villa, siempre que los
marineros honrasen su presente.
Pablo adoraba las historias que les contaba su madre, y
adoraba su ciudad. Por supuesto que conocía otras, gracias a sus viajes con la
familia o a las excursiones con el colegio, pero nada de lo que había visto
hasta ahora podía compararse con su Gijón.
Cuando los niños llegaron donde siempre solían acampar, se
despojaron con rapidez de sus ropas y las dejaron de cualquier manera sobre la
arena. Rodrigo, con un físico a medio camino entre Pelayo y Pablo, tenía un
cuerpo redondito y lucía una graciosa barriguita. Pablo ya había empezado a
hacer deporte en el colegio y eso se notaba en su anatomía un poco más fibrosa.
En cuanto a Pelayo... bueno, pues Pelayo todavía era un bebé, y tenía unos
mofletes sonrosados muy graciosos y la alegría siempre reflejada en la mirada.
Las familias tenían por costumbre ocupar más o menos el mismo
lugar en el arenal. Así, en el caso de que los niños se despistasen y se
perdiesen entre la gente, siempre tendrían una referencia con la que poder
buscar a sus padres. Con esa práctica también se había conseguido crear un buen
ambiente de amistad entre todos los que frecuentaban la misma escalera. Era muy
habitual que los amigos de los chicos se acercasen para invitarles a jugar nada
más verles. Los padres de Sara les saludaron con la mano al llegar. Pablo se
dio cuenta, no sin cierta decepción, de que la mamá Carlos aún no había
llegado. Quizás su amigo siguiese sufriendo “problemas técnicos”.
–Mamá, ¿por qué todo el mundo mira hacia arriba? –preguntó
Pablo, intentando adivinar qué era lo que se le escapaba en aquel limpio cielo
azul.
–Pues... pues no lo sé... será que quizás está pasando un
avión o algo así –la madre de Pablo colocó una mano sobre sus ojos a modo de
visera, buscando algo inusual. Pero no encontró nada. Aunque sí reparó en que
muchas personas miraban hacia arriba.
–Es por lo que pasa con el Sol –dijo el padre de Sara–. No
puedo creer que no os hayáis enterado. Si lo comenta todo el mundo.
–Pues... la verdad es que no –respondieron casi al unísono y
un poco sorprendidos los padres de Pablo.
–¿Y qué es lo que le pasa al Sol? –continuó su madre.
–¡Madre mía! –continuó con la noticia el papá de Sara–, ¿pero
en qué planeta vivís? No se habla de otra cosa desde ayer por la noche.
–No seas melodramático –le reprendió su mujer–, cuéntales ya
de qué va la historia.
–Pues resulta –continuó el hombre haciéndose el interesante–
que unos científicos rusos, porque parece que todos los que descubren estas
cosas son rusos... bueno, bueno, ya sigo, ¡caramba!, no hace falta que me des
más codazos, cariño, que ya voy al grano... ¿Por dónde iba?
–Por los científicos rusos –le ayudó su mujer mientras se
daba crema en los brazos.
–¡Ah! ¡sí!, pues que esos científicos rusos han descubierto
una actividad solar mucho más baja en la superficie del sol.
–¿Pero cómo de baja? –preguntó la mamá de Rodrigo.
–Pues tanto como para hacer saltar la alarma y que eso sea
motivo de portadas en todos los periódicos. Y ahora sucede lo de siempre.
Encuéntrame a un científico que te hable del fin del mundo, y yo te encontraré
a otro, igual de cualificado, que certifique que el proceso es beneficioso para
nuestra salud –y le entregó el periódico de la villa, en cuya portada aparecía
recogida la noticia con grandes titulares.
La mamá de Pablo sí se había dado cuenta de que, a pesar del
hermoso día y de la altura del año en la que estaban, la afluencia a la playa
parecía anormalmente inferior. Eso podía ser debido a que la gente, ante la
duda, evitase el sol hasta que alguien aclarase un poco la situación.
–Bueno –comentó el papá de Pablo– seguro que será algo de
tipo temporal.
–No, no –le respondió su mujer mientras leía la noticia– lo
que está sucediendo no es algo muy normal. Debería de tener su origen en un
motivo justificado –concluyó mientras dejaba de hojear el periódico, porque la
información recogida en sus hojas era muy imprecisa. Con términos poco
científicos.
–Al llegar a casa recuérdame que me ponga en contacto con el
laboratorio –continuó refiriéndose al Centro Tecnológico de Investigación, en
donde desarrollaba su labor como responsable del Departamento de Energías
Alternativas.
–Muy bien, cielo –le respondió su marido recostándose en la
toalla, dispuesto a rendirse a una soberana siesta bajo la sombrilla– pero, por
ahora, concéntrate sólo en disfrutar de este hermoso día. Aunque el sol
caliente un poco menos. Despiértame para el segundo turno de vigilancia, ¿vale?
–Sí, cariño, de acuerdo.
Los padres de Pablo se turnaban para que uno de los dos
pudiese estar siempre atento a las evoluciones de Pelayo. Lo que en la práctica
suponía que su padre dormiría toda la tarde bajo la sombrilla, mientras que su
madre, entretenida en tertulia con sus vecinas de toalla, sería la que
permanecería atenta a los niños. Alguna relación tenía que haber entre los
padres, la siesta y la playa, para que todos cayesen fulminados en cuanto
aterrizaban en sus toallas.
Los chicos, después de
pedir permiso a sus respectivos padres para poder distanciarse con prudencia
del campamento base, y repetir la promesa diaria por la que aseguraron no irse
nunca solos a las olas, se alejaron en pandilla. Pelayo se quedó sentado bajo
la sombrilla, a la vera de sus padres, muy ocupado en coger el puñado más
grande de arena que poder llevarse a la boca.
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