Mientras su vehículo perdía altura, Pablo tuvo tiempo de
contemplar como el coche negro desplegaba la temible sierra circular por encima
de su techo, y cómo la máquina la ponía instantáneamente en funcionamiento.
Incluso le dio tiempo a pensar que entraba dentro de lo previsible. Que era
quizás la más lógica de las defensas ante su amenaza. Pero lo que de verdad le
asustó fue la rapidez y la precisión con las que su rival había desplegado ese
recurso.
Los mortales dientes circulares de la sierra se acercaban más
y más, a medida que el vehículo conducido por Pablo se echaba sobre ella. Fue
entonces cuando el coche de la máquina perdió el control. Tal y como Pablo
había previsto.
La máquina había estado tan ocupada calculando y analizando
cada movimiento del coche de su rival, sobre todo desde el momento en el que
Pablo había decidido lanzar su ataque, que no había reparado en que se dirigía
a toda velocidad hacia la inmensa mancha de aceite que una vuelta antes Pablo
había desparramado sobre la pista.
Esta vez nada había sido fruto de la casualidad. Pablo sabía
que la temperatura más baja de ese tramo conservaría la viscosa mancha sin
evaporarla. Con todas su propiedades deslizantes intactas. El coche de la
máquina patinó sin control alguno y la temible sierra, aunque llegó a partir la
defensa delantera del coche de Pablo, no consiguió dañar nada más. El niño
contempló cómo el vehículo del rival se alejaba girando a cámara lenta,
imposible de controlar, hasta superar el pequeño talud que marcaba el borde de
la pista. Después desapareció para siempre en el “Abismo de las Animas”, entre
los cúmulos de niebla eterna.
El bólido de Pablo impactó sobre la pista. Había calculado el
salto para que le permitiese amenazar el coche de las máquinas, pero también
para poder superar a su vez la terrible mancha de aceite.
Como resultado del violento choque su vehículo perdió la
suspensión de la parte delantera. El incidente no era tan grave como para
impedirle llegar a la cada vez más cercana meta, pero para evitar posibles
complicaciones, y ahora que ya no había rival sobre la pista, Pablo redujo la
marcha hasta convertir el resto de la carrera en el paseo de un caracol. El
objetivo era conseguir que su vehículo aguantase a pesar de todas las alertas a
las que ya no prestaba atención.
–Vamoz Pabo, vamoz.
–Vamos Pablo ánimo –Flik proyectó su voz embargado por una
repentina alegría. Aún trataba de asimilar cómo había podido tener éxito la
desesperada maniobra del chico.
Pablo cruzó la meta después de lo que a Rodrigo le pareció
una eternidad. Su vehículo dijo basta y se detuvo apenas unos metros después de
romper la cinta de meta.
En la pantalla una multitud de personas virtuales se abalanzó
sobre su coche para felicitarle como justo ganador. Era parte de la
programación del juego. En el marcador electrónico se dibujó un uno en su
casillero que certificó su victoria momentánea. Por primera vez desde que había
empezado la carrera Pablo relajó sus músculos. Notaba su espalda húmeda por el
sudor.
Frente a él, los apéndices que habían hecho las veces de
contrincante retrocedieron fundiéndose con la mesa. La barrera protectora que
le aislaba de su hermano y de Flik desapareció en el aire. Pablo pudo oír por
fin los gritos de Rodrigo, que se arrojó histérico en sus brazos.
–Elez el mecol Pabo, el mecol –Rodrigo lloraba de alegría y
su emoción logró contagiar a Pablo, al que también se le escaparon dos lágrimas
con tanta efusividad.
–Vale, Rodrigo, vale. No me aprietes tanto, que me estás
haciendo daño caramba.
–Gracias, Pablo –le dijo Flik visiblemente afectado.
–No ha sido nada chicos. Todavía quedan otras dos carreras.
Los tres abandonaron la cámara de La Prueba del mismo modo en
el que habían llegado. Durante el trayecto de vuelta, Pablo pudo disfrutar de
las manifestaciones de alegría con las que le agasajaron los habitantes de
aquel mundo. La noticia de la victoria temporal se había propagado a la velocidad
de la luz. Pablo se sentía grande. Muy grande. Había hecho algo realmente
importante por primera vez en su vida. Rodrigo avanzaba sobre su disco
deslizante y saludaba como Melchor en la cabalgata de los Reyes Magos.
–Pablo, Rodrigo –les dijo Flik–, ahora tenemos que volver de
nuevo a vuestro hogar. No es conveniente que mantengamos el portal abierto por
mucho más tiempo. Permitidme que os acompañe.
Los niños descendieron de los discos y siguieron a Flik hasta
el árbol de cristal. Acto seguido entraron en el portal. Esta vez no se
detuvieron a jugar en el túnel de estrellas. Los tres se apresuraron a
atravesar la luz que les aguardaba a corta distancia y que les llevaría de
nuevo a casa. Flik desapareció primero, luego lo hizo Rodrigo y por último Pablo,
que ya no vaciló, porque no albergaba dudas acerca de lo que le aguardaba al
otro lado.
Los niños, que se habían acostumbrado a la luz de mundo Flik,
y a la penumbra de la sala de La Prueba, ya no recordaban la hermosa mañana que
habían dejado atrás en su jardín. El Sol hizo que entrecerrasen los ojos.
Lucas les recibió con el ladrido que había dejado a medias
cuando Pablo se había introducido en el portal. El jardín cobró vida para ellos
otra vez. Flik era de nuevo una rana rechoncha y amarilla.
–Bueno amigos, por hoy os dejo descansar –dijo Flik–. Mañana
es la siguiente competición. Vendré a por vosotros a la misma hora. Recordad
que es muy importante que este sea nuestro secreto. No debéis contárselo a nadie.
–Eso está hecho –respondió un satisfecho Pablo.
–Vale Flik, cuenta con nozotoz.
Y dicho esto, su amigo de otro mundo saltó de vuelta al
portal como sólo una rana podía hacerlo.
De nuevo solos. Después de la aventura que acababan de vivir,
Pablo sintió que había cubierto con creces el cupo de emociones para ese día.
En absoluto se acordaba del decepcionante comienzo de la mañana. Ni de los
“problemas técnicos” de Carlos.
Tan satisfechos estaban, que todavía se quedaron un buen rato
en el jardín, comentando como buenos amigos las incidencias de la mañana. Y así
pasó el tiempo, hasta que una voz conocida interrumpió sus disertaciones.
–¡Pablo, Rodrigo! –les llamó Macarena, asomada a una de las
ventanas de la casa–. ¡Venid a comer si es que queréis ir por la tarde a la
playa!
–Bueno, no podemos hacer nada más por hoy Rodri. Vamos a
comer, que derrotar a las máquinas me ha abierto el apetito.
Pablo podía leer en los ojos de su hermano la admiración que
éste sentía por él. En ese momento le hubiese acompañado hasta el fin del mundo
sin titubear. Los dos chicos se encaminaron hacia su casa, escoltados muy de
cerca por Lucas.
Gordo bostezó en el
tejado.
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