Pablo asistió a la desaparición de su hermano sin poder hacer
nada por evitarlo.
Lo que primero desapareció fue la mano de Rodrigo. La corteza
del roble, que la vista le decía que estaba a su alcance, no ofreció
resistencia alguna y la atravesó como si no hubiese nada. Y tras la mano se fue
el resto del cuerpo. Hasta que Rodrigo dio con sus huesos en el suelo. Pablo
contempló horrorizado como de su hermano tan sólo se veía el bañador de
lunares, sus piernecitas regordetas y las sandalias de verano.
Rodrigo había desaparecido dentro del árbol de cintura para
arriba.
–¡Demonios! –exclamó Pablo, mientras corría para tirar de las
piernas de su hermano, antes de que el árbol acabase de devorarlo por completo
o se cayese a lo que quiera que fuese que estuviese al otro lado.
Mientras lo hacía,
Pablo pudo escuchar en un segundo plano una especie de risilla placentera.
Aquella traicionera rana parecía estar muy satisfecha contemplando la escena.
Se acabó. Estaba decidido, pensó Pablo. En cuanto rescatase a
su hermano de aquella situación tan... tan extraña, despertaría a Lucas de su
dulce sueño y le ordenaría que se comiese a Flik. No sabía si sería muy de su
agrado una rana cruda, pero también él tenía que comerse por obligación las
espinacas y los fréjoles, y se aguantaba.
Ninguna rana espacial se metía con su hermano y vivía para
contarlo.
Pablo tiró con todas sus fuerzas de la mitad de Rodrigo que
todavía podía verse, para que su hermano regresase de nuevo al jardín. Pensaba
que esa sería una tarea fácil, puesto que Rodrigo pesaba muy poco, y a menudo
le cogía con facilidad en sus brazos, pero se equivocaba. Por mucho que se
esforzaba no lograba ver más de su hermano menor de lo que se veía al
principio. Algo debía de tenerle sujeto al otro lado.
Pablo redobló sus esfuerzos.
Podía imaginarse a su hermano, angustiado y gritando su
nombre, mientras una horda de ranas caníbales saltaba hacia él y acercaba un
humeante puchero para cocinarle.
Pero eso no sucedería nunca. No mientras a él le quedase un
átomo de fuerza. A punto estaba de gritar pidiendo ayuda a sus padres, cuando
se dio cuenta de que aquello que retenía a su hermano al otro lado comenzaba a
ceder.
Ahora ya podía ver el ombligo de Rodrigo, y no parecía que
ninguna rana se lo hubiese masticado ni un poquito. Lentamente fueron
apareciendo más cosas a la vista. Su camisa verde, su cuello, su barbilla, y,
por fin, su cara.
–¡Nooooooo! –gritó Rodrigo alto y fuerte, cuando su boca
volvió a aparecer a la vista de todos.
–Tranquilo, Rodrigo, que ya te tengo –le dijo Pablo mientras
seguía tirando.
Pablo, que nunca antes había probado ancas de rana, pensó que
siempre había una primera vez para todo. Los brazos de su hermano seguían
estirados hacia el portal y sus manos todavía estaban dentro del árbol. Deben
de tenerlo sujeto por las manos, pensó Pablo. Pero cuando éstas salieron del
hueco a la luz del día, se dio cuenta de que algo raro pasaba. Su hermano arañaba
la hierba tratando de resistirse... ¿a qué cosa?, ¿a salir del árbol?
–Rodrigo, ¿estás bien?
–¡No me tilez, demonioz!, ¡que me vaz a lompel laz pielnaz,
beztia! Eztoy ben, ya te lo digo yo –Rodrigo iluminó su cara con una gran
sonrisa, a la vez que miraba a Flik, que seguía riéndose–. ¡Mooooooolaaaaaaaa
piiiiiiilaaaaa!
–¿Có... como dices Rodrigo? –Pablo estaba atónito. Su hermano
había perdido definitivamente el poco juicio que le quedaba.
–Ota vez Flik. Ota vez, polfa –le suplicó Rodrigo, una vez que
se liberó de su sorprendido hermano.
–Venid conmigo. Acompañadme a mi mundo, por favor –y dicho
esto, Flik dio un salto y desapareció dentro del árbol.
–¡Rodrigo, espérame!, ¿pero qué narices hay ahí dentro? –pero
Rodrigo desapareció tras Flik sin escuchar ni la mitad de la pregunta.
–¿Y ahora, qué demonios hago yo? –se preguntó Pablo a sí
mismo, mientras miraba a uno y otro lado sin saber muy bien qué hacer.
Lucas, que había despertado justo para ver cómo Rodrigo
desaparecía en el árbol, se levantó y se dirigió con parsimonia hasta el roble.
Después olisqueó unas hierbas y, levantando acrobáticamente su pata, meó el
tronco.
–¡Eso, caramba!, ahora además me dará la electricidad.
Pablo se irguió y caminó, con más cautela de la que en él era
habitual, hacia el viejo árbol. Cuando estuvo suficientemente cerca, aproximó
un temeroso dedo índice hasta el punto en donde su hermano se había evaporado
junto a Flik. El extremo de su dedo comenzó a desaparecer a medida que
intentaba empujar lo que a simple vista parecía una rugosa corteza. No sintió
nada. Ni frío, ni calor, ni humedad. Nada. Y eso a pesar de que parecía que lo
que su dedo atravesaba era agua, más que nada por el modo en el que se agitaba
la superficie. Pablo, que no acababa de decidirse a ir más allá, comenzó a
retirar el dedo. Siempre le habían gustado las aventuras arriesgadas, y en
verdad podría decirse que era cualquier cosa menos cobarde. Pero qué menos que
un poco de planificación para saber a dónde se llegaba por ese camino.
–Quiera Flik o no, este es un caso para superpapá.
Y en el mismo instante en el que acabó de pronunciar la
frase, se sobresaltó al ver una mano y la cabeza de su hermano aparecer sin
previo aviso de la nada.
–Vamoz, cobalde –le dijo.
Dicho lo cual, Rodrigo tomó a traición la mano de su hermano
mayor, que desequilibrado y sorprendido por el repentino tirón, se resignó al
ver que también acabaría engullido por el árbol tragón.
Mientras caía giró su cabeza hacia atrás, justo para ver como
Lucas saltaba intentando alcanzarle. Su perro ladraba sin cesar.
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