Cuando Pablo se atrevió a abrir los ojos, se dio cuenta de
que estaba boca abajo, o por lo menos eso le parecía.
Por lo que sus padres le habían enseñado, lo que se
reproducía ante él no dejaba lugar a
dudas. Estaba en algún lugar del espacio, entre las estrellas. La imagen
era mucho más nítida que la de cualquier documental de la tele. Debajo de su
cuerpo brillaban miles de puntos de luz de diferentes tamaños, como diamantes
sobre terciopelo negro. El abanico de colores de sus destellos iba desde el
azul más puro y cristalino, al más rabioso de los rojos.
Sus manos palparon con precaución el espacio alrededor de su
cuerpo y de ese modo comprobó que era sólido, así que, apoyándose en aquella
solidez invisible, se incorporó. Primero se puso de rodillas y alzó la vista. A
su alrededor el espectáculo era igual de magnífico. Enormes nebulosas verdes y
naranjas se movían lentamente en corrientes convergentes, añadiendo nuevos y
hermosos tonos a la mezcla. Resultaba muy difícil apartar los ojos de tanta
belleza.
Un movimiento le llamó la atención justo a su izquierda.
Pablo se obligó a mirar a regañadientes.
Se trataba de Rodrigo.
Por un momento se había olvidado de la razón que le había
llevado hasta aquel lugar tan extraño. Pablo se fijó en que Flik estaba junto a
su hermano. Ambos saltaban sin cesar, uno en torno al otro, en una demostración
de alegría sin fin. Con mucha cautela caminó hacia ellos. Al llegar hasta donde
estaban, Rodrigo le saludó con la mano. Pablo entonces quiso hablar y
reprocharle su temerario gesto, pero cuando lo hizo la voz sólo sonó dentro de
su cabeza. Eso debió de parecerle muy gracioso a su hermano, porque no cesó de
reírse mientras le señalaba con el dedo. Como tampoco Pablo podía escuchar su
risa, concluyó que en aquel lugar, fuese cual fuese, la ausencia de ruido era
total y absoluta. Quizás para no empañar la majestuosidad de aquellas imágenes
que le rodeaban.
Flik les indicó a ambos con un gesto que le siguiesen, se dio
la vuelta, y comenzó a saltar con despreocupación sobre la nada, en dirección a
una luz blanca más grande que las demás, que estaba muy cerca y en la que Pablo
no había reparado. Flik dio un último salto hacia la luz y desapareció dentro
de ella. Rodrigo ni se lo pensó y le siguió sin dudar, y a Pablo no le quedó
más remedio que ir tras ellos. Aunque se encontraba en un estado de felicidad
completa contemplando aquel maravilloso espectáculo, por nada del mundo quería
quedarse allí solo.
Al pasar al otro lado, las primeras sensaciones que percibió
Pablo fueron el olor dulce del aire y el sonido de cientos de murmullos
diferentes. Después sintió bajo sus pies el suelo mullido, cubierto por entero
de plumón color escarlata, y lo asoció al instante con aquella pradera que había
visto esa misma mañana, en el vuelo en el que habían acompañado a Flik.
Por fin estaban en Mundo Flik.
La luz era mucho más tenue que la del jardín de su casa.
Arriba, sobre sus cabezas, se arremolinaban amenazadores nubarrones de color
negro y púrpura, que se movían a una velocidad vertiginosa. Como si alguien
hubiese dejado caer una gota de tinta china en un vaso con agua, y después
hubiese removido el líquido con una cucharilla.
Sintió cosquillas en sus pies, y al bajar la vista descubrió
una gran variedad de extravagantes animalillos de diversos colores. Eso sí,
nunca amarillos. Todos ellos caminaban, reptaban o saltaban a su alrededor.
Habían permanecido expectantes hasta ese momento, aguantando a duras penas la
respiración ante la aparición de aquellos extraños. Ahora que había quedado
claro que los recién llegados no querían hacerles daño, habían vuelto a la
normalidad de su frenética actividad, emitiendo una estridente cacofonía de
alegres sonidos que saturó los oídos de los niños.
Pablo se giró para intentar ver a sus espaldas el agujero de
luz por el que habían llegado. Pero en su lugar lo único que vio fue un
gigantesco árbol de corteza cristalina y color verde esmeralda, cuyos nudos y
grietas del tronco, un poco más opacos que el resto, dejaban a la vista el paso
de los torrentes de fluido vital. De sus frondosas ramas, escondidos entre
hojas de color añil, pendían unos frutos también cristalinos y grandes como
manzanas, que brillaban con intensos tonos rojizos. El árbol era muy parecido a
aquellos otros del bosque que Pablo había visitado con forma de seta. Pero su
aspecto parecía cualquier cosa menos saludable. Más bien todo lo contrario.
Aquel árbol se encontraba solo y hasta Pablo era capaz de percibir su tristeza.
¡Era tan diferente a la alegría y la paz que le habían embargado cuando había
sobrevolado el bosque de cristal!
Pablo contempló con detenimiento el nuevo mundo. Había vida
en todos los sitios a los que dirigía su vista. Vida diferente, vida hermosa
y... y... y además ahí estaba su hermano.
Rodrigo sujetaba entre sus manos una especie de globo del
tamaño de su cabeza y le reprochaba algo en tono muy airado. Pablo se acercó
para ver qué era lo que sucedía, antes de que su hermano volviese a meterles en
más líos.
–¡Zuéltala, bicho malo! –gritaba Rodrigo muy enfadado–, te
digo que la ezcupaz.
–¿Qué es lo que sucede?
–Ezte gobo malo ze ha tagado a Flik –le contestó el pequeño
sin soltar a su presa.
–Soy Flik. No me he tragado a nadie. Yo soy Flik –la voz, que
se reprodujo en sus cabezas sin sonido alguno, no parecía tener un origen
concreto.
–¡Vez!, ¡lo oyez! Eztá aquí adento, en zu baliga. Tiene que
eztal aquí –Rodrigo sacudía a su presa de un lado a otro con violencia,
esperando que su rana apareciese de la nada.
–Espera, espera, Rodrigo. Creo que quien nos habla es esa
pelota que tienes en tus manos.
–Ah, zí ¿eh? –Rodrigo adelantó el globo para que su hermano
pudiese verlo bien–. ¿Y con qué boca haba zi no tene?
Efectivamente, en eso Rodrigo llevaba razón. Aquel ser de
piel manchada y multicolor, que de cerca se parecía más a un globo terráqueo
que a otra cosa, no tenía boca. Ni nada que se le pareciese.
–Pues si no tiene boca, no sé como se puede haber comido a
Flik –repuso Pablo.
–Puez, puez... –Rodrigo balbuceaba tratando de encontrar una
explicación razonable que apoyase su teoría–, lo dezintegó.
–No seas absurdo, Rodrigo. Deja a ese bicho ya en paz que nos
vas a buscar un buen problema también en este planeta.
Rodrigo soltó a regañadientes al pequeño globo, que
inmediatamente se alejó de los niños, flotando por encima de sus cabezas. Lejos
del alcance de sus manos.
–La culpa es mía. Se me olvidó comentaros que mi forma real
es esta. Yo soy Flik. No puedo hablar como vosotros, pero puedo comunicarme con
vuestras mentes sin problema alguno.
–Vaya, Flik –Rodrigo no estaba del todo convencido todavía–,
lo zento, no lo zabía.
–No pasa nada, no podías saberlo. Pues bueno, bienvenidos.
Esto que veis es lo que queda de mi mundo –el tono de amargura con el que les
transmitió el mensaje le dio una idea a Pablo de la pena que sentía Flik por el
estado de su planeta.
–Pero ¿dónde están los prados y los mares que nos enseñaste?
–preguntó Pablo.
–Y laz montanaz –recordó Rodrigo.
–Este reducto en el que nos encontramos es algo muy parecido
a lo que hace mucho tiempo vosotros llamasteis Arca de Noé. Dentro de esta
cúpula de energía, que mantenemos aislada del exterior con mucho esfuerzo,
están los últimos representantes de cada una de las especies de nuestro mundo.
A salvo de perecer por el momento. Pero no nos queda mucho tiempo. Os llevaré
hasta el lugar en el que duerme el resto de mi pueblo. Con su sueño mantienen
intacta la cúpula que encierra este santuario. Ahora, por favor, subid con
cuidado a estos deslizadores. Porque me imagino que no querríais pisar por
error a alguna criatura que fuese la última de su especie, ¿verdad?
Pablo y Rodrigo se dirigieron a unos círculos de luz que
flotaban a un palmo del suelo, junto al árbol de cristal, y pusieron especial
cuidado a la hora de caminar entre tanto animalillo.
–Flik, Flik –dijo Rodrigo, mientras señalaba algo de
llamativos colores que sobresalía por encima de los ondulantes penachos de
pluma escarlata–, ¿qué animal ez ezte? ¡Ez tan wapo!
–¡Oh!, eso... Eso es un excremento.
–¡Wapo animal el ezquemento! –suspiró Rodrigo.
–¡Rodrigo, espabila! –le recriminó Pablo–: es una caca de
vaca, hombre.
–¡Ah!...puez hacen laz cacaz muy wapaz, ¿veldad? –concluyó
Rodrigo un poco azorado, mientras los dos chicos se encaramaban en los discos,
mucho más estables de lo que en principio parecían.
Flik encabezó la marcha con decisión, a la vez que les
hablaba, en una clara invitación para que le siguiesen. Los discos sobre los
que estaban subidos los niños se deslizaron obedientes tras él. El grupo dejó
atrás el mágico árbol de cristal verde y se dirigió hacia una pirámide de luz
situada no muy lejos del lugar en donde se hallaban. En el trayecto, y mientras
Flik les contaba el resto de la historia, los niños podían ver con sus
asombrados ojos como cientos de seres de formas inimaginables se cruzaban en su
camino.
–Como os decía antes, cuando las máquinas dejaron de trabajar
para nosotros la dependencia que tenía nuestro mundo de ellas era tan grande,
que el planeta comenzó a morirse. Pero habíamos llegado demasiado lejos como para
rendirnos, así que decidimos que lucharíamos para salvar nuestro mundo y con él
a todos sus habitantes. Para empezar, diseñamos una cúpula con la que mantener
este oasis a salvo de la venenosa atmósfera exterior, aún a sabiendas de que
ese sería un apaño temporal, porque no podríamos soportar esa situación por
mucho tiempo. Sólo había una solución definitiva, y pasaba por hacer comprender
a las máquinas que nosotros éramos esos Creadores a los que ellas obedecían.
Pero llevamos ya demasiado tiempo tratando de demostrarles lo erróneo de sus
planteamientos, y eso es justo lo que nos falta, tiempo. La presión exterior
cada vez es más fuerte y nosotros cada vez estamos más débiles.
–Ahora por fin nos dirás para qué hemos venido, porque
todavía no lo entiendo –interrumpió Pablo a su amigo.
–Efectivamente, Pablo. La razón por la que estáis aquí es que
la única forma válida que ellas aceptan, como demostración de que nosotros
somos Los Creadores, es venciéndolas en La Prueba.
–Pues ya está. Se demuestra y punto final, ¿no? –dijo Pablo.
–No es tan fácil, amigo mío. Las máquinas dicen que Los
Creadores han de ser necesariamente mejores que ellas, puesto que si no fuese
así, no habrían podido crearlas. Así que idearon una especie de campeonato, que
denominaron La Prueba, en el que nos enfrentaríamos para probar nuestras
habilidades en dos competiciones muy diferentes, diseñadas para demostrar cual
de las dos razas era superior a la otra.
–Una pelea. Pues lleváis las de perder –Pablo señaló lo
evidente, que no tenían extremidades con las cuales poder luchar.
–Hace muchas generaciones que en mi planeta no se muere nadie
en un enfrentamiento, Pablo. Hay muchas formas de demostrar que has vencido a
alguien sin tener que eliminarlo. Esa es una de las ventajas de las que disfrutamos
en el momento actual de nuestra evolución. Una situación a la que con un poco
de suerte también llegaréis algún día, siempre y cuando no os eliminéis entre
vosotros antes. Pero no os desesperéis. Aunque os parezca que estáis muy lejos
de acabar con las guerras en vuestro mundo, no os queda tanto camino por
recorrer.
–Y entonces ¿cómo lo hacéis? Lo de esa Prueba quiero decir.
–Hemos llegado a un acuerdo con las máquinas en la forma en
demostrar la superioridad sobre el rival. La Prueba es la suma de dos
competiciones, una de habilidad y otra de inteligencia. En cada una de ellas
nos enfrentamos tres veces, y vence quien más asaltos gana. Hace ya mucho de vuestro tiempo que tuvo
lugar la primera Prueba, y hasta ahora siempre hemos obtenido el mismo resultado,
la igualdad. Ellas nos ganan en la prueba de habilidad...
–No me extraña –Pablo volvió a referirse a la más que
evidente ausencia de extremidades.
–Así es, pero nosotros les ganamos en la prueba de
inteligencia, en la que hasta ahora competíamos jugando a una especie de
ajedrez.
–Pero yo no se jugar al ajedrez –objetó Pablo.
–Ya lo sé. No te preocupes. Esa parte de La Prueba también la
hemos ganado en esta ocasión. En el actual enfrentamiento tan sólo queda por
disputar la prueba de habilidad. Y es ahí donde necesitamos tu ayuda.
–¡Caramba!, ¿quieres que juegue al fútbol contra una
aspiradora? Pero si ni mis compañeros de clase me quieren en su equipo. Bueno
–cambió de parecer Pablo–, ahora que lo pienso... si perdemos tampoco pasará
nada. De nuevo estaríais empatados...
–Cierto. Pero, como os comentaba antes, existe un problema
adicional. No podemos permitirnos perder más tiempo. Las máquinas cada vez son
más perfectas. Hemos podido constatar, que la diferencia que había en los
primeros enfrentamientos se ha reducido hasta la casi igualdad en la prueba de
inteligencia. De hecho, algunos de nosotros sospechamos que sólo el afán de las
máquinas por seguir compitiendo ha impedido que se pusieran por delante también
en esa parte de la Prueba.
–No lo entiendo –ahora Pablo estaba un poco despistado–. Si
pensáis que las máquinas tienen la posibilidad de ganar, ¿por qué no lo hacen?
–No estamos del todo seguros. De hecho sólo se trata de
suposiciones. Una teoría sería la de que, ahora que ya no tienen tarea alguna
que realizar, La Prueba se ha
convertido en su razón de existir. Es decir, ellas saben que tienen ganada la
parte de la habilidad, así que nosotros pensamos que nos dejan ganar en la de
inteligencia para poder seguir jugando. Nos da la impresión de que disfrutan
con La Prueba. Mientras tanto el tiempo corre en nuestra contra. La cúpula de
seguridad que podéis ver, y que nos defiende del exterior, se mantiene firme
con nuestra voluntad, pero cada día que pasa estamos más cansados. Ya han
aparecido grietas. Con toda seguridad no aguantaremos hasta la próxima Prueba.
Necesitamos ganar este desafío de habilidad.
–¿Y dónde encajamos nosotros en todo esto? Es decir, si
ganamos, lo haremos nosotros, no vosotros. Vuestra Prueba se pensó para saber
qué especie era superior a la otra. Si competimos en vuestro lugar... eso
quedaría aún por decidirse.
–Y así fue en el principio, Pablo. Pero como decís en tu
mundo, en la vida no todo es blanco o negro. En esta ocasión tú encajas en el
punto débil de las máquinas. Su soberbia. Se tienen por invencibles y creemos
que hemos tocado su orgullo, porque han olvidado el motivo original de la
competición y han aceptado tanto el nuevo reto de habilidad que les hemos
propuesto, como al retador, que ya saben que eres tú.
–¿Les has hablado de mí a las máquinas? –los ojos de Pablo se
abrieron como platos.
–¿Y de mí tambén? –preguntó Rodrigo.
–Así es.
–¿Y entre todos los niños de mi mundo… me habéis escogido a
mí? –Pablo no podía creer que algo así fuese posible, ¡anda que no había niños
en la Tierra! De repente se sintió muy importante.
–Y tambén a mí Pabo... –Rodrigo trataba de hacerse un hueco
entre la creciente vanidad de su hermano mayor, pero sentía que nadie contaba
con él en ese momento.
–No te quiero engañar, Pablo. Tenían que darse unas
condiciones muy concretas, que no todos los candidatos podían cumplir. Recuerda
que necesitábamos llegar a una persona con suficiente capacidad, tanto
intelectual como técnica, para poder abrir la puerta desde vuestro mundo. Y esa
persona podía ser tu padre. Pero además también tenía que haber un árbol sabio
tan cerca como para que el portal pudiese funcionar.
–Ah, entiendo... –respondió Pablo un poco decepcionado.
–Pero sí. De todas las posibles opciones hemos decidido poner
la salvación de este mundo en tus manos.
–Y en laz míaz tambén –apostilló Rodrigo–. No te peopuquez,
Flik...
–Preocupes –le corrigió Pablo.
–Ezo, ezo, peopuquez.
Los tres llegaron a la pirámide de luz. Allí los chicos
pudieron comprobar que estaba formada por muchos globos como Flik, pero de
diversos tamaños y colores, dispuestos en una especie de nidos. Parecían
suspendidos en el aire. La cálida luz que emanaba de aquellas esferas latía
casi imperceptiblemente.
–Aquí están todos los que quedan de mi raza. Duermen, y mientras
descansan, su energía se desvía para dar fuerza a la cúpula que defiende
nuestro espacio del ponzoñoso aire exterior. Pero como os decía antes, estamos
perdiendo fuerzas. Casi hemos agotado nuestras últimas energías en crear el
camino a través del cual os hemos hecho llegar hasta aquí. No tendremos otra
oportunidad. Si perdemos, la cúpula no aguantará el tiempo suficiente para
disponer una nueva Prueba. Todo lo que veis, toda esta vida, desaparecerá si no
conseguimos convencer a las máquinas. Ellas son las únicas que pueden poner en
marcha de nuevo todos los sistemas de este planeta para que comience a ser
habitable de nuevo. Nuestra única esperanza es que tú, Pablo, ganes por
nosotros La Prueba.
–Bueno, bueno. ¡Cuanta responsabilidad! Si todavía no me has
contado en qué consiste esa dichosa Prueba –objetó Pablo un poco agobiado.
–Ezo, togavía no noz contazte nada de nada.
–Para ti, Pablo, va a ser muy fácil créeme. De hecho será
como si estuvieses en tu casa. Pero acompañadme, que no tenemos tiempo que perder.
El último desafío comienza dentro de muy poco y no podemos llegar tarde.
–Pero cómo, ¿ahora mismo? ¿Sin preparación alguna? –intentó
protestar Pablo.
–Creemos que ya estás suficientemente preparado. De nuevo
debes de confiar en mí. Ahora seguidme por favor.
Pablo hubiese querido argumentar un poco más sus reproches,
pero estaba claro que de nada hubiese servido. Los discos comenzaron a seguir
de nuevo a Flik, que se encaminó rápidamente hacia un oscuro punto que
aumentaba de tamaño en uno de los límites de la cúpula. A medida que se
acercaban, podían ver como el círculo se ensanchaba. A través de sus bordes se
colaban unos delgados hilos de la negra atmósfera exterior, que una vez dentro
de la cúpula se diluían casi de inmediato, mezclándose con el puro aire del
interior sin dejar rastro alguno. Cuando la abertura con forma de círculo
alcanzó el tamaño adecuado, dejó de crecer. En ese momento ya no se filtró más
del negro veneno.
–No tengáis miedo, nos esperan. Las máquinas han abierto este
pasillo, por el que podemos desplazarnos sin temor, hasta el lugar en el que
tendrá lugar la contienda.
El pasillo discurría dentro de un túnel semitraslúcido hecho
de energía. Mientras se introducían en aquel pasadizo, que a duras penas Flik
lograba iluminar con su iridiscencia natural, podían comprobar cómo la
amenazadora atmósfera presionaba el conducto, envolviéndolo con sus oscuros
tentáculos. Pablo estaba un poco asustado. Si en ese momento las máquinas
hubiesen querido acabar con ellos, nada más tendrían que permitir que un poco
de aquel veneno penetrase en el pasillo que recorrían sobre sus discos
deslizadores.
Pablo estaba empezando a ponerse nervioso e hizo una pregunta
destinada sólo a tratar de que pasase el tiempo hasta llegar al final del
trayecto, allí en donde el negro se transformaba repentinamente en un rojo
escarlata.
–Flik, ¿y qué pasaría si yo enfermase? Es decir, en esta
Prueba gana el que primero llegue a dos de tres ¿no es así?
–Correcto, Pablo.
–Si yo no pudiese presentarme a una de las tres citas, ¿qué
pasaría entonces?
–Las fechas ya están fijadas y La Prueba no puede posponerse.
En ese caso perderíamos. Sin posibilidad de cambiar a nuestro paladín. Todo eso
está aprobado en el Código. En ese documento se recogen todas las normas de La
Prueba. Al llegar al final de este túnel las máquinas analizarán algo parecido
a tu ADN. Nadie que no posea esos mismos parámetros podrá ocupar tu plaza. Pero
tranquilo, también hemos estudiado las posibilidades de que enfermes y son las
menores de todos los candidatos.
–Por lo que veo estáis en todo –comentó Pablo mientras
llegaban al fin del trayecto.
–Lo intentamos, Pablo. Por lo menos lo intentamos.
Los viajeros llegaron hasta una compuerta circular de intenso
color rojo. Fuese cual fuese la materia de la que estaba construida, permitía
ver un poco de lo que había tras ella.
–Hemos llegado Pablo, ¿preparado?
Pablo dudó un segundo en responder, pero de inmediato su
hermano menor lo hizo por él.
–Zí, eztamoz pepaladoz.
–Muy bien, pues allá vamos.
Flik se adelantó y se situó delante de un círculo más opaco
que el resto, situado en el centro de la compuerta. En un instante, el rojo
escarlata se fundió y se retiró, de igual forma que lo haría un líquido, hacia
los marcos del túnel. Sibilantes penachos de vapor emergieron del interior de
la cámara y les cegaron por unos instantes, para dejar a la vista de los niños
la penumbra de lo que parecía una sala de control. Todos avanzaron sobre los
discos deslizantes y entraron en la sala. La mínima iluminación de la Cámara provenía
de miles de pequeñas luces rojas que pulsaban rítmicamente con diferentes
cadencias. Las luces destellaban por toda la sala, bajo la superficie de
paredes, techo y suelo. Allí dentro todo parecía estar construido del mismo
material, y tenía el color y el acabado del azúcar requemado que su madre a
veces les fundía en pequeñas obleas. Pablo dejó resbalar su dedo por una de las
paredes y comprobó que aquella superficie era dura al tacto, pero a la vez
suave y sedosa.
En el centro de aquella sala sobresalían del suelo, como dos
pequeños altares, una especie de mesa y lo que a simple vista parecía un
taburete. Sobre ellos flotaba verticalmente un gran rectángulo casi
transparente. Pablo desvió de nuevo la vista hacia la mesa, y llamó su atención
la familiaridad de dos objetos situados sobre ella. Uno delante del taburete,
el otro en el extremo opuesto.
Se trataba de dos mandos idénticos a los que tenía en su casa
para jugar a la consola de videojuegos.
Miró extrañado a Flik.
–Adelante Pablo. Siéntate. Ya te dije que no tendrías
problema alguno a la hora de demostrar tu capacidad en la Prueba, porque se
trata de algo que dominas a la perfección.
Pablo se adelantó. Un gran ojo emergió de la mesa y flotó
hasta quedar situado a una cuarta de su cara. Entonces un sonido de origen
mecánico, como un susurro de clicks y clacks, emergió de alguna parte. Flik
contestó con fluidez en aquel extraño lenguaje.
–Les he dicho que eras nuestro candidato. No temas. Ahora el
ojo medirá y registrará tus parámetros.
Tal y como había predicho Flik, aquella esfera se paseó a una
corta distancia de su cara y luego retrocedió en silencio, fundiéndose de nuevo
con la superficie de la mesa.
Pablo se lo tomó como una invitación a sentarse. Al instante
de hacerlo, sintió que el taburete se adaptaba con suavidad al contorno de su
cuerpo. Detrás de él un respaldo surgió de la nada para permitir que apoyase su
espalda, envolviéndole. El asiento, que se había convertido en un sillón, se
adaptaba perfectamente a sus movimientos, aplicando la resistencia justa. Pablo
no recordaba haberse sentado nunca en algo tan cómodo. Una vez que terminó de
ajustar su posición, todos pudieron ver como un velo casi invisible se
levantaba alrededor de la mesa y su ocupante para aislarlo del entorno.
–¡Pabo! –gritó sorprendido Rodrigo, al ver que su hermano
quedaba encerrado en el interior de aquella pantalla semitraslúcida.
–No puede oírte, Rodrigo. Pero no te preocupes, las máquinas
lo hacen para evitar que nadie pueda interrumpir La Prueba. No se trata de nada
más que eso. Confía en mí, nunca os harían daño.
Pablo estaba impaciente. Las palmas de sus manos sudaban
ligeramente. Aguardaba a que frente a él se sentase su rival de un momento a
otro. La pantalla sobre su cabeza cobró luminosidad, y con una espectacular
nitidez, que estaba muy lejos de todo a lo que estaba acostumbrado, se
perfilaron en ella los contornos de unos coches en tres dimensiones.
–Ez la “Calela de la
Muelte” –Rodrigo, que no se perdía detalle de lo que sucedía en la pantalla,
reconoció el juego al instante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario