sábado, 30 de septiembre de 2017

LOS COSECHADORES DE ESTRELLAS (10): LA CARRERA DE LA MUERTE

Sentado cómodamente en su sillón, Pablo respiró tranquilo por primera vez desde que había llegado a Mundo-Flik. Ahora ya no tenía duda alguna acerca de si sería capaz de hacer un buen papel en la prueba de habilidad. ¿Acaso no era él, y con mucha diferencia, el campeón del colegio en ese juego? Tomó el mando en sus manos y pulsó el botón de acelerar. Su coche, el de la izquierda, rugió con un estrépito ensordecedor. Todo funcionaba como la seda, pero, ¿dónde estaba su contrincante?
Justo en el momento en el que esa pregunta pasaba por su cabeza, observó frente a él unos pequeños tentáculos que surgían de la superficie de la mesa y se fundían con el mando que estaba destinado a su rival. Pablo se dio cuenta de que aquellos apéndices eran tantos como botones y resortes tenía el mando de control, con lo que su rival podría cubrir a la vez todas las combinaciones posibles. Si las máquinas fuesen capaces de coordinar todo aquello a la vez serían muy difíciles de batir. ¡El no tenía tantos dedos!
De todos modos Pablo estaba seguro de que, como mínimo, podría darles mucha  guerra.
En la pantalla, y sobre los dos coches, comenzaron a desfilar perfiles de circuitos sin cesar. Pablo accionó su mando para comprobar si podía seleccionar alguno, y se dio cuenta de que la máquina debía de estar permitiéndole que fuese él quien escogiese armas.
Bien, pues te voy a llevar a mi favorito. A ver qué tal te portas ahí, pensó, mientras lo buscaba accionando la palanca de control. Cuando el perfil del circuito apareció en la gran pantalla, Pablo sonrió satisfecho, detuvo la imagen y la seleccionó.
Ya está, pensó por fin. El “Circuito de Lava”, en Mundo Infierno.
El coche de la derecha, el que pilotaban las máquinas, comenzó a cambiar. La máquina estaba escogiendo el vehículo cuyas características se adaptasen mejor al trazado elegido. Pablo también buscó el suyo. Sabía que el mejor de los vehículos posibles para aquel trazado era el “corredor de lava”, así que lo seleccionó. Después utilizó la opción de cambio de parámetros para colocarle unas ruedas especiales de aleación de titanio. Eso le permitiría circular con más seguridad sobre el fuego y la lava.
Pablo conocía cada curva del recorrido como la palma de su mano.
No sin sorpresa, comprobó que la máquina realizaba la misma elección. Desde luego se trataba de la mejor opción, ¿o simplemente estaba copiándole?
La verdad era que eso importaba bien poco. Ahora que tenían las mismas armas, a ver quien era más eficaz utilizándolas.
El semáforo se puso en rojo.
Quedaban diez segundos para que diese comienzo la carrera.
Pablo se acomodó aún más en su asiento, que volvió a adaptarse al contorno de su cuerpo.
Cinco, cuatro.
El motor de su coche rugía. El cuenta revoluciones se disparó hasta el rojo. El coche de su rival permanecía mientras tanto en sospechoso silencio, como esperando algo.
Tres, dos.
En la pantalla todo se oscureció. Se había hecho de noche. ¿Una pequeña treta de última hora? Pablo encendió sus luces de forma automática. La máquina hizo lo mismo.
Uno, cero.
Pablo pisó a fondo. Su coche salió catapultado con toda la potencia que era capaz de suministrar su poderoso motor. Había comenzado mucho mejor que el coche de su rival, que se había quedado rezagado. Como clavado en la salida.
Mejor, pensó Pablo. En ese circuito había muchos tramos en los que no podría adelantarle porque eran tan estrechos que no había espacio físico para hacerlo. Lo ideal era mantenerse siempre por delante del rival.
A su alrededor las llamas trataban de engullir el coche, pero Pablo las atravesaba sin temor, siempre atento al trazado del circuito y al termómetro de la temperatura, que le indicaba si se estaba metiendo en complicaciones por circular demasiado tiempo sobre la lava. Su retrovisor le mostraba mientras tanto las luces del otro coche, que recortaba poco a poco la distancia que les separaba.
Pablo sabía que ganaría quien llegase antes a la meta al cabo de tres vueltas. O el que lograse llegar, porque en el juego estaba permitido, y de hecho era uno de los motivos más habituales de victoria, destruir el coche de tu rival.
A Pablo se le ocurrió una idea.
Era consciente de que la maniobra que iba a probar era muy simple, y dudaba de que tuviese un efecto devastador sobre su rival, pero al poner en práctica ese truco podría calibrar el nivel de precisión y de concentración de la máquina. Estaba casi donde quería, acercándose a la curva número siete. Tras ella discurría un pasadizo muy estrecho, en donde la más mínima equivocación podía hacer que los coches rozaran de forma fatal las estalactitas horizontales que brotaban como cuchillas de las paredes. En el momento en el que Pablo condujo su coche al interior del oscuro túnel, accionó una combinación de botones secreta que hizo que su vehículo expulsase una densa nube de humo negro.
En circunstancias normales y a cielo abierto, esa táctica solo obtendría resultado positivo para sus intereses si el coche perseguidor se encontrase casi encima del suyo. Y aún así su efecto sería muy limitado, ya que el humo se disipaba con rapidez en la rara atmósfera del planeta en el que jugaban. Pero al realizar la maniobra dentro del túnel, Pablo conseguía que la bolsa de humo permaneciese densa y casi estática. A la espera de un coche rival que, tras tomar la curva, se encontraría de repente con un túnel en el que sus luces rebotarían infructuosamente en un muro de espeso humo negro.
Durante unos instantes Pablo se mantuvo más atento a su retrovisor, para comprobar qué era lo que sucedía detrás de él, que a lo que hacía su propio coche.
Quizás el truco hubiese funcionado, pensó Pablo, mientras una mínima esperanza crecía dentro de su pecho a medida que pasaba el tiempo y el coche perseguidor no aparecía en la boca de salida del túnel. Pero al mismo tiempo algo le decía que no se confiase. Que no podía ser tan sencillo.
Al estar tan pendiente del retrovisor, Pablo perdió la concentración que mantenía en su pilotaje y cometió un grave error que a punto estuvo de ocasionarle un disgusto. Una roja lengua de lava, que apareció de la nada por su costado derecho, convirtió la carretera en una pista de patinaje. Su vehículo pareció cobrar vida propia. A Pablo le costó mucho esfuerzo volver a retomar el control de su coche. Después de estabilizarlo el niño volvió su vista al retrovisor, sólo para comprobar con desazón cómo detrás de él emergía del túnel, entre jirones de humo y a una velocidad endiablada, el coche de las máquinas.  Bueno, pensó desencantado, parecía ser que el otro piloto también era bueno después de todo. Pablo iba a tener que aplicarse un poco más si quería ganar la Prueba.
–Va a ganal, Flik, ya velaz –se daba ánimos a sí mismo Rodrigo mientras hablaba con su amigo– Pabo ez el mecol.
–De eso estoy seguro Rodrigo. Ahora estamos en sus expertas manos –le respondió Flik, que no perdía detalle de lo que sucedía en la gran pantalla.
Pablo esquivó con agilidad otro estallido de lava que surgió repentinamente a su paso e inundó la carretera detrás de él. Sabía perfectamente que no enfriaría tanto como para que su rival no perdiese un poco de rueda al pasar por encima, lo que en definitiva significaba perder tracción.
Cosas como esa siempre eran una buena noticia, pero no ganaban por sí solas la carrera.
El coche de las máquinas apretaba más y más, así que a Pablo no le quedó más remedio que asumir aún mayores riesgos, lo que le obligó a prestar más atención para poder superar cada uno de los desafíos del circuito.
Pese a no haber cometido casi ningún error en su conducción, el retrovisor le mostraba que las luces del coche negro recortaban de forma implacable la distancia que les separaba a cada instante que pasaba.
Pablo podía ver con claridad los detalles del coche perseguidor. Sentía su presión agobiante y, aunque sabía que solo podía ser fruto de su imaginación puesto que las lunas de ambos vehículos estaban tintadas de negro, juraría haber visto las mismas pequeñas luces rojas que iluminaban la Cámara brillando dentro de la cabina del vehículo perseguidor, dando vida a la implacable máquina.
Justo en ese momento, el coche oscuro empujó con violencia su defensa trasera y a punto estuvo de sacarlo de la carretera. Algo que habría significado el final de la carrera para Pablo, porque su coche se habría precipitado, sin haber podido remediarlo, al incandescente mar de lava.
A partir de ese momento Pablo aceleró aún más, y consiguió arrancar unos metros de ventaja a su perseguidor, una distancia que a duras penas lograba mantener. En su cabeza empezó a cobrar vida un arriesgado plan, que necesitaría de dos de sus trucos favoritos, además de mucha suerte, para que funcionase. Pero que de salir bien podría acabar por la vía rápida con la carrera.
Pablo recordó la voz de su padre cuando le decía, cada vez que intentaba enseñarle a jugar al ajedrez, que los mejores engaños eran aquellos se planificaban con mucha antelación, y que se desvelaban sólo cuando el enemigo se relajaba y había dejado de pensar en ti como una amenaza. Que la paciencia era una virtud, y que tenía que ser capaz de jugar a varios movimientos vista, porque cualquier contrincante de cierto nivel estaba preparado para responder a una amenaza directa. Lo más importante, según su padre, era tomar una buena posición sobre el tablero, con la que poder desencadenar el ataque y dirigir al rival hacia la trampa, o bien permanecer sólidamente situado si era el contrario quien decidía lanzar su ofensiva primero. Aunque fuese preciso sacrificar piezas por el camino.
La verdad era que su padre no había logrado hacer de él un buen jugador de ajedrez. De hecho, ni podía considerarse un jugador, puesto que casi no sabía ni mover las piezas. Pero ¿quién querría jugar a ese rollo de extrañas figuras sobre un tablero, cuando había juegos tan reales en la consola o en el ordenador?
Además, Pablo estaba seguro de que los principios necesarios para ganar una partida de ajedrez también serían válidos para cualquier juego de estrategia.
El truco que pensaba poner en práctica solo funcionaría contra alguien que no le conociese mucho y que nunca le hubiese visto realizarlo antes. Lo que aún arrojaba una variable más al problema. ¿Cuánto sabían de él las máquinas?
Ahora mismo la respuesta a esa pregunta importaba poco. No se le ocurría nada más, y no sabía cuanto tiempo podría aguantar por delante de la máquina.
El momento se acercaba. Tras la curva quince venía una larga recta, libre de fuego y de lava, en la que la temperatura se reducía para dar un respiro a la mecánica de los vehículos. Ese era el momento en el que los coches menos castigados por aquel diabólico circuito intentaban el adelantamiento. Sólo se necesitaba potencia de motor para adelantar, y pericia del conductor para intentar mantener el coche dentro de la irregular pista a tan altas velocidades.
Con toda seguridad esa sería la oportunidad que el coche negro estaba esperando para echarse sobre él y tratar de pasarle.
Pablo confirmó sus sospechas cuando salió de la curva y la imagen del coche perseguidor desapareció de su retrovisor para desplazarse violentamente a su izquierda. El brusco movimiento le cogió desprevenido, pero sus reflejos, y la experiencia que atesoraba en el juego, hicieron que lograse reaccionar a tiempo cerrando el paso a su rival. Impidiendo así el adelantamiento. Con aquella maniobra defensiva, su coche tocó el morro del vehículo de las máquinas e hizo que éste se desequilibrase.
Ese era el momento que Pablo estaba esperando. Sabía que en ese circuito los dos vehículos llevaban una carga adicional de aceite de motor, que se podía inyectar de forma automática en el sistema a una orden del piloto. Según la programación del juego, estaba previsto por si algún golpe llegaba a dañar el sistema de lubricación, de forma que con la nueva carga el problema se solucionase y pudiese permitirles continuar con la carrera.
Pablo pulsó una combinación de tres botones. Su coche expulsó por la parte trasera un gran chorro de aceite que, si la distancia con su perseguidor fuese la adecuada, no le permitiría reaccionar a tiempo. Ninguna de las personas a las que Pablo se había enfrentado hasta el momento habría podido salvar su vehículo en tan corto espacio de tiempo. El coche rival empaparía inevitablemente sus ruedas con aquel aceite sucio y viscoso, y se volvería ingobernable. Después, lo más probable es que acabase saltando por encima del pequeño talud, precipitándose sin remedio al vaporoso “Abismo de las Animas”.
Pablo comprobó que todo salía según lo previsto y se permitió dibujar una pequeña sonrisa en sus labios. Sólo para tener que borrarla un instante después, cuando comprobó la forma en la que las máquinas solucionaron, en décimas de segundo, el problema que les había planteado.
El piloto del coche negro utilizó una ligera rampa del trazado y consiguió poner su vehículo a dos ruedas, superando así la gran mancha de aceite por el escaso margen que quedaba limpio entre esta y el talud.
Brillante.
Original y brillante a su vez.
Tan absorto se había quedado Pablo contemplando la maniobra, que ni siquiera reparó en una pequeña y brusca elevación del terreno hacia la que su coche se dirigía sin remedio.
–¡Cuilalo, Pabo! –gritó Rodrigo desde afuera, al ver lo que sucedería de forma inevitable.
Pablo no podía escuchar a Rodrigo, ya que estaba totalmente aislado del exterior, pero su sexto sentido le alertó justo antes de que el desastre fuese total. El niño consiguió maniobrar rápidamente en el último instante, y logró que sólo su rueda trasera izquierda sufriese el descomunal impacto contra la piedra. En su panel de control se encendieron luces rojas de alerta por todas partes, que le anunciaban diversos fallos mecánicos. El más serio de todos ellos era la pérdida de la suspensión trasera. La avería no era fatal, y podría seguir con la carrera incluso a buen ritmo, pero jamás podría ganar a una máquina que pilotaba tal y como había visto hacerlo a su contrincante. Los vehículos cruzaron la línea de meta por segunda vez. Ese fue el momento elegido por las máquinas para pasarle como una exhalación. Sólo quedaba una vuelta.
Pablo decidió entonces que forzaría su vehículo al máximo. La carrera ya estaba perdida. Poco importaba que fuese por llegar el segundo o porque su coche se estropease por avería mecánica. De ese modo esperaba presionar lo suficiente como para empujar a las máquinas a cometer un error que pudiese llevarles como mínimo a un empate. Pablo estaba seguro de que eso era lo máximo a lo que podía aspirar.
Durante esa última vuelta, Pablo se dio cuenta de cuanta razón parecía tener Flik a la hora de juzgar a las máquinas. El coche negro, pese a ser muy superior al de Pablo, porque no había sufrido ninguna avería digna de mención, no ponía tierra de por medio. Se limitaba a permanecer a una distancia razonable delante de él, nada más. Al principio, Pablo pensó que podría tratarse de una maniobra defensiva, destinada a no forzar el motor y conservar así la mecánica. Pero no tardó en darse cuenta de que había tramos en los que la máquina parecía esperarle. Incluso había momentos en los que casi podía empujar el coche rival con su defensa. Y justo cuando parecía que el contacto sería inevitable, el coche negro aceleraba otra vez hasta volverse de nuevo inalcanzable. Las máquinas estaban jugando con él al gato y al ratón.
Tal y como había predicho Flik, daba la impresión de que a las máquinas les gustaba la competición por encima de todas las cosas. Por encima incluso de la victoria. Parecía que La Prueba hubiese pasado a convertirse en el único fin de su existencia, y en este momento se sentían tan superiores que... que quizás pudiese utilizar de alguna forma ese exceso de confianza para que acabase jugando a su favor.
Los dos coches entraron en la última curva. Ese fue el momento elegido por Pablo para intentar que su rival cayese en la trampa que le había tendido una vuelta antes.
El niño aceleró su coche más allá de lo mecánicamente razonable. Mucho más allá. La aguja del cuentarrevoluciones llegó al límite y la temperatura amenazaba con fundir el motor. Las señales rojas de peligro destellaban por todo el tablero de control, a medida que más y más sistemas anunciaban posibles fallos. Si seguía a ese ritmo suicida nunca llegaría a una línea de meta que ya podía verse en el horizonte. Pero a Pablo eso no le importaba. Sólo estaba concentrado en pilotar. Lo demás no debía de robarle ni un ápice de atención.
Su coche adquirió una velocidad endiablada y comenzó a hostigar, una y otra vez, a un rival que había sido cogido por sorpresa. Porque las máquinas, que tenían como una de sus prioridades la conservación de su existencia, nunca sospecharon que una de las opciones de su contrincante pudiese ser la autodestrucción.
El coche negro le cerró la trayectoria y se situó justo donde Pablo había previsto que lo haría. En la décima de segundo oportuna, Pablo accionó la última carga retropropulsora de la que disponía. Un recurso que se utilizaba para volar más lejos sobre los puentes rotos, y que se había ahorrado en el más fácil de los saltos. Cuando accionó el botón correspondiente, su vehículo se elevó impulsado por los dos quemadores gemelos traseros y el despliegue de pequeños alerones convenientemente distribuidos a lo largo de toda la carrocería. La fuerza del empuje era tal, que si su rival no hacía nada por impedirlo le pasaría sin esfuerzo por encima, situándose por delante de él.

En el exterior, Rodrigo seguía confiando sin dudar en las posibilidades de su hermano, y eso a pesar de todas las evidencias en su contra. Flik se limitaba a contemplar sorprendido las evoluciones de Pablo en la pantalla.

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