–Mila, Pabo, mila. Una lana que haba.
Pablo, que presumía de entender el idioma de su hermano, se
quedó un poco perplejo. Lo que le parecía haber escuchado no tenía sentido.
Seguro que se trataba de otra pequeña broma de Rodrigo en relación a ese
pequeño globo amarillo que... ¡demonios! En ese mismo momento la minúscula
esfera volvió a saltar y cambió de posición, escondiendo la mitad de su cuerpo
de nuevo en la hierba. Rodrigo saltó imitándolo y se situó otra vez a su lado.
La curiosidad de Pablo creció rápidamente e hizo que se diese
prisa por llegar donde le esperaba su hermano. Ya no hubo más saltos. El bulto
amarillo permaneció inmóvil hasta su llegada. Pablo se agachó junto a Rodrigo y
contempló maravillado la oronda ranita.
–Ez muy wapa –dijo Rodrigo.
Para Rodrigo, guapa era la máxima expresión de hermosura,
inteligencia, bondad o cualquier otro atributo positivo que se pudiese aplicar
a persona, animal o cosa.
–Sí, es muy bonita –le dijo Pablo a su hermano.
–Gracias –dijo la rana.
Pablo pegó un salto hacia atrás.
–Haba, como nozotoz –sonrió Rodrigo.
–¡Guau!, pero las ranas no pueden hablar –exclamó Pablo
sorprendido–. Bueno, sí pueden, porque esta
puede...
–Ez muy educada ¿veldad?, y muy wapa...
–Pero, pero... tú no puedes ser una rana –concluyó Pablo,
después de obligar a las células grises de su cerebro a ponerse a trabajar para
descifrar aquel misterio.
–¿Y zi ez un plíncipe? O una plinceza. Hay que dal-le un
bezo.
–Espera, espera un momento, Rodrigo –Pablo detuvo a su
hermano poniéndole una mano en el pecho, cuando el pequeño ya se lanzaba
ilusionado hacia la rana, con morritos de pez besucón–. Puede ser venenosa.
–¡Demonioz! –Rodrigo retrocedió un poco repugnado ante su
idea inicial–. Tenemoz que decil-lo a papá y mamá.
–Bueno, bueno, Rodrigo; eso está muy bien, pero tampoco
tenemos por qué darnos tanta prisa –Pablo estaba excitado ante lo que suponía
la aventura de tener una rana parlanchina en su poder–. Por otro lado, tampoco
parece muy peligrosa. ¿Sabes decir alguna cosita más ranita?
–No...
–¡Eh!, ¡ahora no te hagaz la zilencioza, que antez hababaz un
montón! –se anticipó Rodrigo sin dejar que acabase.
–Quiero decir que no podéis contar a nadie que me habéis
visto –acabó la frase la ranita.
–Jolín, Rodrigo, ¡si habla mejor que tú!
Rodrigo le pegó un empujón a su hermano de rabia y
contrariedad.
–Lo mejor será empezar por el principio –continuó la ranita–
vengo de un mundo muy lejano. Un mundo que no se puede ver ni con vuestros
telescopios más grandes. He venido a veros porque el planeta que habito
necesita de vuestra ayuda.
Rodrigo y Pablo, se habían sentado con las piernas cruzadas
junto a su descubrimiento. Al oir eso le miraron con incredulidad.
–¿Ayudarte? Pues no sé cómo pueden ayudarte dos niños...
somos muy pequeños. Mejor será que se lo digamos a nuestro papá, que es una
persona mayor. El es más graaaaande y listo.
Pablo extendió sus brazos para intentar hacer ver el tamaño
de su padre a aquella viajera de la estrellas.
–No, de verdad, creedme. Ya conozco a vuestros mayores, pero
todo lo que necesita mi mundo para salvarse está aquí, sentado ante mí.
–Pelo, ¿y dónde eztá tu nave ezpacial? –preguntó Rodrigo con
suspicacia, a la vez que giraba su cabeza a uno y otro lado. Intentaba
descubrir algún cohete sideral aparcado en el jardín que se le hubiese pasado
por alto–. ¿La tienez gualdada en un pozo, veldad?
–No tengo. No necesitamos ninguna nave espacial para movernos
entre mundos habitados como este.
–¿Y cómo vinizte de tu paneta entoncez?, ¿zaltando? Pabo,
ezto me eztá zonando a chimpuzquina.
–Oliendo –dijo Pablo.
–¿Qué?
–Que se dice oliendo a chamusquina.
–Dejad que os lo explique, por favor. ¿Veis este gran árbol
que vosotros llamáis roble? –continuó la rana.
–Sí.
–Zí.
–Pues algunos árboles de vuestro mundo, cuando son muy viejos
y sabios, pueden comunicarse con los de otros planetas –los dos niños pusieron
cara de estar un poco perdidos–. Os lo explicaré de una forma más sencilla para
que podáis entenderlo. Las raíces de este árbol, además de alimentarle y
hundirse profundamente en la tierra, también penetran en el tiempo y el
espacio. Con su ayuda podemos abrir portales a otros mundos en los que sus
árboles también hayan desarrollado esa habilidad, y sólo es cuestión de tiempo
que lo hagan.
–¿De lanaz? –preguntó Rodrigo.
Pablo, al ver que la ranita miraba a uno y a otro con cara de
no haber entendido la pregunta de su hermano, la tradujo.
–De ranas, ¡demonios! Que si todos los mundos aparte de este
son de ranas –por la cabeza de Pablo pasó la terrible idea de un ejército
invencible de ranas, que pudiese venir a vengar las torturas realizadas por él
y su pandilla a sus primas de la Tierra. ¿Pero cómo demonios se iba a haber
imaginado él que las ranas pudiesen ser tan importantes en el orden del Universo?
–No, no. Disculpadme de nuevo. Este no es mi verdadero
aspecto. Yo no podría venir a este planeta con mi forma real, la que tengo en
mi mundo.
–¡Oh, vamos! Ya he visto esta parte en alguna película de
miedo –comentó Pablo–. Ahora es cuando nos dices que en realidad eres un
monstruo horrible y que sólo te alimentas de niños...
–¿Moztluo?, ¿qué moztluo?... – preguntó Rodrigo un poco nervioso.
–Dice... oye, por cierto ¿cómo te llamas? –Pablo recordó que
aún no habían sido debidamente presentados.
–Flik, ze llama Flik –se apresuró a contestar su hermano.
–¿Acaso te lo ha dicho ella? –preguntó Pablo un poco cansado
por las continuas interrupciones de Rodrigo.
–No, pelo ez mía. La enconté yo, azí que le pongo el nombe
que me da la gana.
–Esto no funciona así Rodrigo. Este bich… ella seguro que ya
tiene un nombre. Tú no puedes poner otro nombre a alguien que ya lo tiene. Papá
siempre se llamará papá, porque alguien le puso ese nombre antes que tú. A esta
rana le habrá puesto el nombre otra persona. Además, no es tuya, no es de
nadie. Alguien que puede hablar no es de nadie.
–¡Calamba! –Rodrigo cruzó los brazos enfurruñado.
–Pues la verdad es que no tengo nombre, y debería de tener
uno. Flik me parece bien. Suena bonito –sorprendió a uno y a otro la rana con
su decisión.
–Guaaaaaayyyyyyy. ¡Flik!, ¡Flik!, ¡Flik! –Rodrigo repetía una
y otra vez el nombre con gesto triunfal.
–Vaaaaale, está bien. Flik entonces. ¿Por dónde íbamos?, ah
sí, por la parte de los monstruos. Dice... Flik –Pablo se dirigió a su hermano
pequeño–, que su piel amarilla de ranita es un disfraz. Que él no es así de
verdad. Así que yo apuesto porque la forma auténtica de... Flik... es en
realidad la de una enorme babosa, que elimina a sus enemigos con su apestoso
aliento venenoso y los pinchos de sus garras –acompañó sus declaraciones con
teatralidad amenazante.
Rodrigo estaba más decepcionado que asustado. Era incapaz de
imaginarse a su pequeña rana exterminando mundos.
–¡Noo, Flik no ez azí! Flik ez muy wapa. Como Lucaz, ¿veldá
Flik? –y en ese momento Rodrigo señaló por encima del hombro de Pablo, que se
dio cuenta enseguida de la amenaza que se les echaba encima en forma de peludo
cuadrúpedo.
–¡Ahí va! –exclamó Pablo mientras encaraba el problema
galopante–. Lucas. Ya me había olvidado de él.
El pequeño perro, que había visto a los niños desde la puerta
del garaje, trotaba hacia ellos con alegría desenfrenada. Nada ni nadie podía
frenar a Lucas en su carrera. Cuatro galopes, un enorme salto, cuatro galopes y
otra vez un salto. Esa era la peculiar forma en la que corría su perro mientras
sus orejas ondeaban al viento.
–Despacio, Lucas, suave. Que nos vas a atropellar –Pablo se
levantó para intentar apaciguarle. Temía que el nervioso Lucas asustase, o peor
aún, se llevase por delante con su ímpetu a la recién bautizada Flik.
Cuando Pablo consiguió serenar a Lucas, lo condujo con mucho
cuidado y sujeto por el collar hasta donde estaba su nueva amigo. Sabía que
sería inútil intentar ocultárselo.
Lucas se acercó con cautela, agitando a ambos lados su rabo
mocho sin cesar. Entonces sucedió algo increíble, algo maravilloso. Algo que ni
en un millón de años podrían haber previsto conociendo como conocían al
nervioso Lucas.
El perro acercó su hocico a la ranita para olisquearla, y al
hacerlo la rozó levemente con su trufita negra. Sólo eso, nada más. Tan sólo el
leve suspiro de un contacto. Al instante Lucas se tumbó jadeando, con la lengua
fuera y muy relajado. Como si conociese a Flik de toda la vida. Desde luego,
cosas como esa no sucedían muy a menudo con Lucas, el fiero guardián de su casa
y terror de los carteros.
El perro, que era feliz tan solo con poder estar allí donde
estuviesen los niños, siempre había sido considerado uno más de la pandilla,
así que se sintió satisfecho con tumbarse tranquilamente para escuchar lo que
todos tenían que decir.
–No somos monstruos. Por lo menos no como los que vosotros os
podéis imaginar. Tan sólo somos diferentes. Pero no podríamos venir a vuestro
planeta sin llamar la atención, y como la verdad es que en vuestro mundo las
diferencias no son muy bien acogidas, es por eso por lo que decidimos que lo
mejor era disfrazarnos.
–¿Y podrías haber escogido cualquier otro animal? –preguntó
Pablo curioso.
–Pues yo creo que sí, mientras que fuese algo más o menos de
este mismo tamaño. Tened en cuenta que consume un tiempo y esfuerzo enormes el
poder tomar otra forma. Y eso es algo que no nos podemos permitir, sobre todo
por la precaria situación del planeta del que vengo.
–¿Por qué no elegisteis otra cosa?, ¿por qué una ranita?
–Zí, algo muto máz telibe y polelozo –Rodrigo se movía de un
lado a otro con los dedos de sus manos en forma de garras.
–¿Y que os asustaseis? De ninguna manera. Mi intención era
que pudiéseis confiar en mí. Por eso elegí una rana. El color amarillo, sin
embargo, es una elección personal. Aunque os parezca increíble, en mi mundo el
amarillo no existe, y es un color tan hermoso.
–¡Pues vaya con la ranita presumida! –dijo Pablo con una
sonrisa en la boca.
La hermosa mañana de
verano transcurría con suavidad y el sol escalaba posiciones en el limpio cielo
azul. Unos pequeños chorros de luz se filtraban entre las hojas del roble a
cuya sombra se había sentado el grupo de amigos.
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