–¿Y qué es lo que una
super rana viajera del espacio necesita de dos niños como nosotros?
–Verás Pablo, hace miles
de vuestros años, cuando el mundo del que provengo era mucho más joven, se parecía
mucho a este. Incluso mi raza se parecía un poco a la vuestra. En aquel
entonces nuestra civilización había adquirido un grado de desarrollo tal, que
pensábamos que nada en todo el Universo tenía secretos para nosotros. Como
especie éramos jóvenes y muy arrogantes. Entonces conocimos otras
civilizaciones, dominamos la materia y muchos otros conceptos que vosotros aún
no podéis ni imaginar.
Pero nos descuidamos. Nos volvimos perezosos. Mis antepasados
sacrificaron el contacto con la realidad por la posibilidad de desarrollar su
inteligencia hasta límites inimaginables. Abrimos nuestros sentidos a
capacidades increíbles. Pero no nos dimos cuenta de que jamás se puede tener
todo al mismo tiempo, y que al ganar en un aspecto perdíamos sin remedio en otros.
Al principio todo sucedió muy lentamente y los cambios
tardaron generaciones en manifestarse, pero cuando los advertimos, ya era
demasiado tarde. Mi pueblo había perdido la posibilidad de sentir, de tocar, de
manejar las cosas físicas. Habíamos diseñado máquinas para que hiciesen
nuestros trabajos más pesados porque aquellas tediosas labores no las quería
realizar nadie, y en aquel entonces no nos pareció mal ya que así tendríamos
más tiempo para pensar. Al no tener que trabajar, nuestros músculos se atrofiaron
y lentamente fueron desapareciendo de nuestros cuerpos. Algo lógico, la
evolución tiende a eliminar aquello que no es necesario. Mucho más tarde
enseñamos a las máquinas a diseñarse a sí mismas y a construirse, incluso a
repararse cuando estuviesen rotas. Y por último les ordenamos que se ocupasen
de todos los aspectos que conllevasen algún tipo de esfuerzo en nuestras vidas,
ya fuesen pequeños o grandes.
Al cabo de unas cuantas generaciones más, fueron nuestras
extremidades las que desaparecieron. Tampoco las necesitábamos. Habíamos
conseguido convertirnos en una forma de vida casi etérea y prácticamente
inmortal, cuya única misión era la de pensar y contemplar la naturaleza de todo
lo que nos rodeaba. Nuestro afán de seguir profundizando en el conocimiento del
Universo nos absorbía. Continuamos conociendo otros mundos y nuevas formas de
vida, algunas inteligentes, otras no. Pero mis antepasados todavía no tenían
suficiente.
Un oscuro día decidieron que las máquinas, que además de
realizar todas nuestras tareas también controlaban los ritmos de nuestro mundo,
debían de seguir con su trabajo fuera de la vista de mi pueblo. De ese modo
pretendían conseguir un mundo en el que
la paz de la contemplación y el estudio no pudiese ser distorsionada por movimientos
mecánicos o ruidos de motores. Ordenamos a las máquinas que se enterrasen y
viviesen por siempre ocultas, en inmensas ciudades subterráneas. En un mundo
dentro de nuestro mundo. Desterradas. Fue la etapa más hermosa de nuestra
existencia. La superficie quedó reservada únicamente para los seres vivos,
aquellos que necesitábamos de la luz de las estrellas y del aire para vivir.
Debajo de nosotros, las máquinas, sin más necesidades que la materia prima para
construirse y repararse, y el combustible que las alimentaba, trabajaban sin
descanso para cumplir con las tareas que les habían sido asignadas. Mi planeta
se convirtió entonces en una maravilla multicolor. Un auténtico paraíso.
Podríamos dedicarnos por fin, y ya sin ningún tipo de interferencia externa, a
adquirir e intercambiar conocimiento. Observábamos a los demás y veíamos sus
problemas. Algunos tan graves como para llevar a mundos enteros a la
destrucción, y aprendíamos de todo con el firme propósito de no cometer sus
mismos errores. Por eso jamás sospechamos que pudiésemos estar al borde de
nuestra propia extinción, y mucho menos que esta situación pudiese llegar a ser
provocada por nuestros actos.
Al llegar a ese punto, Pablo notó cierto tono de amargura en
la voz de Flik.
–Pero todo lo que estás contando hasta ahora es muy guay.
Nunca tendríais que trabajar. Todo el día para poder estar con los amigos,
dedicándose a jugar... yo no veo el problema...
–Pablo, recuerda estas palabras de alguien que sabe de lo que
está hablando. Los excesos nunca son buenos, y nosotros nos habíamos volcado
demasiado en el estudio y la meditación. Nuestra existencia no estaba
compensada. Mirábamos tanto las estrellas que no nos ocupamos de los posibles
problemas de nuestro mundo.
Muchas generaciones después, comprobamos con gran sorpresa
que una enorme y oscura estructura había brotado durante la noche de las
profundidades de nuestro mundo. Como una maligna flor.
–¿Como un álbol?
–Mucho más grande, Rodrigo. Mucho más que esta hermosa ciudad
en la que vives –le respondió Flik–. Intentamos encontrar la explicación más
lógica al suceso, pero lo que veíamos no se parecía a ninguna cosa conocida. Lo
único seguro era que aquello no podía haber sido creado por la naturaleza.
Flik hizo una pequeña pausa.
–Los miembros más sabios de nuestra raza, acompañados por
algunos amigos de otros mundos, se acercaron a la amenazadora construcción para
tratar de adivinar el porqué de su aparición. Pero nadie era capaz de aventurar
una teoría convincente. Lo único que parecía evidente es que no había vida como
la que conocíamos allí adentro con la que poder comunicarnos. Pasaron muchos
días sin novedades. La fortaleza de brillante y oscuro cristal tan sólo
permanecía allí. Desafiándonos. La única actividad que podía observarse a
simple vista, era que, muy de vez en cuando, expulsaba unas interminables
columnas de inocuo vapor. Nada más. Fuese cual fuese el motivo de su presencia,
no nos era revelado.
–Demonioz, ¡qué mizteliozo!
–Hasta que un día comenzamos a detectar actividad en su
interior. Su parte superior, hasta ese momento herméticamente cerrada,
desapareció dejando al descubierto un enorme agujero negro. De aquel pozo
aparentemente sin fondo emergieron una docena de inmensas torres, también
oscuras y brillantes, que crecieron como agujas y se elevaron hacia el cielo
hasta una altura nunca vista en mi mundo. Fue entonces cuando alguien reparó en
que las máquinas vivían debajo de nosotros sin hacer ruido alguno. Hacía tanto
tiempo ya de su destierro, que ni los más ancianos de mi pueblo lo recordaban.
Las máquinas habían decidido volver a la superficie. Pero ¿por qué habían
desobedecido la orden de permanecer bajo tierra?
Flik calló y los niños no dijeron nada, señal de que tenían
los cinco sentidos puestos en la historia que les estaba contando aquella
pequeña ranita amarilla.
–Mientras debatíamos éste y otros temas, la actividad en
aquella oscura superestructura continuaba sin cesar. Fuimos testigos de la
aparición de unas formas inorgánicas, del color del más oscuro ámbar, que se
desprendieron como gotas de la estructura de la fortaleza. Aquellos extraños se
dedicaron a recorrer sin descanso todo el planeta, en lo que supusimos era un
análisis exhaustivo del mismo. Ninguno de nuestros esfuerzos por comunicarnos
con ellos obtuvo resultado positivo. Y así fue durante mucho tiempo. Justo
hasta que decidieron que había llegado el momento de dirigirse a nosotros. Algo
que sucedió sin previo aviso.
–¿Y qué fue lo que os dijeron? –preguntó ansioso Pablo.
–En resumidas cuentas, que se habían visto obligadas a volver
a la superficie para comunicarse con Los Creadores. Necesitaban resolver un
problema, de tal magnitud, que de no solucionarse podría acabar por destruir el
planeta.
–¿Qué problema? –insistió Pablo.
–Lo más preocupante de
todo era la falta de materia prima. Se les estaba agotando y no podían fabricar
más máquinas para seguir cumpliendo con sus tareas.
–Bueno, y vosotros les dijisteis que todo se arreglaría ¿no?
–interrumpió el relato Pablo.
–Nuestro embajador les comunicó que les entendía, y que
intentaría buscar una solución. Pero no le hicieron el menor caso. Las máquinas
continuaron comunicándose con cada una de las especies que previamente habían
clasificado en su viaje por la superficie.
–¡Demonios!, ¿y eso por qué? –volvió a preguntar Pablo,
porque no entendía nada.
–Al principio eso también nos despistó a nosotros, Pablo.
Pero la explicación era más sencilla de lo que nos imaginábamos. Había
transcurrido tanto tiempo, y unos y otros habíamos cambiado de tal forma, que
igual que nosotros no recordábamos su existencia, las máquinas tampoco podían
reconocernos como sus creadores. Para ellas éramos otros seres vivos más del
planeta. Un poco más evolucionados, sí, pero en definitiva otros entes
orgánicos más a los que informar de su decisión, que era la de que no teníamos
más derecho que ellas a estar en la superficie.
–¿Os querían echar de vuestro mundo? –preguntó Pablo.
–Es algo muy sencillo de explicar –continuó Flik–. Veréis,
las máquinas tenían en el primer lugar de su lista de prioridades el velar por
el cuidado de sus creadores, pero, como no eran capaces de reconocerlos entre
los seres vivos del planeta, concluyeron que estos habían desaparecido. Así que
entró en funcionamiento la segunda de sus prioridades, la de su propia supervivencia.
Y concluyeron que ya no era necesario trabajar más para mantener el planeta
habitable, puesto que ellas no necesitaban aire, ni seres vivos para
sobrevivir. De forma automática comenzaron a economizar recursos y minimizar
sus funciones. No había nada que pudiésemos hacer. Ellas regulaban nuestro
mundo, y en ese momento dejaron de hacerlo.
–No entiendo nada –interrumpió Pablo– pero ¿no las
fabricasteis para proteger toda la vida de vuestro mundo? Aunque a vosotros no
os reconociesen como sus creadores, erais seres vivos...
–Ese fue uno de los errores que cometimos en el pasado. Las
creamos para proteger la vida, pero tan sólo en el sentido en el que nosotros
necesitásemos de ella. Vosotros estáis comenzando ahora a daros cuenta de que
todo ser vivo es necesario para la supervivencia de este planeta. Cada brizna
de hierba, cada pequeño insecto, todo cumple su función en este mundo. El que
una especie desaparezca, o se reproduzca en exceso, altera un orden que al cabo
de unas pocas generaciones puede llegar a cambiar el equilibrio de forma
irreversible y fatal para todo el planeta.
–¿Qué quiele decil Flik, Pabo?
–Pues, más o menos que si te cargases a todas las hormigas
del mundo sólo porque son molestas, tarde o temprano te darías cuenta de que
las necesitabas para algo. Pero ya no estarían aquí. Todas las cosas tienen una
misión que cumplir. Aunque no nos demos cuenta a simple vista de cual es.
–¡Bravo, Pablo!, esa es la idea –la luz del sol, que se
filtraba a través de las hojas del roble, iluminó la satisfecha cara de Pablo–.
Al tener como única prioridad por encima de la suya nuestro bienestar, y no
reconocernos como sus creadores, no encontraron compensación al esfuerzo con el
que mantenían con vida un planeta que ellas no necesitaban que estuviese vivo.
–Lo que no entiendo todavía, Flik, es para qué nos necesitas.
–Lo cierto es que nosotros ya no podemos sobrevivir en
nuestro planeta sin las máquinas. Las necesitamos. Sin ellas mi mundo se muere,
y con él toda la vida que alberga. No sólo nosotros. Pero para explicaros cómo
me podéis ayudar, tenéis que venir a mi mundo. Allí os podré seguir contado la
historia.
Los dos niños se miraron uno al otro. Lucas se había dormido
tranquilo sobre el césped.
–¿Así, sin más? –preguntó Pablo– ¿sin preparación alguna? ¿Llegas
aquí y esperas que nos vayamos a tu planeta, sin avisar a nuestros padres?
¿Crees acaso que estamos locos? –Pablo volvió a mirar a su hermano pequeño y
luego a Flik. Después se respondió a sí mismo–. ¡Vale!, ¿cuándo nos vamos?
–ésta prometía ser una aventura de las buenas, pensó Pablo. Que una rana
hablase era una tontería en comparación con lo de viajar por el espacio.
–Ezpela, ezpela un poquitín, Pabo. Men, que te quielo decil
algo –Rodrigo se incorporó y comenzó a tironear de la camiseta de su hermano
mayor, con la intención de llevárselo aparte y poder hablar sin que Flik les
escuchase.
–Vaaaale, voy. Espera un poco Rodrigo, que ya voy. Oye, Flik,
no te vayas a ningún sitio, que ahora vuelvo, ¿vale? –comentó Pablo mientras se
alejaba unos pasos a regañadientes.
–¿Se puede saber qué quieres ahora, Rodrigo?
–Tengo mocoz.
Ajá, pensó Pablo, la vieja excusa de los mocos. Rodrigo
siempre decía que tenía mocos, que era lo mismo que decir que estaba malito,
cuando no quería hacer algo.
–¡Rodrigo, Rodrigo! –le espetó– que nos conocemos... Ni estás
malo, ni tienes mocos, ni nada que se le parezca.
–Pueeeeez, quelo hacel poz.
Bueno, ahí estaba el plan B. “Poz” era lo que venía después
del retortijón. Desde luego, si había algo que no se podía negar es que su hermano
era muy listo.
–Vamos a ver si lo entiendo. Resulta que una rana
interespacial ha venido a buscarnos a nosotros, Rodrigo, A NOSOTROS DOS, para
salvar su mundo, ¡y ahora tienes que ir a hacer pos! No me lo puedo creer. Hoy
por la mañana tan sólo podíamos aspirar a hacer una guerra de apestosas arañas,
y ahora una rana que habla nos invita a ir a su casa en otro planeta, y tú,
¿TIENES QUE IR A HACER POS?
–No quelo il –dijo Rodrigo con la cabeza baja.
–¿A hacer pos?
–No. Con Flik.
–Vale, eso sí que puedo entenderlo. Tú eres muy chiquitín
todavía y tienes un poco de miedo. No te preocupes que ya voy yo. Espérame aquí
a que vuelva, pero no les digas nada a papá y a mamá, ¿vale? –Pablo pensó un
poco–. Bueno, solo si nos llaman para comer y no he vuelto aún.
–Ez que no quelo que tú vayaz tancopo –una lágrima asomó en
el borde de sus grandes ojos.
–Tranquilo Rodrigo, no te preocupes –el corazón de Pablo se
llenó de ternura–, que no me pasará nada. Ya soy mayor.
–Pelo mamá no noz deca il con eztlañoz –le reprochó Rodrigo
en un alarde de agilidad mental.
Pablo miró a su hermano y luego a Flik, que esperaba junto a
Lucas. Si quería convencerse a sí mismo de que no había problema con la
decisión que estaba a punto de tomar, sería muy importante poder salvar todas y
cada una de las objeciones de su hermano. Pablo tenía que reconocer que a veces
se arrepentía de actuar demasiado a la ligera, sin pensar dos veces en las
consecuencias de sus actos. Por el contrario, Rodrigo era tan, tan ... como
mamá en sus razonamientos. En el medio estaba la virtud según los mayores, así
que antes de dar un paso tan trascendental como aquel, se propuso razonar, con
el rigor científico que la situación requería, cada uno de los problemas que su
hermano pudiese ver.
–Vamos a ver Rodrigo, ¿qué dice mamá que es un extraño?
–Puez... un zeñol...
–¡Exacto! Un señor que lleva caramelos al cole para
secuestrarte –señaló a Flik–. Ni señor, ni caramelos, y lo más importante,
¿cómo puede secuestrarme una rana que no pesa más de veinte gramos? Si se pone
agresiva le pego un patada que la mando a Júpiter –la verdad era que ni él
mismo se quedaba demasiado convencido con aquella explicación “tan científica”.
–No zé Pabo...
–¿Eres capaz de decirle a esta ranita desesperada, que además
se va a quedar sin casita, que no la puedes ayudar?
–Ez que los lobotz me dan muto medo.
–Pero Rodrigo, ¿no ves como es Flik? ¿Tú cómo crees que serán
esos robots, si los que los fabricaron son tan grandes como esa ranita?
La mirada de Rodrigo era de sincera preocupación. Pablo
continuó con su razonamiento.
–Muchas gracias por preocuparte por mí, de verdad. Pero hay
ocasiones en las que debemos ser un poco más valientes y no tener tanto miedo a
lo que pueda pasar. Esta es una de esas veces. Si encontrases a un pobre gatito
en medio de una carretera y te diesen mucho miedo los coches, ¿no intentarías
salvarlo, a pesar de tus temores? –a Pablo se le ocurrió una brillante idea–.
Piensa en lo que haría Tarzán en una situación como esta.
Esa última frase tocó la fibra sensible de su hermano, que
bajó la vista al césped.
–Beno –contestó Rodrigo un poco enfadado consigo mismo,
porque le daba la impresión de que estaba quedando como cobardica. Pablo tenía
razón, Tarzán no se lo hubiese pensado dos veces–, pelo ez que zoy muy pequenín
tobadía.
–Está bien. Que Flik nos diga entonces cómo son de grandes
los robots y cuantos hay. Luego decidimos. ¿Te parece bien?
–Vaaaale.
Los dos niños se reunieron de nuevo con Flik y el durmiente
Lucas.
–A ver Flik... esos robots de los que me hablabas...
Flik pegó un pequeño salto y se encaramó al regazo de Pablo,
que se había arrodillado a su lado. Este, sorprendido, tomó a su hermano por
brazo. El contacto entre los tres fue suficiente para que Flik les hiciese
testigos de una maravillosa experiencia.
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