En la casa, los
procesos de lavado, vestido, y desvestido estaban totalmente automatizados. Por
la mañana, los niños se aseaban solos y Macarena les ayudaba a acabar de
vestirse. Por la noche, y mientras su madre bañaba a Pelayo en el barreñito,
los dos hermanos mayores entraban juntos a la bañera. Eso sí, no sin antes
rezongar un poco, pues de sobra sabían que el baño era el preludio del fin de
la jornada. En ese baño nocturno, era Macarena la encargada de hacer
desaparecer las costras conseguidas con tanto trabajo a lo largo del día, y
aunque cada vez dejaba más partes del proceso en manos de los chicos, todo se
hacía siempre bajo su atenta supervisión.
Después de la cena siempre llegaban los besos de buenas
noches de papá y mamá y, si había suerte y habían sido buenos, puede que hasta
un pequeño cuento.
El cielo de aquella clara mañana de verano invitaba a salir
al jardín cuanto antes. Para el día en curso Pablo tenía una agenda muy
apretada e interesante. Una vez llenos sus estómagos, los chicos se encerraron
en el baño para pasar a la fase dos, la del aseo, con la debida intimidad que
el asunto del acicalamiento requería y lejos del control de Macarena, el
implacable azote de la roña.
Los dos niños se situaron frente al espejo dispuestos a
comenzar con la tarea. Rodrigo a duras penas asomaba la barbilla por encima del
mármol de la pila del lavabo, así que se subió a un taburete, mientras
observaba atento a su hermano, intentando imitarle en todos sus gestos.
Pablo abrió el grifo del lavabo hasta conseguir el caudal de
agua que le pareció adecuado a su propósito, porque de todos era conocido que
los excesos nunca eran buenos para nada, e introdujo el dedo índice de cada
mano en el chorrito. Después se dedicó a adecentar aquellas partes de su
anatomía que sabía que podrían delatarle en caso de inspección. Eso en la
práctica equivalía a decir que se limitó a frotarse los ojos, y más
concretamente la zona cercana a la nariz en la que solían acumularse esas
costrillas tan delatoras. Rodrigo, a su lado, le imitaba mientras tanto con
precisión matemática.
Acto seguido los dos hermanos se emplearon a fondo en
aplastar su pelo sobre la frente hasta que el volumen del cardado nocturno
disminuyó a un tamaño y una posición más o menos razonables. Cuando les pareció
que habían conseguido una imagen digna de sus personas, decidieron pasar al
departamento de vestido y abandonaron satisfechos el baño, sin preocuparse por
los remolinos de pelo rebelde de su coronilla que no alcanzaban a ver en el
espejo. Ojos que no ven...
Los chicos llegaron a su habitación y se encontraron con su
ropa extendida sobre sus camitas recién hechas. En mañanas diáfanas como
aquella, la indumentaria de verano de los niños consistía en una camiseta con
algún motivo divertido en el pecho, un calzón corto y unas sandalias de goma. A
mediodía, cuando el sol apretase más, Macarena les llamaría para anudar en sus
cabezas un pañuelo al estilo pirata que les protegiese del calor.
Allí estaba, aunque le costase a Macarena tener que
adecentarlo la noche anterior, el bañador de lunares de Rodrigo. Idéntico al de
Tarzán, su héroe preferido. Y es que Rodrigo no quería ponerse otro desde que
había visto a aquel hombre saltar de liana en liana en las películas que sus
padres solían ponerles cuando la lluvia les impedía hacer otra cosa.
Alguna mañana le había costado un disgusto su tozudez de pretender
salir sin la camiseta al jardín, porque Tarzán no la llevaba, y hasta en una
ocasión había inyentado prescindir, por su cuenta y riesgo, de las sandalias de
goma. Pero las crueles hierbas del jardín habían torturado las tiernas plantas
de sus pies más de lo que merecía la pena soportar. Para completar su
caracterización, Rodrigo siempre llevaba con él su dinosaurio de peluche,
tuerto y un poco ajado, a modo de mona Chita.
Una vez que se vistieron y que Macarena les dio su visto
bueno, les despidió con viento fresco.
–Hala, y no quiero veros de nuevo hasta la hora de comer,
¿entendido?
–Ti, guana –respondió Rodrigo exactamente igual a como lo
haría Tarzán.
Macarena, que se moría de risa con la medio lengua de
Rodrigo, sabía de sobra que aparecerían por la cocina aproximadamente dentro de
una hora, reclamando algo de comida. No había quien hiciese carrera de ellos.
Los dos niños salieron al jardín y Pablo se dirigió sin
perder un segundo al seto que separaba su casa de la de Carlos. Ardía en deseos
de comenzar la mañana según el plan previsto. No en vano Pablo y su amigo se
habían pasado semanas cebando, a base de dieta de mosca sin alas, a dos arañas
que vivían muy cerca del túnel que llevaba al escondite secreto. Cada uno la
suya.
Y por fin había llegado el día D, ese que los chicos habían
marcado en rojo en el calendario. Hoy las capturarían y las pondrían en una
caja para ver si con un poco de suerte se peleaban.
Capturar arañas era una misión reservada sólo para aquellos
valientes dignos de manejar el palo-araña. Entre ellos, y por más que se
esforzase en vencer sus miedos, no estaba Rodrigo, que durante la misión se
limitaría a vigilar la caja prisión, y a gritar si observaba que alguna de las
reclusas osaba intentar la fuga.
Pablo había depositado muchas esperanzas en su araña, una de
color marrón y negro a la que llamaba “Terminator”, en honor a un robot
indestructible que protagonizaba una película que aún no había visto, pero que
conocía por una sangrienta adaptación, gentileza de su amigo Carlos. Tenía
motivos para sentirse orgulloso. Su araña era casi tan grande como la verde y
amarilla que Carlos había bautizado como “Chubaca”.
Y por si fuese poco, todavía quedaba para el final el plato
fuerte de la jornada. Carlos había prometido que éste también sería el día en
el que intentaría capturar la temible “araña de los ladrillos”, una de las que
se escondían en los agujeros de los ladrillos rotos, en la caseta de
herramientas del jardín.
Su madre le decía que esos bichos tenían hábitos nocturnos, y
eso era algo que en su idioma significaba que salían a cazar de noche. Por eso
nunca había visto una de aquellas arañas al completo. Pero a Pablo le bastaba
con observar las patas negras y peludas, que sobresalían ligeramente de sus
turbios conos de seda, para imaginarse lo que había detrás, acechando a
cualquier bicho incauto que cayese en su trampa. A veces, en sus peores
pesadillas, se hacía de noche de repente y una legión de patas negras pugnaba
por salir de sus nidos de araña para dedicarse a la caza. Mientras tanto él,
paralizado por el miedo, lo presenciaba todo demasiado cerca como para sentirse
seguro. A Pablo por un lado le atraía la idea de la caza del “arañón”, pero al
mismo tiempo no podía evitar sentir cierta repulsión hacia aquellos bichos. Miedo
no, eso nunca. Tan sólo un poquito de asco, que no era lo mismo. Pero para
evitar posibles confusiones gramaticales nunca lo reconocería abiertamente. No
como su hermano, el cobardica, que ya había anunciado que durante el safari del
arañón él se encargaría de velar por la seguridad del hermanín, y a poder ser
lo más lejos posible de la caseta de herramientas.
Desde luego el día prometía diversión y adrenalina a
raudales. Lo raro era que Carlos no hubiese dado señales de vida aún, pensó
Pablo, a la vez que permanecía atento a cualquier movimiento tras las ventanas
de la casa de su amigo. Si bien era cierto que nadie de la familia de Carlos
madrugaba en exceso, rara era la mañana en la que no asomaba en pijama cuando
Pablo y su hermano salían al jardín.
–¡Carlos! –gritó Pablo, después de ver que las ventanas de la
habitación de su amigo ya estaban abiertas de par en par para ventilar el
cuarto–. ¡Carlos! –repitió.
Nada. Carlos no
asomaba. Igual estaba haciendo deberes, o desayunando. Pablo miró a su hermano,
al que oía hablar sin escucharle no muy lejos de donde se encontraba. Rodrigo
estaba agachado a unos metros de distancia, junto al roble. Hablaba y
gesticulaba sin parar, muy al estilo Rodrigo, a un punto situado en la hierba
muy cerca de él, entre margaritas y dientes de león.
Ya estaba otra vez con sus historias de Tarzán, pensó Pablo.
Seguro que esta vez intentaba entablar conversación con la primera mariposa de
la mañana, o con alguna cochinilla de la humedad que volvía tarde a buscar el
amparo de su refugio.
Pablo no le dio más importancia al asunto y giró su vista de
nuevo hacia la casa de su amigo. Fue entonces cuando vio a la madre de Carlos
asomada a la ventana.
–Carlos no puede salir de momento, Pablo. Digamos que ha
tenido un problema técnico. Ya le digo que te llame luego, ¿de acuerdo?
–Pues vale –Pablo apenas podía disimular su decepción.
“Problema técnico” era lo que su amigo sufría cuando estaba
castigado, y eso era algo que a Carlos le sucedía muy a menudo. La mayoría de
las veces debido a su mala suerte. Pablo todavía recordaba la ocasión en la
que, de una carambola brillantemente ejecutada con un balón de esos que hacen
daño cuando te golpean en la cabeza, Carlos se había cargado la ventana de la
planta baja de su casa, dos jarrones, el televisor y la jaula de Gorbachov, el
loro. Que aprovechó la circunstancia y también la ventana rota, y se escapó al
grito de “¡Barça, Barça!”.
Nadie había vuelto a ver jamás a Gorbachov.
Cuando la madre de Carlos desapareció de la ventana, Pablo
alzó contrariado su vista al cielo. Hasta parecía que el sol brillaba con menos
intensidad en ese momento.
Pablo se dirigió al pasadizo secreto. Quizás pudiese capturar
las arañas sin ayuda de nadie, a la espera de que Carlos acabase con sus
tareas. Ya sabía que no podía contar con Rodrigo, así que sería inútil reclamar
su ayuda. Pablo se acercó al seto y buscó con la mirada, pero se dio cuenta con
rapidez de que algo raro sucedía. Las arañas habían desaparecido. En el lugar
en el que deberían de estar sus telas de araña tan sólo se veían jirones de
seda. Otro duro golpe para su maltrecha moral. Con toda seguridad algún pájaro
se habría atiborrado de araña al pil pil para desayunar, después de lo gorditas
y lustrosas que les habían quedado.
Pablo ya no sabía que otro desastre podría suceder.
¡Cómo podía cambiar todo de un momento a otro! El cruel
destino había trastocado todos los planes, y ahora su mañana, antes repleta de
emoción, se había quedado totalmente descafeinada. Pero no debía rendirse, que
eso era de cobardes. Siempre podría llamar a Sara. Y si eso no funcionaba,
todavía le quedaba la “opción Rodrigo”.
Lo de Sara estaba bien, porque tenía más o menos su misma
edad y eso facilitaba las cosas en cuanto a los gustos sobre juegos, pero
después de las emocionantes previsiones iniciales para esa mañana, el cuerpo de
Pablo necesitaba un poco más de acción.
En cuanto a Rodrigo… Pablo quería con pasión a su hermano
menor. Pero para los juegos se sentía mucho más cerca de su amigo Carlos, que
le llevaba dos años, que de Rodrigo, con el que se llevaba siete. Y no sólo era
cuestión de edad, porque a Pablo le daba la impresión de que, mentalmente
hablando, la distancia con su hermano se agrandaba aún más.
Pablo se volvió resignado hacia donde estaba Rodrigo.
Mientras caminaba hacia él, observó un poco más detenidamente a su hermano.
Parecía absorto en un bulto de color amarillo chillón situado a pocos
centímetros de sus pies. ¿Se trataba acaso de una pelota? Ellos no tenían
pelotas de ese amarillo tan llamativo. Seguramente sería de alguno de los
vecinos y habría llegado a su jardín por casualidad. Por lo que Pablo alcanzaba
a ver, Rodrigo mantenía una entretenida conversación con aquella cosa. Su
hermano estaba peor que una pandereta. Rodrigo le vio ir hacia él.
–Men, Pabo, men –agitaba nervioso sus manos, en claro ademán
para que se apresurase–, mila, mila.
Pablo vio al bulto amarillo moverse sin ayuda de ningún tipo
y se sorprendió, pero la alta hierba le impedía saber con certeza qué era
aquello que Rodrigo quería que viese. Bueno, esto prometía, pensó, mientras su
cabeza trataba de adivinar qué extraño juguete animado era aquel con el que
había dado Rodrigo.
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