–¿Y a dónde se creen que
van ustedes dos caballeretes?
Rodrigo, incapaz de creer en su mala suerte, intentaba
engullir una bola de crema de cacao demasiado grande que se pegaba con tozudez
a las paredes de su boca. Sus labios habían desaparecido bajo una masa informe
de color marrón.
¡Ah!, pensó Pablo, el enemigo era sibilino y tenía mil
formas. Esta vez habían cometido el error de descuidar su retaguardia, y había
sido Macarena, que era como su segunda mamá, la que les había pillado con las
manos en la masa.
Vergüenza y deshonor.
Como justo castigo a su torpeza, habría zumo de naranja
exprimida, kiwi, tostadas con mermelada y cantidad de cereales con leche.
Rodrigo, que era un cotilla, conocía toda la vida de
“Malaquena”, que así era como el pequeño la llamaba en su idioma. Sabía de ella
que había venido de niña de un país que se llamaba “Cóloba”, que estaba más
abajo de “Ezpana”, y en el que se hablaba el “andalú”. “Malaquena” horneaba los
bizcochos más sabrosos del mundo, un proceso que se anunciaba con antelación
suficiente porque, desde el momento en el que los amasaba, su dulce olor
inundaba las dos plantas de la casa. Rodrigo también sabía de ella que no tenía
hijitos, y que les quería a los dos como si lo fuesen. Por eso se enfadaba muy
poco con ellos, y casi siempre con razón. Por fortuna esos momentos no duraban
mucho en el tiempo. Sobre todo si estaba Rodrigo en el ajo, que era un poco
pegajoso y muy, muy, muy besucón.
Tras la humillante captura, aquella mujer, que en casa
siempre vestía una bata de margaritas rojas y azules, les obligó a ambos a
sentarse como personas educadas a la mesa de la cocina y dispuso sobre ella los
alimentos más sanos del mundo, servidos de tal forma que hasta parecían
apetitosos. Una vez que los chicos habían hecho desaparecer el zumo y los
kiwis, y cuando se disponían a atacar los cereales de chocolate y el bizcocho
con trocitos de fruta escarchada, un nuevo sobresalto les dejó otra vez
sobrecogidos. Tal fue el susto, que hasta Macarena brincó ligeramente debido a
la sorpresa.
–¡Eureka! ¡Por fin lo encontré!
Aquel grito provenía del desván, y la voz pertenecía sin
lugar a dudas al padre de los chicos.
Los niños dejaron los pedazos de bizcocho sobre la mesa y se
taparon los oídos con las manos. Macarena aparcó la silenciosa tarea de
preparar el desayuno, y se llevó el dedo índice de cada mano hasta los
orificios de sus orejas para no escuchar lo que con toda seguridad vendría a
continuación. Un instante después de que su padre acabase la frase, un enorme
ruido, que Pablo se imaginó que sería como si un elefante se hubiese tirado un
estruendoso e inacabable pedo, hizo temblar los cristales de la casa. Hasta
llegó a mover de su sitio los cubiertos en la mesa.
–Demonioz, ¡ezte zí que fue beno! –gritó alborotado Rodrigo.
En la cocina nadie pareció asustarse. Los niños, enormemente
divertidos, intentaban imitar el trueno a menor escala.
Era muy habitual que las frases que su padre comenzaba por un
“eureka” acabasen más o menos del mismo modo. Lo único diferente era el tipo de
ruido que sus experimentos eran capaces de producir, cuyo abanico abarcaba
desde violentas estampidas, a inocentes y sibilinos escapes de gas.
La casa tenía que estar construida de forma muy sólida si se
tenía en cuenta todas los “eurekas” que Pablo había escuchado desde que tenía
uso de razón. Macarena, que había conseguido mantenerles hasta entonces más o
menos en silencio para evitar desvelar a su madre y al otro miembro de la
familia, estaba segura de que aquel grito que provenía del desván y el estruendo
posterior no podían haber pasado desapercibidos para nadie de la casa, durmiese
o no.
Como respuesta a sus suposiciones, todos oyeron con claridad
como la puerta de la habitación de sus padres se abría y se cerraba con
suavidad. Un segundo después su madre aparecía atándose la bata por la puerta
de la cocina.
La mamá de los chicos era la viva encarnación de la idea que
cualquiera pudiese tener de una madre. Un rostro dulce de formas y gestos
siempre amables.
–¿Vosotros también lo habéis oído? –preguntó a la
concurrencia con voz somnolienta.
–¿El pedísimo? – le preguntó Pablo.
–Sí –su madre no pudo evitar sonreír–, el pedísimo.
–No fuimoz nozotlos, mami. Yo cleo que fue papá –comentó
Rodrigo, acostumbrado a jugar siempre a la defensiva, mientras los cereales
salían despedidos en pequeños trozos de su boca a la vez que hablaba.
–Claro cielo, ya me parecía a mí que no podíais haber sido
vosotros –sonrió con cariño mientras le pasaba la mano por el pelo revuelto.
–Aunque solo sea por la salud de sus traseros –apostilló
Macarena.
–¿Zabez lo que dice Cal-loz de loz pedoz, mami?
–Pues no. La verdad es que no sé lo que dice Carlos de los
pedos –su madre se puso en lo peor teniendo en cuenta que la teoría provenía de
Carlos.
–Rodrigo... –amonestó Pablo, que sabía que cualquier cosa que
se dijese de Carlos tan sólo podía agrandar su leyenda negra y empeorar la
imagen que su madre tenía de él.
–Deja que hable tu hermano, Pablo. Que también tiene derecho
a hacerlo –le reprendió su madre con suavidad.
–Poz –Rodrigo tragó un buchito de leche con cereales–, dice
que nuestoz pedoz ze caen hazta la China polque eztá debaco.
Hasta a Macarena se le escapó una pequeña risita cuando su
cerebro acostumbrado a la lengua de trapo del niño tradujo lo que este quería
decir. Rodrigo rió contagiado por su madre y por Macarena, mientras Pablo
acababa su desayuno con gesto serio. Quizás porque ya conocía el chiste, o
quizás porque no estaba del todo seguro de que fuese un chiste, ya que la cosa
tenía su lógica.
–Y entonces, ¿qué pasa con los de los chinos? –preguntó
Macarena en cuanto logró descongestionarse un poco.
–¡Poz que ze caen al ezpacio, demonioz!
Con la algarabía de las risas y las toses, nadie reparó en
unos pasos amortiguados que bajaban la escalera de caracol del desván y se aproximaban
lentamente a la cocina. En cualquier casa normal, aquella estampida y esos
posteriores pasos furtivos hubiesen sido suficientes para poner a alguien
nervioso. Pero nada de eso sucedía en la casa de Pablo, en la que muy pocas
cosas eran lo que podía decirse normales. Hasta Gordo, que esperaba con
paciencia su turno, pegado como un sello al rincón del armario en donde sabía
que se guardaban sus bolitas de comida, se mostraba indiferente a todo lo que
estaba pasando. Su única preocupación consistía en intentar llamar la atención
de cualquiera que pasase lo suficientemente cerca como para recordarle que los
gatos también desayunaban.
–Entonces, ¿qué ha sucedido hoy cariño? ¿O es que en el
experimento estaba prevista también la explosión? –preguntó la mamá de Pablo,
un segundo antes de que la figura desgarbada y un poco chamuscada de su marido
hiciese acto de presencia en la cocina.
El papá de los chicos llevaba en su cabeza una especie de
redecilla, a la que iba sujeto un manojo de finos cables que colgaban a su
espalda a modo de rala melena de león. Sujetaba en una mano un papel densamente
manuscrito que leía a la vez que caminaba. En su otra mano portaba una
carpetilla de la que sobresalían las esquinas descolocadas de más folios.
¿Era la imaginación de Pablo o la cabeza de su padre estaba
envuelta en una casi imperceptible nubecilla de humo negro?
El chico también se dio cuenta de que su papá llevaba puesto
un albornoz rosa lamentablemente pequeño. Lógico si se tenía en cuenta que
aquella prenda era de su mamá y que su padre le sacaba dos cabezas de altura.
De la faldilla de aquella bata emergían dos largas piernas,
blancas y delgadas como palillos chinos, a juego con su enjuto cuerpo en forma
de ese y su cara de científico despistado.
–Buenos días, familia. ¿Qué? ¿Oh? No, todo bien, todo bien,
excelente –respondió a la pregunta mientras se sentaba a la mesa.
Macarena le miraba con los ojos como platos. A pesar de los
muchos años que llevaba trabajando en la casa, todavía era capaz de asombrarse
por la normalidad con la que la familia se tomaba asuntos como aquel. La mujer
se agachó y apagó con dos dedos, previamente humedecidos en su lengua, una
llamita que se resistía a extinguirse en uno de aquellos delgados cables.
–Por más tiempo que pase no se acostumbra una, no señor.
Seguro que arriba estará todo negro como la boca de una mina. Debe de haber
cientos de casas decentes en las que poder trabajar sin jugarse la vida, y en
las que de verdad se valore mi trabajo –dicho lo cual con tono de reproche,
salió disparada para comprobar como se había quedado el desván.
Pero en la casa todos conocían el genio de Macarena, que era
como la gaseosa. A los cinco minutos habría perdido toda la fuerza.
En realidad era muy divertido comprobar lo previsible que era
todo el mundo. Macarena siempre repetía la misma letanía ante cualquier cosa
que la sacaba de sus casillas, pero jamás haría nada por buscar otra casa en la
que trabajar. Adoraba a la familia y ya eran demasiados años los que llevaba
con ellos, soportando sus excentricidades.
–¿Papá? Oye papi, ¿qué fue ese ruido? –preguntó Pablo, con un
interés encaminado a comprobar si era posible repetir el experimento, a poder
ser con él en primera fila.
–¿Ruido?, ¿qué ruido? Yo no oigo nada –un poco alarmado, su
padre dejó los papeles sobre la mesa y bajó un par de dedos las gafas de
lectura para mirar por encima de ellas a su hijo.
Escuchó con atención. Sólo se oía el siseo de la cafetera y
la risita mal disimulada de su esposa.
–Pablo se refiere al de antes, cariño. A lo que pasó antes de
que bajases.
–¡Ah!. Ese ruido. Bueno, esta vez estaba convencido de que sí
saldría bien, ¿sabéis mozalbetes? –arrimó su cara a la de sus dos hijos para
poner más énfasis en sus palabras–. Es muy extraño. Ayer el problema no tenía
solución, pero durante la noche todo se arregló. Sí. Exactamente como lo oyes
cielo, soñé con la solución. Antes de dormir... nada, pero por la mañana, al
despertarme... ¡EUREKA! –lo pronunció agitando su mano derecha como lo haría un
prestidigitador–. Por eso no pude casi ni esperar a levantarme para ponerlo en
práctica. Se trataba de una solución sencilla –mano arriba y gesto trágico
mirando al cielo–, pero a la par práctica y elegante –risitas de los niños–. Y
lo mejor de todo es que siempre había estado delante de mis narices, pero nunca
había reparado en ella. Debe de ser cierto que uno, durante el sueño, repasa
todo su trabajo del día y sigue dándole vueltas. Pero aún hay algo que no acaba
de encajar...
Pablo pensó que había cosas mucho más interesantes para soñar
con ellas, pero no estaría mal poder tener un sueño como los de su padre en el
que alguien le explicase cómo hacer un estruendo como el de antes.
El padre de Pablo trabajaba como científico y tenía su
laboratorio en el desván de la casa. Eso estaba muy bien, porque así no tenía
que esperar a que volviese del trabajo. Pero la verdad era que casi todo el
tiempo se lo pasaba metido en el laboratorio y no dejaba que nadie, salvo su
esposa, que era científica como él, entrase mientras la luz roja de la puerta permaneciese
encendida. Un dispositivo que habían ideado por motivos de seguridad, después
de aquella ocasión en la que Pablo había subido al desván y el desastre
posterior. Fueron muchos baños los que Pablo necesitó para que desapareciese el
color azul del líquido con el que se había impregnado, tras romper un matraz al
tropezar con un cable que había tendido por el suelo.
–¿Y qué era lo que estabas haciendo, papi? –preguntó Pablo
con sumo interés para ver si la respuesta podía darle alguna pista.
–Tu padre –contestó su mama sentándose junto a ellos en la
mesa, con su tanque de café humeante– trabaja en un medio de transporte
inmediato.
Pablo arrugó su nariz en claro gesto de incomprensión.
Rodrigo seguía con la mirada a un cuervo que aterrizaba en una de las antenas
de televisión de la casa de Carlos.
–Ahora tengo este bizcocho aquí –continuó su madre con la
explicación–, y tras pasar esta puerta ¡Chas! –chasqueó los dedos–, ahora lo
tengo en Australia, o en donde quiera que haya un portal que pueda recibir los
trocitos de cosa que envíes.
–Goldo polía venil con nozotoz a Cádiz. Nozotoz pol coche y
él pol aile –apostilló Rodrigo, para
demostrar que él también estaba atento a la conversación.
–No seas absurdo, enano –dijo Pablo utilizando una frase
hecha a la que había cogido cariño– si Gordo va a Cádiz por el aire, entonces
nosotros también podríamos ir de la misma forma.
–¡No quelo zel azuldo, mamá, que zemple me toca zel lo peol!
–Rodrigo estaba más ofendido consigo mismo, por no haberse dado cuenta de su error,
que enfadado con su hermano ante lo que pensaba que era un insulto.
–No llames enano a tu hermano, Pablo –su madre trataba de
quitarle importancia a la pequeña pelea con tono condescendiente–, tengamos la
fiesta en paz. Además, aún quedaría mucho tiempo hasta que se probase que las
personas no sufren problemas con ese tipo transporte. Lo primero sería enviar
alguna cosa inanimada y comprobar que reaparece al otro lado con las mismas
propiedades, que no cambia.
Pablo iba a preguntarle a su madre más cosas sobre ese tema,
ya que le parecía particularmente apasionante, cuando hasta sus oídos llegó un
berrido de desesperación.
–Lo que no cambia –continuó su madre–, es el hambre que tiene
vuestro hermano siempre a esta hora de la mañana.
–¡Vamos, Rodrigo! ¡Vamos a ver al hermanín! –Pablo se levantó
de su silla como un resorte.
–¡Ti manín, manín! ¡Vamo vel manín!
La mamá de Pablo sonrió mientras apretaba la mano de su
marido, que dejó por un segundo el repaso de los datos de los papeles y le
devolvió una cálida sonrisa.
–Vamos a ver a la fierecilla pues –dijo mientras se levantaba
de la mesa.
Los padres de los chicos se quedaron apoyados en el marco de
la puerta. Contemplaban con satisfacción a sus dos hijos mayores reunidos
alrededor de la cuna de Pelayo, el benjamín de la familia, de apenas seis meses
de edad. Los chicos le hacían carantoñas e intentaban comunicarse con él.
–Nada –le comentó Pablo a Rodrigo después de comprobar que su
hermano no se tenía en pie–, hoy tampoco parece que vaya a saber andar. Y lo de
hablar... a ver si conseguimos que diga algo, pero me parece que tampoco...
–Gu Gúuuuuu.
Los dos hermanos se miraron decepcionados. En la cuna, Pelayo
pataleaba espasmódicamente en medio de un revoltijo de sábanas. El bebé parecía
un polluelo en su nido. Su pequeña carita de luna llena relucía de felicidad
por tener a su lado a sus dos hermanos mayores prestándole atención. Su boca,
sin rastro de dientes y abierta de par en par, emitía sonidos guturales sin
control. Seguro de que con algún tipo de sentido en el lenguaje de los bebés,
pensó Pablo, pero nada que pudiese entenderse. ¿Cómo demonios se nos podría
olvidar hablar “bebé”?
–Ez un lollo tenel helmanoz que no ze mueven –comentó
Rodrigo, a la vez que introducía su manita regordeta entre los barrotillos de
la cuna–. El ziguiente quielo que zea mayol.
–No seas absurdo Rodrigo, ¡qué sabrás tú de la vida! –le
contestó Pablo, como si a sus diez años conociese todos los secretos del mundo.
–¡Mamáaaaaa!, no quelo zel azuldo.
Su madre decidió poner punto y final a la pequeña disputa.
–Hala chicos, que os vista Macarena, que a mí me toca dar el
desayuno a este tragoncete.
Los chicos pasaron a su lado. Rodrigo cabizbajo.
–Rodrigooooo –dijo su madre mientras extendía la palma de la
mano abierta hacia él.
–¡Demonioz! –Rodrigo entregó con gesto de derrota uno de los
chupetes que se había agenciado de la cuna. Después desapareció tras su hermano
mayor.
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