El planteamiento que Carlos le había transmitido la tarde
anterior era de lo más sencillo de cumplir. Nada más fácil que esconder una
cabeza de ajos bajo su colchón, a modo de autoprotección por si el vampiro
cambiaba de objetivo y la emprendía con él a mordiscos, y otra bajo el de su
hermano. Podría suceder entonces que Rodrigo no fuese capaz de acostarse, lo
que sería una señal inequívoca de la presencia del virus del vampiro en él. Por
ese motivo, cuando su madre les arropó, Pablo asistió con atención al proceso
sin perder detalle. Pero Rodrigo no demostró sentirse afectado por el ajo, y
comenzó a roncar casi en el momento en el que sus padres apagaron la luz de la
habitación. Sin embargo eso no quería decir nada aún. Ya le había anticipado
Carlos que los efectos antivampíricos del ajo podrían tardar en manifestarse un
tiempo, y que necesitaba ser paciente. Así que Pablo había intentado permanecer
despierto el tiempo suficiente para poder detectar las primeras molestias en su
hermano, o en su defecto los estertores del vampiro a la hora de estirar la
pata. Pero se había rendido a Morfeo sin poder evitarlo.
Ahora no sabía a qué tendría que enfrentarse cuando alzase la
persiana y dejase que la luz del sol entrase en la habitación. Eso era lo que
tenía de malo la oscuridad, que cualquier cosa que uno pudiese imaginarse
cobraba vida en ausencia de luz. Lo mismo podría encontrarse con un vampiro al
ajillo sobre la alfombra, que con su hermano colgando boca abajo de la lámpara
del techo, como un vulgar murciélago. Lo único seguro es que debía de mostrarse
cauto.
Se levantó de la cama a tientas y tiró de la cinta de la
persiana con suavidad, para no despertar a sus padres, que dormían en la
habitación contigua.
Aparentemente todo estaba tal cual lo había dejado la noche
anterior, pero todavía no podía bajar la guardia. Había muchos sitios donde
poder esconderse en la habitación.
Lo primero que hizo Pablo fue comprobar si había vampiros
fiambres en algún rincón. Miró entre la ropa que colgaba en los percheros, más
que nada por la afición que sentían los murciélagos a dormir cabeza abajo.
Nada. Luego se asomó detrás del mueble del ordenador. Tampoco. Se agachó y oteó
a ras de suelo, bajo las camas, pero allí sólo había piezas de construcción y
soldados de la Guerra de las Galaxias.
Cuando Pablo, que no sabía si sentirse aliviado o
decepcionado por no haber encontrado nada, se aseguró de que estuviesen solos
la habitación, rodeó la cama de Rodrigo y se acercó a su pequeña carita. Sintió
su respiración, caliente y pausada. Después, y con mucho cuidado, levantó el
labio superior de su boca, y comprobó que no hubiese rastro alguno de colmillos
largos y afilados. Pero no, tras aquellos labios tan sólo se escondía una
nacarada hilera de pequeños dientes, que su hermano aún tardaría un tiempo en
perder. Recordó Pablo mientras la lengua repasaba sus encías, y entraba y salía
de cada hueco en donde le faltaba un diente.
Bueno, pensó al fin, su traspié nocturno no había tenido
trascendencia. Nadie más que él sabría jamás el peso que acababa de quitarse de
encima.
Cuando le diese el parte de novedades a Carlos esa mañana,
éste se vería obligado a admitir que, a pesar de los síntomas claros que había
visto en su hermano, Rodrigo estaba libre del mal del vampiro. Lo del ajo, al parecer
y siempre según Carlos, era infalible después de toda una noche. Si uno pasaba
por esa prueba y la superaba, era porque no estaba infectado.
En ese momento los ojos grandes y limpios de su hermano se
abrieron de par en par y se encontraron demasiado cerca de los de Pablo, que
seguía observándole con detenimiento.
–¿Qué tu quielez, Pabo? –la voz del pequeño sonaba como si
algo dentro de su cabeza no se hubiese despertado aún del todo.
Pablo se alegró al escuchar la misma voz del Rodrigo de
siempre.
Conocía a la perfección a su hermano pequeño, ¡y cómo no iba
a ser así si había llegado a la familia antes que él! Aunque, y esta era una de
las cosas que nunca le confesaría a Rodrigo, cuando le daba vueltas al tema
lamentaba haberse olvidado del momento exacto en el que su hermano había
aterrizado en la casa. A Rodrigo le decía que por supuesto que se acordaba, que
cuando llegó a la familia no era más grande que una pelota de golf. Pero lo
cierto era que sus recuerdos no llegaban tan atrás en el tiempo. Y eso era algo
que le preocupaba. Tanto como para que, a veces, y con cara de auténtico
estreñimiento, intentase obligar a su cabeza a volver hacia el pasado, sin
obtener resultados positivos al respecto. A ver si el abuelo le había
contagiado al fin, de tanto estrujarle y besarle, esa enfermedad que la abuela
decía que tenía, la chochera, que se manifestaba cuando no encontraba las
llaves del coche o se olvidaba de comprar el pan. Claro que lo que también
podía suceder es que su memoria tuviese un defecto de fabricación. O peor aún,
de desgaste por exceso de uso. Tal y como les pasaba a las ruedas de los
coches, que se estropeaban después de muchos kilómetros.
Otro rugido de su estómago hizo que aparcase todas aquellas
deducciones tan científicas y lógicas para apuntarlas en su libretita de “Cosas
Para Pensar en Ellas”. Como hacía su padre con las ideas geniales.
–Ya es de día, Rodrigo. Anda, vamos a desayunar, que tanto
pensar me da hambre.
Rodrigo todavía no hablaba el idioma de los mayores, o por lo
menos no del todo. Mezclaba algunas palabras y no sabía decir ni la “r” ni la
“s”, y la “g” le costaba un poco. Por esa razón su madre pasaba todos los días
un ratito con él, intentando que repitiese unas cuantas palabras con esas
letras.
Pero Rodrigo era muy listo, y sobre todo un buen hermano. Un
poco bebé eso sí, pero un buen hermano al fin y al cabo. Y todos esos
defectillos que ahora tenía se curarían con el tiempo. De eso Pablo estaba
seguro.
Pablo se acercó a la ventana de su dormitorio, en la segunda
planta de la vivienda familiar, situaba en un acogedor barrio de casitas con
jardín, muy cerca de la playa. El sol ya brillaba espléndido a esas horas de la
mañana, y hacía que Gijón, la hermosa población costera en la que residían,
luciese como nueva bajo aquel cielo sin nubes. Pablo hinchó el pecho y dejó
entrar en sus pulmones el aire del nuevo día mientras echaba un vistazo a sus
dominios.
A sus pies pudo ver sin esfuerzo el descuidado trozo de
jardín que rodeaba su casa. Debido a un final de primavera excesivamente cálido
y lluvioso, el terreno se había cubierto de una gruesa manta verde de césped
primaveral, muy poco habitual a esas alturas del año. En el pequeño jardín, y
distribuidos por la finca para que no se estorbasen, convivían dos manzanos, un
viejo roble, un nogal, y varios tipos de plantas de bonitas flores, que
revivían con renovados bríos cuando su madre les dedicaba un poco de su tiempo
y cariño. Desperdigados aquí y allá, sobresalían de la lozana hierba los
objetos más dispares que alguien pudiese imaginar. Podían encontrarse balones
de diversos colores, con menos aire en su interior del necesario para la buena
práctica del fútbol, y uno de baloncesto que también había conocido tiempos
mejores. En cuanto al capítulo de medios de transporte, también podían verse
dos bicicletas, aparcadas desde hacía días a sombra de un manzano, y un
patinete ligeramente oxidado y empapado de rocío. Más difícil sería hacer la
lista de los pedazos de juguetes rotos, en su mayor parte debido a la
intensidad de los juegos de los niños, que esperaban una más que improbable
reconstrucción.
Los padres de Pablo muy a menudo intentaban hacerles ver los
beneficios del orden y el cuidado de las cosas, pero tarde o temprano llegaban
a la conclusión de que sus consejos eran tan útiles como tratar de vaciar el
océano con un calderito de playa. Todos hemos sido niños alguna vez, ¿o no?
Pues los niños son niños y no pueden ser otra cosa.
También podían verse desde su posición, tras muros más o
menos altos de diversos tipos de seto, las casas de sus vecinos más próximos.
Cada vez que mostraban su disgusto por las formas tan poco
elegantes de vestir de la juventud con la que se cruzaban por la calle, sus
abuelos decían que el estilo con el que uno se vestía decía sin palabras mucho
más de su persona que cien informes. Pablo pensaba que sus abuelos estaban un
poco anticuados. Sobre todo cuando les escuchaba decir esa frase al observar la
forma en la que él mismo se había vestido.
Pero era muy curioso el comprobar cómo, si se aplicaba ese
dicho a los setos de las fincas en vez de a la vestimenta de las personas,
también cobraba sentido. Los setos podían darte bastante información de tus
vecinos. Por ejemplo, el seto de color verde azulado y casi inexistente que
cerraba la finca de su izquierda, intentaba esconder sin mucho éxito la casa
recién construida de Sara, a la que aún estaban dando los últimos remates. La
familia de la niña había llegado unos meses antes al barrio, y en el jardín y
debajo del porche de la casa todavía podían verse grandes bultos que
desembalaban sin prisa. El papá de Sara trabajaba para el gobierno. Algo muy
misterioso y que Pablo sabía porque se lo había oído decir a sus padres, que se
habían tomado muy en serio su labor de buenos anfitriones e intentaban que sus nuevos
vecinos se encontrasen cómodos en el barrio. Eso no molestaba en exceso a los
dos hermanos, porque los padres de su amiga eran de los que molaban. Pablo y
Rodrigo habían pasado muchas tardes de juegos con Sara en las últimas semanas,
mientras los padres de la niña realizaban las compras necesarias para hacer
habitable su casa. Ahí habían descubierto que la mamá de Sara hacía unas pizzas
estupendas, y que su papá contaba unas historias muy ocurrentes y divertidas.
Sara además era una niña con la que se podía jugar a casi cualquier cosa, y en
verdad había elevado el concepto que Pablo y sus amigos tenían del género
femenino. Si no fuese tan mandona... sería perfecta, le decía muy menudo Pablo
a su hermano.
Otra de las edificaciones más próximas a la suya era la casa
abandonada. Escondida a su derecha apenas sobresalía detrás de unos setos que
crecían salvajes desde hacía años. Mucho antes de que Pablo pudiese recordarlo.
Las ramas asilvestradas del cierre se entrelazaban con las de los descuidados
árboles del jardín, ocupando casi toda la finca. Sus propietarios, le había
contado su madre, eran una pareja de amables ancianos que volvían a España a
pasar los veranos para no olvidar las raíces de sus antepasados. Pero hacía
muchos veranos ya que nadie les había vuelto a ver, con lo que todos se temían
lo peor. Aquella edificación, desconchada por la falta de mantenimiento, y a la
que se podía acceder a través de un agujero en el cierre de la casa de Pablo,
servía habitualmente de lugar de reunión de la pandilla. O de castillo, o de
barco pirata. O de cualquier otra cosa que hiciese falta para desarrollar sus
imaginativos juegos.
Frente a él se erguía la casa de Carlos. Una edificación de
ladrillo rojo con el tejado erizado de antenas parabólicas. El jardín de su
amigo siempre estaba repleto de los trastos más extravagantes, alrededor de los
cuales dormían con placidez no menos de diez gatos de diferente pelaje y un
número indeterminado de perros. Los setos que cercaban esa finca no eran tales;
es decir, sí que lo eran, pero no en todo su perímetro. Entre las desgarbadas
tuyas se mezclaban rosales blancos y rojos, glicinias que vestían los setos de
malva cuando florecían, y buganvillas de color naranja, rosa y violeta. También
tenían plantadas por todo el perímetro moreras y arbustos de frambuesa, cuyos
frutos servían para hacer tartas y mermeladas con las que endulzaban los
desayunos de la familia durante el invierno. Además, Carlos presumía de dos
árboles africanos cuyas semillas se había traído de un viaje a Kenia, y que
había colonizado con sus raíces parte del jardín de Pablo... Si se pudiese
definir gastronómicamente aquel cierre, se podría decir de él que sería carne,
pescado, y postre, y todo ello servido al mismo tiempo y a su vez revuelto.
Pero esa era también la mejor definición posible de Carlos y de su familia.
En cuanto a Carlos, de él podía decirse que era la persona
más interesante del vecindario. Y es que su amigo ya era mayor. Había cumplido
doce años, y podía hacer cosas que a Pablo su madre le decía que no haría hasta
que tuviese dieciocho, porque reblandecían el cerebro. Como comer pizza y beber
Coca Cola a todas horas. Pero Carlos era más que pizza y Coca Cola. Su amigo
también daba vueltas alrededor de la casa en una mini moto que a Pablo le parecía
el no va más de la chulería, decía palabrotas con total naturalidad, y hasta
presumía de haber fumado una vez un cigarrillo que su hermana mayor había
abandonado en el cenicero dándolo por muerto. Pablo envidiaba esa libertad y
ansiaba que llegase ese momento a su vida.
Alguna noche podía ver, a través de las ventanas abiertas de
la casa de su amigo, la enorme televisión que iluminaba fantasmagóricamente el
salón de la casa, y a Carlos junto a sus padres disfrutando de una película, de
esas que a Pablo le estaban prohibidas por ser demasiado violentas.
O un partido de fútbol. Cuántas veces se había quedado Pablo
embobado, contemplando aquellas imágenes mudas de hombres que perseguían un
balón de un lado para otro, hasta que el sueño le vencía. Y eso que todavía no
entendía mucho de fútbol. Para él era suficiente con saber que había que meter
gol en una de las dos porterías, y cuantos más mejor. ¡Ah!, y que para estar en
la onda uno tenía que ser del Real Madrid. En realidad a Pablo no le
interesaban mucho los partidos de fútbol. Lo que de verdad le atraía de todo
aquello era la magia de poder verlos por la noche, como los mayores, y la
respetabilidad que se conseguía en el recreo del cole cuando comentaba que
había visto uno. Para Pablo, y a pesar de todo lo que pensase su madre, Carlos
era un chico fascinante.
Ya por último, y para hablar de todo lo que Pablo podía ver
desde su habitación, asomaban por detrás de la casa de Carlos los setos de seis
metros de altura y corte militar de la casa de los gemelos. Los jefes de la
terrible “banda de la calavera”. Un grupo de siniestros chicos que le habían
declarado la guerra a Pablo y por extensión a todos sus amigos. La madre de
Pablo le decía a menudo, mientras le curaba una rodilla despellejada por un
empujón malintencionado de aquellos brutos, o le ponía hielo en un huevo de su
cabeza producido por una certera pedrada, que el mundo estaba lleno de personas
como los gemelos. Niños que disfrutaban haciendo daño a los demás, pero sólo si
eran menores que ellos en edad y en número. Al final del discurso su mamá
siempre le tranquilizaba diciéndole que la vida acababa poniendo a cada uno en
su lugar. Pero a Pablo eso no le consolaba mucho, porque mientras tanto no
llegase el momento en el que la vida actuase, el dolor de la pedrada siempre se
lo llevaría él.
Lo que escondía aquel muro verde e impenetrable tan sólo
podía adivinarse y era objeto de continua especulación por parte de Pablo y sus
amigos. Unicamente en una ocasión habían podido atisbar, al pasar con sus bicis
frente al portón abierto de la finca, una edificación oscura y misteriosa
delante de la cual estaba aparcado el todoterreno más negro, grande y
reluciente que Pablo hubiese visto nunca.
Lo que Pablo aún no había averiguado era en qué trabajaba el
padre de los gemelos. Eso a pesar de habérselo oído contar a sus padres una
noche en la que pensaban que nadie les escuchaba. Porque Pablo, que sabía que
un fontanero arreglaba grifos, y un electricista bombillas, todavía no sabía a
qué diantre se dedicaban los cretinos.
Cuando Pablo acabó de repasar los alrededores de su casa, una
mancha marrón canela apareció en su campo de visión y cruzó el jardín de
izquierda a derecha.
Lucas, su fiero perro cocker, comenzaba a patrullar la finca
de forma muy profesional. Lo que quería decir que Macarena ya había llegado y
le había abierto la puerta del garaje, donde dormía.
El trabajo de Lucas parecía a simple vista agotador.
Olisqueaba sin descanso cada hierba que sobresalía del resto, comprobando que
todo siguiese tal cual lo había dejado la noche anterior. Eso era lo que tenía
de malo ser el tenaz guardián de la finca. Una responsabilidad que Pablo no
deseaba para sí porque tenía que ser un rollo eso de estar siempre atento a
cualquier ruido.
Si Pablo se viese obligado a cambiarse por algún animal de la
casa, elegiría sin lugar a dudas a Gordo, el gato atigrado que hacía honor con
creces a su nombre. El felino estaba sentado en el tejado, y se contentaba con
observar impasible los nerviosos vaivenes del perro por el jardín.
En ese momento Rodrigo se acercó a la ventana, al lado de su
hermano, y apartó las cortinas para arrimar su naricilla al cristal. Pablo
desde su altura veía con claridad el paisaje. Rodrigo a duras penas alcanzaba a
asomar sus ojos si se ponía de puntillas.
–¿Tú milas Pabo? –preguntó con tono musical.
–Estoy comprobando si ya se levantó Carlos. Pero veo que no.
Las persianas todavía están bajadas, ¿ves?
–Tí, veo –Rodrigo, que sólo lo veía a medias, no quería dar a
entender que estaba un paso por detrás, o más bien por debajo, de su hermano.
–Bueno Rodri, por fin llegó “el día de la araña” –continuó
Pablo, a la vez que observaba de reojo que las ronchas del cuerpo de su hermano
habían disminuido de tamaño. Señal de que el mal que le aquejaba, fuese cual
fuese su origen, se batía en retirada.
Otro rugido de sus barrigas les hizo abandonar la observación
del vecindario. Después, y tras debatir a media voz los pasos a dar a
continuación, salieron de la habitación con los sigilosos movimientos de un
comando secreto que necesitara infiltrarse tras las líneas enemigas. El
objetivo estaba claro y en ese momento era de carácter prioritario. Precisaban
conseguir alimentos que aplacasen el escándalo de sus estómagos.
Para llegar a la cocina necesitaban pasar por delante de la
habitación de sus padres. Ese sería el momento más delicado de la misión. En
más de una ocasión habían sido sorprendidos por la voz del alto mando enemigo,
que les había devuelto a la oscuridad de su cuarto bajo amenaza de arresto
domiciliario y sin tele.
Pero esa mañana el éxito estaba garantizado. Habían
conseguido llegar hasta la cocina sin ningún tipo de contratiempo, y conocían
la localización exacta del escondite donde el enemigo guardaba los más sabrosos
manjares. El pequeño armario que había sobre la nevera.
Sin más preámbulos, los chicos pasaron a la fase de la
destreza física y arrimaron un taburete a la nevera con la mayor delicadeza
posible. Con la agilidad propia de un niño su edad, Pablo se encaramó al mármol
de la meseta y, confiado, abrió el armario que guardaba la crema de cacao. Tras
alcanzar el tarro, se lo pasó a su cómplice, que aguardaba a sus pies con
impaciencia y una orquesta en el estómago, tan sólo de pensar en el banquete
que le esperaba.
Ya se encontraba Pablo de nuevo en el suelo, y comenzaba a
reclamar su parte del botín, cuando ¡zas!, unas manos traicioneras aparecieron
sin avisar por detrás de ellos y les atraparon sin ningún tipo de miramiento,
sujetándoles firmemente por las camisas del pijama.
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