Carlos y Pablo descansaban en el jardín, tumbados sobre un
colchón de blancas margaritas; justo en la frontera entre el sol y la sombra
del viejo roble.
–Se puede ver a simple vista, Pablo, a tu hermano le está
chupando la sangre un vampiro –le aclaró Carlos.
–Por un mosquito. Papá dice que se trata de mosquitos.
–¡Ajá! Mi pequeño aprendiz jedi –todo el mundo sabía cuanto
le gustaba a Carlos cualquier cosa relacionada con la Guerra de las Galaxias–,
ese es uno de los grandes errores de nuestros padres, el creer que vampiros y
hombres lobo no existen. Tú sabes cómo son los mosquitos de pequeños, es
imposible que un bicho de ese tamaño pueda hacer todo ese desastre. Yo te
aseguro que hay un vampiro que le chupa a sangre a tu hermano, y que dentro de
unos días Rodrigo también se convertirá en uno de ellos, porque su picadura es
muy contagiosa –pausa teatral y mirada fija de saber muy bien de lo que estaba
hablando–, y entonces te tocará a ti, amigo mío.
El dramatismo de su voz, acompañado por aquel asentimiento
compasivo de cabeza, hicieron que a Pablo se le erizase el vello de la nuca.
Carlos, como respuesta a los interrogantes que planteaba la mirada de su amigo,
trató de rellenar ese vacío de conocimiento con una de sus particulares y
tenebrosas definiciones. A medida que su amigo avanzaba en la descripción de la
vida vampírica y sus actividades nocturnas, Pablo no podía evitar sentir un
poco de envidia hacia su hermano menor, al que imaginaba volando como una
especie de Batman gordito y simpático.
¿Dónde estaba entonces el problema de ser un vampiro?
–Existen más vampiros de los que crees. Me atrevería a decir
que incluso estamos rodeados por ellos –Carlos bajó la voz y, antes de seguir
revelando más secretos, miró a su alrededor para cerciorarse de que estuviesen
solos–. El mundo no lo sabe aún, porque a los vampiros no les interesa salir en
los periódicos, pero cuando sean bastante numerosos nos dominarán haciéndonos a
los demás también vampiros. Y no es muy bonito ser un chupasangres, créeme. No
te puede dar la luz del sol muy fuerte porque te achicharras. También tienes
problemas con el ajo, y estás obligado a dormir en un incómodo ataúd de madera.
Sin almohada, ni mantas, ni nada, lo mismo en invierno que en verano... ¡ah! y
lo que es peor de todo, tienes que volar y chupar la sangre de otras personas
para poder comer, amigo mío, que eso no se vende en el super. Olvídate del
chocolate y de las chuches, que te dan un mal de estómago que te mueres.
Además, y por si todo esto fuese poco, tampoco creces. Tu hermano, por ejemplo,
será enano como un corcho de sidra El
Gaitero por siempre jamás.
–¿Y cómo es eso posible?
–Pues sí, Santa Rita, Rita, Rita, que te quedas como estás el
día que te chupan la sangre. Has de saber que el veneno de la picadura te
paraliza el crecimiento.
La romántica imagen del vampiro que había comenzado a
formarse en la cabeza de Pablo se deshizo como un azucarillo en leche caliente.
Definitivamente no compensaba. Lo del chocolate y las chuches requería un
esfuerzo, pero podía intentarse. Pero lo de ser un enano para siempre y no
poder crecer nunca... eso ya era algo más serio. No se veía Pablo yendo al
colegio toda la vida sin poder pasar de curso por cuestiones de la edad, y
recibiendo collejas de los mayores por toda la eternidad, que eso debía de ser
mucho tiempo.
–¿Y qué podemos hacer para evitarlo, Carlos?
–Pues poco, porque los vampiros son seres muy listos que sólo
actúan por la noche, cuando nosotros dormimos –la cara de Pablo se transformó
mostrando una clara decepción–, pero tranquilo, que no son invencibles. Para
luchar contra ellos tan sólo hemos de conocerlos un poco mejor. Ven, acompáñame
a casa, que no tardaremos mucho tiempo y terminaremos antes de que Rodrigo
empiece a buscarnos. Es fundamental que tu hermano no sepa nada de nuestro
plan.
–¿Y eso por qué?
–Pues... porque... porque... ¿te imaginas a tu hermano
Rodrigo sabiendo que le están chupando la sangre? ¿Quieres que le de un mal a
la cabeza y, que con lo miedica que es, se desmaye y no despierte hasta
Navidad? Para lo que tenemos que hacer es necesario que no sepa nada de esta
historia. Es muy importante que Rodri actúe con normalidad, porque sin querer
podría ahuyentar al vampiro –Carlos dijo lo primero que se le ocurrió porque
sabía que Pablo se creía sin dudar todas sus historias– y quedaría para siempre
a medio chupar, que es lo peor que le puede pasar, créeme. Tenemos que eliminar
al chupasangres para que tu hermano pueda curarse. No hay otra opción.
Carlos hablaba con tal autoridad sobre el tema, que parecía
que llevaba toda la vida, sus escasos doce años, en lucha encarnizada con los
vampiros. O al menos esa era la impresión que le daba a Pablo.
Los chicos pasaron como una exhalación por delante de la
madre de Carlos, a la que casi no le dio tiempo ni de saludarles.
–Mamá, si ves a Rodrigo y pregunta por nosotros, dile que
bajamos enseguida.
–Carlos, ya sabes que no me gusta que dejéis a Rodrigo al
margen de vuestros juegos –la madre de Carlos sentía una especial debilidad por
aquel vecinito al que tanto se le trababa la lengua.
–¡Qué no se trata de eso, mamá! Es un tema secreto de
prioridad uno. No tardaremos nada. ¡Gracias, mami!
Y los dos chicos cruzaron corriendo la planta baja de su casa
y enfilaron las escaleras que conducían a las habitaciones del piso superior.
Cuando llegaron a la “Guarida del Dragón”, que así era como
Carlos llamaba a su habitación, Pablo pensó otra vez en la suerte que tenía su
amigo de poder disfrutar como único propietario de todas aquellas cosas. Entre
sus posesiones más preciadas estaba un viejo radio cassette con el que los
chicos a veces organizaban divertidos guateques en el sótano de la casa. En
esas fiestas, en las que se atiborraban de Coca Cola y palomitas, todos
bailaban al ritmo de viejos éxitos musicales que Carlos había encontrado en un
armario de su madre. Carlos también tenía en su habitación una consola de
juegos de última generación y una televisión con la pantalla más grande que
muchas de sus ventanas. Además, repartidas por mesa y estantes, había varias
docenas de figuras de diferentes tamaños y aspecto amenazador, colocadas en un
misterioso orden tan sólo conocido por su amigo. Pablo podía ver a la bruja
escarlata, a la momia, al hombre lobo, a la cosa del pantano, y muchos otros
seres horribles que conocía de oídas gracias a las historias de Carlos. Desde
las paredes de aquel santuario, un par de dragones de terrible aspecto y boca
erizada de colmillos asomaban detrás de un tenebroso castillo. Ambos le
vigilaban sin descanso mientras seguía a Carlos por el cuarto hasta su
atiborrada librería. En aquellas baldas su amigo atesoraba una interesante colección
de comics y libros de aquella clase que a él, por motivos de la edad, todavía
le estaban prohibidos. Pablo era el único que conocía el lugar exacto en donde
éste lo guardaba todo, y en verdad era mucho, lo relacionado con la Guerra de
las Galaxias; a salvo de miradas profanas, mentes ignorantes y manos torpes y
demasiado largas. Aquel secreto otorgaba a Pablo el grado de amigo
preferente, una situación de la que
disfrutaba con enorme satisfacción, porque Carlos hacía las veces de hermano
mayor que a menudo deseaba y no tenía.
–Mira, Pablo –Carlos se subió al testero de su cama para
alcanzar un libro de la estantería–, el Conde Rúcula –continuó–. Observa estas
imágenes.
Carlos comenzó a pasar hoja tras hoja con delicadeza.
Esperaba contagiar a su amigo de la misma emoción que a él le embargaba.
–Pero todos estos… son dibujos, no fotografías –objetó Pablo
un poco decepcionado, ya que esperaba un poco más de realismo de aquella
historia.
–Ya, ¿y qué? ¿Tú crees que se los inventaron? Pues no. Todos
estos dibujos tienen que haberlos sacado de algún sitio. O ¿crees que la gente
tiene imaginación suficiente para inventarse algo así? Además mira, son relatos
de personas que dicen que vieron y lucharon contra vampiros. Historias
auténticas, Pablo. Que sucedieron de verdad –explicó Carlos por si no quedaba
muy claro el significado de la palabra “auténticas”–. ¿No te dicen tus padres
que todo está en los libros? Los libros no dicen mentiras. ¿O vas a dudar
también de lo que dicen los del cole?
La verdad era que las imágenes impresionaban, y de todas
ellas, la que más le ponía los pelos de punta era la de la que ilustraba la
cubierta del libro. El dibujo reproducía a un ser escasamente iluminado, de
largas y delgadas extremidades, y con sus manos cruzadas sobre el pecho. La
figura reposaba en el interior de una caja de madera muy recargada de tallas y
grabados. Lo más impresionante eran sus ojos. Aquel par de brasas se clavaban
en tu mirada y no te abandonaban pusieras el dibujo en la posición en la que lo
pusieras. Quizás fuese porque los colores de la lámina eran predominantemente
grises y aquel par de ojos estaban pintados con un rojo fuego vivísimo, pero lo
cierto era que cortaban la respiración.
–Mira, Pablo –Carlos abrió el libro buscando una página
concreta, y siguiendo con su dedo el título de uno de los capítulos, leyó–
debilidades del vampiro y cómo acabar con él.
Pablo se sentó al lado de su amigo, sobre el edredón en el
que se representaba el momento en el que la Estrella de la Muerte era destruida
y se colapsaba en una fulgurante explosión, y aguardó a que le contase aquello
que quería que escuchase.
–A los vampiros no les gusta el ajo, ni la luz del sol...
–Hombre, a Rodrigo no le gusta mucho el ajo... pero a mí
tampoco... y lo de la luz del sol... ya sabes que mi hermano viene con nosotros
a la playa.
–Bueno, bueno, eso es porque el contagio está todavía en su
fase inicial. Yo creo que no debemos desviarnos de la prueba principal, esas
mordeduras... Hummmmm, el ajo... se me está ocurriendo un plan, a ver qué te
parece.
Cuando Pablo salió de la casa de Carlos, lo hizo con la firme
determinación de combatir a aquel vampiro que se atrevía a atacar a Rodrigo. No
estaba dispuesto a consentir que ningún chupasangres de tres al cuarto
masticase ni poco ni mucho a su hermano menor.
El plan de Carlos parecía además algo muy sencillo de
ejecutar y era aparentemente inocuo para la salud de todos, excepto la del
vampiro, así que decidió que lo pondría en práctica esa misma noche. Carlos le
había dicho que no tenían tiempo que perder si querían llegar a tiempo de
salvar a su hermano.
Pablo se comprometió en informar a su amigo al día siguiente
de los resultados obtenidos.
Cuando volvieron a salir
al jardín, Rodrigo ya les estaba buscando.
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