Tim
estaba seguro de que todo empezó a torcerse cuando André derramó la sal en el
Hard Rock Café. No era bueno tentar a la suerte. A partir de ese momento, pensó
que lo mejor sería poner los cinco sentidos en estado de máxima alerta. Los que
lo conocían bien decían que era una persona demasiado supersticiosa, pero él
alegaba en su defensa que en la mayoría de las ocasiones lo que sucedía después
acababa por darle la razón. Así que tomó una pizca de sal con disimulo y,
mientras los demás reían y desnudaban con la vista a cada mujer que pasaba
cerca de la mesa, se la echó por encima del hombro. Una cosa era ser
supersticioso y otra muy distinta que sus nuevos amigos se diesen cuenta de
ello.
Tim
había coincidido con sus compañeros de cena en el tren que le había traído a
Budapest. El hecho de llevar colgando una mochila enorme y tener más o menos
una edad similar les había animado a conversar. Después de un entretenido viaje
en el que los chicos aprovecharon para conocerse mejor, se dirigieron a sus
respectivos hoteles con la intención de volver a verse para cenar y lo que
quiera que sucediese después. Los cuatro llegaban desde distintas partes del
mundo, pero tenían el mismo objetivo: pasarlo lo mejor posible antes de que los
adultos les obligasen a empujar como esclavos en la noria de la vida. Solo
tenían veinte años, todo el mundo se merecía algo de marcha a esa edad.
Tras
ese desgraciado suceso, al que nadie pareció dar excesiva importancia salvo
Tim, todo empezó a ir de mal en peor. Cuando llegó la hora de pagar, André se
dio cuenta de que le habían robado la cartera. Se habían llevado todo su dinero
y, lo que era aún peor, la documentación. Sólo se conocían desde hacía unas
horas, pero por el estado de nerviosismo del chico no parecía que estuviese intentando
que los demás pagasen su cena. Si la cara era el espejo del alma, la descomposición
de la suya lo decía todo. Así que los demás chicos tuvieron que distraer dinero
de sus escasos fondos para poder pagar la cuenta. Después de eso, André llamó a
la policía, porque no tenía documentación para moverse por la ciudad o poder
salir del país al día siguiente, y se fue con los agentes con la promesa de que
en esta vida o en la otra les devolvería el favor.
Ya
solo quedaban tres de los cuatro mosqueteros, y no estaban dispuestos a
consentir que lo sucedido arruinase la noche. Pero poco después pasó lo peor que
les puede suceder a tres personas que se van de marcha. Charles cayó redondo al
suelo. Media hora antes había insinuado que algo le había sentado mal en la
cena, pero por la forma de decirlo Tim se dio cuenta de que lo único que le
había sentado mal era la mezcla de alcohol y lo que fuera que estuviese
fumando. ¡Vaya manera de estropear una noche de fiesta! A duras penas podía
mantener los ojos abiertos. Alguien tendría que llevarlo hasta el hotel. Los
chicos lo echaron a suertes y perdió Joaquín, que introdujo de mala gana al
inconsciente Charles en un taxi mientras farfullaba y maldecía en varias
lenguas.
Tim
miró a su alrededor. Solo, en un país extraño y de cuyo idioma apenas
comprendía unas pocas palabras, y en un barrio que no parecía precisamente de
los más turísticos de la ciudad. Había suciedad por todas partes, las farolas
estaban apagadas en su mayoría y de las ventanas de las casas salía música y
voces a partes iguales. Pero la aventura era la aventura y Tim estaba
acostumbrado a viajar solo. Además, todo el alcohol que había ingerido caldeaba
su espíritu y le envalentonaba de tal forma que el paisaje no le parecía tan
trágico.
Las
luces de neón de un bar de copas llamaron su atención. Parecía ser que el sabio
destino había puesto en su camino un último puesto de avituallamiento antes de que
se retirase al hotel, y no era sensato oponerse al destino.
Tim
empujó la puerta de la entrada e inmediatamente lo envolvió un olor almizclado.
La tarima del local se pegaba a la suela de los zapatos como la melaza, pero
por lo demás ya había visto sitios bastante peores. A esas horas de la noche
apenas había gente en el local, y los que estaban tenían pinta de ser de los
que se quedaban hasta la hora de cerrar. Todos volvieron la vista hacia la
persona que acababa de entrar. Por un instante Tim estuvo a punto de dar la vuelta
y correr en busca del hotel, pero el alcohol en sangre le infundió el valor
necesario y avanzó con decisión hacia la barra mientras intentaba que no se
notase demasiado la falta de equilibrio. Tim se sentó en uno de los taburetes.
Por fin tierra firme. Cuando fue capaz de enfocar la vista, apareció ante él un
hombre del tamaño de un oso que le preguntó algo que no necesitaba traducción.
Tim señaló una de las botellas del aparador con la esperanza de que el líquido
del interior guardase algún tipo de relación con la etiqueta y puso un billete
de cinco euros en la barra. El hombre vertió líquido en el vaso hasta que los
hielos comenzaron a flotar. Después se alejó al otro extremo de la barra con el
billete, lo guardó en la caja registradora y comenzó a secar vasos. El oso
aguantó la mirada de Tim durante un instante, hasta que al chico le quedó claro
que no le devolvería ni un céntimo del billete. Resignado, Tim le dio la
espalda y recorrió el local con la mirada. El panorama era desolador. De la
vieja gramola salía una música que podría haber sido moderna al final de la
Segunda Guerra Mundial. En el techo las aspas de madera de un gran ventilador
giraban perezosamente. La concurrencia en ese momento se limitaba a dos hombres
y una mujer, y todos estaban sentados a la misma mesa. Tim tomó un trago del
brebaje y confirmó lo que sospechaba: le habían cobrado matarratas a precio de
bourbon. Con la garganta en carne viva, Tim buscó al oso con la mirada. El
hombre le sonrió divertido, como si hubiese estado esperando hasta ese momento
para ver la reacción del muchacho, después continuó secando vasos. Tim volvió
de nuevo la vista hacia las tres personas. Parecían ajenas a su presencia. Los
dos hombres daban la impresión de estar muy ocupados intentando conseguir el
favor de la mujer, y ella se dejaba querer por ambos y parecía disfrutar con la
situación. Cuando la canción dejó de sonar, la mujer se levantó y se dirigió
con andar felino hasta la gramola. Al llegar al viejo trasto se agachó de
espaldas a Tim, y se apoyó en la máquina para estudiar la lista de canciones.
Tim sonrió mientras disfrutaba en primera fila del espectáculo que le brindaban
aquellas dos largas piernas embutidas en un pantalón de cuero negro que era
como una segunda piel. Pero la sonrisa se le congeló en los labios cuando la
mujer giró la cabeza y, apartando su melena con una mano para descubrir una hermosa
cara de gitana, le guiñó un ojo. En cuanto Tim se dio cuenta de las
implicaciones de aquel gesto, dirigió la vista hacia la mesa de los hombres, que
le miraban fijamente con cara de pocos amigos. En ese momento se escucharon los
primeros acordes de la canción y la mujer comenzó a interpretar el baile más
sensual que el muchacho había visto en su vida. Tim comenzó a sentir, no sin
cierto rubor, cómo cierta parte de su cuerpo despertaba de su letargo. Por un
instante, el chico dudó entre hacer caso a la cabeza o a sus instintos, pero al
fin se impuso la cordura y optó por la más sabia de las soluciones: la
retirada. No quería problemas, así que aprovechó el hecho de que su vejiga
estaba a punto de estallar para desaparecer en busca de los baños.
Cuando
se cerró la puerta detrás de él, el sonido de la música se amortiguó y, al dar
el primer paso, Tim tuvo que sujetarse para no caer. Si el suelo del bar
parecía caramelo, el de los baños era puro hielo deslizante. Por el olor le dio
la impresión de que, si de verdad alguien limpiaba aquellos baños, no lo hacía
demasiado a menudo ni ponía mucho empeño en la tarea, así que se concentró en
aliviar sin arrimarse en exceso a ningún sitio. Tan ocupado estaba en no tocar
nada que no fuese estrictamente necesario, que su perjudicado sentido del
equilibrio y el suelo deslizante le jugaron una mala pasada. Un resbalón le
envió contra un desgastado espejo que colgaba de la pared, y su codo impactó en
él y lo astilló en mil pedazos. Inmediatamente buscó con desesperación la
primera madera a la que sus manos podían agarrarse, sin importarle lo asquerosa
que pudiese estar. Lo del espejo era un desastre. No había mayor desgracia que
la de romper un espejo. Seguro que acabaría por romperse algo más. Primero la
sal, luego el espejo. Nunca le había sucedido algo parecido. Tim pensó que lo
mejor sería aparcar sus ansias de aventura en tierra extraña para otro momento
en el que la mala suerte le dejase respirar un poco. Lo más importante ahora
era volver de la forma más segura posible al hotel, que estaba a la vuelta de
la esquina.
En
el bar el camarero había apagado casi todas las luces para que Tim entendiese
que la sesión se había acabado. El chico no se terminó la consumición. Había
noches en las que era mejor no tentar más al diablo.
Tim
caminaba con cuidado por una calle desierta, y miraba a uno y otro lado para
que la mala suerte no acabase por atropellarle al volante de un coche
destartalado. Cuando ya podía ver la fachada del hotel, escuchó algo que le
hizo detenerse. A su derecha se abría un callejón que estaba en penumbra y del
que salían las voces de varias personas. Tim aguzó la vista y entre las sombras
alcanzó a ver a las tres personas del bar. Era evidente que los hombres
intentaban algo con lo que la chica no estaba ni mucho menos de acuerdo.
Aparentemente la mujer parecía tenerlo todo bajo control, pero Tim veía su
frágil figura cada vez más arrinconada en la parte más oscura del callejón. De
alguna forma la chica reparó en su presencia.
—¡Socorro,
señorr! ¡Ayuda!
Eso
fue más de lo que Tim pudo soportar. El chico no dudó. Su sentido del deber
hizo que olvidase los temores producidos por los desafortunados presagios de la
noche. Los restos de alcohol en su sangre le dieron el valor necesario para dar
un paso adelante.
—¡Eh,
vosotros! ¡Dejad en paz a la chica!
Nada
más pronunciar la última palabra se arrepintió de haberlo hecho. Tim era
consciente de que probablemente no le hubiesen entendido, pero el tono con el
que había pronunciado la frase no dejaba lugar a dudas. Los hombres giraron la
vista hacia él. La chica comenzó a gritar y eso fue todo lo que los atrofiados
sentidos de Tim necesitaron para cometer un nuevo error esa noche: adentrarse
en la oscuridad del callejón. Pero el muchacho no pudo dar más que un par de
pasos. Un puño de mármol impactó contra su cara. Las rodillas de Tim flaquearon
y el chico se desplomó como si estuviera hecho de plomo líquido. El golpe apagó
de forma brusca todos sus sistemas. Los
párpados pesaban demasiado y pugnaban por cerrarse. Tim luchó e intentó ponerse
de nuevo de rodillas. Unas luces azules intermitentes bañaron las paredes del
callejón. Se parecían mucho a las estrellas de las películas de dibujos
animados. Después, unos señores de uniforme acorralaron a los dos hombres. Tim
sonrió. Había llegado la caballería. Lo último que vio fue a la hermosa mujer
arrodillarse ante él y sujetarle la cabeza con cariño.
—Te
llevarré a mi casa, valiente señorr —pronunció con su marcado acento del este.
Tim
se abandonó al dulce sopor de la inconsciencia mientras pensaba que quizás su
suerte estuviese a punto de cambiar por primera vez esa noche.
Tim
se despertó en una habitación en penumbras. Olía a algo que parecía incienso.
El chico se sorprendió al darse cuenta de que estaba desnudo bajo las sábanas.
Definitivamente había llegado el momento de no ser tan melindroso y dejar de
lado las supersticiones. Lo que le estaba pasando sólo se veía en las
películas.
La
mujer entró en la habitación atravesando las sombras del cuarto. También estaba
desnuda. Tim pudo ver uno de sus pechos a contraluz mientras se acercaba a la
cama.
—¿Estás
despierrto? Bien —susurró—. Los hombres sois un especie curriosa. Enseguida
bajáis las defensas en cuanto una mujer bonita se acerca a vosotros.
La
mujer comenzó a gatear sobre la cama de una forma que hizo que Tim se olvidase
de su mala tarde. Los ojos de la mujer parecían dos esmeraldas que brillaban a
través de la cortina de su negra melena.
—Bienvenido
a mi hogar, mi joven y valiente amigo. Mi nombre es Felicia ¿Cuál es tu
historria?
Había
algo en las palabras de la mujer que hizo que Tim contase toda la verdad sin
proponérselo.
—Así
que mañana te vas, Tim, y no hay nadie que sepa que estás en mi país. Te gusta
la aventura, ¿verdad?
—Así
es —logró articular el chico—. Pienso que todo el mundo tiene derecho a vivir
algo emocionante una vez en su vida.
—¿Emoción?
¿Eso es lo que quierres, mi pequeño amerricano? —Felicia se acercó un poco más
a él.
Tim
pensó que sería inútil tratar de explicar que no era americano, sino irlandés
de pura cepa. En ese momento si Felicia quería que fuese un marciano, pues lo
sería, ¡qué narices!
—Pues
yo te darré un poco de emoción.
Algo
en la forma de pronunciar la última frase hizo que se le erizasen los pelos de
la nuca. Estaba claro que Felicia parecía tener un poco más de experiencia que
él en temas de seducción, pero esas palabras fueron dichas con un tono que
despertó el sentido de peligro de Tim.
Los
pechos de la mujer acariciaron primero los pies del chico, luego sus piernas,
sus caderas. Felicia acabó por situarse sobre él y su cabeza llegó a la altura
de los ojos de Tim. La melena de ella impedía que el chico pudiese verle el
rostro. Tim estaba paralizado. Otra sombra entró con paso grácil en la
habitación, pero Tim no prestó atención. Sus sentidos estaban saturados por la
proximidad de Felicia. La mujer descubrió su rostro apartando el pelo con una
mano. Sonreía. O eso parecía, porque su cara ya no era la de la hermosa mujer
que había conocido en el bar. Estaba cubierta de un pelo corto, y en su boca
asomaban pequeños dientes puntiagudos de los que sobresalían dos colmillos. La
cabeza de Tim se despejó al instante. La adrenalina acabó con el embotamiento
producido por el alcohol. Más y más sombras pequeñas entraron en la habitación.
Tim ahora podía escuchar ronroneos.
—No
es muy fácil encontrarr personas por las que no vayan a preguntarr mañana. Y
mis gatitos necesitan comer...
Tim
intentó quitarse a la mujer de encima, pero la fuerza de Felicia era la de un felino de sesenta kilos.
El
chico sintió cómo los colmillos de la mujer se clavaban en su cuello mientras más
y más gatos saltaban sobre la cama. Tim sentía cómo la vida se escapaba poco a
poco a medida que la sangre abandonaba su cuerpo, pero en lo único que fue
capaz de pensar era en su increíble mala suerte. Aunque de noche todos los
gatos parecían pardos, el chico estaba seguro de que el pelaje de aquella mujer
gato era tan negro como la brea. Podría haber sido de cualquier otro color, pero
al final había sido una gata negra la que había acabado por cruzarse en su
camino.
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