En las escasas ocasiones en las que Rodrigo estaba autorizado
a jugar en su casa a “La Carrera de la Muerte”, siempre le pedía a Pablo poder
competir en el mismo circuito, uno de interminables rectas asfaltadas, para
escoger así su coche preferido, el bólido rojo. Pero las reacciones del bólido
a sus órdenes no eran las mismas en una pista de carreras asfaltada y nivelada
que en Plantano.
Cuando Rodrigo presionó a fondo el botón del acelerador, el
poderoso motor del bólido desató todos los caballos de potencia que era capaz
de generar y giró las enormes ruedas traseras, pero éstas no encontraron
sujeción suficiente en el terreno sobre el que reposaban. Los gigantescos
neumáticos comenzaron entonces a derrapar con gran estruendo. Rodrigo no era
capaz de conseguir la tracción necesaria para avanzar, y la parte trasera de su
bólido se desplazaba nerviosamente de uno a otro lado. Parecía que estuviese
bailando al ritmo de una música invisible. Como el vehículo no se movía,
Rodrigo apretó con más intensidad el acelerador. Eso hizo que las ruedas
comenzasen a escarbar con fuerza el débil suelo de Plantano, proyectando un
auténtico ciclón de tierra y piedras de todos los tamaños hacia atrás. Justo
hacia el lugar en el que se encontraba el recién detenido vehículo de Uno.
Pablo giraba alrededor de los contendientes intentando
obtener la mejor vista de lo que estaba sucediendo. Mientras que la pantalla de
Rodrigo mostraba una hermosa imagen de la impenetrable selva, la de Uno sólo
exhibía una densa nube de polvo.
De lo que se veía no podía deducirse nada.
El motor de Rodrigo seguía rugiendo y continuaban
escuchándose ruidos metálicos, unos más importantes que otros, que se
correspondían con los impactos que cada proyectil lanzado hacia atrás producía
en el coche de Uno.
Cuando todas las agujas del tablero de control del bólido
alcanzaron el rojo, las luces de alarma empezaron a destellar en la cabina.
Hasta Rodrigo sabía que ese era el momento en el que debía reducir la presión
sobre el acelerador, ya que en caso contrario podría fundir el motor. En cuanto
lo hizo, la parte trasera de su bólido se movió de nuevo hacia la derecha y sus
ruedas traseras consiguieron por fin algo de tracción. Su vehículo comenzó
entonces a moverse a una velocidad ridículamente lenta.
El blindado de Uno, sin embargo, no lograba salir de la
enorme nube de tierra y polvo. Algo debía de haberle sucedido.
La brisa de Plantano comenzó a despejar con suavidad la
imagen de la pantalla. Rodrigo continuaba alejándose, muy despacio. Pablo no
salía de su asombro ante lo que poco a poco se revelaba ante sus ojos.
El blindado de Uno estaba clavado en el mismo sitio en el que
se había detenido. Sin mostrar actividad alguna. Cientos de impactos de
diferentes tamaños se dibujaban en su carrocería. Era evidente que la parte
baja había aguantado sin graves daños la intensa tormenta de proyectiles
gracias a su blindaje, pero la parte superior de la carrocería, que era mucho
más frágil, mostraba evidentes signos de destrozo. El parabrisas no existía y
en la cabina de pilotaje los daños en los delicados instrumentos debían de ser
cuantiosos. Además, las toberas laterales de admisión estaban bloqueadas por
barro, piedras y vegetación. El aire, tan necesario para refrigerar el motor,
no lograba entrar en la máquina, con lo que el sistema de control, con el fin
de evitar mayores daños, había detenido la máquina en cuanto la temperatura
alcanzó un nivel peligroso.
Pablo esperó ansioso algo que no tardó en suceder en cuanto
el juego analizó el estado del vehículo de Uno. La señal roja intermitente que
apareció en la parte inferior de la pantalla y que indicaba a los jugadores que
el vehículo blindado estaba fuera de combate.
Uno había perdido.
Las máquinas ya no
podían ganar esta partida. Pero todavía no se había acabado todo. Uno podría
llegar a igualar la contienda si Rodrigo y Pelayo caían en alguna de las
trampas del circuito y no conseguían llegar a la meta.
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