Cuando todo parecía perdido, y estábamos a
punto de perecer ante un enemigo que nos estaba masacrando y nos arrollaba
amparado en la oscuridad de la noche, sucedió el milagro. En la orilla del río,
a escasa distancia de donde aguardábamos nuestro final, una hermosa luz comenzó
a brillar con tal intensidad que me obligó a levantar la mano para protegerme
de su fulgor. Un tronar como nunca había oído acalló los ruidos de la
contienda. Pensé que aquello formaba parte de una nueva estrategia para acabar
con nuestra débil resistencia, hasta que caí en la cuenta de que los demonios
parecían tan desconcertados ante lo que estaba sucediendo como nosotros. Un
gran muro de agua se materializó en la oscuridad y se abatió sobre las
criaturas, barriendo el campo de batalla y llevándose al grueso de los demonios,
y también a alguno de los nuestros, hacia el mar, donde quebró en mil pedazos y
con gran estruendo las extrañas embarcaciones. El agua apagó las hogueras y todo
se quedó iluminado únicamente por la extraña luz. La corriente nos había
volteado a todos con gran violencia y nos había arrastrado hasta hacernos chocar
con las casas del pueblo y los árboles. Yo tenía un fuerte golpe en el costado
y me costaba respirar, y aún así, cuando la ola pasó y el nivel del agua bajó,
busqué mi espada para enfrentarme de nuevo a los enemigos. En esta ocasión la
fortuna estaba de nuestro lado, al mirar alrededor me di cuenta con alivio que los
demonios se batían en retirada. Los que no se había llevado el agua huían de la
luz entre siseos para esconderse entre las sombras. Abatido por el cansancio, hinqué
la rodilla en aquella tierra sucia y maloliente y, apoyado en la espada,
contemplé hipnotizado el maravilloso resplandor que nos había salvado de ser
exterminados y que se aproximaba como si estuviese suspendido en el aire. No
sabíamos a qué se debía aquel extraño fenómeno, pero si de algo estoy seguro es
de que ninguno de nosotros sintió miedo. Cuando la luz llegó
hasta nosotros, por fin lo entendí todo.
—¡Nimué! —exclamé mientras intentaba
ponerme en pie.
Pero la hechicera a la que el común de los
mortales conocía como la Dama del Lago solo tenía ojos para el cuerpo caído de
nuestro rey. Al llegar a su lado se agachó y comenzó a acariciar su cabellera
cana.
Saqué fuerzas de donde no tenía y me
acerqué para escuchar las que serían las últimas palabras de Arturo. Su rostro
reflejaba un dolor que no era sólo físico. Ninguna de sus heridas, a pesar de
que lo habían llevado a las puertas de la muerte, era tan dolorosa como la que
se había abierto en su corazón al ver el cuerpo poseído de su amada. El hombre
que había guiado a su pueblo hasta la victoria en innumerables ocasiones, el
rey cuyo nombre infundía miedo entre los enemigos en el campo de batalla, yacía
como un guiñapo desmadejado y medio enterrado en el lodo. Al verme, hizo un
esfuerzo por incorporarse, pero yo se lo impedí. Arturo apretó mi mano con las
pocas fuerzas que le quedaban. Las lágrimas arrasaban unos ojos tristes y
cansados.
—El fantasma de nuestro pasado ha llegado
para reclamar lo que es suyo —dijo dirigiéndose a Nimué. Los hombres que podían
mantenerse en pie comenzaron a formar un círculo a una distancia respetuosa del
rey caído. Después Arturo me miró y continuó para depositar su pesada carga
sobre mis hombros—. Has de vengar esta afrenta, Lanzarote. Ahora el destino del
reino está en tus manos —. Y nada más pronunciar mi nombre, como si la muerte
se hubiese apiadado de él hasta que pudiésemos escuchar su última voluntad,
expiró.
La hechicera sostenía la cabeza del rey en
su regazo y acariciaba su rostro frío con una delicadeza que mostraba sin
palabras lo que había llegado a sentir por él. No hizo falta que le preguntase.
Sin levantar los ojos del cuerpo de su amado comenzó a hablar.
—Antes de juzgarnos, y para entender el
alcance de lo que hicimos en el pasado, es preciso que os pongáis en situación,
caballero. Como vos bien sabéis, hubo una época en la que nuestro reino agonizaba
cercado por la magia negra y por otra suerte de poderes que ningún hombre llegó
jamás a imaginar. Los dioses nos habían abandonado a nuestra suerte y permitían
que los enemigos robasen el alma de nuestros niños para esclavizarlos por toda
la eternidad. Era necesario hacer algo para equilibrar la balanza…
Con sus palabras, Nimué me hizo retroceder
en el tiempo, a una era de terror en la que nos escondíamos en cuevas húmedas y
sombrías, y solo nos podíamos permitir luchar en pequeñas escaramuzas. Hasta
que un hecho acabó por cambiarlo todo.
—Excalibur… —murmuré.
—Así es. La noche en la que Merlín nos
expuso su plan, los enemigos empujaban con sus arietes las mismísimas puertas
de Camelot. Quizás debimos negarnos, pero él era el hombre más sabio que
conozco y, aunque yo mostré mis reparos, Arturo acabó por convencerme. El rey
estaba desesperado.
—Pero la espada fue un regalo de los
dioses para guiarnos a la victoria.
—No, caballero, eso es lo que quisimos que
creyerais. Amparados en el engaño, y con las mismas oscuras artes que utilizaba
el enemigo, Merlín y yo nos infiltramos en la fortaleza del demonio que
conocéis como Drácula y robamos el único arma cuyo inmenso poder podría
desequilibrar la contienda. Pensábamos que él no daría con nosotros, que se
cansaría de buscarla y que suplicaría al rey de los infiernos que le forjase una
nueva espada —continuó Nimué. De su cuerpo emanaba una iridiscencia mucho más
tenue que la que nos había deslumbrado antes. Sus ojos eran dos pozos
completamente negros—. Pero cómo acabó Excalibur en nuestro poder es una
historia para la que ahora mismo no tenemos tiempo. Por ahora os bastará con
saber que se trata de una espada muy especial. Nacida en las fraguas del
infierno, es capaz de convertir en invencible el ejército capitaneado por aquel
que la empuñe. No hay poder en este mundo que pueda rivalizar con el suyo. Pero
el precio que hay que pagar por sus servicios es mucho mayor que el beneficio
que se obtiene a cambio. El metal del que está hecha esa hoja maldita se
alimenta de la sangre y del alma inmortal de aquellos a los que arrebata la
vida. En nuestro descargo he de decir que nadie sabía qué era lo que se nos
pediría a cambio, y cuando lo descubrimos no nos pareció demasiado importante.
Si era sangre lo que quería, saciaríamos su sed con la de nuestros enemigos en
cada batalla que librásemos. Lo único que nos preocupaba era que su leyenda pudiese
llegar a oídos de su legítimo dueño, así que mantuvimos su procedencia en
secreto y prohibimos a bardos y a juglares que cantasen las gestas de nuestros
ejércitos. El tiempo pasaba y nuestros días se contaban por victorias. Hasta
que llegó el momento en que Avalon libró la última batalla contra el mal, y las
huestes de la oscuridad perecieron o se escondieron en las simas más profundas.
La anhelada paz se convirtió en una realidad que se celebró por todo lo alto en
cada rincón del reino durante días. Ya no había enemigos a los que temer y
nuestras gentes podrían volver a vivir a la luz del día. Pero eso también
significaba que no habría forma de saciar la sed de Excalibur. Nos costó mucho
tomar una decisión sobre qué hacer con ella. Merlín abogaba por devolverla,
abandonarla a los pies de las murallas de la fortaleza maldita de donde la
habíamos robado. Yo argumenté que no me parecía una buena idea retornar un arma
tan magnífica a las manos de aquella entidad demoniaca, a quien ya habíamos
desafiado en una ocasión, así que aposté por encerrarla en la mazmorra más
profunda de Camelot y dejar que se muriese, languideciese o durmiese un sueño
eterno.
—Y deduzco que Arturo os hizo caso.
—Así es. Mi propuesta fue un alivio para
Arturo, que no quería desprenderse de Excalibur, pero, como supe más tarde,
tampoco la escondió como yo había sugerido. Me temo que llegó un momento en el
que la espada comenzó a tomar decisiones por él, envenenando su entendimiento,
hasta conseguir que ambos fuesen solo uno.
En ese momento me vinieron a la memoria
las palabras de mi dulce Ginebra, cuando me contaba entre llantos que a duras
penas reconocía al hombre con el que se había esposado.
—No es necesario saber más, mi señora.
Ahora hemos de concentrarnos en cómo vencer al demonio y a sus huestes…
—No podéis, Lanzarote —la hechicera cambió
su tono duro por otro más compasivo—. Y lo más grave de todo es que creo que
nadie puede. Lo supe cuando me interné en su castillo. Si nuestra fuerza
combinada no fue capaz de derrotar a Drácula en el primer encuentro, ¿qué
esperanzas podemos albergar ahora que Merlín ya no está entre nosotros?
—Aunque se trate del mismísimo demonio,
acabo de hacer un juramento a un rey moribundo. Quizás el enfrentamiento no nos
proporcione más que una muerte cierta, pero...
—¡Basta! —la voz de Nimué pareció tronar
en la oscuridad y sus ojos brillaron con una luz mística—. No pongo en duda
vuestro valor, pero la vuestra no sería más que otra de muchas muertes
inútiles. Valéis mucho más vivo que muerto, Lanzarote. Después de que pase la
tormenta habrá un reino que gobernar, y no conozco hombros más fuertes sobre
los que descansar esa responsabilidad que los vuestros. Y ahora disculpadme, caballero,
he de intentar acabar con aquello que iniciamos hace demasiado tiempo.
La hechicera se abrió paso entre los
hombres en su camino hacia el río. Cuando desapareció, presentamos los respetos
a nuestro rey caído y lloramos su muerte durante un instante. Después
comenzamos a organizarnos y a trabajar como si fuésemos uno solo, con una rabia
contenida que superaba con creces el miedo, el dolor y el cansancio. El alba
nos sorprendió amortajando cuerpos desmembrados y atendiendo lo mejor que podíamos
a los heridos.
La luz del nuevo día nos hizo sentirnos
más seguros, pero también nos hizo ser conscientes de la horrible realidad. De
los trescientos hombres que habíamos cruzado el puente de Camelot la mañana
anterior, apenas cincuenta podíamos montar a caballo. Con los heridos sería
imposible regresar al castillo antes de que cayese la noche, así que decidimos
enviar a dos jinetes para pedir ayuda. Mientras tanto, los que nos quedábamos en
el pueblo dedicaríamos nuestros esfuerzos a fortificar la posición y a recuperarnos.
Si los refuerzos forzaban la marcha, llegarían a nuestra posición con tiempo
suficiente para poder organizar la defensa. Cuando los demonios volviesen para
atacarnos esa noche se encontrarían con un ejército preparado y numeroso dispuesto
a vender muy cara su vida.
Nunca perdimos la esperanza de que más
pronto que tarde escucharíamos el tronar de los cascos de los caballos que
anunciaría la llegada de los refuerzos, pero el día pasó y la noche llegó sin
novedades, y el desánimo enraizó en el espíritu de los hombres. Estábamos
solos. Nadie vendría a ayudarnos.
No fuimos capaces de dormir esa noche. Cuando
se hizo patente que tendríamos que intentar defendernos por nuestra cuenta, permanecimos
atentos a las sombras para evitar que los demonios pudiesen cogernos de nuevo
por sorpresa.
La noche se nos hizo eterna, pero al final
asistimos con alivio, y también con cierto desconcierto, a la llegada de un
nuevo amanecer. No teníamos noticias de los refuerzos, y tampoco los demonios habían
hecho acto de presencia para hostigarnos. O por lo menos eso pensábamos en un
principio, porque cuando la luz del alba iluminó el campamento, nos dimos
cuenta de que la noche nos había dejado un nuevo horror que terminó con lo poco
que quedaba de nuestra maltrecha moral. De algún modo que no lográbamos
entender, los demonios habían logrado burlar nuestra vigilancia y se habían
llevado los cuerpos de nuestros caídos, incluido el de Arturo.
No podíamos esperar más. Teníamos que
regresar a Camelot, y teníamos que conseguirlo antes de que volviese a
anochecer. El penoso camino de vuelta bajo una lluvia torrencial dejó un par de
muertos más entre los heridos. Cuando llegamos a la colina desde la que se
divisaba el valle, nos dimos cuenta de que algo no estaba bien. Buitres y cuervos
sobrevolaban el castillo, y densas columnas de humo negro se elevaban hacia el
cielo y se mezclaban con las nubes de tormenta. Abatidos, espoleamos nuestros reticentes
caballos y atravesamos un bosque muerto, poblado por árboles retorcidos y enfermos
cuya corteza supuraba un líquido denso y maloliente que parecía venenoso y
marchitaba la hierba que tocaba. También descubrimos la razón por la que nunca
habían llegado los refuerzos. En un recodo de la senda, tras unos troncos medio
comidos por la podredumbre, encontramos los cuerpos mutilados de un par de
caballos. Eran las monturas de aquellos que habíamos enviado a Camelot a pedir
ayuda. No vimos ni rastro de los hombres. Salimos del bosque y recorrimos el
último trecho hasta el castillo al galope. Al llegar al puente levadizo comprobamos
aterrorizados que permanecía bajado y que nadie lo custodiaba. Camelot, nuestro
hogar inexpugnable, había caído. Los caballos rehusaron traspasar la entrada,
como si pudiesen percibir esencias de maldad que a los hombres nos pasaran
desapercibidas. Desmontamos y algunos de los nuestros, derrotados y fuera de
sí, rompieron la formación en busca de sus familias mientras gritaban en vano
los nombres de los suyos poseídos por la desesperación. Tan afectado estaba por
todo lo que veía, que ni siquiera me molesté en detenerlos. No volvimos a ver a
ninguno de aquellos hombres.
En las calles y en las paredes empedradas
se dibujaban ríos de sangre de aquellos que habíamos jurado defender con
nuestras vidas. Había signos de batalla en cada esquina. Barricadas destruidas,
fuegos que se alimentaban de la madera de las casas. Pero, como había sucedido
en el pueblo, ni un solo cuerpo. Mientras avanzaba lentamente por las calles
desiertas tuve la misma sensación que me había asaltado en el bosque. Camelot
ya no era nuestro hogar y no podría serlo nunca más. Aquellas piedras
centenarias habían sido testigo mudo de la barbarie que se había cometido
contra hombres, mujeres y niños inocentes. Habían profanado nuestro santuario.
Entre las sombras un movimiento llamó mi
atención. Eché a un lado unos cestos que escondían a un hombre, oculto bajo un
carromato en llamas. Llevaba puesto el uniforme de la guardia. Pude ver que por
las heridas abiertas en los brazos y en la pierna había perdido mucha sangre.
Poco se podía hacer por la vida de aquel desdichado. El hombre me miró con ojos
desorbitados y, con un último esfuerzo, gritó al reconocerme:
—¡Acabad con mi vida, señor, os lo
suplico! ¡Después de lo que sucedió esta noche no soy digno de permanecer entre
los vivos!
—Tranquilizaos, buen hombre. Ahora estáis
entre amigos, y ya nada malo puede ocurriros —acomodé su cabeza lo mejor que
pude. Necesitaba saber qué era lo que había sucedido—. Contadnos cómo pudieron
traspasar nuestras defensas.
Un hilo de sangre resbaló por su barbilla.
—No lo hicieron, mi señor, no necesitaron
hacerlo. Nosotros bajamos el puente...
—¿Cómo pudisteis...? ¿Cómo por todos los
santos se os ocurrió semejante cosa?
—Vos hubieseis hecho lo mismo, de haber
sido el rey quien os lo hubiese ordenado.
—¿Arturo, aquí? Pero si el rey está
muerto.
—No mi señor, el rey está aquí. Ha
regresado con lady Ginebra y han permitido que la oscuridad se adueñe Camelot
—el hombre me agarró para acercar mi cara a la suya—. No son hombres, mi señor.
Escalan las paredes como arañas y reptan como serpientes. Esos demonios no
mueren por el acero. Los acuchillábamos una, y otra, y otra vez, pero no
mueren. Dios tiene que habernos abandonado para permitir esta carnicería —sus
ojos se llenaron de lágrimas—. Mi mujer, y mi hija, muertas. Todos están
muertos. Pero no del todo, porque vuelven para intentar llevarnos con ellos.
Di orden de que asegurasen la vivienda más
cercana e intenté llevar conmigo a aquel hombre pero, antes de que pudiese
impedirlo, sacó mi daga de la vaina y se cortó la garganta.
—Yo no me convertiré en uno de ellos
—alcanzó a decir con un último estertor, y su sangre se deslizó por las piedras
hasta mezclarse con la que se había vertido la noche anterior.
Cerré los ojos por un instante y comencé a
rezar una plegaria por aquel desdichado, pero algo me impidió acabarla. Un
fulgor semejante al que nos había salvado en la orilla del río comenzó a
brillar entre las edificaciones con una intensidad tal que era imposible que
pasase desapercibido. Solo había una explicación. Acudimos al origen de la luz
tan rápido como nos lo permitieron nuestros cansados cuerpos. El día moría tras
las murallas y las sombras crecían cercándonos con malos augurios.
La hechicera estaba en medio del patio de
armas. El agua del abrevadero y de la fuente se elevaba a su alrededor con
poderosos chorros que inundaban el empedrado. Al acercarnos a ella pudimos
comprobar que distaba mucho de parecerse a la hermosa mujer que nos habíamos
encontrado dos noches antes. Su carne parecía consumida y los huesos de su
encorvado esqueleto no le permitían mantener una posición erguida. Si la
hechicería exigía un precio, seguramente lo estaba pagando con su vida. Tenía
los ojos en blanco y recitaba una invocación en una lengua que parecía antigua.
Ríos de poder fluían de las yemas de sus dedos hasta mezclarse con las
corrientes y los remolinos de agua, que se agitaban cada vez con más violencia.
De los soportales de los patios nos
llegaban gritos que helaban la sangre, sonidos que parecía imposible que pudiese
emitir una garganta humana. Entre las sombras cada vez más densas uñas duras
como el acero arañaban impacientes la piedra.
—¡Nimué! —exclamé por encima de los
alaridos, y la hechicera se giró sorprendida.
La Dama del Lago abrió sus grandes ojos
azules e intentó una sonrisa al vernos, mostrándonos de nuevo el rostro amable
que ya conocíamos. Después caminó con dificultad y miró a su alrededor.
—No tenemos tiempo que perder, Lanzarote —dijo
con un hilo de voz—. El sol está a punto de ocultarse y los demonios saldrán de
sus escondites para terminar lo que empezaron y marcharse victoriosos con
Excalibur, y no voy a consentirlo. Ahora Camelot está maldito, al igual que
todo lo que tocan estos seres. Es necesario arrasarlo desde los cimientos.
—Entonces no habrá salvación para ninguno
de nosotros. Ya no merece la pena seguir viviendo…
Nimué puso un dedo sobre mis labios. Estoy
seguro de que en aquel momento leyó mi alma atormentada por el recuerdo de mi
amada.
—Todos esos demonios no deben confundirte,
Lanzarote. Tan solo son las herramientas que él utiliza para conseguir sus
fines. Cuando el vampiro domina su voluntad, nunca más vuelven a ser las
personas que amamos. El cuerpo que visteis hace dos noches era el de Ginebra,
pero su alma ya no está con nosotros —quizás hasta ese momento había preferido vivir
engañado, pensando que todavía había alguna posibilidad de recuperar a mi
señora. Al oír las duras palabras de la hechicera bajé la vista para disimular
las lágrimas. Nimué continuó—: Me equivoqué. Cuando llegué a Camelot él ya
estaba aquí. Y todos han pagado muy caro ese error. Eran demasiados y estaban
en todas partes. Y nadie está preparado para luchar contra sus seres queridos.
Ahora tienen la espada, pero se hicieron con ella justo antes de que saliese el
sol y la luz del día los ha mantenido a raya en sus escondites. En cuanto
llegue la oscuridad, saldrán de sus agujeros y acabarán lo que empezaron ayer.
No podemos hacer nada para impedirlo, pero no todo está perdido. Sepultaré
Camelot bajo las aguas de los lagos de las montañas y los demonios quedaran
atrapados para siempre entre estas murallas. Ahora has de partir para contar al
mundo lo que sucedió en Avalon y advertirles de que jamás intenten entrar en
Camelot, o nuestro sacrificio habrá sido en vano.
De inmediato entendí las implicaciones de
lo que estaba escuchando.
—Permitid que os ofrezcamos nuestra espada.
No lucharéis sola. No somos muchos, pero quizás así tengamos una oportunidad…
—No, caballero, esto es el fin, pero no
tiene que serlo para todos —Nimué puso la mano sobre mi pecho—. Además este joven
corazón se rompería de nuevo al ver a vuestra amada entre la legión de
vampiros. En cuanto a mi, no os preocupéis, todos hemos de morir algún día. Si
el destino quiere que termine mis días entre estas piedras, no me parece un mal
final. Nada más que nos quedan unos instantes de luz. Ya puedo sentir el mal
reptando hacia nosotros. ¡Ahora tenéis que iros! —gritó mientras su rostro se transformaba en una máscara de terror y
movía las manos con una energía que casi no tenía para conjurar las aguas.
El cielo se iluminó con los estallidos de los
relámpagos y un viento helado y demencial comenzó a soplar con un aullido
ensordecedor que ahogaba los gritos de los demonios. A nuestro alrededor la
oscuridad parecía cobrar vida.
Unas enormes lenguas de agua nos
envolvieron y nos llevaron con violencia entre las construcciones. Estuve a
punto de perder el conocimiento en varias ocasiones. El torrente de agua me
golpeaba contra las paredes y, cuando pensé que los pulmones me iban a
estallar, me encontré medio aturdido más allá del puente levadizo. Nadie más
había salido del castillo. El río crecía por momentos y un rugido que provenía
de las montañas no hacía presagiar nada bueno. Con el cuerpo magullado, a duras
penas fui capaz de subir a mi caballo, que aguardaba inquieto. Demoré un
instante más de lo necesario mi partida, quizás con la esperanza de ver por
última vez a mi amada, aunque eso acabase por costarme la vida.
Estoy seguro de que las bestias son
capaces de sentir cosas que el hombre no puede. Así fue que mi caballo, como si
aventurase que yo no tendría la fuerza de voluntad necesaria para abandonar el
lugar a tiempo, comenzó a galopar desenfrenadamente alejándonos de Camelot. Llegamos
a la cima de la colina a tiempo para ver como las aguas de los lagos de la
montaña anegaban el valle y sepultaban la fortaleza. Es imposible que nadie
sobreviviese a aquel desastre, pero por si llegan los tiempos en los que las
aguas retrocedan y dejan al descubierto lo que quede del castillo, que sirvan
estas palabras para desanimar a cualquier hombre a rebuscar entre sus ruinas si
valora en algo la inmortalidad de su alma. Dejad que los muertos descansen en
paz, y que los que no lo están permanezcan confinados para siempre bajo las
aguas.
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