Hacia tantos días que unas nubes negras como el azabache
descargaban agua sin descanso sobre la ciudad, que los más supersticiosos
habían logrado contagiar a los demás con teorías sobre un castigo divino o del
mismísimo infierno. Y de repente, como si se hubiese agotado el poder que
alimentaba el oscuro encantamiento, o la entidad sobrenatural que lo hubiese
conjurado estuviese por fin satisfecha con el daño causado y el castigo
recibido, el temporal cesó. Quizás fuese solo un pequeño receso que hiciese aún
más cruel la vuelta del viento y de la lluvia, pero todos en la villa respiraron
aliviados mientras se asomaban incrédulos a las ventanas. Muy arriba, las
estrellas brillaban en un cielo limpio de nubes con un fulgor propio del último
mes del año. Los destrozos habían sido cuantiosos en toda la ciudad, pero
habían sido terribles en los barrios más próximos al curso del río. Las pobres
construcciones, levantadas sin orden ni concierto a lo largo de los años en
tierras poco firmes, se amontonaban unas sobre otras de forma proporcional al
estrato social de las familias que las habitaban: de las más humildes, en las
orillas del río, hasta las de las colinas, donde se erguían orgullosas, y a una
distancia prudencial de las demás, las mansiones de los más poderosos. Si no
fuese por los desagradables olores que casi siempre recorrían el canal y que,
en ocasiones, el viento del sur llevaba hasta lo alto de las colinas, ¿a quién
le importaría el destino de los de abajo? Allí solo había nidos de prostitutas,
fumaderos de opio y tabernas en las que se podía contratar a criminales sin
ningún tipo de escrúpulo para ejecutar las tareas más abyectas. Nadie de fuera
era bienvenido en los barrios de la ribera. Había que ser muy duro o muy sumiso
para sobrevivir en la jungla de callejuelas en las que ni los guardias se
atrevían a adentrarse una vez que se había puesto la luz del sol.
En cualquier caso, el agua caída había lavado los
callejones malolientes y había borrado las huellas de los crímenes que, noche
tras noche, se producían al amparo de la niebla. La crecida del río se había
llevado la basura de las orillas, pero también había puesto a prueba el valor de
los ribereños, que habían contemplado con impotencia cómo un caudal de agua violento
y pestilente entraba en sus casas por las puertas y las ventanas más cercanas
al suelo, y se llevaba enseres, animales e incluso a algún niño, para no volver
a verlos jamás.
Esa noche la luz de la luna hacía que todo brillase en
blanco y negro, y de la lluvia tan solo quedaba una bruma húmeda que calaba los
huesos y el espíritu. La pobre luz de gas de las farolas brillaba mortecina
entre las ramas sin hojas de los árboles, y apenas alcanzaba a iluminar el
adoquinado, que lucía brillante.
La vieja renqueaba por el medio de la calle. Cojeaba
ligeramente por una torcedura antigua o una herida mal curada. Caminaba
embozada en una negra capa raída que arrastraba por el suelo y que le cubría la
deformidad de la espalda y mantenía su rostro arrugado entre las sombras de la
capucha. A pesar de su tara, caminaba con la agilidad y la determinación de
alguien que tenía una misión. El repiqueteo del bastón sobre el empedrado
anunciaba el paso de la lúgubre figura del mismo modo que un leproso lo haría
con su campana. Nadie en su sano juicio osaría adentrarse en las calles del
canal a esas horas, en las que los malhechores aguardaban como arañas en
oscuros soportales a la espera de una víctima que se acercase demasiado a su
escondite. Pero ella no temía a nadie. Ladrones, asesinos, todos conocían el
soniquete de su bastón y se ocultaban en las sombras al ver su silueta
renqueante enfilar el húmedo empedrado de la calle en su dirección. Ella tenía
sobe ellos el poder del conocimiento, de saber quiénes eran y cómo se llamaban,
de conocer sus pecados. Los más osados murmuraban cosas acerca de ella en los
días de mercado, cuando la culpaban de su mala suerte con la cosecha o la
muerte repentina del mejor ternero, o al atardecer, mientras arrastraban las
pequeñas embarcaciones tierra adentro y volvían a casa con las redes vacías
tras una dura jornada de pesca, pero nunca con la voz muy alta. Hubo muchos,
incluso, que se atrevieron a pensar en ella como la causa del temporal que
azotaba la ciudad, pero ninguno se atrevió a expresarlo jamás en público, por
miedo a que llegase a sus oídos quién lo había dicho.
La vieja llevaba dos sacos cogidos con fuerza con unos
dedos nudosos que apenas eran piel sobre hueso. Uno de arpillera, en cuyo
interior unos bultos pequeños se movían débilmente y gemían de hambre y frío, y
otro de tela gruesa que rezumaba un líquido pardo que de vez en cuando dejaba gotas
gruesas en el camino. Enormes ratas de lomos arqueados se apresuraban a lamer
el rastro viscoso una vez que consideraban que la anciana se había alejado lo
suficiente.
La encorvada figura cruzó un pequeño puente construido con
piedras milenarias. Bajo sus pies el cauce del río se estrechaba y la corriente
se volvía una violenta sucesión de remolinos y turbulencias capaces de triturar
a un hombre. Después abandonó el adoquinado para tomar un pequeño y oscuro sendero,
medio comido por la maleza, que serpenteaba hasta una pequeña loma. En la cima se
adivinaba la sombra de una construcción más sólida y grande que las que había
dejado atrás. Franqueó una verja oxidada cuya cancela había perdido uno de los
goznes y permanecía clavada en la tierra, y atravesó unos jardines abandonados
que servían de refugio varios gatos que la miraban fijamente, con unos ojos que
brillaban con un fulgor extraño, casi místico. Subió la pequeña escalinata de
la entrada con dificultad y empujó el grueso portón, que cedió con un chirrido.
Probablemente era la única casa de toda la ciudad cuya puerta no se cerraba con
llave, pero también era la única a la que nadie se atrevería a entrar sin ser
invitado. Y esa era una ley no escrita que no había sido violada jamás.
Dentro de la casa el estruendo del río se amortiguaba por
las gruesas paredes. La luz de la luna atravesaba con dificultad la suciedad de
la claraboya del tejado, pero era suficiente para poder ver con cierta claridad
y evitar los golpes con los desvencijados muebles. Dejó el bastón junto a la puerta,
apoyado el una pared desconchada por la humedad, y la capa mojada colgada de
una percha. Encendió una pequeña vela con la llama de un cirio rojo que
iluminaba un pequeño altar, y con la temblorosa luz recorrió la planta baja
hasta llegar a una habitación cerrada con llave. Escogió con cuidado una del
manojo que colgaba de la cintura y abrió la puerta con sigilo. No hacía mucho
tiempo que se habían acostado y en una noche como aquella los nervios les
impedían conciliar un sueño profundo. Dejó con cuidado el saco de tela gruesa
sobre una vieja cama y al instante se escaparon tres pequeños gatos que comenzaron
a investigarlo todo. No importaba. Ya se ocuparía de ellos más tarde. Ahora
tenía otra tarea más urgente que completar. Pero antes de ponerse con ella,
quiso cerciorarse de que todo estaba tal cual lo había dejado, así que recorrió
el largo pasillo hasta la entrada de la habitación comunal y atisbó por el
quicio de la puerta entreabierta. A la luz de la vela comprobó que los pequeños
dormían plácidamente bajo sus gruesas colchas. Satisfecha, se dirigió a la
cocina, donde desenvolvió el segundo hatillo y descubrió tres grandes tarros
con un contenido espeso y parduzco.
La anciana removió las brasas de carbón para avivar el
fuego y acercó las manos para calentar sus viejos huesos durante un instante. Después
comenzó a amasar con mucho cariño un montón de bollos de Navidad con la
mermelada casera de arándanos que, de vez en cuando pero siempre en Nochebuena,
le conseguía el padre Matías. Esa noche, además, había tenido la fortuna de
encontrarse con tres pequeños gatos que alguien había arrojado al río en un
saco para que muriesen ahogados. La tela se había quedado enganchada en un
tronco que la corriente había arrastrado hasta la orilla, al alcance de su
bastón, y así había podido rescatarlos. El olor de la masa recién horneada comenzó
a flotar por la cocina e inundó todos los rincones del caserón. La anciana
recordaba con satisfacción la enorme cantidad de niños huérfanos y sin hogar
que se habían alojado en la casa a lo largo de los años. Nada ni nadie
garantizaba que cuando se hiciesen mayores les fuese a ir bien en la vida, de
hecho la mayoría no lograba escapar del barrio y ya había tenido que asistir a
demasiados funerales, pero con que solo uno de ellos lo consiguiese, su
esfuerzo habría merecido la pena. Y así sería mientras no le fallasen las
fuerzas. Cuando los pequeños se levantasen al día siguiente, se encontrarían
con un montón de bollos rellenos de mermelada y la sorpresa de los tres
hermosos gatitos. Casi no podía esperar a ver sus caras de felicidad.
Dedicado a todos aquellos que esperaban que sucediese algo
que al final no sucedió, porque hasta en este blog es Navidad.
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